Sociólogos y psicólogos afirman que cualquier generación tiene más vívidos y presentes los sucesos que le ocurren durante su juventud. Es lógico, ya que aquello que nos ocurre entre los quince y los veinticinco años lo hacen en el periodo de nuestra vida en que somos más impresionables, cuando nuestra visión del mundo está formándose, cuando se configuran nuestras actitudes hacia la política y la sociedad. Cuando se murió Franco yo tenía veinte años y comencé a trabajar, ya como funcionario. Eran los años de la transición, años convulsos, en los que a diario sucedían cosas extraordinarias. Ahora está de moda utilizar la expresión “hecho histórico”. Puedo asegurar que entre los años 1974 y 1981, entre mis diecinueve y veintiséis años, rara era la semana que no nos sobresaltábamos o alegrábamos con algún acontecimiento extraordinario, con algún hecho histórico. Además de la muerte del dictador en 1975, el asesinato de Carrero Blanco dos años antes, la subida al trono de Juan Carlos I (El Breve, como muchos decían o decíamos en aquellos momentos), el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, la legalización de los partidos políticos, previo “suicidio” de las Cortes franquistas, las primeras elecciones generales en 1977, además de secuestros y atentados, intentos de golpes de Estado… Y mientras tanto, los jóvenes de mi generación asistíamos con esperanza y también con miedo a todo aquello. A veces teníamos que retener el aliento, esperando que todo se derrumbara. Los que habían pasado la guerra civil tenían aún más miedo, porque no querían revivir otra guerra similar. Todo eso nos marcó y nos predispuso a tener una mayor conciencia para participar políticamente. Es difícil que aquellos que tenemos entre sesenta y setenta años pasemos de la política. Como será difícil que los que hoy tienen dieciocho o veinte años no queden marcados por la pandemia. Se verá dentro de unos años.
Aunque tengo mala memoria para los nombres y las fechas, hay momentos de esa época que nunca podré olvidar. Una de ellas es mi paso por el servicio militar (ya está el abuelo con sus batallitas, os diréis). Pero, ¿cómo se me van a olvidar aquellos meses que coincidieron con una de las épocas más turbulentas y peligrosas de la historia reciente de España? Y que coincidió, precisamente, con mi estancia en el cuartel de Intendencia de la Puerta de la Carne, en Sevilla. Después de dos meses infernales, julio y agosto de 1976, en Cerro Muriano, en Córdoba, con un calor asfixiante, con ejercicios y marchas interminables, con restricciones de agua por la sequía, etc., llegaron unos meses de relativa tranquilidad en el cuartel: trabajar en una oficina, alguna guardia de vez en cuando, buenas relaciones con los superiores y los compañeros, bastante libertad para entrar y salir del cuartel, disciplina relativamente relajada. Un paraíso comparándolo con los meses anteriores.
Otros cuatro compañeros y yo pudimos alquilar un piso en la calle Torneo, donde solíamos reunirnos cuando nos daban permiso, que era casi todos los fines de semana. Allí podíamos charlar tranquilamente, sin cortapisas, hablando casi siempre de política. Uno de ellos tocaba estupendamente la guitarra y aprovechábamos para cantar canciones de Mercedes Sosa, de Quilapayún, de Paco Ibáñez, de Labordeta o de Lluis Llach. Había dos catalanes, dos vascos y yo. Todos con ideología de izquierda, así que las discusiones solían girar en torno al momento que se estaba viviendo en España. Aunque todos queríamos que se produjeran cambios revolucionarios, rápidos y que se enterrara de una vez el régimen de Franco, también éramos conscientes de las enormes dificultades. No nos gustaba Adolfo Suárez (había sido designado precisamente el día que yo salía de Coruña en tren camino del campamento de Cerro Muriano), veíamos que las Cortes eran todavía las franquistas, que la ultraderecha campaba a sus anchas en el territorio español, sobre todo los guerrilleros de Cristo Rey, y que los grupos terroristas (ETA y el Grapo, fundamentalmente) ponían piedras en la maquinaria que intentaba poner en marcha el nuevo gobierno. Los dos vascos justificaban las acciones de ETA porque se dirigían, fundamentalmente, a las fuerzas represoras del Régimen (ejército, policía y guardia civil, que impedían el cambio y detenían y torturaban a los militantes y simpatizantes de la izquierda). Los catalanes tenían como mantra “libertad, amnistía y Estatut de Autonomía” y simpatizaban también con la lucha que llevaba a cabo ETA. Yo, por mi parte, defendía las ideas de la Unión do Povo Galego, de la Asamblea Nacional Popular Galega y de todo aquello que sonara a lucha por las libertades de la Nación Galega. También había tenido la oportunidad de hacerme militante del PSOE, ya que coincidió conmigo durante la carrera de Magisterio y en mi primer destino provisional como maestro en el Colegio Raquel Camacho, una destacada figura socialista de Coruña, Rubén Ballesteros que, además, estaba casado con mi profesora de francés en el Instituto Masculino, Berta Canel, a la que yo apreciaba ya que me había dado una matrícula de honor. Pero en mi familia habían sucedido demasiadas cosas negativas durante la posguerra y a mí se me había metido el miedo en el cuerpo. Yo nunca destaqué por mi valentía, así que le dije que no. Después me arrepentí, pero era demasiado orgulloso para dirigirme a él y solicitarle mi entrada en el partido. En mi defensa diré que sólo tenía 21 años, que era muy tímido y precavido y, visto en perspectiva, creo que hice lo mejor. La política no estaba hecha para mí. Eso de la disciplina de partido no iba con mi forma de ser.
Retomo lo que estaba diciendo de las reuniones con mis compañeros de piso. Nosotros escuchábamos a los militares en el cuartel, los comentarios que realizaban sin ningún reparo delante de los soldados, veíamos el retrato del General en muchos despachos y sabíamos que el ejército iba a ser un impedimento difícil de salvar, aunque, en el fondo, deseábamos con todas nuestras fuerzas que llegara el momento real del cambio, nada nos quitaba la ilusión.
Pero llegó la funesta semana, los fatídicos siete días de enero de 1977. El día 23 fue asesinado por un grupo de extrema derecha vinculado a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, Arturo Ruiz, un estudiante, albañil y activo militante de izquierdas, mientras participaba en una manifestación proamnistía en la Gran Vía madrileña. Al día siguiente, en una manifestación contra el asesinato de Arturo Ruiz, muere la estudiante Mari Luz Nájera como consecuencia del impacto en pleno rostro de un bote de humo lanzado por los antidisturbios. Ese mismo día 24 es secuestrado por los GRAPO el teniente general Villaescusa (el mismo grupo que un mes antes había secuestrado a Oriol y Urquijo, presidente del Consejo de Estado) y por la noche, tres asesinos irrumpen en el despacho laboralista del número 55 de la calle Atocha y matan a cinco personas, además de herir gravemente a otras cuatro (por cierto, en ese despacho era donde habitualmente trabajaba Manuela Carmena, pero ese día le habían pedido que lo prestara para reunirse los que después fueron asesinados). El día 26 de enero se produce una manifestación convocada por el Partido Comunista, todavía ilegal, y Comisiones Obreras. Una manifestación de más de 100.000 personas que recorren las calles en perfecto orden y silencio, una demostración de civismo y de organización que emociona y asombra a la España de aquella época y que muchos analistas consideran el punto de partida de la legalización del Partido Comunista, que se produjo unos meses después, el famoso Sábado Santo Rojo, el 9 de abril de 1977.
En el cuartel, nosotros apenas nos atrevíamos a hablar. Decidimos no ir al piso, porque la tensión que se respiraba en el ambiente era enorme. Parecía que todos nos vigilaban, que en cualquier momento nos iban a llamar a algún despacho y nos iban a detener, a pesar de que nada podíamos temer porque nada habíamos hecho, pero era mejor prevenir. Finalmente, nada ocurrió, pero desde entonces espaciamos más las visitas al piso, nos deshicimos de toda la propaganda y de todas las revistas y recortes de periódicos que habíamos ido acumulando durante meses (Cambio 16, Diario 16, Cuadernos para el Diálogo y El País, sobre todo). Era una exageración, era un temor injustificado, después nos dimos cuenta y nos arrepentimos y avergonzamos de la cobardía. ¡Menudos revolucionarios de pacotilla! Pero todos no pueden ser héroes, nos dijimos. Así que seguimos cantando a Serrat, a Moustaki y a Violeta Parra. Sólo servíamos para eso. Y sólo los que vivimos aquella época, podemos darnos cuenta de los peligros que corrió la democracia, de que estuvimos en la cuerda floja y en un tris de que todo se viniera abajo. Afortunadamente, y a pesar de todos los errores cometidos, creo que valió la pena el sacrificio de tantas personas. Por eso me da pena y rabia que muchos que no vivieron aquellos años y sólo los conocen por los libros de historia, se atrevan a criticar alegre y superficialmente, incluso a despreciar, lo que conocemos por la Transición. Hicimos lo que pudimos, nada más y nada menos.

El abrazo, de Juan Genovés