Burgos, Vitoria, Pamplona y Cuenca en una semana (un atracón de viaje, y IV)

15 de septiembre, domingo. De Pamplona a Cuenca, parando en Olite.

No sé si será por el cansancio acumulado, porque la habitación del hotel está en la octava planta y no se escucha ruido alguno o porque las camas son muy cómodas, quizás sean las tres cosas juntas, hoy hemos dormido estupendamente. Me asomo a la ventana y compruebo que esta noche ha llovido algo porque hay humedad en las calles y se ven pequeños charcos. El cielo, sin embargo, está despejado. Hace algo de fresco, lo que agradecemos porque estos últimos días hemos pasado calor. Terminamos de hacer las maletas, las bajo al garaje y pagamos en recepción. Es temprano todavía, así que hemos decidido desayunar por el camino, en Olite, que está a poco más de media hora de Pamplona. Como siempre, antes de salir pongo el Google Maps y saludo a la voz que nos acompañará durante el camino. Una pena que no pueda darle una propina, porque se está portando de lujo.

Después de circunvalar la ciudad y equivocarme una vez, cómo no, en una de las rotondas, salimos a la AP-15, que es la autovía que nos llevará hasta Olite. Muy poco tráfico, como corresponde a una mañana de domingo. Llegamos a Olite sobre las nueve y media de la mañana. Aparcamos al lado de un gran edificio que parece un monasterio y que después me entero que es el convento de San Francisco. Es un buen sitio para aparcar, en plena ronda del castillo. Lo que vemos, lo que se ve desde casi cualquier sitio, es el Palacio Real, un imponente edificio con muchas torres. Entramos por un arco que nos conduce hasta la plaza del ayuntamiento. Hay poca gente por las calles. En la plaza hay varios puestos y carpas cerrados, banderines de colores y vallas de madera que la rodean casi por completo. Olite está en fiestas. Entramos en una cafetería que está  llena de gente joven, algunos disfrazados de la manera más variopinta, con las caras pintarrajeadas de negro y otros vestidos con la clásica indumentaria navarra: camisa y pantalón blancos y pañolico rojo en el cuello.

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No queremos demorarnos demasiado y nos dirigimos a la entrada del Palacio Real, que se conoce también como Palacio de los Reyes de Navarra y Castillo de Olite. Es un monumento impresionante, que combina el carácter cortesano y defensivo de manera muy armoniosa. Si desde lejos parece un castillo de cuento de hadas, cuando se entra al interior la sensación es que nos encontramos en un espléndido edificio de torres esbeltas, chapiteles, estancias grandes, gruesos muros, galerías, patios, jardines. Aunque las paredes están desnudas, habría que imaginárselo, como se nos informa en la guía que nos dan a la entrada y en el plano que seguimos religiosamente, revestido de gruesos tapices dorados y rojos, alfombras mullidas, artesonados y puertas de madera pintadas de diferentes colores, chimeneas calentando las frías habitaciones, cortesanos y cortesanas vestidos con ricos ropajes paseando y charlando. Durante más de una hora recorremos el palacio, subimos a las torres, descendemos hasta los primitivos cimientos y recreamos siglos de historia. Un auténtico placer (si queréis saber más pinchad en el enlace Castillo de Olite)

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Cuando salimos, contemplamos la hermosa fachada gótica y la portada de arco ojival de la Iglesia de Santa María la Real, adosada al Palacio. No pudimos entrar porque estaba cerrada y nos dio pena porque el retablo creo que es una maravilla.

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Llegamos nuevamente a la plaza mayor y nos encontramos con una sorpresa: un encierro de novillos y vaquillas. Lógicamente, nos quedamos un buen rato viendo la habilidad de los jóvenes que esquivaban las embestidas o corrían delante de los animales. Antes de irnos paseamos por callejuelas solitarias y silenciosas, llegando hasta la iglesia de San Pedro, que también estaba cerrada. ¿Cuándo y dónde van a misa los domingos los olitenses?

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Todavía nos quedan casi cuatrocientos kilómetros para llegar a Cuenca, nuestro próximo destino. Según mis cálculos, como son las doce de la mañana, supongo que llegaremos sobre las tres y media o cuatro de la tarde, así que habrá que comer por el camino. Poco a poco el cielo se va encapotando. Dejamos a nuestra izquierda el siempre imponente Moncayo y pueblos que habrá que visitar en otra ocasión: Cintruénigo, Ágreda (hay un cartel que indica Vera de Moncayo, cerca del cual está el Monasterio de Veruela, donde Gustavo Adolfo Bécquer pasó varios meses y escribió una de sus obras más famosas, «Cartas desde mi celda»), Almazán, Medinaceli, donde estuvimos a punto de detenernos, pero comenzaba a llover con insistencia y el cielo se oscurecía cada vez más. Cuando dejamos la autovía y nos adentramos en la N-204, la cosa comenzó a ponerse fea, no sólo por las curvas sino por el tiempo. Nuestra llegada al pueblo de Sacedón fue épica, porque nos cayó una buena tormenta, que nos hacía temer que ocurriera algo similar a lo estaba pasando esos día en el levante, con inundaciones, coches atrapados, personas en peligro, etc. Así que nos detuvimos allí y entramos en un mesón que está a la entrada, el restaurante Pacheco. Si pasáis por ahí, no os perdáis el conejo al ajillo y otras delicias, fundamentalmente de carne.

Esperamos a que escampara un poco y seguimos el viaje. Llegamos a Cuenca pasadas las cinco de la tarde y nos alojamos en unos apartamentos muy recomendables, los Apartamentos Santa Marta, situados cerca de la Plaza Mayor. Como Carmen quería escuchar misa fuimos primero a la catedral y allí nos informaron de que a esa hora no la celebraban, pero que en una iglesia cercana sí había hora y media más tarde, a las ocho. Aprovechamos el tiempo visitando la Catedral de Cuenca. Lo primero que llama la atención es su fachada, que se contempla perfectamente desde la plaza. Según nos informaron a la entrada, esta fachada, construida a comienzos del siglo XX, reproduce la fachada inicial, que se derrumbó. Nos dan una audioguía que permite una mejor comprensión de lo que vamos viendo. El interior es muy interesante: altas columnas, bóveda estrellada, un ábside central con arcos muy apuntados. Da sensación de amplitud, con mucha claridad, como corresponde a un edificio gótico, pero también de gran robustez. Nos detenemos en varias capillas, en el coro, en la sacristía y salimos en determinado momento al exterior, desde donde se contempla una magnífica vista de la Hoz del río Huécar y del Puente de San Pablo, que visitaremos más tarde. Seguimos con el recorrido por la catedral y terminamos pasadas las siete de la tarde.

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Subimos por la calle San Pedro hasta la iglesia del mismo nombre, donde Carmen escuchará misa y yo dedicaré el tiempo  a visitar esa zona de la ciudad vieja de Cuenca. Entramos un momento en la iglesia, que todavía está casi vacía. El interior es prácticamente una circunferencia y se adivina que está muy restaurada. Dejo a Carmen dentro y subo por la calle del Trabuco, pasando por el convento de las Carmelitas Descalzas, que hoy es una fundación, hasta las murallas y restos del Castillo, pasando debajo del Arco de Bezudo. Desde allí las vistas de la Hoz del Huécar son magníficas. Bajo otra vez por la calle del Trabuco hasta la plaza del mismo nombre y desciendo por unas escaleras para contemplar la Hoz del Júcar y averiguar dónde se encuentran los Ojos de la Mora, en la pared de enfrente del barranco. Allí los veo.

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Comienza a llover un poco y me refugio en el vestíbulo de la iglesia de San Pedro, esperando a que termine la misa y sigamos recorriendo la ciudad. Cuenca está en fiestas, las fiestas de San Mateo, y tanto en la plaza mayor como en muchas calles y plazas más pequeñas, hay puestos que imitan las fiestas medievales. Queremos ver las casas colgadas y descendemos por calles llenas de gente que está comprando en puestos de artesanía, dulces, ropa. En el aire resuenan gaitas y tamboriles. Por fin llegamos al Puente de San Pablo, desde el que se puede contemplar una de las mejores vistas de una ciudad que parece de ensueño, a punto de caer sobre un precipicio. La Hoz del Huécar, el Parador (antiguo convento de San Pablo), parte de la catedral, los curiosos rascacielos conquenses. Debajo del puente apenas se adivina un hilo de agua. ¿A quién se le ocurriría levantar una ciudad en un lugar tan extraño? Creo que pocas ciudades en el mundo tienen un entorno tan original y privilegiado.

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Está casi anocheciendo y comienzan a encenderse algunas luces. Ahora la ciudad parece mágica, encantada, como de cuento. Subimos despacio y llegamos a una plaza, creo que la Plaza de Ronda, donde entre los puestos destaca una enorme parrilla en la que están asando carne, morcilla, chorizos, costillas. El penetrante olor hace que comencemos a buscar un sitio donde cenar, pero no ahí, porque a Carmen no le gusta la carne. Cenamos en uno de los restaurantes que hay en los laterales de la plaza. Como la comida había sido excesivamente abundante, ahora nos limitamos a tomar una cerveza y un poco de queso porque, a pesar de lo que hemos andado, subido y bajado cuestas y escaleras, creo que todavía estamos haciendo la digestión del almuerzo. Ahora, a descansar.

16 de septiembre, lunes. Regreso a Sevilla

Como ayer no nos dio tiempo a ver algunas cosas y nos hemos levantado temprano, desayunamos también en la Plaza Mayor, que como ya dije está casi al lado de los apartamentos. Por la calle se ve poca gente, sólo algunos operarios del ayuntamiento que están terminando de limpiar las calles. Han quitado los puestos de la plaza y ahora se puede ver en todo su esplendor. Ha llovido durante la noche y hace algo de fresco. Nos tenemos que abrigar bien. Se nota que se acerca el otoño, pues en el aire se percibe el olor acre de la tierra mojada. Callejones solitarios, ventanas, balcones y puertas cerradas, rincones y recovecos que sorprenden a cada instante. Todo irradia melancolía y romanticismo. Llegamos hasta un pasadizo entre varias casas y levantando la vista vemos un Cristo que da nombre al lugar y una pequeña ventana con una reja. En un lateral podemos leer la leyenda que, como en muchos otros lugares, cuenta los anhelos de dos jóvenes, Julián e Inés, que se prometieron amor eterno bajo el Cristo pero que, y aquí no voy a contar toda la historia, no quiero hacer spoiler para que vayáis a verlo, terminó «malamente», como diría Rosalía.

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Seguimos la ronda y volvemos a encontrarnos con callejones desiertos, placitas coquetas y escondidas, miradores sobre las dos Hoces (sin martillos) del Júcar y del Huécar, como los miradores de San Miguel. Subimos hacia la plaza donde se encuentra la Torre de Mangana, muy cerca del Museo de las Ciencias de Castilla La Mancha, cerrado por ser lunes, desde la que se contemplan unas vistas excelentes tanto de la ciudad antigua como de la moderna ciudad. Como tenemos que dejar los apartamentos antes de las doce de la mañana, regresamos, terminamos de hacer las maletas y bajamos con ellas por la calle Alfonso VIII hasta unos aparcamientos cercanos, donde la tarde anterior habíamos dejado el coche.

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El regreso a Sevilla, unas seis horas de viaje parando para comer cerca de Bailén, transcurrió sin incidencias. Como resumen diré que no sé si merece la pena intentar ver tantas cosas en tan poco espacio de tiempo, recorrer tantos kilómetros en coche, andar hasta llegar casi al agotamiento. Seguramente en otras ocasiones elegiremos menos lugares pero les dedicaremos más tiempo a conocerlos mejor.

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Burgos, Vitoria, Pamplona y Cuenca en una semana (un atracón de viaje, III)

14 de septiembre, sábado. De Pamplona al valle de Baztán y Zugarramurdi.

Hoy hay que salir temprano de Pamplona, que queda una buena tirada hasta casi la frontera con Francia. Nos espera una excursión en teoría apasionante: el valle de Baztán y las cuevas de Zugarramurdi. El valle de Baztán, que siempre ha estado ahí, desde la prehistoria y más allá, se ha hecho famoso últimamente por las novelas que componen la Trilogía del Baztán, de la escritora Dolores Redondo. Seguro que con anterioridad muchos viajeros y muchos peregrinos recorrieron sus senderos, sus montañas, que a pesar de que forman parte del Pirineo no superan los mil metros de altitud, sus bosques, sus pueblos. Pero gracias al fenómeno literario de la escritora donostiarra, son miles las personas que, fascinadas por el misterio y las descripciones de sus libros hemos sido llamadas a visitar estas tierras. Zugarramurdi es un pueblo conocido fundamentalmente por sus cuevas, que se encuentran a menos de medio kilómetro del casco urbano. Son conocidas como «las cuevas de las brujas» porque a comienzos del siglo XVII tuvo lugar un auto de fe…, pero vayamos por partes, que me estoy adelantando.

Después de tomar un pequeño desayuno en una cafetería cercana al hotel (desayunar en los hoteles es casi prohibitivo, en este querían cobrarnos 18 euros a cada uno, nosotros, que con un café y una tostada vamos listos), ponemos a trabajar a nuestra acompañante más fiel y eficaz. Google Maps nos informa de que hasta Elizondo, la capital del valle de Baztán, hay 50 km y unos 50 minutos en coche. Nos ponemos en marcha saliendo del garaje del hotel (si el desayuno me parece caro, el aparcamiento por 24 horas me parece barato, 8 euros). Por cierto, creo que no he dicho que nos alojamos en el NH Pamplona Iruña Park. Buen hotel, con habitaciones amplias y con todas las comodidades que se pueden pedir a un hotel de cuatro estrellas.

Una vez que abandonamos Pamplona el paisaje va cambiando. La carretera es buena e invita a conducir demorándose en la contemplación del paisaje. Yo no puedo disfrutar demasiado porque hay que estar concentrado en la conducción y, como siempre, pongo música. Tengo que cambiar el repertorio porque las grabaciones tienen ya bastantes años y hay que actualizarse. Árboles a un lado y a otro de la calzada, caseríos, pequeños pueblos en las laderas de las montañas, verdes prados, riachuelos que corren al lado de la carretera y que se cruzan en pequeños puentes. Sol y sombra intercambiándose cada poco tiempo. El sol luce más que otros días y estoy tentado de parar varias veces a retozar en el campo como cuando era niño en los campos de Arteixo.

No nos detenemos hasta llegar a Elizondo, la capital del valle. Paramos a tomar un café en una cafetería que se encuentra en la carretera que atraviesa el pueblo y allí preguntamos, a pesar de que yo llevaba mucha información al respecto, qué podríamos visitar allí. El camarero, después de decirle cuál era nuestro plan, nos recomendó que fuésemos primero a Zugarramurdi, que comiéramos por allí o en Dantxarinea y que a la vuelta nos detuviéramos en Amaiur y en Elizondo, los dos principales pueblos, según él, del valle. Mencioné la posibilidad de ir hasta Roncesvalles, pero me quitó la idea de la cabeza, sobre todo porque era casi imposible ver bien todo y serían demasiados kilómetros.

Así que otra vez al coche. La carretera se iba haciendo cada vez más tortuosa y empinada, aunque no demasiado, hasta que comenzó la subida al puerto de Otxondo, que sirve para conectar las dos partes del valle de Baztan (por cierto, después me enteré de que Baztán es el nombre que se le da al río Bidasoa en su curso superior). Nos encontramos a muchos ciclistas que quieren emular a Indurain o a Pedro Delgado. Da miedo cómo bajan a tumba abierta (esta expresión es la que se escucha habitualmente en las retransmisiones del Tour o de la Vuelta) y da pena ver cómo suben echando los bofes. Uno de ellos es más listo pues va en una bicicleta eléctrica. Ir en coche por una carretera de montaña, aunque sea bastante ancha y con poco tráfico, siempre es peligroso cuando hay muchos ciclistas. En Mallorca es una auténtica odisea.

Llegamos hasta la frontera con Francia, en Dantxarinea. Esta parte del pueblo está llena de tiendas y restaurantes. Sólo se ven coches con matrícula francesa. Pienso por un momento cruzar la frontera, pero veo el cartel que indica Zugarramurdi y giro en el cruce. Ahora la carretera es más estrecha, aunque la distancia es muy corta, unos cuatro kilómetros. El pueblo es muy pequeño, creo que algo más de doscientos habitantes, y parece como de juguete. Las típicas casas de esta zona, con tejado a dos aguas, muros blancos, esquinas adornadas con piedra, piedra que también rodean las ventanas, balconadas de madera y muchas flores. En bastantes ocasiones, en lugar de muros encalados las casas son de piedra, lo que da una impresión de gran robustez, propio del carácter de estas tierras. Y hablando del carácter, hay que decir que siempre nos encontramos con personas amables, dispuestas a ayudar, a acompañarte cuando te veían despistado, a informarte cuando tenías alguna duda. Y una cosa que nos llamó la atención fue que, aunque la mayor parte de la cartelería y de la información estaba en euskera, prácticamente no escuchamos hablar en ese idioma. Sólo en una ocasión, en Urdax, me encontré con una pareja que entre ellos hablaban en vasco.

Aparcamos el coche en una pequeña plaza. Hay muchos coches y, sobre todo, motos. Vamos andando hasta las cuevas, que están a unos quinientos metros del pueblo. El paseo es muy agradable porque luce un sol espléndido y la temperatura es deliciosa. Casi calor. A un lado y otro del camino, prados, caballos, vacas, hayedos, castaños. Todo muy verde y mucho silencio, sólo roto por las conversaciones de las personas que vienen de visitar las cuevas. Después de pagar la entrada nos dan un plano y nos informan del itinerario a seguir. Subimos por el estrecho camino que rodea las cuevas hasta llegar a un mirador desde el que se contempla el pueblo y las tierras que lo rodean. Cuando bajamos y entramos en la cueva principal, leo la información en el folleto que nos han entregado, donde se cuenta la historia de «las brujas». Hay que remontarse a principios del siglo XVII, un lugar aislado, donde la gente sólo hablaba euskera y apenas entendía el castellano, con costumbre ancestrales, acostumbrada a convivir con la naturaleza, a utilizar remedios caseros de plantas, a veces conjuros que, desde siempre y en todo lugar han ayudado a combatir las enfermedades (teniendo en cuenta, además, cómo era la medicina en aquellos tiempos). Pues señor, con la iglesia hemos topado. Entre la enorme ignorancia de los usos y costumbres de la zona, de que los curas tampoco es que fueran doctores en filosofía, que había que ser sí o sí católicos y seguir los mandamientos de la santa madre iglesia, que las mujeres en el norte se suelen reunir para charlar, contar historias, hablar de sus problemas, etc., ya tenemos el caldo de cultivo suficiente para decir que allí había brujas y que se comunicaban con el macho cabrío, con el demonio. Además, las cuevas donde según parece se reunían, completaban un escenario bastante lúgubre (acompáñese de lluvia y oscuridad y tendremos el marco ideal para soliviantar la imaginación). En resumen, auto de fe, muertes por tortura, mujeres quemadas y ya tenemos la leyenda de las «brujas de Zugarramurdi».

Las cuevas tampoco son para tirar cohetes. Es más la impresión de lo que allí ocurrió que lo que en realidad se puede contemplar. Aunque tiene gran altura no hay ni estalactitas ni estalagmitas, ni lagos, ni pinturas rupestres ni un paisaje sobrecogedor. Se pueden visitar pero si no se visitan tampoco nos perdemos gran cosa.

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Una vez finalizada la visita a las cuevas, que dura aproximadamente una hora y cuarto, nos fuimos a comer a Dantxarinea, pueblo fronterizo con Francia. Aquello parece una romería de franceses (de hecho, se escucha hablar más en francés que en castellano o en euskera) porque hay muchas tiendas que venden lo que dicen ser productos low cost, cosa que no nos pareció ni a Carmen ni a mí. Familias enteras cruzan la frontera para pasar el día aquí. Nada reseñable, ni en el pueblo ni en la comida.

Ahora volvemos a coger el coche y regresamos por donde vinimos. Nos desviamos hacia Urdax, que también está muy cerca. Después de la experiencia de las otras cuevas, no nos detenemos a visitar las que también hay aquí (dice Carmen que después de haber visto las de Aracena y la reproducción de las de Altamira, nada nos puede impresionar; estoy de acuerdo). En Urdax (o Urdazubi) hace calor. Paro el coche a la sombra. Carmen está medio dormida y se queda dentro. Yo me bajo a tomar un café en un sitio precioso, al lado de un molino de agua. Ahí es donde escucho hablar euskera por primera vez. Cuando termino contemplo la portada del Monasterio de Urdax y entro en la iglesia. Estoy solo y el silencio lo invade todo. Hay un cartel que indica que se puede visitar el claustro, pero el acceso está cerrado, será por la hora. Como el interior está muy fresco, me siento un momento a contemplar las paredes, las imágenes, los muros y el techo. Es una delicia poder hacerlo sin nadie que te moleste. Cuando salgo, Carmen sigue dormida.

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Conocido el terreno, la carretera de regreso parece que no es tan pesada ni peligrosa. Será también por la hora, alrededor de las tres de la tarde, en la que casi todo el mundo estará comiendo. Una vez sobrepasado el puerto de Otxondo, nos desviamos a Amaiur. Hasta ahora, es uno de los pueblos que más me ha gustado. La calle por la que se accede, prácticamente la única calle del pueblo, está flanqueada por casas que merecen abrir portadas de libros de viajes. Piedra, madera, cal, flores, verde, forman un conjunto armonioso y delicioso. No sé cómo será vivir aquí, si tienen todos los servicios que se necesitan en el mundo moderno. Quizás no sea tan bucólico pasar la niñez y la juventud en un pueblo de apenas 300 habitantes. Pero para pasar una pequeña temporada y descansar, es ideal. Subo hasta los restos del castillo por un empinado camino, llego sudando y jadeando, pero el esfuerzo merece la pena ya que la vista del valle es maravillosa: al fondo, Elizondo, pequeños caseríos, bosques, montañas, prados. Parece que estamos en Suiza. Me detengo un buen rato a aspirar un aire limpio, puro, aromático, a escuchar un silencio que lo envuelve todo. En estos tiempos es difícil encontrar lugares así. Aunque llevamos ya más de mil kilómetros en coche y no sé cuantos a pie, momentos como este hacen que merezca la pena el viaje.

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Seguimos bajando hasta Elizondo. Aparcamos el coche en una calle transversal a la carretera porque no me atrevo a entrar hasta el centro. Como tampoco es un pueblo demasiado grande, llegamos pronto a la calle más larga, la calle Jaime Urrutia, paralela al río Bidasoa (parece que aquí ya no le llaman Baztán) y pasamos por el ayuntamiento. Intento recordar las descripciones de los libros de Dolores Redondo, pero no soy capaz de rememorarlas. Únicamente cuando llego al puente de Txokoto, donde está la pequeña presa, me acuerdo de algunas cosas. Pero mientras que en el libro casi siempre se describe la humedad, la lluvia, la oscuridad, la soledad, Elizondo es bastante bullicioso, con mucho ambiente. Entramos a comprar en una tienda de recuerdos y el dueño nos dice que se ha notado mucho la influencia de los libros, que ahora viene mucha más gente, que hay más vida. Recorremos el pueblo y después queremos visitar la Iglesia de Santiago, pero, oh sorpresa, aquí también se está celebrando un funeral. Debe de ser alguien importante porque hay mucha gente, dentro y fuera de la iglesia. La fachada es imponente, con dos torres campanario barrocas y un gran rosetón. El interior, a pesar de que queríamos respetar la celebración y apenas pudimos verlo, tiene unas medidas muy grandes y también una gran altura. Habrá que verla en otro momento, cuando no haya nadie.

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Alrededor de las siete de la tarde regresamos al coche y tomamos camino a Pamplona. La verdad es que estoy cansado de andar y de conducir. La edad no perdona y llevamos muchos kilómetros a cuestas. Además, mañana nos quedan más de cuatro horas de coche para llegar a Cuenca, así que cuando llegamos a hotel, cerca de las ocho, dudamos entre ir otra vez al centro a cenar de pintxos o quedarnos más cerca, como ayer, en el Bar Letyana, que tan buen sabor de boca nos dejó. Optamos por esto último y nos vamos temprano a descansar. El contador de pasos del reloj está pidiendo una tregua ya que hoy hemos hecho otros doce kilómetros, así como quien no quiere la cosa. El del coche va ya casi por los mil cuatrocientos.

Burgos, Vitoria, Pamplona y Cuenca en una semana (un atracón de viaje, II)

Continuamos la narración del viaje por cuatro provincias de cuatro comunidades autónomas diferentes. Como decíamos ayer, un verdadero atracón de kilómetros en coche y muchos también andando. Tengo la espalda hecha mixtos todavía y me sostengo a base de friegas, calor e ibuprofeno. Y lo malo es que dentro de una semana corro con mi hija la Nocturna del Guadalquivir. A ver si puedo hacerla, aunque sea andando, porque llevo entre unas cosas y otras casi un mes sin entrenar, encima con estos dolores.

Pero vayamos al grano y sigamos con la descripción del viaje, que todavía queda mucho que contar.

12 de septiembre, jueves. De Burgos a Vitoria, pasando por Haro.

Hoy nos hemos levantado temprano y nos hemos dado un homenaje desayunando chocolate con churros Valor, cerca de la Catedral. Dejamos el apartamento y subimos con el coche ya cargado con el equipaje al castillo, desde el que se puede contemplar una vista magnífica de Burgos. Hoy parece que hace menos frío y el cielo está casi despejado.

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Abro el Google Maps y elijo como destino Haro. Queremos visitar alguna bodega y pasear por un pueblo que, según hemos leído, no sólo destaca por el vino. Son poco más de 90 km y tardamos una hora en llegar, alrededor de las doce de la mañana. Tomamos un café en la cafetería de un hotel y allí preguntamos qué podemos visitar, aparte de las bodegas, en el pueblo. Nos proporcionan un mapa y nos señalan los lugares de interés. Aunque no lo sabemos, estamos cometiendo un error: no hemos reservado ninguna visita a alguna bodega. Callejeamos algo, contemplando varios palacios espléndidos. Llegamos hasta la plaza del ayuntamiento y después entramos en la Iglesia de Santo Tomás. Están celebrando un funeral de cuerpo presente. Vaya por Dios. Salimos rápidamente y, para cambiar el mal cuerpo que se nos había quedado,  bajamos hasta la zona donde están la mayor parte de las bodegas: el Barrio de la Estación. Está relativamente cerca de la plaza y, como es cuesta abajo, vamos caminando (otro error, porque luego hay que regresar subiendo). Entramos en la primera bodega que encontramos, CVNE y cuando queremos sacar las entradas para ver la bodega, nos dicen que ya está completo y que hasta el día siguiente no podremos hacerlo. Compramos un par de botellas de crianza y nos dirigimos a otra bodega, las bodegas bilbaínas, al lado de la estación de RENFE. Están cerradas. Hace calor y me tengo que quitar ropa. Ahora vamos a las bodegas Muga y nos pasa como en la primera, está completo el cupo de visitas. Me enfado y no compro ninguna botella. Llamo por teléfono a otras bodegas, Ramón Bilbao y Martínez Lacuesta y en todas me contestan lo mismo, que ya no hay plazas para hacer las visitas hoy. ¿A quien se le ocurre visitar bodegas un miércoles de septiembre? A nosotros y a otras quinientas personas más. Parece mentira que no conozca el percal. Este país, entre propios y extraños, está lleno de irresponsables bebedores. Lo que pasa es que los otros han sido más listos y han reservado. El tonto he sido yo, y mira que me gusta planificar y organizar. Pero esto no lo había previsto, mea culpa. Fiasco total en Haro (el segundo, después de lo que nos ocurrió en Silos).

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Subimos la maldita cuesta, cabreados y sudando. Llegamos al coche y tiro las botellas en el maletero de cualquier forma. Menos mal que no se rompieron; hubiera sido el remate del tomate. Tenía pensado pasarme por Laguardia, pero después de esto, habrá que dejarlo para otra ocasión, en la que espero ser más previsor (y no llevar el coche, porque si no, a ver quién conduce después de las catas).

Otra vez el Google Maps, esta vez poniendo como destino Vitoria. Menos mal que está cerca, algo menos de 50 km, y tardamos en llegar al hotel unos tres cuartos de hora. Buen hotel, el Silken Ciudad de Vitoria, recomendable cien por cien. Subimos a la habitación, dejamos las maletas y preguntamos en recepción dónde podríamos comer. Como si no hubiera sitios en Vitoria. El recepcionista nos da un plano de la ciudad y nos señala cuatro o cinco restaurantes. Elegimos uno que está cerca de la plaza de la Virgen Blanca, uno de los sitios más conocidos de la ciudad, donde se eleva el monumento a la Batalla de Vitoria. El restaurante se llama Arkupe. Comimos, de manera excelente, en la barra porque había una celebración en el comedor y estaba lleno. Muy buena relación calidad precio. Recomendable. Paseamos por el casco antiguo y llegamos hasta la catedral de Santa María. Aunque ya lo sabíamos, la catedral está hecha unos zorros, llena de andamios por dentro y por fuera. Compramos la entrada, esperamos una media hora que dedicamos a hacer fotos y entramos. Primero nos ponen un documental sobre los orígenes de Vitoria y de la catedral y después nos ponen unos cascos (como en Atapuerca). Mala señal, puede significar que hay desprendimientos o que las cubiertas se nos pueden caer encima. Primero bajamos a los cimientos, a los primeros vestigios de la ciudad y de la catedral. Subimos hasta la nave central en la que nos explican que hay algunas columnas torcidas y varios refuerzos para impedir que la catedral se caiga. Me dan ganas de salirme ya, pero no quiero mostrar nerviosismo porque hay niños y daría mal ejemplo. Subimos hasta el triforio, muy estrecho y después hasta el campanario. Intento escuchar ruidos raros, pero no, parece que todo está controlado. Las vistas desde la torre son espectaculares. A lo lejos se ve la segunda catedral. Ahora me entero que Vitoria tiene dos catedrales, la de Santa María y la de María Inmaculada. Estos vascos son muy religiosos. Sevilla, que es mucho más grande, sólo tiene una.

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Salimos y respiro aliviado. Me hago una foto con la estatua de Ken Follet, que escribió Los pilares de la tierra y Un mundo sin fin, basándose en la construcción de esta catedral. Hace una tarde espléndida y paseamos por calles estrechas, llenas de bares y con muchas pintadas. Los tipos de los jóvenes son idénticos a los que aparecen en la película Ocho apellidos vascos. No sé si será una opinión muy subjetiva, porque todo el mundo habla maravillas de esta ciudad, pero esta zona me parece muy descuidada y decadente. El resto de Vitoria sí me gusta: muchos parques, plazas amplias y calles cuidadas y limpias, no como en el casco antiguo al que los autóctonos llaman La Almendra. Carmen está cansada y se va al hotel a descansar, pero yo me quedo en la plaza de la Virgen Blanca a tomarme un café. Es una pena desperdiciar una tarde tan hermosa.

Por la noche salimos a pasear. Ahora sí me gusta mucho lo que veo, sobre todo el ambiente. Cenamos en el Sagartoki, otra de las recomendaciones del recepcionista. Todavía mejor que en el anterior. Las tapas, mejor dicho los pintxos, como se dice aquí son para hacerles la ola. Nos vamos muy contentos para el hotel, que está bastante cerca. Mi reloj marca 16.200 pasos, o sea, más de doce kilómetros. Estamos batiendo récords.

13 de septiembre, viernes. De Vitoria a Pamplona, pasando por Estella y Puente la Reina

Uno de los mejores días de todo el viaje. El tiempo está mejorando, sólo hace algo de fresco por la mañana. Para salir de Vitoria, un poema. Menos mal que la amiga de Google Maps (digo amiga porque la voz es de una mujer) nos va indicando las calles, rotondas, avenidas, circunvalaciones, etc., que hay que hacer para sortear todos los obstáculos. De vez en cuando me equivoco y en lugar de tomar la segunda salida de la rotonda tomo la tercera y hay que volver a empezar. Tardamos cerca de media hora en alejarnos de Vitoria. Destino, Estella, a 70 km. Viaje muy tranquilo, con poco tráfico. Cuando llegamos, buscamos un aparcamiento vigilado, porque este pueblo es más grande de lo que yo creía y vamos con el coche cargado y con equipaje a la vista. Aparcamos cerca de la estación. Me pongo mi sombrero Panamá, porque hace mucho sol y no puede darme en la frente. Parezco un guiri americano. Vamos a la Oficina de Información y Turismo y nos explican los monumentos más importantes que podremos visitar en una hora y media, que es lo que he previsto para poder parar después en Puente la Reina y que no se nos haga demasiado tarde.

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Primero visitamos la iglesia de San Pedro de la Rúa. Si el día anterior habíamos subido escaleras, ahora tampoco nos quedamos atrás. Hay una buena escalinata hasta llegar al pórtico, románico aunque con influencia árabe. Ábside románico y claustro que invita a la meditación. Bajamos en ascensor (nos dimos cuenta tarde, lo teníamos que haber utlizado para subir) que está a la salida del templo y entramos en el Palacio de los Reyes de Navarra, que ahora se destina únicamente a museo. Obras no demasiado conocidas, destacando dos grabados de Picasso, a los que les hago fotos. Salimos y llegamos hasta el Puente de la Cárcel. Seguimos paseando por calles muy tranquilas, la Plaza de los Fueros y subimos hasta la Iglesia de San Miguel. Carmen se niega a hacer el último tramo y no me extraña. No he contado los escalones que hemos subido hoy, pero son muchos, muchos.

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La distancia entre Estella (o Lizarra, como se dice en euskera) y Puente la Reina es de unos 23 km, así que llegamos pronto. Mucho más pequeña que Estella, no llega a los tres mil habitantes, se recorre en poco tiempo. Lo primero que hicimos fue entrar en la Iglesia de Santiago. Varios peregrinos franceses dentro un sacerdote francés explicando las características de la iglesia, que contiene una talla conocida del Apóstol Santiago. Antes de llegar al puente románico que da nombre al pueblo (en realidad, primero se construyó el puente y años después se hizo la calle mayor y algunas casas que  se fueron ampliando con los siglos) nos sentamos a tomar algo en la plaza del ayuntamiento. Nos sentamos fuera, a la sombra porque hoy hace calor. En la plaza están las barreras de los toros, pues ahí, como en muchos otros pueblos, se celebran festejos taurinos. Como no podía ser de otra manera, llegamos hasta el Puente sobre el río Arga por el que pasan los peregrinos. Este puente fue construido por orden de la esposa del rey Sancho el Mayor o por la del rey García de Nájera, no se sabe con total seguridad. Lo que sí se sabe es que se construyó en el siglo XI y que en la actualidad, quizás gracias al trasiego de los peregrinos y a la riqueza que eso genera, tiene bastante vida.

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Llegamos a Pamplona pasadas las dos de la tarde y preguntamos en recepción, como hicimos en Vitoria, un sitio donde comer cerca del hotel, porque el centro queda bastante alejado. El consejo, como la vez anterior, fue totalmente acertado. Comimos en la Avenida de Bayona en el Mesón Letyana. Además del camarero, muy profesional y simpático, a destacar los pintxos, el vino y el precio.

Descansamos algo en el hotel y alrededor de las siete nos fuimos andando hasta el centro. Tardamos una media hora, así que el cuenta pasos estaba ya calentito. Lo primero que hicimos fue acercarnos hasta la Oficina de Información y Turismo (somos muy tradicionales y nos gusta que nos den planos, mapas y guías, que luego guardamos como recuerdo) que está al lado del ayuntamiento. Una manifestación con muchas ikurriñas amenizaba el ambiente. Creo que protestaban por el juicio que se iba a hacer en la Audiencia Nacional unos días después.

Cómo no, iniciamos la visita a Pamplona bajando desde el Ayuntamiento por la Cuesta de Santo Domingo hasta el lugar donde comienzan los encierros. Nos paramos delante de la pequeña imagen de San Fermín, llegamos hasta la plaza del Ayuntamiento (muy pequeña, mucho más de lo que parece en la televisión), calle Mercaderes, Estafeta, Telefónica y Plaza de Toros. Poco más de 800 metros, que andando se recorren en diez minutos. Después visitamos la catedral y la plaza del Castillo. Entramos en la cafetería Iruña, de visita obligada por ser el café preferido de Ernest Hemingway. Como ya era hora, nos fuimos de tapeo por la calle Estafeta. Hay donde elegir entre las decenas de bares, mesones y restaurantes. Entramos primero en uno llamado La Estafeta y después en otro que hace esquina que se llama algo así como Txirrintxa, donde elaboran una cerveza propia. En los dos comimos muy bien. Ya era tarde y estábamos cansados, así que nos fuimos de regreso al hotel. Esta vez el número de pasos fue 17.850 , o sea, trece km y medio. Nuevo récord. Lo bueno de esto que dormimos a pierna suelta.

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Burgos, Vitoria, Pamplona y Cuenca en una semana (un atracón de viaje, I)

Creo que en este blog he dejado claro que me gusta viajar. Cambiar de aires, de paisajes, de comida, de luz, de sonidos o de gente es siempre muy sano. Confrontar lo propio con lo ajeno, lo conocido con lo extraño, apreciar lo diferente y valorar lo propio, dejar a un lado la suspicacia. Abrir la mente a nuevas experiencias y a nuevos ambientes enriquece y amplía horizontes.

Desde que tengo recuerdos, he estado viajando. Primero con mis padres, con amigos o solo, con mi mujer, con mis hijos y ahora otra vez Carmen y yo solos. Es como una necesidad de salir periódicamente de la monotonía, de la vida cotidiana, más ahora que estamos jubilados y, teóricamente, tenemos más tiempo libre (aunque esto es relativo, porque parece que las horas se comprimen y pasan cada vez más rápidamente). A lo largo del año procuramos hacer tres o cuatro viajes. En los últimos tiempos habíamos adquirido la costumbre de salir a extranjero por lo menos una vez al año: la Toscana, Londres, Nueva York, Croacia, Rusia… pero hemos decidido dejar lo más lejano para más adelante y centrarnos en conocer lo que está más cerca, nuestro país, porque revisando el mapa de España, resulta que hay muchas ciudades, pueblos y comarcas que todavía no conocemos, así que durante los próximos años recorreremos la península ibérica.

Carmen y yo somos turistas normales y corrientes, no somos aventureros ni nos gusta el riesgo. Somos más bien urbanitas y nuestras excursiones a la naturaleza son escasas. Haciendo memoria podríamos hablar de las Tablas de Daimiel, el Torcal de Antequera, la sierra norte de Sevilla, la sierra de Segura y muy pocos sitios más. Así que del Amazonas, de la estepa siberiana o de la Tierra de Fuego, ni hablamos. No busquéis sobresaltos ni descripciones de bosques, altas montañas o ríos caudalosos en estas páginas porque os llevarías una desilusión.

Así que durante el verano, después de nuestro habitual viaje a Coruña para volver a los orígenes, ver a madre, hermano, sobrinos y amigos, comenzamos a pensar cuál podría ser nuestro destino en el mes de septiembre. Como este año parece que el tema Imserso está poco claro, decidimos recorrer parte del norte de España y regresar por Cuenca, ciudad a la que desde hace tiempo le teníamos echado el ojo. Así que empecé (esta vez yo solo porque a Carmen le gusta encontrarse todo hecho) a mirar posibles destinos, lugares y alojamientos. Desplegar un mapa de España y seguir con el dedo las rutas y sus alternativas es algo que siempre me ha gustado. Ahora lo complemento con el Google Maps, que me ayuda a calcular distancias y tiempos. Algunas dudas iniciales que se fueron disipando. Lápiz y papel para ir apuntando todo. Et voilà, al fin pude sincronizarlo todo y empezar a buscar alojamiento. Nada de casas rurales en medio del monte ni hotelitos con encanto. Como mucho, apartamentos en el centro de la ciudad y hoteles bien situados, por supuesto de cuatro estrellas. Mi señora no se conforma con menos.

Sobre el papel, un viaje muy completo, en el que se conjugan con cierto equilibrio historia, cultura, arte, paisaje y, por supuesto, gastronomía. En la realidad, un atracón de kilómetros. Puse el cuentakilómetros, velocidad media y consumo a cero, para saber al final del viaje qué me encontraba. Y lo que me encontré es que en siete días hicimos 2.394 kilómetros a una media de 82 km/h y con un consumo de 5,5 litros cada 100 kilómetros. Puede parecer una velocidad media no muy alta, pero teniendo en cuenta la entrada y salida de las ciudades y algunas carreteras con muchas curvas y tráfico, es una media más que aceptable. Y el consumo, excelente. Este coche, un Ford Mondeo Econetic que tiene ya diez años y algo más de 130.000 kilómetros, está en su mejor momento. En cuanto a los kilómetros andados, el reloj que, además de marcar las horas, marca los pasos y la distancia recorrida, nos informó de que cada día hicimos una media de doce kilómetros, unos 16.000 pasos. Eso es patearse bien las ciudades y los pueblos, sí señor, Y muchas escaleras, también.

10 de septiembre, martes. De Sevilla a Burgos, algo más de 700 kms.

A mí me gusta conducir y no me pesan las horas al volante. Pero a aquellos que no les guste pueden hacerse pesados tantos kilómetros en un solo día. Salimos temprano, alrededor de las 8 de la mañana. Como cada vez que viajamos por la Ruta de la Plata, desayunamos en Leo, un área de servicio cerca de Monesterio. Está siempre lleno de autobuses, camiones y turistas, pero sirven con rapidez y no es muy caro. Llegamos hasta Salamanca y la circunvalamos. Todavía es pronto para comer, así que seguimos camino de Tordesillas y un poco más adelante paramos para tomar algo antes de llegar a Burgos. Sobre las cuatro de la tarde llegamos a nuestro primer destino. Nos alojamos en los Apartamentos La Puebla, en la calle Fernán González. La dueña es muy simpática y habladora. Lo mejor de los apartamentos es su situación, a menos de cinco minutos de la Catedral, en pleno centro de la ciudad.

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Después de situarnos y descansar un poco, salimos a dar una vuelta bien abrigados, porque hacía un día casi invernal. Si es así en septiembre no me imagino el frío que hará en enero. Obligatorio, entrar en la catedral. Primero, un paseo por el exterior, para admirar las agujas y las diferentes fachadas. El interior también es magnífico, y algunas capillas y salas, realmente espectaculares. Salimos al Paseo del Espolón por la Puerta de Santa María y nos dirigimos al Museo de la Evolución Humana, muy didáctico y que nos permitirá hacernos una idea de lo que hemos sido y lo que somos como especie. Además, nos sirve como introducción a la visita que haremos mañana a Atapuerca.

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Cuando salimos del Museo, seguimos paseando por la Plaza Mayor y las calles adyacentes. Ya notamos un cierto cosquilleo en el estómago y, siguiendo los consejos de mi amiga María Jesús, burgalesa que desde hace años vive en Sevilla, recorremos las calles Los Herreros, Sombrerería y La Flora, entre otras, que están llenas de bares. Entramos en varios mesones y ninguno nos defraudó. Como estábamos muy cansados no nos paramos a escuchar el himno del Burgos en el Victoria, una de las recomendaciones de María Jesús. Lo dejaremos para otra ocasión. Antes de las once de la noche caímos rendidos y dormimos como lirones. No hay como cansarse para dormir bien.

11 de septiembre, miércoles. Atapuerca y el triángulo del Arlanza (Lerma, Covarrubias y Santo Domingo de Silos).

Hemos reservado hace días la visita a Atapuerca. Nos citan en Ibeas de Juarros, a unos 15 km de Burgos por la carretera de Logroño, donde nos recogerá un autobús a las 12 de la mañana. Iván, el guía, que supongo será un estudiante de postgrado, nos explica el pasado, el presente y el futuro de Atapuerca. La casualidad del tren minero que sacó a la luz varias cuevas, aunque ya en siglos pasados y a comienzos del XX ya se tenían noticias y se habían estudiado algunos restos. Los hombres y animales que habitaron las diferentes cuevas, el trabajo de campo que se hace durante los meses de julio y agosto, los estudios posteriores que permiten catalogar los hallazgos, el enorme trabajo que queda por hacer.

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Salimos de Atapuerca sobre la 13,30 y nos dirigimos en nuestro coche desde Ibeas de Juarros hasta Lerma. Llegamos poco después de las dos de la tarde y nos dio tiempo a recorrer un poco del pueblo. Muy bien conservado, con calles empedradas y casas, iglesias, conventos y palacios que nos hablan de un pasado esplendoroso. Entramos en el núcleo histórico por la Puerta de la Cárcel y llegamos por la calle Mayor hasta la Plaza Mayor, una preciosa plaza porticada donde hay varios mesones y tiendas de productos típicos. Comimos, más bien tapeamos, en la Taberna del Pícaro, que se encuentra en la misma Plaza. Después tomamos café en el Parador, antiguo Palacio Ducal. No nos detuvimos demasiado, aunque merecía la pena, ya que queríamos ir a Covarrubias y llegar antes de las siete a Santo Domingo de Silos, a escuchar los cantos gregorianos de los monjes.

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Covarrubias es un pueblo con encanto, muy bien conservado y cuidado. Es uno de los que más nos gustó de este viaje. Paseamos un buen rato por sus calles y llegamos hasta la Iglesia de San Cosme y San Damián, una antigua Colegiata, cerca del río Arlanza, hasta donde llegamos para refrescarnos un poco. Placitas con casas balconadas y llenas de flores, calles empedradas, silencio. muy poca gente por las calles y, lo que es también de agradecer, poco turismo, igual que en Lerma. Acostumbrados a las multitudes de Sevilla, Córdoba o cualquier otra ciudad por donde apenas se puede dar un paso, es un lujo pasear en silencio, detenerse a hacer fotos y hablar bajo, para no romper el encanto.

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Después nos dirigimos hacia Santo Domingo de Silos. El triángulo del Arlanza (Lerma, Covarrubias, Santo Domingo de Silos) se recorre en poco tiempo. Merece la pena dedicarle un día completo y detenerse varias horas en cada pueblo. Nosotros los recorrimos en una sola tarde y nos dejaron con la miel en los labios. En Santo Domingo no tuvimos suerte. Llegamos al Monasterio a las seis y tres minutos y nos encontramos con la puerta cerrada. A pesar de que llamamos y nos abrieron la puerta, la mujer encargada de la entrada nos dijo que se había cerrado a las seis. Por más que insistimos y le dijimos que las visitas terminaban a las seis y media, que habíamos venido de muy lejos y no sabíamos cuándo podríamos volver, no hubo manera de convencerla. Así que nos quedamos sin ver uno de los claustros más bellos que se pueden contemplar y tampoco pudimos rememorar los famosos versos de Gerardo Diego: «Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza…». Había buscado el soneto en Google y pensaba recitarlo y y grabarlo allí mismo. Otra vez será.

Lo que sí pudimos hacer fue escuchar los cánticos de Vísperas de los monjes de Silos. Ese día, además, se conmemoraba la traslación de las reliquias del Santo. Veintidós monjes, durante casi una hora, cantando en latín, sentándose, levantándose, inclinándose hasta casi tocar el suelo. Y así varias veces a lo largo del día. Algunos de los monjes, ya muy mayores, tenían que permanecer sentados pues apenas podían moverse. Ora et labora. Tiene que ser agotador levantarse muy temprano para los maitines, trabajar, rezar y cantar varias veces al día. Y nosotros nos quejamos.

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Casi anocheciendo regresamos a Burgos, después de hacer unos 180 kilómetros en coche y trece o catorce andando. Cenamos también alrededor de la catedral y otra vez nos acostamos temprano. Todavía nos quedan cinco días de viaje y hay que guardar fuerzas.