Hermosa diversidad, necesaria inclusión

Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas
y las reconfortaba...
Cuando en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras preguntar algo a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
La plaza. Vicente Aleixandre 

 

Ahora tengo mucho tiempo para pasear. Aunque también hago otras cosas, como leer, escribir en este blog y en el de orientación, escuchar música, viajar o cualquier otra actividad que me permita seguir cultivando y distrayendo la mente y el cuerpo, el paseo por las calles y las plazas de la ciudad es una de mis aficiones favoritas. Salgo a la avenida e improviso la ruta; es difícil que se repita dos días seguidos pues me gusta descubrir nuevos rincones, lugares distintos. Y una ciudad como Sevilla, como supongo que también sucederá en otras ciudades, siempre tiene algo diferente. Incluso una misma calle, a distintas horas, con una luz que atenúa o intensifica las sombras, que acentúa, mitiga o esconde los colores, es siempre nueva. Y también depende de los días de la semana; un sábado o un domingo parece que hay una alegría, una pausa, un ambiente en el aire que no tiene nada que ver con las prisas y las urgencias de un martes o un jueves.

Siempre hay que estar atento a los colores, las miradas, los acentos, los olores. Por eso no suelo escuchar música mientras paseo, para concentrarme en lo que me rodea, en lo que voy viendo u oyendo. Gente que pasa a mi lado sin verme, mirando las pantallas de los móviles o hablando por teléfono, idiomas que no reconozco, personas que hablan a gritos, que ríen o que susurran, que preguntan o contestan, niños y niñas que van al colegio o juegan en los parques. La raza humana en toda su diversidad: rubios, morenos, altos, bajos, gruesos, ancianos que se sientan a ver pasar la vida y pandillas de jóvenes que se beben esa vida y que no se paran a pensar, sólo viven y no reflexionan, ¿para qué reflexionar si tienen toda la vida y las ilusiones por delante? Y ropas multicolores y grandes edificios o casitas bajas. ¡Qué variedad, qué hermosa diversidad!

Recuerdo que en mi infancia, en una ciudad mucho más pequeña que Sevilla, cada vez que veíamos a una persona negra o que fuera vestida de manera extravagante, nos quedábamos mirando con ojos asombrados, curiosos. Incluso nos reíamos o la seguíamos durante un tiempo hasta que nos cansábamos o encontrábamos algo que nos llamara más la atención, porque, y esto también ha cambiado mucho, antes pasábamos la mayor parte del tiempo en la calle y nuestros padres nos dejaban y sólo ponían alguna condición: subir a merendar y no llegar más tarde de las nueve de la noche. Las modas eran seguidas con sumisión y sin apenas salirse de los cánones establecidos. Eran muy pocos los que se atrevían a sobresalir, a destacarse, los que se denominaban snobs. Emigrábamos para buscar una vida mejor lejos de nuestras fronteras y regresábamos con otra mirada, con otra visión del mundo, y aquí nos sentíamos oprimidos, encorsetados.

En los colegios la diversidad consistía en que unos eran más listos y ganaban todos los premios y la mayoría nos conformábamos con evitar los castigos y sobrellevar con resignación las horas que pasábamos sentados repitiendo muchas veces ideas que apenas entendíamos, corriendo como alma que lleva el diablo cuando sonaba el timbre o la sirena que señalaba el fin de la jornada escolar. No había extranjeros en las aulas. Y existía el pensamiento único, el que nos obligaba a agachar la cabeza cuando alguna autoridad, fuera la del maestro o la del agente de policía, te llamaba la atención. Pero eso hace mucho que pasó, aunque si lo pienso, no hace tanto, no hace tanto.

Ahora, por suerte, las cosas son muy diferentes. El mundo se ha vuelto más pequeño, se viaja más, se conoce más de otras culturas porque muchos han venido para poder vivir mejor aquí. Y, sin embargo, otros se han tenido que ir para poder vivir mejor y desarrollar todo lo que han aprendido porque aquí no se les valora. Esas son las incongruencias que apenas podemos entender.

Ahora se habla de fusión en casi todo: en la cocina, en la música, en el arte. Aunque algunos quieran hacer de la exclusión su bandera, y no estoy hablando sólo de política, somos un pueblo, el español, que ha sabido fundir de una manera sabia todas los diferentes pueblos y culturas que por aquí han pasado y se han quedado. Iberos, celtas,  romanos, godos, judíos, musulmanes… Todos ellos han dejado su impronta. Nuestra sangre, nuestros rasgos, nuestra cultura y nuestras costumbres, fundamentalmente mediterráneas, también han sabido asumir sin complejos aquello que ha venido del norte o del oeste. Somos un mosaico, un crisol como solía decirse hace unos años o un patchwork, que también se ha puesto de moda ahora. Y tenemos que estar orgullosos por ello. Dejad a un lado la pureza de sangre, eso no existe. No hay que olvidarse de nuestras tradiciones, tenemos que conservarlas, pero no debemos dejar que nos ahoguen y nos impidan ver más allá.

Y todo esto, llevado a la educación, que es a donde quería llegar, supone reconocer la enorme importancia de la escuela inclusiva. ¿Qué se entiende por escuela inclusiva? Es aquella que respeta y reconoce la diferencia del alumnado y que se organiza de una forma flexible, a fin de que pueda atender a toda la diversidad de alumnado existente. Aunque suele definirse en relación con las necesidades asociadas a la discapacidad, la educación inclusiva tiene en cuenta las necesidades de los estudiantes sin distinción de raza, fe o condición social y cultural. Me da pena, lástima, incluso rabia, cuando escucho o leo el interés de muchos por intentar uniformizar la escuela, las aulas, pretender que todos alcancen los mismos objetivos en el mismo tiempo, con el mismo curriculum, con la misma evaluación, con el mismo sistema, sin atender a las diferencias personales, culturales, sociales. Se dirá que es mejor separar por sexos o por niveles, que lo mejor es homogeneizar al grupo, que así se atiende mejor y se alcanzarán mejores resultados. Cuando el horizonte es el resultado, seguiremos cayendo en los errores de siempre. Es mucho más enriquecedor y beneficioso conocer, ser conscientes de las dificultades de los demás, de aceptar sus diferencias para comprenderlos mejor, para aceptarlos, para ser más tolerantes. No todo debe girar en torno a las competencias, a los estándares de aprendizaje, a los resultados que se obtengan en PISA. La sociedad es mucho más compleja, más rica.

Os dejo aquí algunos enlaces que explican con toda claridad los beneficios y las ventajas de la diversidad en las aulas, así como materiales con los que trabajar con los alumnos.

El beneficio de que haya alumnos con distintas capacidades en el aula.

Todoinclusión  es una web decana de recursos para profesionales de la inclusión educativa en español, que comenzó su andadura en el año 1997 con el nombre de AdaptacionesCurriculares.com. Si entráis en su página encontraréis un gran número de recursos y contenidos prácticos (guías, adaptaciones curriculares, materiales para todas las etapas educativas) que nos ayudarán a realizar la inclusión en nuestras aulas. En el siguiente enlace podéis ver acceder a dos guías de gran utilizad y que se descargan en formato pdf

Guía metodológica sobre dificultades específicas de aprendizaje y Evaluación y orientación psicopedagógica de los alumnos con necesidad de apoyo en audición y lenguaje.

Fevas Plena inclusión Euskadi es una entidad sin ánimo de lucro que promueve los derechos de las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo y de sus familias. En su página podemos encontrar una gran cantidad de guías y materiales con los que trabajar en las familias y en las aulas, como por ejemplo: 

Guía de materiales para la inclusión educativa. Secundaria. Discapacidad intelectual y del desarrollo

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El primer recuerdo

Resultado de imagen de antigua estación de tren Atocha

—¿Que cuál es mi primer recuerdo, me pregunta? No sé por qué los psiquiatras tienen esa obsesión por los recuerdos infantiles. Es verdad que la infancia marca el futuro de las personas, pero retorcer el pasado, sobre todo el de una época que suele ser, en las personas normales, la más feliz de la vida, me parece innecesario. Que ahora mismo tenga una pequeña depresión, seguramente producto de la ansiedad que me provoca el trabajo, no creo que tenga nada que ver con mi infancia. Mi jefe es el culpable, seguro. O mi mujer, que está todo el día dale que dale con que hagamos viajes, que salga de casa, que haga deporte. Pero si a mí lo que más me gusta es estar delante de la televisión o leer un libro repantingado en el sofá o quedarme quieto mirando a las musarañas. No quiero pensar, sólo deseo que la vida vaya pasando despacio, sin agobios, sin sobresaltos. Bastantes disgustos me han dado mis hijos, que se fueron sin siquiera despedirse, y mis amigos, que se fueron alejando, alejando sin dar una explicación, yo que siempre los llamaba para salir a tomarnos unas cañas o a jugar un partido de futbito. O mi hermana, la única que tengo y que siempre me había apoyado, pero que ahora ya ni me felicita en navidades. Pero ya que lo dice, intentaré recordar, aunque no puedo asegurar que lo que voy a contar haya ocurrido realmente. A veces sueño cosas que se repiten varias veces y creo que me han sucedido, como esa en la que me veo a orillas de un río que corre por un valle rodeado de frondosos bosques. Veo también, al fondo, algunas casas y campos verdes. Una pequeña columna de humo sale de la chimenea de una de las casas y me parece escuchar la voz de alguien, quizás mi padre, que me dice algo que no entiendo. No veo a nadie, sólo escucho la voz. Debe de estar detrás de mí. Estoy tumbado en la hierba y muerdo, distraído, un pequeño tallo. Levanto la vista y veo un cielo muy azul, sin nubes. Todo se desarrolla muy lentamente. No pasa nada, pero siento una enorme paz, como si estuviera dentro de una campana de cristal que me protegiera contra todo, contra todos. Y el tiempo se detiene y deja de fluir el río y el humo de la chimenea también se queda quieto. De pronto me doy cuenta de que estoy viendo un cuadro que estaba en casa de mis abuelos, encima del aparador donde también hay un retrato en sepia de un matrimonio que mira a la cámara muy serio. Supongo que eso será un recuerdo de la infancia, de cuando tenía cuatro o cinco años, no más, porque después mi abuelo se murió, mi abuela vendió la casa y se vino a vivir con nosotros. A veces le preguntaba por el cuadro pero ella me decía que encima del aparador del comedor había un cuadro de la Santa Cena y que no recordaba un cuadro como el que yo le describía. Por eso ya no sé si lo que acabo de contar sólo fue un sueño u ocurrió en realidad.

El psiquiatra está callado y escribe algo en su cuaderno. Yo no estoy tumbado, como veo en las películas que están los pacientes. Él está sentado en un cómodo sillón detrás de una mesa sobre la que hay varios libros y un teléfono. Yo me siento en una silla y apoyo de vez en cuando uno de los codos en el borde de la mesa, fijándome en una pequeña mancha que parece una quemadura, como si alguien hubiera dejado un cigarro y éste hubiera quemado un poco el barniz. Cuando quiero concentrarme necesito fijarme en algo que me permita aislarme y olvidar lo que me rodea. Es como si todos los objetos y las personas se diluyeran en una penumbra y se convirtieran en sombras mudas que me observan y atienden expectantes a lo que pienso o digo. Ahora sigo hablando.

—Creo que mi primer recuerdo es un viaje en tren que hice con mis padres al sur, un viaje que duró dos días, haciendo una pequeña parada en Madrid. Tan cansado debía de  estar que sólo quería acurrucarme en los brazos de mi madre, que me cantaba canciones infantiles y coplas de Marifé de Triana o de doña Concha Piquer. Por eso me gusta tanto la copla, creo. Pero eso no lo recuerdo, pero sí guardo una imagen, sólo una, de un andén. Yo estoy andando por él, de la mano de mis padres, y de pronto me asusto con un fuerte ruido, quizás del vapor del tren o del silbido, porque tengo la imagen grabada de gente con maletas, de las ruedas del tren, de la estructura metálica de la estación. Supongo que sería la estación del norte o la de Atocha, no lo sé.

— ¿El recuerdo de un viaje es su primer recuerdo? —pregunta el psiquiatra. —Es curioso y muy significativo, dice. No me explica por qué, pero me anima a seguir hablando…

La verdad es que casi todo me lo acabo de inventar. Nunca he ido a un psiquiatra, ni mi mujer me habla continuamente de hacer viajes, sino más bien al contrario, soy yo el que la castiga con el tema. No tengo una hermana, sino un hermano. Ni mis hijos se han ido sin despedirse ni mis amigos se han ido alejando. Pero esto, que comenzó como un pequeño juego de una tarde de enero en la que mi mujer y mi hija se fueron a ver trajes de gitana y me dejaron solo, me ha dado pie para comenzar a escribir un relato en el que voy a insertar recuerdos de infancia y de juventud, mezclados con parte de la historia de la familia. Supongo que muchos escritores habrán comenzado así, partiendo de lo cercano y conocido a lo más extraño. Ya veremos cómo termina esta experiencia, si es que termina.