Pereza, desencanto o escepticismo

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No sé si os habrá pasado a vosotros, aunque supongo que sí. A mí me había ocurrido antes, no con mucha frecuencia, pero se me pasaba pronto. Podía durar un par de días, una semana a lo sumo. Sin embargo, esta vez llevo un mes o más con la misma sensación.

Algunos dirán que es cosa de la edad. Y puede ser. Cuando era más joven (aquí aprovecho el comienzo de la canción de Sabina), me faltaba tiempo para hacer todo lo que me proponía. Recuerdo cuando estudiaba bachillerato y después magisterio, que además de las horas de clase, del estudio diario, de la preparación de exámenes y de los trabajos que periódicamente encargaban los profesores, podía dedicarme a jugar al baloncesto, al ajedrez, a reunirme con los amigos, a hacer excursiones por los alrededores de Coruña y todavía tenía tiempo para leer, una de las pasiones que nunca me ha abandonado, durante una o dos horas diarias. La lectura siempre es un refugio, el lugar a dónde ir cuando queremos que el tiempo se detenga y la vida cobre un sentido especial.

Después del paréntesis del servicio militar, a mediados de los años setenta, un periodo que sólo me sirvió para empezar a conocer la ciudad en la que ahora vivo, comenzó mi vida laboral. Ser maestro o profesor es un trabajo absorbente, al que hay que dedicarle mucho tiempo. Además, en aquella época y en aquel lugar, Camariñas, coincidimos un grupo de maestros muy jóvenes, entre los veintidós y veinticinco años. Eran años de gran efervescencia política en los que la juventud quería, queríamos, cambiar el país. Y una de las herramientas fundamentales era, sigue siendo y será, la educación. De una educación memorística y autoritaria queríamos pasar a una enseñanza crítica, moderna, abierta a las corrientes educativas que se habían implantado hacía muchos años en los países democráticos. Pero eso suponía prepararse, porque realmente en la Escuela de Magisterio poco nos hablaban de esa nueva educación, hacer muchos cursos, reuniones, intercambio de experiencias. Desde Camariñas nos desplazábamos a Laxe, a Muxía, a Vimianzo, cambiando cada semana o cada mes de lugar de reunión. Y ahí discutíamos sobre las experiencias de Freinet, de Rosa Sensat, de María Montessori, de Piaget. En la Normal apenas nos hablaron de ellos, así que teníamos que ponernos al día y poner en práctica sus ideas. El material que necesitábamos lo comprábamos de nuestro sueldo, pero no nos importaba.

En Camariñas también empecé a estudiar Pedagogía, matriculándome en la UNED, examinándome dos veces al año en Pontevedra. Reconozco que me matriculé porque la vida en un pueblo de poco más de tres mil habitantes me parecía aburrida, triste, oscura, aunque luego, poco tiempo después, cambié de opinión. Una semana de exámenes, viajando con mi compañero Ricardo y durmiendo en una pensión. Tenía tiempo para recorrer casi toda la Costa da Morte, desde Camelle, Arou o Santa Mariña hasta Corcubión, hablar con los marineros, con el farero, correr hasta el faro Vilán. Y seguía teniendo tiempo para leer.

Después, el gran cambio. De Camariñas a Dos Hermanas. Tenía veinticinco años y una enorme esperanza e ilusión en el futuro. Era un riesgo, pero con esa edad, ¿quién dijo miedo? El matrimonio, los hijos, terminar la carrera de Pedagogía. Muchas horas diarias de trabajo. Se me ocurrió también prepararme para correr la maratón Ciudad de Sevilla. Así que ni una hora de descanso, qué digo, terminaba reventado, porque entrenábamos a partir de las ocho o las nueve de la noche. Ducharse, cenar, leer un poco y dormir como un tronco. Excepto, claro, cuando los niños se ponían malos y no te dejaban pegar un ojo por la noche, lo que sucedía con relativa frecuencia. Sobrevolándolo todo, el cambio político y social que se ha ido produciendo en nuestro país. Siempre me ha atraído la política aunque nunca he militado en partido alguno. He asistido a los balbuceos, a los tropiezos, a las zancadillas, a los errores y aciertos de nuestros partidos, siempre de manera muy crítica, pero al mismo tiempo, muy ilusionante.

Supongo que sería por ascendencia familiar, pero siempre he tirado hacia la izquierda. Antes de que se legalizaran los partidos políticos llegué a asistir a reuniones de partidos que todavía eran ilegales Recuerdo que cuando daba clase como interino en el colegio Raquel Camacho, en Coruña, un compañero que había estudiado magisterio conmigo, Rubén Ballesteros, intentó captarme para el PSOE. Él llegó a ser concejal del primer ayuntamiento democrático de Coruña, con Domingos Merino como alcalde, ambos ya fallecidos (Merino, al que conocí como excelente jugador de ajedrez, varias veces campeón gallego y tercero en el campeonato de España, cuando él jugaba en el Deportivo y yo en el Sagrada Familia; llegó a estar una vez en mi casa, acompañando a otros grandes jugadores y amigos, José Antonio González Coto y Álvaro Santiso). El problema es que yo sólo tenía veinte años en 1975 cuando me hizo esa propuesta, Franco todavía vivía, yo tenía que hacer el servicio militar, él quería que yo formara parte de un grupo clandestino de soldados en Sevilla, con lo que eso podía suponer en aquella época… Y yo nunca me he caracterizado por mi valentía, lo reconozco. Tenía presente lo que le había pasado a mi abuelo José, represaliado por haber sido maestro y alcalde republicano, que marcó definitivamente a la familia. Siempre me he preguntado qué habría pasado si yo hubiera aceptado la propuesta.

El problema, además, era la dispersión de los partidos de izquierda: PCE, MC, ORT, PT, LCR. Y también estaban los partidos nacionalistas gallegos, como UPG y PSG. Yo tenía contactos en casi todos ellos, eran unos años de auténtica efervescencia y asistía a todas las reuniones que podía. Pero como no llegaba a entender las diferencias entre maoísmo, trotskismo o marxismo leninismo, no era capaz de decidirme por alguno, así que desistí de afiliarme. Me interesaba, pero siempre a distancia. Unas veces votaba a unos y en otras ocasiones a otros. Me parecían tan pequeñas las diferencias que no entendía como no eran capaces de llegar a acuerdos.

Releo lo que acabo de escribir y me pregunto para qué cuento todo esto. Porque lo que yo quiero expresar es que, incluso jubilado, he seguido haciendo muchas cosas porque no me gusta estar quieto. Viajo, leo mucho, hago cursos online, voy una vez a la semana a cursos que me gustan, corro o ando, veo películas y series que me gustan o escribo pequeños relatos. Escribir siempre me ha costado mucho. Se me ocurren ideas, las apunto en cualquier lado y después intento ampliarlas. Pero me resulta complicado, no tengo facilidad para la escritura, así que cada vez espacio más lo que escribo.

Retomo la línea argumental, si es que hay alguna. Cada vez me disperso más, volverá a ser cosa de la edad, estoy como esos abuelos que se dedican a contar las mismas historias una y otra vez, aunque con pequeñas variaciones, creo que todo esto ya lo he contado alguna vez. Pero bueno, sigamos. Sí, cada vez soy mas perezoso, cada vez hago menos cosas o me cuesta más trabajo hacerlas, como sentarme delante del ordenador a escribir. Tengo seis o siete, sí, seis o siete relatos o libros, vaya usted a saber lo que podrían llegar a ser, comenzados y cuando llego a la página tres, se me acaba la idea, no sé cómo seguir. Claro es que, cuando leo las biografías de los escritores compruebo que han empezado a escribir cuando eran muy jóvenes y yo, excepto algún pequeño escarceo escritor adolescente, del que también he hablado, realmente me dedico a escribir desde hace muy poco tiempo. Entonces, me digo, es que me falta hábito y recursos. Será eso, me consuelo, por no reconocer que no sé escribir.

También me cuesta cada vez más trabajo hacer deporte. Llegué a correr varias maratones, después bajé a las medias maratones, a las carreras populares de ocho o diez kilómetros; entrenaba cinco días a la semana y fui bajando, bajando hasta que ahora, si entreno una vez cada diez días ya me doy por contento. Eso sí, he cambiado el correr por el andar, sobre todo porque los médicos me lo han aconsejado para evitar problemas en las articulaciones. Así que ya me he resignado a espaciar cada vez mas el deporte. Y os preguntaréis ¿porqué no hace natación o ciclismo? Ciclismo no, porque nunca aprendí a montar en bicicleta y ahora, con casi sesenta y cinco años, no es plan. Y la natación, a pesar de todo lo que se diga, me contractura el cuello, porque ya lo he intentado y tuve que dejarlo.

Y por último está la política. Si lo anterior se puede achacar a la pereza, lo de la política es que clama al cielo. No hay ni un solo partido, ni uno solo, que hoy en día merezca la pena. De la derecha no quiero hablar, porque me enciendo pensando en los líderes pasados y en los actuales y en las políticas que han empobrecido a tanta gente. Pero es que la izquierda sigue cometiendo los mismos errores; los mismos no, peores. Siempre he considerado que la izquierda debería ser ejemplificadora, tener en cuenta valores como la honradez, la solidaridad, el respeto, la verdad, la igualdad. Pero, por desgracia, hay ya tantos ejemplos contrarios a todos esos valores que me han indignado hasta tal punto que he decidido arrojar la toalla. Cada día es peor, cada día hay más ejemplos de que sólo se busca la perpetuación en el poder al precio que sea. Las contradicciones y las incoherencias son tan burdas que no merece la pena enumerarlas. Así que me he vuelto un escéptico, espero que sólo sea en el ámbito político. Hasta que no se me demuestre lo contrario, no me voy a creer nada que no vea por mis propios ojos. Por sus hechos los conoceréis, así que esperaré sentado o andando, leyendo o escribiendo algo, viendo mis series favoritas o haciendo algún curso. Pero he dimitido como entusiasta seguidor de la política y me he convertido en un espectador desencantado de una actividad o de un arte que siempre he admirado, porque sin política, sin buena política, no puede haber democracia ni convivencia.

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Mis lecturas de 2019

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Desde hace unos años, concretamente desde que estoy escribiendo este blog, se me ocurre hacer memoria de los libros leídos a lo largo de un año. Más que para presumir (de poco se puede presumir cuando el número de libros leídos en 52 semanas apenas alcanza la veintena), es para recordar, para tener claro qué libros no debo releer, cuáles me han gustado y qué lecturas apenas me han servido para pasar el tiempo. Reconozco que estoy demasiado pegado a las críticas literarias, que me dejo llevar con excesiva facilidad por las listas de los superventas y que le hago caso a los amigos que me aconsejan. Aunque yo no soy de los que abominan de los éxitos literarios, porque la lectura, entre otras cosas, sirve para divertirse, para fantasear, para vivir instantes que nunca se han vivido. Y, normalmente, los bestsellers suelen servir para eso. Casi nunca se releen porque poco nos han enseñado, pero sí nos han permitido disfrutar.

De todas formas, siempre me pasa lo mismo, cada vez se va haciendo más grande la lista de libros que debería leer o haber leído y se han quedado en las estanterías. Es imposible abarcar tal cantidad de publicaciones, así que no hay más remedio que seleccionar. Así que paso a recordar cuáles han sido mis lecturas del último (o penúltimo, según se mire) año de la década.

Sabotaje, de Arturo Pérez-Reverte. No lo pude evitar, tenía que leer la última novela de la saga que comenzó con Falcó y continuó con Eva. Quizás es la que menos me ha gustado, pero reconozco que los personajes y las situaciones, desde mi punto de vista, están bien definidos y traídos.

La hispanibundia, de Mauricio Wiesenthal. Curioso libro que nos analiza como españoles, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Una buena manera de conocernos y criticarnos.

Ordesa, de Manuel Vilas. Un libro muy valiente y muy bien escrito. Hace falta tener valor y honestidad para escribir sobre uno mismo y sobre la propia familia, sobre todo el padre y la madre. Me gustaría saber escribir como Manuel Vilas y poder hacer algo parecido con los míos.

El rey recibe, de Eduardo Mendoza. Uno de mis escritores favoritos, pero no es el libro que más me ha gustado de él. No llegué a empatizar ni con los personajes ni con la escritura.

El profeta, de Gibran Khalil Gibrán. Lo había leído cuando era un adolescente y no me acordaba bien, así que decidí releerlo. Será un clásico, pero a mí no me terminan de convencer sus recetas ni sus consejos. Demasiado metafórico, para mi gusto.

La forja de un rebelde, de Arturo Barea. Tres libros en uno, autobiográficos. Quizás sea uno de los libros que más me ha gustado en los últimos años. Describe como nadie la España de principios y mediados del siglo XX, la vida miserable en Madrid, las guerras de África, la Guerra Civil española. Lectura imprescindible y un gran desconocido.

Las palabras rotas, de Luis García Montero. Sólo había leído artículos y algún poema, pero Las palabras rotas me ha enganchado. No es de lectura fácil, lo reconozco. La defensa de las palabras, de las ideas que han ido perdiendo su sentido porque han sido manoseadas y manipuladas es encomiable.

Yo, Julia, de Santiago Posteguillo. Aunque prefiero la trilogía de Escipión, este libro no desmerece. De todas formas, sigo teniendo la impresión de que Posteguillo simpatiza con unos personajes, a los que mima, y odia a otros, a los que destroza.

Crímenes exquisitos, de Vicente Garrido. Novela negra, demasiado larga para mi gusto. Pero como se desarrolla fundamentalmente en Coruña, mi ciudad, y me ha descubierto a los pintores prerrafaelitas, lo apruebo. Creo que se podría hacer una buena película o, mejor, una serie, que engancharía a la gente.

Con todas las de perder, de Víctor Jiménez. Víctor fue compañero mío en el Colegio Gustavo Adolfo Bécquer. Es uno de los mejores poetas sevillanos actuales. Ciento doce soleares componen este pequeño libro, que recoge recuerdos de la infancia, añoranza de la juventud perdida, de la madre que se fue, de la muerte. La sencillez hecha hondura.

Lolita, de Vladimir Nabokov. Había visto la película, pero el libro me ha sorprendido. Es uno de los mejores que he leído este año, junto con La forja de un rebelde. Tal y como están las cosas en la actualidad, Vox no hubiera permitido su publicación. La relación entre un adulto obsesionado y su hijastra de doce o trece años está descrita con bastante contención, pero no deja de ser perturbadora. No me extraña que muchas editoriales se negaran a publicarla en su momento.

Los libros siguientes habían quedado en la mochila, en lugares ocultos de la memoria y del olvido que, de alguna forma, regresaron y tuvieron que ser leídos. Todos ellos me gustaron y forman parte ya de mi bagaje.

La agonía de Francia, de Manuel Chaves Nogales.

La condena y El Proceso, de Frank Kafka.

Wlliam Wilson, de Edgar Allan Poe.

El alquimista y otros relatos, de H.P. Lovecraft.

El mundo perdido, de Arthur Conan Doyle.

La casa en el confín de la Tierra, de William Hope Hodgson

Con la suerte en los tacones

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Cuando terminó de ver el último capítulo de la última temporada de la serie que le había tenido pegado al sillón en los cinco últimos años, el vacío se apoderó de X. Aquel jueves por la noche, una hora antes de que la melodía de violín, piano y guitarra española que tan bien conocía sonara en los cascos conectados al sistema de cine en casa que se había regalado las pasadas navidades, mientras las letras rojas y blancas del título y de los protagonistas bailaban en la pantalla, se había preparado un menú acorde con la ocasión: una lata de sardinillas gallegas en aceite de oliva, un tomate rajado con sal, un par de rodajas de lomo, unas cuñas de queso curado de oveja, un poco de pan y una botella de buen vino de Navarra enfriada en la vinoteca ubicada al lado del televisor. Nunca cenaba tanto, apenas un yogur o un vaso de leche y un poco de embutido, pero hoy era un día especial, el fin de una era, de una época fundamental en su vida. Ya nada volvería a ser lo mismo y quizás ya nada tendría sentido a partir de ahora.

Había temido ese momento, sabía que iba a llegar y se había estado preparando durante los últimos meses. Los jueves por la noche nada le había impedido asistir a un derroche de imaginación, misterio, tensión, terror e ironía como nunca había creído que una serie podría alcanzar. Pero todo tiene un principio y un fin. La eternidad sólo existe en la mente de algunos filósofos y en las creencias religiosas. Y él no era ni filósofo ni creyente, así que siempre había sabido que el final iba a llegar.

El capítulo transcurrió por los derroteros que se había imaginado. Algunos de los personajes secundarios a los que le había tomado cariño fueron desapareciendo, muriendo a manos del ser maligno que lo había aterrorizado desde la segunda temporada. El cerco se iba cerrando cada vez más. Parecía imposible encontrar una salida a tanta desgracia y con tantos problemas que se habían ido acumulando. El clímax y el frenesí se alcanzaron en los últimos minutos. El Bien y el Mal frente a frente, por fin, como tiene que ser. En el fondo sabía que los buenos casi siempre ganan, pero ese punto de incertidumbre que rodea a todo lo que es ficción le hacía dudar. ¿Y si al final los guionistas decidían que los dos protagonistas, Él y Ella, cayeran al Abismo en medio de una vorágine de dolor, odio y sufrimiento? ¿Y si resultaba que todo había sido un sueño del Doctor? ¿Y si la Tierra Prometida no existía y la lucha y el esfuerzo de tantos años no servían para nada? No quería imaginárselo, pero más de una vez había sufrido decepciones con otras series y un punto de duda siempre le atormentaba. Pero no, al final todo ocurrió como tenía que suceder y la mezcla de alivio por un final tan brillante, y de congoja por no poder esperar una nueva temporada, se mezclaron. Dejó que la conocida melodía se fuera apagando poco a poco mientras los títulos de crédito iban pasando lentamente por la pantalla de abajo arriba, hasta que un fundido en negro y la música chillona de un anuncio lo sacó de su ensimismamiento y lo trajo a la realidad de su vacío interior.

Apagó el televisor, encendió la luz de la lámpara de la mesita situada al lado del sillón y miró a su alrededor, ligeramente aturdido y con las últimas imágenes de la pantalla en su cabeza. Vio las paredes llenas de reproducciones de cuadros y de fotos, de estanterías con libros, el equipo de música, el espejo, la mesa del comedor. No tenía ganas de acostarse, pero tampoco quería leer ni escuchar música, así que llevó los restos de la cena a la cocina y decidió dar un paseo. En el mes de julio las madrugadas de la pequeña ciudad castellana son frescas e invitan a deambular por calles tenuemente iluminadas, tranquilas y solitarias, sin ruido de coches, con apenas algún transeúnte que fuma tranquilamente un cigarro o pasea a su perro. Le gustaban los sonidos amortiguados de la noche, los ladridos lejanos, las conversaciones a media voz o, mejor, el silencio a secas, ese silencio que sólo se puede percibir en la oscuridad de la meseta castellana o en los pequeños y escondidos valles de su Galicia natal.

Cuando salió a la calle pasaban unos minutos de las dos de la mañana. Cuatro o cinco personas andaban como sonámbulas por las aceras, perdidas en sus pensamientos. Estaba convencido de que a todas ellas les pasaba lo mismo que a él, necesitaban poner en orden sus ideas, digerir lo que habían visto y sentido en las últimas horas. La serie había sido un auténtico fenómeno social del que todo el mundo hablaba y que servía para llenar páginas enteras de los periódicos y horas en la televisión. Sus compañeros de trabajo también estaban enganchados y seguramente mañana se dedicarían a comentar el final, que no por previsible, dejaba de ser original.

Cruzó a la otra acera por un paso de peatones y comprobó que delante de él una mujer joven, algo más joven que él, con un vestido de color verde claro con flores amarillas, estaba hablando por su móvil y paseaba llevando su misma dirección. Se fue detrás de ella casi sin darse cuenta, siguiendo unos tacones blancos que le llamaron la atención y que sonaban apagados en la noche. Tenía una bonita figura, no muy alta y una melena morena que le llegaba a los hombros. No podía verle la cara, aunque se la imaginó guapa y quiso acompasar su paso y seguirla, sin saber bien por qué. Ella seguía hablando, pero en voz tan baja que no podía saber de qué iba la conversación. Se dio cuenta de que se estaba acercando demasiado, así que se detuvo un momento y dejó que se alejase, no quería dar una impresión equivocada.

Después de unos segundos, en los que aprovechó para encender un cigarrillo y mirar la hora en su reloj, siguió de lejos a la muchacha. Como la avenida era larga, volvió a cambiar de acera y la siguió sin perderla de vista. No dejaba de hablar por el móvil, riéndose de vez en cuando. Volvió a fijarse en los tacones blancos, altísimos. Siempre le había parecido un misterio y le había fascinado la capacidad y la habilidad de las mujeres para mantener el equilibrio elevadas sobre sus talones con unas piezas delgadas como agujas. Y aquellos tacones eran unas agujas finísimas. Una caída desde esa altura podía ser un grave problema.

Ella cambió de acera, después de mirar a un lado y a otro de la avenida y fijarse durante un instante en el único ser que en ese momento estaba a la vista, él. No debió sentir ningún temor pues cuando terminó de cruzar con un paso que a él le pareció más lento que el que llevaba con anterioridad, quedaron casi a la misma altura. Era realmente bonita, sí y con una voz muy agradable, que sonaba clara y risueña en el silencio de la noche. Como se había imaginado, estaba hablando con una amiga sobre los detalles de la serie, aunque también comentaba algo sobre una compañera de piso a la que no le gustaba y que le parecía cosa de niños. Él seguía pendiente de su paso, de sus tacones, de las piernas, del movimiento de sus caderas, de sus tacones blancos… En ese momento el tacón izquierdo se introdujo en un pequeño agujero de la acera y la muchacha torció el tobillo, balanceándose peligrosamente y emitiendo un pequeño grito, mezcla de dolor y susto. Antes de que cayera al suelo, él se precipitó a recogerla en sus brazos. No calculó bien el gesto y los dos rodaron por la acera. Durante un momento, que a él le parecieron horas, sus rostros permanecieron pegados. Él se levantó primero, con un rápido y ágil movimiento y la ayudó a levantarse. A ella le costó un poco más, pues el tacón se había roto y desprendido por la parte que se unía al talón, y el tobillo le dolía un poco, según le comentó cuando se pudo poner en pie.

Después de agradecerle la ayuda y dedicarle una sonrisa que le iluminó la cara, dirigió su mirada al suelo y dijo que había perdido su móvil en la caída. Los dos lo buscaron y a los pocos segundos él lo vio al lado de uno de los árboles que estaban plantados en la acera. Cuando se agachó a recogerlo comprobó que la pantalla se había roto y que estaba inutilizado. Se lo entregó y ella, de forma casi inaudible, aunque pudo entenderla perfectamente, masculló una frase poco elegante, una imprecación que a él le sorprendió. Inmediatamente se dio cuenta de lo que había dicho y se disculpó diciendo que el móvil era un regalo que le había hecho hacía poco su padre y no recordaba si estaba asegurado. Él le quitó importancia, era lógico que se enfadara pues era un buen móvil. También recogió y le entregó el tacón roto y el zapato que, al igual que el móvil, estaba totalmente inservible. Ella se quitó el otro zapato, se despidió de él dándole la mano, una mano suave pero que apretaba con firmeza y comenzó a andar descalza. Pero al segundo paso tuvo que detenerse, pues el tobillo le dolía al apoyar el pie en el suelo. Él acudió nuevamente, la sujetó por el codo y le dijo que si quería llamar a un taxi, pero ella se negó, ya que su casa estaba bastante cerca.

Él dudó apenas un segundo. No es que fuera demasiado tímido, pero con las mujeres siempre le pasaba lo mismo, le costaba entender sus reacciones y le daba una mezcla de miedo y vergüenza relacionarse con aquellas que no conocía. Sin embargo, esta vez presintió que se habían dado unas circunstancias extraordinarias, como si el destino hubiera puesto en su camino a aquella muchacha y los dados tirados al azar hubieran sacado su número. Así que se ofreció a acompañarla, si a ella no le importaba.

Había pasado poco más de media hora desde que había salido a pasear. La luna llena y las farolas iluminaban la avenida de manera que se podía vislumbrar cualquier detalle, sobre todo si estaba cerca, con total nitidez. Ella lo miró a los ojos, primero con seriedad y después con una sonrisa que se fue dibujando poco a poco en su bonito rostro y con naturalidad se cogió del brazo de él, le entregó el zapato y el tacón roto para que lo tirara en la primera papelera que viera y comenzaron a andar despacio. Al principio apenas hablaron, pero ella sacó la conversación sobre el final de la serie que había visto en casa de unos amigos, donde habían quedado para verla juntos. Ese fue el comienzo de todo.

Cuando llegaron a una esquina, él tiró el zapato roto en una papelera, pero se guardó el tacón en el bolsillo de su pantalón. Era su tacón de la suerte.