Navidad blanca, negra Navidad

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Pasar la Navidad en la cárcel no era mi primera opción, por supuesto. Aquellos que me conocéis sabéis que no soy malo, que no tengo mal corazón. Diréis que soy huraño, seco, poco sociable, antipático, pero nunca le he hecho, mejor dicho, nunca le había hecho daño a nadie. Sin embargo, a veces la vida te sorprende y te pone en situaciones ante las cuales no sabes cómo reaccionar y actúas de manera que nunca hubieras imaginado. Uno puede llegar al final de su vida sin saber realmente si es cobarde, valiente o violento porque no se han dado las circunstancias precisas.

¿Qué mejor época para entrar en la cárcel que la Navidad? Como ya sabéis, y si no lo sabéis os lo digo ahora, estoy en contra, me repele, tengo animadversión, a todo lo que rodea a una celebración que me parece de lo más hipócrita y excesiva. Las luces, la alegría fingida, los regalos obligatorios (sobre todo esa aberración del “amigo invisible”), las comidas en grupo, los villancicos, los belenes… Y qué decir de Papá Noel y de los Reyes Magos. Cuando los veo me entra como un sarpullido, un rechazo que no consigo evitar. Por eso, desde hace treinta años, la mitad de mi vida, cojo las vacaciones en estas fechas y me alejo lo más posible de una sociedad que parece vivir de espaldas a los problemas reales o que quiere aparcarlos durante unos días o aparentar felicidad. Al final es eso, la apariencia, el engaño. Por eso se envían fotos de lo bien que se pasa en las comidas, en los viajes, con la familia, con los amigos. Como yo no tengo familia ni amigos, me libro de toda esta hipocresía. Y no los tengo porque lo decidí en su momento, cuando la vida me dio un buen revolcón y tuve que tomar la decisión de alejarme lo más posible de los demás. No del todo, porque, al final, siempre se depende de un trabajo, de un médico, de un banco, de un técnico que arregle aquello que se estropea. Sí, amigos, queramos o no, vivimos en sociedad.

Así que me subo al avión y me voy a la Patagonia, al sur de África, a Turquía o a cualquier país donde no se celebre la navidad, por ejemplo, un país musulmán que no esté en guerra o en el que me puedan poner una bomba o secuestrarme, aunque cada vez quedan menos. Me desconecto de Internet y me adentro en selvas, desiertos, lugares inhóspitos y aislados. Es mi forma de protestar contra todo lo que nos han ido metiendo en la cabeza desde que somos niños. Hay que reír sin ganas, hablar sin tener nada que decir, alegrarse porque tenemos que estar alegres. Todo es falso, pero como estamos inmersos en un mundo en el que nada es lo que parece, la navidad es, precisamente, el paradigma de la hipocresía.

Hace diez años me tocó el gordo de la lotería de navidad. Y dio la casualidad de que fue en el único número del que llevaba dos décimos. Suelo jugar uno con los compañeros de trabajo. A veces compro también en la cafetería donde desayuno los domingos. Por seguir la tradición de la que fue mi familia y que ya no lo es por decisión propia, también compro un décimo en la Puerta del Sol. Ese es otro de los fastidios que tienen estas fechas, las costumbres de las que es muy difícil alejarse o desprenderse. Quiera o no quiera, a pesar de que soy una persona solitaria y alejada de todos los tics habituales, me resulta imposible evitar comprar lotería en navidad. Lo he intentado, pero debe ser tan difícil como dejar de fumar o de beber, porque no hay manera de que, llegado el momento, me niegue a comprar la lotería del trabajo o deje de ir a la Puerta del Sol a comprar el décimo.

Esa vez, recuerdo que era un sábado de diciembre por la mañana, pasé delante de una administración de loterías en Bravo Murillo. Yo vivía cerca, en un pequeño piso alquilado de la calle Lérida, una calle tranquila dentro de una de las zonas más populosas y populares de Madrid. El día era muy frío. Había amanecido la típica mañana madrileña de cielo azul intenso y ligero viento de la sierra de Guadarrama que cortaba la respiración y enrojecía la nariz, las orejas y las manos. Antes de salir del portal me abotoné bien el tabardo, me coloqué los guantes y me enrollé la bufanda alrededor del cuello. No podía permitirme coger un resfriado, pues los últimos días en la oficina eran realmente importantes, ya que se ultimaban muchos acuerdos y se cerraban los balances de todo el año. Reconozco que soy raro, pero también muy responsable en mi trabajo.

Como todos los fines de semana me dirigí a Cuatro Caminos por Bravo Murillo. Muchos comercios todavía estaban cerrados y había pocas personas y escasos coches por la calle. Compré el periódico en un kiosco sin entablar conversación con el kiosquero, que siempre lo intenta, pero al que nunca sigo la corriente, entré en la cafetería, pedí mi tradicional chocolate con churros de diciembre, cosa que no suelo hacer el resto del año, que me limito a desayunar café con leche y una tostada con aceite y, durante una hora me fui enterando de las noticias y comprobando que la cafetería y la calle se iban animando. El camarero me comentó que sólo quedaban dos décimos del número que se jugaba este año, que era muy bonito, que terminaba en 13 y que seguro tocaba. Lo miré muy serio y negué con la cabeza.

Terminé alrededor de las diez de la mañana y, remoloneando y mirando los escaparates de las tiendas que ya estaban abriendo, llegué a la altura de una administración de loterías. Nunca había entrado allí. En la puerta había un mendigo pidiendo limosna. En realidad, más que pedir, avanzaba con timidez, como avergonzándose, su mano derecha, que apenas sobresalía de una gastada chaqueta de cuadros. De manera excepcional, ya que no me gusta dar dinero por caridad, que para eso están los impuestos que le pago al Estado y al Ayuntamiento, que tienen muy buenos albergues y ayudas para estas personas, le di un par de euros que llevaba sueltos en el bolsillo del tabardo, la vuelta de lo que había desayunado en la cafetería. El mendigo, un anciano vestido con ropas humildes pero limpias, encorvado, enjuto y con una barba blanca que le llegaba a la mitad del pecho, tenía una gran dignidad en su figura y en su rostro, muy moreno, surcado de arrugas. Miró con extrañeza y asombro lo que yo le había dado y me dijo con un susurro “Muchas gracias, caballero. Va a tener suerte con el número que compre; si termina en 4, seguro que le toca”. Tenía pensado pasar de largo, pero estas palabras me extrañaron e intrigaron. Lo saludé con una pequeña inclinación de cabeza, entré y le pedí a la lotera que me diera un décimo del 78.294, que era uno de los que estaban colocados en la ventanilla.

Cuando salí, el mendigo volvió a darme las gracias y a desearme suerte. Pasaron los días, que siguieron siendo fríos y claros, con mucho trabajo en la oficina, situada en un edificio de Santa Engracia, al que puedo ir andando desde mi casa. Cuando llegó el día del sorteo, un martes, los compañeros de trabajo tenían puesta la radio con el sonsonete de los niños de San Ildefonso. Ese sonido también me molesta, los comentarios absurdos de los periodistas que retransmiten el sorteo, los lugares comunes, las entrevistas a los agraciados, las celebraciones con cava… Tener que aguantar eso todos los años y los sempiternos y alternativos comentarios de que lo importante es la salud, desgraciado en el juego, afortunado en amores, el dinero no da la felicidad y otras lindezas semejantes. Nunca se me ocurriría emitir frases tan simples. Me limito a quedarme sentado en mi mesa, a rellenar los formularios, escribir los informes y cuadrar los balances. Por eso puedo irme casi siempre a mi hora mientras que los demás no tienen más remedio que quedarse bastante más tiempo para terminar su trabajo.

Mientras estábamos haciendo un descanso para tomar el café de media mañana (en ese descanso es cuando únicamente comparto un poco de tiempo con mis compañeros), se oyó un grito al fondo de la sala “¡ha salido el gordo, ha salido el gordo!”. Todos salieron precipitadamente de la salita donde tenemos la máquina del café, menos yo, claro, que permanecí sentado. Al poco rato regresó una de las secretarias, que había dejado su café a medio terminar, diciendo que el primer premio había terminado en 4 y que, como siempre, no había tocado en el número que jugaba la empresa. Un poco más tarde llegó el jefe de seguridad, comentando que había tocado en una administración que estaba cerca, en Bravo Murillo. Reconozco que me dio un pequeño vuelco el corazón. Todavía no sabía cuál era el número agraciado, pero algo me decía que mis décimos, que tenía guardados en una pequeña caja de mi dormitorio, eran los premiados. Como es lógico, no mostré ningún nerviosismo, no dije nada ni participé en las charlas de mis compañeros de trabajo. Sin saber cómo, fui capaz de terminar los objetivos del día y a las tres en punto me despedí de todos, que se quedaron sentados para terminar lo que no habían hecho durante la jornada.

Sin apresurarme salí del edificio, pasé delante de las instalaciones del Canal de Isabel II, subí por Santa Engracia hasta llegar a Cuatro Caminos y me adentré en Bravo Murillo. A esas horas había mucha gente en bares y cafeterías, y a medida que me iba acercando a la administración de lotería pude comprobar que delante había una pequeña multitud y varias furgonetas de televisión. En la acera, delante del local donde había comprado los décimos, cuatro o cinco periodistas entrevistaban a algunas personas a las que le había tocado el gordo, la dueña había abierto una botella de cava y un gran cartel informaba de que el número 78.294, el gordo, había caído allí. Cambié de acera, giré por la calle de La Coruña hasta llegar a mi calle y subí despacio, saboreando el momento. Abrí la puerta, llegué hasta la habitación y levanté la tapa de la caja donde había guardado la lotería. Efectivamente, tenía dos décimos del Gordo. En mis manos, temblando, 600.000 euros. Me senté en el sillón de la sala, encendí la televisión y cerré los ojos mientras escuchaba de fondo las noticias y los reportajes sobre los premios de la lotería. Fueron unas horas que pasaron sin darme cuenta. Creo que me quedé dormido y cuando abrí los ojos ya era noche cerrada. Entonces fue cuando empecé a darme cuenta exacta de lo que me había ocurrido y reflexioné sobre lo que haría en los próximos días como entrevistarme con el director del banco para ingresar los décimos y estudiar cómo invertir el dinero, con el compromiso de que mantuviera el secreto, iniciar la búsqueda discreta de un pequeño apartamento en el barrio de Chamberí, imaginar los lugares que podría visitar en los próximos años, algunas compras… Lo más importante era continuar durante varios meses con mis rutinas, para evitar que nadie sospechara lo que me había ocurrido.

Lo primero que hice fue ordenar el equipaje del tradicional viaje de fin de año. Ya había comprado un viaje organizado a Nairobi, en Kenia, a una de las reservas nacionales de ese país, en el Parque Nacional Amboseli, desde el que pude contemplar el Kilimanjaro y hacer excursiones guiadas. Fue una semana realmente apasionante en la que observé especies de animales y plantas que sólo había visto en documentales de National Geographic. Tomé muchas notas y realicé cientos de fotografías que tengo organizadas en varios archivos en el ordenador. Como seguramente tendré mucho tiempo libre y estaré aislado muchas horas, espero que me dejen trabajar en mi celda. Lo malo es que la “circunstancia”, cual espada de Damocles, está siempre presente y no me dejará finalizar los proyectos que tengo en la cabeza.

Y así fue durante diez años, trabajando, planificando, viajando. Seguí yendo al trabajo puntualmente, sin cambiar ni un ápice mi forma de ser ni de comportarme con los demás, siempre solo, siempre callado y esquivo, sin permitir que nada ni nadie modificara mis costumbres. El único cambio, pero que a nadie le extrañó porque pocos se enteraron, fue que me apunté a un gimnasio cerca del piso al que asistía tres o cuatro veces por semana. Cinta, body combat, pesas y remo me permitían mantenerme en forma. Nunca más volví a comprar lotería en la administración donde me tocó, porque nunca más volví a ver al mendigo cuyo susurro me cambió la vida. Hoy estoy en la cárcel escribiendo estas hojas, con mucho dinero en el banco y orgulloso de lo que ha sucedido en ese tiempo, sobre todo de lo que ocurrió hace un par de días. Veamos.

A comienzos de este año fui nombrado presidente de la comunidad. Como ya comenté, cuando me tocó la lotería estuve viendo apartamentos en calles no muy alejadas de mi trabajo, máximo media hora andando. Después de varios meses recorriendo la zona, viendo pisos nuevos y usados, entrevistándome con muchos vendedores y leyendo anuncios en la prensa, me fijé en un edificio de cinco plantas, con sólo diez viviendas, que habían reformado y estaban a punto de entregar en la calle de Viriato, una calle más bulliciosa que la calle Lérida, pero no tan ruidosa como las grandes avenidas de Chamberí. En los carteles se anunciaba la venta pisos y apartamentos de 1, 2 y 3 dormitorios desde 200.000 euros con trastero y plaza de garaje, una ganga. Estábamos en plena crisis y había que aprovechar el momento. Me acerqué a la oficina de ventas, mostré interés por un apartamento de dos dormitorios en la última planta y después de una semana en la que negocié con el vendedor las condiciones, entregué una pequeña entrada, firmé el contrato de compraventa y me entregaron las llaves a finales de junio, precisamente el día que anunciaron la muerte de Michael Jackson, uno de mis cantantes preferidos. No era una buena señal, como pude comprobar años después. Empecé a ver y comprar muebles que fui instalando poco a poco, a dar de alta la luz y el gas, a comprar lámparas y cuadros… o sea, todo lo que hay que hacer cuando uno se compra un piso nuevo. Cuando llegaron las vacaciones de verano, sin comentar nada con mis compañeros de trabajo que nunca se enteraron de lo que me había pasado, cancelé el contrato de la calle Lérida y me instalé en mi nuevo apartamento. Es una vivienda muy luminosa, con un salón amplio, dos dormitorios, una pequeña cocina y una terraza en la que he instalado una mesita y una silla donde me siento en las noches de verano. Predominan los colores claros de los muebles y de las paredes. Yo no es que sea precisamente un cascabel o una persona optimista y alegre. Se podría pensar, dado mi carácter huraño y mi gusto por la soledad, que me irían mejor los colores oscuros y ocres, la música, los muebles y los cuadros clásicos; pero no, prefiero los muebles funcionales, la música de jazz y de rock y colores blancos o estridentes. Soy pura contradicción, lo reconozco. Me pongo nervioso en reuniones de pocas personas, en las que me pueden dirigir la palabra o mirarme abiertamente, pero me encuentro a gusto entre la multitud, en las aglomeraciones, porque ahí paso desapercibido, soy totalmente anónimo, nadie me ve y no tengo que aguantar conversaciones insulsas o miradas escrutadoras. Es la mejor manera de estar solo.

Fui uno de los primeros propietarios que se instaló en el edificio. Poco a poco fueron llegando los vecinos, una pareja madura, profesores seguramente a punto de jubilarse y una pareja de lesbianas ya talluditas que habían tenido un hijo por inseminación artificial (se llevaron un gran disgusto cuando supieron el sexo de su hijo) en el primero, un médico, soltero, separado o viudo, nunca lo supe, y su madre, una señora de unos ochenta años pero que se conservaba muy bien, que compraron dos viviendas en el segundo y cada uno vivía en la suya, y un matrimonio con dos hijos adolescentes en el cuarto. Hasta finales de año, las viviendas, dos por planta, se fueron ocupando con personajes muy diferentes: un actor poco conocido, que salía esporádicamente en series de televisión, y un agente comercial soltero que pasaba grandes temporadas fuera de Madrid, pero que siempre que se quedaba algún tiempo en el piso venía con una mujer diferentes. Las dos viviendas restantes eran de alquiler y por ellas fueron pasando inquilinos muy diversos, estudiantes, profesores, vendedores ambulantes, parejas jóvenes, abogados. No es que tuviera demasiado interés en saber sus nombres o sus profesiones, pero la madre del médico, que estaba siempre sola y salía a hacer la compra o daba pequeños paseos por el barrio con una amiga, hacía todo lo posible por encontrarse con los vecinos y trataba de enterarse de sus vidas. Por supuesto, a mí, en estos diez años me sacó poco más que mi nombre y dónde trabajaba. Pero siempre que me la encontraba en el portal o en el ascensor, me contaba pormenores de todos los que vivían en el bloque.

Soy alérgico a las reuniones de vecinos. No sé cómo a la gente le gusta, cómo hay personas que harían lo posible por presidir una comunidad durante toda su vida. En este caso no entiendo eso de la erótica del poder. En la calle Lérida, como inquilino, no asistí a ninguna reunión porque había pocas personas y ya comenté que no me gusta que me observen o me interpelen, pero es que, además, me importaba muy poco lo que se pudiera decidir en ellas. La propietaria de la vivienda sí asistía de vez en cuando y si me afectaba alguna cosa, como podía ser la subida de la cuota, me lo comunicaba por carta. Sin embargo, como propietario, decidí asistir a la primera reunión de la calle de Viriato, que se celebró en la oficina de ventas situada en el bajo y que todavía no se había convertido, como ocurrió unos años después, en una tienda de artículos deportivos. Esa reunión fue convocada por la Promotora y en ella, como suele ser habitual en estos casos, se constituyó la comunidad de propietarios, se decidió cómo se realizaría el nombramiento de presidente, se le autorizó a abrir una cuenta corriente, se acordó completar la provisión de fondos que tenía la Promotora, etc. Se llegó al acuerdo de que el nombramiento se realizaría por un año, comenzando por el 1º A y el resto se nombraría de manera correlativa hasta llegar al último piso, el 5º B, que era el mío. Yo tardaría diez años en ser presidente, lo que me supuso un gran alivio, porque en todo ese tiempo podría evitar reunirme con los vecinos. Ya me iría inventando excusas.

Desde esa primera reunión pude comprobar cómo transcurriría mi vida en el edificio. Los del primero, los profesores y las lesbianas, una morena y una rubia, como en la zarzuela, congeniaron nada más conocerse y se hicieron grandes amigos, llegando incluso a hacer viajes juntos. El médico y su madre también asistieron, ella, que seguramente lo hizo para estar al corriente de todo, presentarse y relacionarse con los vecinos, fue la que más habló y la que hizo más propuestas para “adecentar” la entrada del portal que, según su opinión, era excesivamente austera. Que si unas plantas, que si cuadros, que si espejos… Pero todos nos negamos en redondo, sobre todo el representante de la Promotora, ya que era todavía pronto para realizar gastos extraordinarios. Nos explicó con cifras que nos pasó en una hoja, los principales conceptos en los que se iba a gastar el dinero y presentó una propuesta de presupuestos, con los ingresos y gastos corrientes. El presidente realizó una serie de planteamientos razonables y demostró que tenía experiencia en dirigir reuniones, adquirida seguramente en los claustros de profesores. Como es lógico, yo hablé muy poco, y tampoco intervinieron el actor, el médico y el matrimonio. El agente comercial no asistió, seguramente porque estaba de viaje.

Finalizada la reunión, se propuso tomar una cerveza en un bar cercano, pero yo me excusé aduciendo que no me gustaba beber. Quería dejar clara desde un primer momento mi postura. Pasó el tiempo y la rutina volvió a adueñarse de mi vida. Trabajo, lectura, viajes, café y tostada los domingos, chocolate con churros en diciembre, poco contacto con los vecinos, conversaciones insulsas en el ascensor, hola, adiós, qué frío hace, dicen que mañana hará más calor que hoy. La madre del médico adoptó un perro para que le hiciera compañía, pero se murió a los pocos meses de una enfermedad del riñón y no volvió a querer más animales en su casa. El niño de la pareja de lesbianas se convirtió en un adolescente callado y estudioso, mientras que los adolescentes del cuarto empezaron a dar la lata con fiestas los fines de semana, cuando sus padres los pasaban en un pueblo de la sierra. Tuvimos que llamarles la atención un par de veces, pero no hicieron caso hasta que se llamó a la policía local. Hubo bronca en esa casa y parece que ahora todo está más tranquilo. Los del primero se hicieron prácticamente con el poder de las decisiones de la comunidad. Les gustaba el protagonismo, demostrar que eran personas preocupadas por el bienestar de los vecinos y en todas las reuniones, a las que casi nunca asistía, pero de las que me enteraba por las actas que introducían en los buzones, se aprobaban propuestas imaginativas sobre limpieza, decoración del portal, ahorro de energía, etc. Yo me limitaba a asistir cada dos o tres años a una de las asambleas, pero seguí sin participar en las discusiones ni aportar ideas.

Así fue transcurriendo el tiempo hasta que hace ahora un año, casi de forma simultánea, ocurrieron dos cosas que son las que provocaron mi reciente entrada en la cárcel. Primero, el ascensor y después, mi “circunstancia” personal. A los recalcitrantes vecinos del primero no se les ocurrió otra cosa que negarse a pagar la misma cantidad que el resto de los vecinos para el mantenimiento del ascensor, con el razonamiento de que ellos nunca lo usaban porque les gustaba hacer ejercicio. Profesores y lesbianas hicieron piña y propusieron calcular el gasto en función de la planta en la que viviera cada vecino, es decir, los de la quinta planta pagarían cinco veces más por ese concepto que los de la primera. Como yo no asistí a la reunión en la que se realizó esa propuesta, fue la madre del médico la que tuvo una excusa para subir a mi piso y durante diez minutos, en la puerta, ya que yo no la invité a que entrara y cotilleara allí dentro, me explicó lo que había pasado en la reunión. La verdad es que a mí me daba igual, pero como ya le había cogido una cierta animadversión a esos impertinentes vecinos, le di la razón y firmé la propuesta de reunión para la segunda quincena de febrero de este año, precisamente la primera asamblea vecinal que yo presidiría, donde se tomaría definitivamente la decisión sobre el ascensor.

Tres semanas antes de la reunión me dieron el resultado de lo que he denominado “la circunstancia”. No me detendré demasiado en ella, ya que una de las cosas que más me molestan es el drama, el morbo, la autoflagelación. Sólo diré que en la revisión médica anual que hacemos en la empresa, después de una serie de pruebas y análisis me detectaron una de esas enfermedades raras que desembocaría, de manera indefectible, en mi desaparición de este mundo a más tardar en tres o cuatro años. La verdad es que me lo tomé con bastante filosofía. Nunca me había detenido a pensar en la muerte, pero ahora que me la habían pronosticado con tanta crudeza, casi me hice su amigo. Hablaba con ella como si fuera mi compañera de piso, mi confidente. Cuando me miraba en el espejo contemplaba una expresión obstinada, decidida, dura, pero no de luchador contra el destino, sino la misma que podría tener la parca ante las súplicas de aquellos que no quieren abandonar la vida cuando les toca. Y entonces le hablaba, me hablaba como nunca lo había hecho antes, con una franqueza que me asustaba. Todas las mañanas y todas las noches me plantaba ante mi reflejo y comenzaba a preguntarle, a preguntarme sobre temas trascendentales o sobre trivialidades. Desde “¿Qué hay al otro lado, por qué eres tan injusta y voluble o por qué te cebas con los más débiles y oprimidos? hasta ¿quién mató a Kennedy o cuándo se acabará el mundo? Las respuestas eran siempre silenciosas porque desde el primer momento el espejo me dijo que las palabras eran inútiles, que estaban sobrevaloradas, que siempre se aprende más de un silencio que de una frase. Pero sí me advirtió de que tuviera cuidado con las cosas que ocurrirían antes de finalizar 2019.

Mi primera reunión como presidente fue un desastre. No había preparado nada, no me había leído la Ley de Propiedad Horizontal, que es, según parece, como la Constitución para los que viven en una comunidad de vecinos. Una vez leída el acta anterior, comenzó de inmediato la discusión sobre el ascensor. Los del primero se hicieron fuertes, leyeron artículos de esa Ley, aportaron documentos de otras comunidades, sentencias judiciales y amenazaron con llevar a los vecinos a juicio si no se aprobaba su propuesta. Se negarían a pagar las cuotas, pondrían carteles en las ventanas protestando contra la injusticia que se estaba llevando a cabo en nuestro edificio, dejarían de colaborar y dejarían de hablarnos (como si eso me importara). Fue una de las pocas veces que se discutió acaloradamente y que intervinieron todos. Se gritó, se llegó al insulto y se denegó, como era lógico, la propuesta. A partir de ese momento se enrarecieron las relaciones. Las cuatro últimas plantas hicimos piña y los del primero se enrocaron. Fue una época aciaga para mí porque los vecinos querían que yo, como presidente, tomara decisiones drásticas. Casi todos los días la madre del médico venía a hablar conmigo, se hacía la encontradiza en el ascensor o en el portal y sacaba a colación el tema de la denuncia en el juzgado. No se podía consentir que los del primero colgaran carteles en los balcones del tipo “En este edificio no hay libertad”, “Exigimos soluciones, ya” o “Los vecinos nos roban”. Que dos propietarios, una minoría, quisieran imponerse a una mayoría razonable como nosotros era inadmisible. Ninguna de sus amigas tenía ese problema y yo, que era el presidente, tenía que solucionarlo. Era lo que me faltaba. Un asocial como yo intentando mediar entre dos partes irreconciliables. ¿A qué me recordaba esta situación?

En los años anteriores nunca se había estropeado el ascensor, pero, qué casualidad, a lo largo de 2019 se ha averiado siete u ocho veces: que si exceso de peso y se bloquea, que aparecen los botones hundidos o quemados, que una puerta cierra mal. A la tercera o cuarta vez, la empresa de mantenimiento canceló el contrato y tuvimos que contratar con otra empresa, pero volvió a ocurrir lo mismo. Todos sabíamos que era un sabotaje, pero fue imposible demostrarlo. Así que llegó la última reunión del año, hace cuatro días. Los ánimos estaban bastante exaltados entre los afectados, sobre todo teniendo en cuenta las sonrisas maliciosas y los comentarios irónicos de los del primero.

Hacía varios meses que estaba tomando una medicación bastante fuerte, con unos efectos secundarios evidentes, como cambios de humor, accesos de violencia, somnolencia o falta de apetito, entre otros síntomas. Mis compañeros de trabajo notaron los cambios, pero como yo no compartía mis problemas con nadie actuaban como si no ocurriera nada. En el edificio, la única que se dio cuenta de que algo me pasaba fue la madre del médico. Un día me preguntó qué me ocurría, pero yo le respondí de una manera tan abrupta que nunca más volvió a intentarlo. Y llegó el día de la reunión, la última de mi mandato, que voy a contar sin demasiados pormenores, porque mi abogada me aconseja que procure evitar los detalles incriminatorios. De todas formas, como ya me da igual todo, sí explicaré los hechos tal y como ocurrieron.

La reunión comenzó a las ocho y media de la noche, en el portal. La madre del médico, de la que me parece que todavía no he dicho su nombre, Herminia, se había encargado de adornarlo un poco, como hacía todos los años, con un árbol de navidad en una esquina y un pequeño belén en otra, acompañado de unos detalles consistentes en estrellas, guirnaldas y luces led en las plantas, cuadros y espejos que habían ido decorando a lo largo de los años la entrada. Aquello parecía un escaparate de El Corte Inglés, pero todo el mundo, como siempre, la felicitó efusivamente. Todos menos yo, como es lógico conociendo mi aversión a esta y a otras festividades.

Fui uno de los primeros en bajar y poco a poco fueron llegando los demás vecinos, que se saludaban cordialmente y hablaban en voz baja sobre la forma de intentar solucionar las desavenencias y los problemas que últimamente se estaban produciendo. Aunque nadie lo había dicho abiertamente, yo notaba que, de alguna manera, me culpaban por no haber sabido encauzar bien la situación. Ni caso. Los últimos en llegar, como me imaginaba, fueron los díscolos propietarios de la primera planta. Saludaron de forma seria y di comienzo a la reunión. Después de la lectura del acta de la sesión anterior, expuse, de manera sucinta, los problemas de convivencia que habían surgido a raíz de la propuesta de los vecinos del primero, las sospechosas averías del ascensor, las provocadoras pancartas que acusaban injustificadamente de falta de libertad o de acoso, e intenté ofrecer una solución intermedia, incrementando ligeramente la cuota de los vecinos del segundo al quinto y disminuyendo proporcionalmente las del primero. En otra época yo hubiera preferido soluciones más drásticas, como denunciar a los rebeldes, pero todo me daba igual. O eso creía.

Cuando terminé de hablar comenzaron las protestas y los gritos. Nadie estaba de acuerdo. Unos me llamaban traidor, desleal y cobarde y otros, pusilánime y términos mucho más ofensivos que no reproduciré. Los del primero apenas intervinieron, pero en sus rostros advertí una sonrisa de desprecio y de triunfo que me hirió mucho más que los insultos. Si hay algo que no puedo soportar es la prepotencia, la chulería, el desprecio. En mi interior fue creciendo una ira y una rabia que me ahogaban. En un primer momento intenté poner orden, pero nadie me hacía caso. Los afectados por la propuesta de subida amenazaban a los otros, que apenas se inmutaban y permanecían impertérritos y sonrientes.

Entonces algo en mi interior estalló como la erupción de un volcán y aprovechando que todos estaban exaltados e inmersos en la discusión, sin hacerme demasiado caso, me planté delante del profesor, que ya estaba jubilado, aunque no era demasiado mayor, le di un enorme puñetazo en el rostro y a continuación le golpeé en la cabeza con una de las macetas que estaban a su lado. Actué de una manera controlada y calculada, como me decía el profesor de body combat y seguí sacudiendo al indefenso profesor que yacía inconsciente y sangrando abundantemente. En un primer momento ninguno pudo ni supo oponerse a lo que yo estaba haciendo pues nadie esperaba una reacción tan violenta. Pero al cabo de unos segundos todos se abalanzaron sobre mí y me sujetaron, a pesar de que yo me resistí y comencé a golpear a diestro y siniestro, pero sin emitir ningún sonido. Los únicos que gritaban, aullaban, gemían o sollozaban eran los demás. Fuera, en la calle, se empezó a formar un corro de curiosos y al poco tiempo escuché una sirena de la policía. El profesor estaba tumbado, con el rostro lleno de heridas, uno de los ojos totalmente hinchado, una enorme brecha en la frente, la nariz rota, una oreja colgando. Lo que había hecho en tan poco tiempo me tenía asombrado. El médico intentaba reanimarlo y limpiaba y tapaba las heridas con gasas y algodón que la madre había ido a buscar a su casa, lo que había aprovechado para llamar a una ambulancia. Creí que lo había matado, pero el médico dijo que, a pesar de la violencia de los golpes, ninguno había sido mortal. Todo había ocurrido en unos minutos que yo había vivido a cámara lenta, como flotando en una nube roja de ira y odio incontenibles.

Cuando una pareja de policías entró en el portal, la mujer del profesor estaba sentada en la escalera, sollozando y las lesbianas intentaban golpearme con pies y manos, aunque los demás se lo impedían. Yo ya estaba bastante calmado, aunque el actor y alguien más que no recuerdo me sujetaban los brazos. Los policías preguntaron qué había pasado y cuando se hicieron una idea, me esposaron sin que yo ofreciera resistencia alguna y tomaron los datos de todos los que habían asistido a la reunión. En ese momento llegó una ambulancia y después de hablar con el médico y cerciorarse de que las heridas no revestían excesiva gravedad, se llevaron al profesor hasta el hospital más cercano.

Era ya muy tarde y la policía me llevó hasta las dependencias de la Comisaría de la Policía Nacional que está en la calle Rafael Calvo y allí me metieron en un calabozo. Pasé la noche tumbado en un catre y al día siguiente, después de preguntarme por qué había actuado de una manera tan violenta, me llevaron al juzgado de guardia. A la vista de lo que había ocurrido, de la gravedad de las lesiones del profesor, de los informes policiales y de las respuestas tan concisas que di, la jueza decidió ingresarme provisionalmente en la cárcel, desde la que estoy escribiendo estas páginas. Me acusan de intento de homicidio. Con un poco de suerte, podría haber sido homicidio a secas. Si hubiera tenido unos segundo más, el profesor no hubiera vuelto a sonreír.

Hoy es 24 de diciembre. Esta noche creo que nos van a dar una cena especial. No sé por qué el Estado tiene que gastarse tanto dinero en alimentar a unos indeseables como yo. Y yo soy de los mejores, según he podido comprobar en el poco tiempo que llevo aquí. Si todo sigue su curso, espero no tener que celebrar la próxima navidad, sea por mis “circunstancias” o por mi condena. Estar aquí, en la cárcel, es una bendición, son todo ventajas. Tenía que haberlo pensado antes.

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