Mi paseo comienza como siempre, aunque esta vez hay un pequeño cambio. Me he comprado una de esas pulseras de actividad que, conectadas con una aplicación del móvil, me informa de la distancia, las calorías quemadas y, gracias al GPS, del mapa del recorrido. Lo voy a probar por primera vez, así que desconozco su fiabilidad. La tarde está incierta, como las anteriores, con nubes altas pero amenazadoras. Hace un par de días cayó una tormenta como no había visto en años. Los relámpagos y los truenos se sucedían vertiginosamente y los cristales retumbaban como si una mano los golpeara. La verdad es que no me gustaría que la tormenta me pillara en medio del campo, entre árboles, pero como las últimas veces sucedió de madrugada, me arriesgo.
Hace algo de bochorno, pero no me fío por si la temperatura desciende bruscamente, que en las tardes de primavera a veces ocurre, así que, además, de la camiseta llevo una sudadera que me ato a la cintura. Empiezo el paseo a media tarde y, tras pasar por la fuente Nueva, las calles Puerta de Sevilla, San Mamés, Águila y Torre Alta, dejo atrás las últimas casas del pueblo. No hace ni diez minutos que estoy andando, siempre subiendo cuestas, y ya estoy sudando. Esta vez, cuando llego a la señal que indica Camino Viejo del Cerro, me detengo un momento y decido aventurarme por este sendero. Nadie me había hablado de él porque, según me informaron después, ha sido habilitado hace poco tiempo. Los primeros metros no me animan demasiado, ya que la cuesta descendente es muy abrupta, el suelo es irregular, lleno de piedras y muy estrecho. Tengo que ir con cuidado porque puedo pisar mal y torcerme el tobillo o resbalar y caerme. Estoy a punto de volverme y regresar, no me gusta tener que ir pendiente de los pasos que voy dando y no poder disfrutar del paisaje o de los sonidos. Por eso me detengo con frecuencia a contemplar lo que me rodea: matorrales, arbustos y árboles cuyo nombre desconozco crecen a orillas del camino, entre las piedras que apenas me dejan ver las dehesas de encinas y alcornoques y las pequeñas casas diseminadas de las fincas que rodean al pueblo. De vez en cuando hilos de agua cruzan el sendero y forman charcos que me obligan a hacer equilibrio y dar pequeños saltos.
Cuando llevo una media hora de paseo el terreno que piso cambia. Parece que ya ha terminado la cuesta descendente y el sendero se convierte en un camino algo más ancho. En lugar de tierra y piedras irregulares me encuentro una especie de calzada mucho mejor empedrada y, más adelante, subiendo ligeramente, tierra apelmazada y cubierta de hojas.
El paisaje, que apenas podía percibir porque me lo impedía la espesura de los matorrales también cambia. En lugar de pequeñas fincas ahora me encuentro con dehesas de encinas y algunos alcornoques crecen en medio del camino, como figuras solitarias que lo vigilaran.
Después de unos centenares de metros de plácida caminata, comienzan otra vez las dificultades, pues además de que otra vez comienza la subida, agua, tierra y piedras se entremezclan y apenas permiten andar. Incluso un poco más adelante una gran piedra, como si hubiera sido puesta allí por un gigante para impedir el paso, ocupa prácticamente todo el ancho del camino.
Durante todo el paseo, el canto de los pájaros y el sonido del agua me ha acompañado y ahora también el rebuzno de algunos burros que, al acercarme, se callan y me miran con curiosidad. Después de una subida bastante pronunciada desemboco en el camino del Mármol, mucho más ancho y con un terreno más uniforme y llano.
Veo al pueblo a mi derecha y sigo sacando fotos con el móvil pues la estampa merece la pena: en primer lugar encinas y olivos parecen acunar al pueblo que se levanta sobre el cerro coronado por el castillo. También se aprecia el valle de la Ribera del Chanza, una dehesa de pastos y encinares y al fondo, la sierra, que no se ve con claridad pues la tarde está declinando y una pequeña neblina parece levantarse del valle, se recorta contra un cielo que ya no es azul sino grisáceo.
La altura del camino permite apreciar en todo su esplendor los montes y los bosques de encinas y alcornoques. De vez en cuando, a lo lejos, se divisa el caserío del Álamo y pequeños cortijos desperdigados. A lo largo del camino ya me voy encontrando con algún coche que regresa al pueblo, algún jinete que pasea tranquilamente, quizás preparando a su caballo para la romería que tendrá lugar dentro de un mes.
Un chalet se levanta frente al pueblo. Me gustan su situación y las vistas. Sentarse en el porche al atardecer, con una cerveza y escuchando solamente el canto de los grillos y de alguna lechuza tiene que ser envidiable.
Ahora desemboco en la última parte del recorrido, en el camino de la Portilla. Se está cerrando el círculo pues Aroche está ya a menos de un kilómetro.
Ahora sí me encuentro con más personas que pasean como yo o que vuelven después de un día de trabajo. Entro en el pueblo por la carretera del cementerio, después de pasar por el colegio y por el restaurante Las Lajitas y, en lugar de seguir por la Corredera, me aventuro, como si no hubiera subido hoy cuestas suficientes, por calles que he pisado muy poco: calle Pan, calle Luna, calle José Guerra Galán. Tengo que detenerme al lado de tres mujeres que están sentadas a las puertas de sus casas y que charlan tranquilamente.
—¡Las cuestas de este pueblo…! —comento en voz alta. Ellas se ríen y me dicen:
—Es que los de ciudad no están acostumbrados. Llevamos muchos años cargando bolsas y subiendo y bajando por aquí. Lo habremos hecho miles de veces.
Me despido cuando la respiración se acompasa y el corazón late ya con normalidad.
Continúo por la calle Senabra y, después de una hora y veinte minutos de camino, entro en casa. Compruebo lo que marca la aplicación y me informa de que he tardado una hora y veintiún minutos, he andado seis kilómetros y trescientos treinta metros y he quemado doscientas veinte calorías, que no me parecen muchas, pues estoy bastante cansado. No ha caído ni una gota y las nubes, que una hora antes parecía que podrían descargar algo de lluvia, casi han desaparecido. Mañana, si el tiempo no lo impide, otro paseo.