15 de septiembre, domingo. De Pamplona a Cuenca, parando en Olite.
No sé si será por el cansancio acumulado, porque la habitación del hotel está en la octava planta y no se escucha ruido alguno o porque las camas son muy cómodas, quizás sean las tres cosas juntas, hoy hemos dormido estupendamente. Me asomo a la ventana y compruebo que esta noche ha llovido algo porque hay humedad en las calles y se ven pequeños charcos. El cielo, sin embargo, está despejado. Hace algo de fresco, lo que agradecemos porque estos últimos días hemos pasado calor. Terminamos de hacer las maletas, las bajo al garaje y pagamos en recepción. Es temprano todavía, así que hemos decidido desayunar por el camino, en Olite, que está a poco más de media hora de Pamplona. Como siempre, antes de salir pongo el Google Maps y saludo a la voz que nos acompañará durante el camino. Una pena que no pueda darle una propina, porque se está portando de lujo.
Después de circunvalar la ciudad y equivocarme una vez, cómo no, en una de las rotondas, salimos a la AP-15, que es la autovía que nos llevará hasta Olite. Muy poco tráfico, como corresponde a una mañana de domingo. Llegamos a Olite sobre las nueve y media de la mañana. Aparcamos al lado de un gran edificio que parece un monasterio y que después me entero que es el convento de San Francisco. Es un buen sitio para aparcar, en plena ronda del castillo. Lo que vemos, lo que se ve desde casi cualquier sitio, es el Palacio Real, un imponente edificio con muchas torres. Entramos por un arco que nos conduce hasta la plaza del ayuntamiento. Hay poca gente por las calles. En la plaza hay varios puestos y carpas cerrados, banderines de colores y vallas de madera que la rodean casi por completo. Olite está en fiestas. Entramos en una cafetería que está llena de gente joven, algunos disfrazados de la manera más variopinta, con las caras pintarrajeadas de negro y otros vestidos con la clásica indumentaria navarra: camisa y pantalón blancos y pañolico rojo en el cuello.
No queremos demorarnos demasiado y nos dirigimos a la entrada del Palacio Real, que se conoce también como Palacio de los Reyes de Navarra y Castillo de Olite. Es un monumento impresionante, que combina el carácter cortesano y defensivo de manera muy armoniosa. Si desde lejos parece un castillo de cuento de hadas, cuando se entra al interior la sensación es que nos encontramos en un espléndido edificio de torres esbeltas, chapiteles, estancias grandes, gruesos muros, galerías, patios, jardines. Aunque las paredes están desnudas, habría que imaginárselo, como se nos informa en la guía que nos dan a la entrada y en el plano que seguimos religiosamente, revestido de gruesos tapices dorados y rojos, alfombras mullidas, artesonados y puertas de madera pintadas de diferentes colores, chimeneas calentando las frías habitaciones, cortesanos y cortesanas vestidos con ricos ropajes paseando y charlando. Durante más de una hora recorremos el palacio, subimos a las torres, descendemos hasta los primitivos cimientos y recreamos siglos de historia. Un auténtico placer (si queréis saber más pinchad en el enlace Castillo de Olite)
Cuando salimos, contemplamos la hermosa fachada gótica y la portada de arco ojival de la Iglesia de Santa María la Real, adosada al Palacio. No pudimos entrar porque estaba cerrada y nos dio pena porque el retablo creo que es una maravilla.
Llegamos nuevamente a la plaza mayor y nos encontramos con una sorpresa: un encierro de novillos y vaquillas. Lógicamente, nos quedamos un buen rato viendo la habilidad de los jóvenes que esquivaban las embestidas o corrían delante de los animales. Antes de irnos paseamos por callejuelas solitarias y silenciosas, llegando hasta la iglesia de San Pedro, que también estaba cerrada. ¿Cuándo y dónde van a misa los domingos los olitenses?
Todavía nos quedan casi cuatrocientos kilómetros para llegar a Cuenca, nuestro próximo destino. Según mis cálculos, como son las doce de la mañana, supongo que llegaremos sobre las tres y media o cuatro de la tarde, así que habrá que comer por el camino. Poco a poco el cielo se va encapotando. Dejamos a nuestra izquierda el siempre imponente Moncayo y pueblos que habrá que visitar en otra ocasión: Cintruénigo, Ágreda (hay un cartel que indica Vera de Moncayo, cerca del cual está el Monasterio de Veruela, donde Gustavo Adolfo Bécquer pasó varios meses y escribió una de sus obras más famosas, «Cartas desde mi celda»), Almazán, Medinaceli, donde estuvimos a punto de detenernos, pero comenzaba a llover con insistencia y el cielo se oscurecía cada vez más. Cuando dejamos la autovía y nos adentramos en la N-204, la cosa comenzó a ponerse fea, no sólo por las curvas sino por el tiempo. Nuestra llegada al pueblo de Sacedón fue épica, porque nos cayó una buena tormenta, que nos hacía temer que ocurriera algo similar a lo estaba pasando esos día en el levante, con inundaciones, coches atrapados, personas en peligro, etc. Así que nos detuvimos allí y entramos en un mesón que está a la entrada, el restaurante Pacheco. Si pasáis por ahí, no os perdáis el conejo al ajillo y otras delicias, fundamentalmente de carne.
Esperamos a que escampara un poco y seguimos el viaje. Llegamos a Cuenca pasadas las cinco de la tarde y nos alojamos en unos apartamentos muy recomendables, los Apartamentos Santa Marta, situados cerca de la Plaza Mayor. Como Carmen quería escuchar misa fuimos primero a la catedral y allí nos informaron de que a esa hora no la celebraban, pero que en una iglesia cercana sí había hora y media más tarde, a las ocho. Aprovechamos el tiempo visitando la Catedral de Cuenca. Lo primero que llama la atención es su fachada, que se contempla perfectamente desde la plaza. Según nos informaron a la entrada, esta fachada, construida a comienzos del siglo XX, reproduce la fachada inicial, que se derrumbó. Nos dan una audioguía que permite una mejor comprensión de lo que vamos viendo. El interior es muy interesante: altas columnas, bóveda estrellada, un ábside central con arcos muy apuntados. Da sensación de amplitud, con mucha claridad, como corresponde a un edificio gótico, pero también de gran robustez. Nos detenemos en varias capillas, en el coro, en la sacristía y salimos en determinado momento al exterior, desde donde se contempla una magnífica vista de la Hoz del río Huécar y del Puente de San Pablo, que visitaremos más tarde. Seguimos con el recorrido por la catedral y terminamos pasadas las siete de la tarde.
Subimos por la calle San Pedro hasta la iglesia del mismo nombre, donde Carmen escuchará misa y yo dedicaré el tiempo a visitar esa zona de la ciudad vieja de Cuenca. Entramos un momento en la iglesia, que todavía está casi vacía. El interior es prácticamente una circunferencia y se adivina que está muy restaurada. Dejo a Carmen dentro y subo por la calle del Trabuco, pasando por el convento de las Carmelitas Descalzas, que hoy es una fundación, hasta las murallas y restos del Castillo, pasando debajo del Arco de Bezudo. Desde allí las vistas de la Hoz del Huécar son magníficas. Bajo otra vez por la calle del Trabuco hasta la plaza del mismo nombre y desciendo por unas escaleras para contemplar la Hoz del Júcar y averiguar dónde se encuentran los Ojos de la Mora, en la pared de enfrente del barranco. Allí los veo.
Comienza a llover un poco y me refugio en el vestíbulo de la iglesia de San Pedro, esperando a que termine la misa y sigamos recorriendo la ciudad. Cuenca está en fiestas, las fiestas de San Mateo, y tanto en la plaza mayor como en muchas calles y plazas más pequeñas, hay puestos que imitan las fiestas medievales. Queremos ver las casas colgadas y descendemos por calles llenas de gente que está comprando en puestos de artesanía, dulces, ropa. En el aire resuenan gaitas y tamboriles. Por fin llegamos al Puente de San Pablo, desde el que se puede contemplar una de las mejores vistas de una ciudad que parece de ensueño, a punto de caer sobre un precipicio. La Hoz del Huécar, el Parador (antiguo convento de San Pablo), parte de la catedral, los curiosos rascacielos conquenses. Debajo del puente apenas se adivina un hilo de agua. ¿A quién se le ocurriría levantar una ciudad en un lugar tan extraño? Creo que pocas ciudades en el mundo tienen un entorno tan original y privilegiado.
Está casi anocheciendo y comienzan a encenderse algunas luces. Ahora la ciudad parece mágica, encantada, como de cuento. Subimos despacio y llegamos a una plaza, creo que la Plaza de Ronda, donde entre los puestos destaca una enorme parrilla en la que están asando carne, morcilla, chorizos, costillas. El penetrante olor hace que comencemos a buscar un sitio donde cenar, pero no ahí, porque a Carmen no le gusta la carne. Cenamos en uno de los restaurantes que hay en los laterales de la plaza. Como la comida había sido excesivamente abundante, ahora nos limitamos a tomar una cerveza y un poco de queso porque, a pesar de lo que hemos andado, subido y bajado cuestas y escaleras, creo que todavía estamos haciendo la digestión del almuerzo. Ahora, a descansar.
16 de septiembre, lunes. Regreso a Sevilla
Como ayer no nos dio tiempo a ver algunas cosas y nos hemos levantado temprano, desayunamos también en la Plaza Mayor, que como ya dije está casi al lado de los apartamentos. Por la calle se ve poca gente, sólo algunos operarios del ayuntamiento que están terminando de limpiar las calles. Han quitado los puestos de la plaza y ahora se puede ver en todo su esplendor. Ha llovido durante la noche y hace algo de fresco. Nos tenemos que abrigar bien. Se nota que se acerca el otoño, pues en el aire se percibe el olor acre de la tierra mojada. Callejones solitarios, ventanas, balcones y puertas cerradas, rincones y recovecos que sorprenden a cada instante. Todo irradia melancolía y romanticismo. Llegamos hasta un pasadizo entre varias casas y levantando la vista vemos un Cristo que da nombre al lugar y una pequeña ventana con una reja. En un lateral podemos leer la leyenda que, como en muchos otros lugares, cuenta los anhelos de dos jóvenes, Julián e Inés, que se prometieron amor eterno bajo el Cristo pero que, y aquí no voy a contar toda la historia, no quiero hacer spoiler para que vayáis a verlo, terminó «malamente», como diría Rosalía.
Seguimos la ronda y volvemos a encontrarnos con callejones desiertos, placitas coquetas y escondidas, miradores sobre las dos Hoces (sin martillos) del Júcar y del Huécar, como los miradores de San Miguel. Subimos hacia la plaza donde se encuentra la Torre de Mangana, muy cerca del Museo de las Ciencias de Castilla La Mancha, cerrado por ser lunes, desde la que se contemplan unas vistas excelentes tanto de la ciudad antigua como de la moderna ciudad. Como tenemos que dejar los apartamentos antes de las doce de la mañana, regresamos, terminamos de hacer las maletas y bajamos con ellas por la calle Alfonso VIII hasta unos aparcamientos cercanos, donde la tarde anterior habíamos dejado el coche.
El regreso a Sevilla, unas seis horas de viaje parando para comer cerca de Bailén, transcurrió sin incidencias. Como resumen diré que no sé si merece la pena intentar ver tantas cosas en tan poco espacio de tiempo, recorrer tantos kilómetros en coche, andar hasta llegar casi al agotamiento. Seguramente en otras ocasiones elegiremos menos lugares pero les dedicaremos más tiempo a conocerlos mejor.