Hoy, 27 de noviembre de 2021, falleció Almudena Grandes en Madrid, ciudad en la que nació, que ella amaba tanto y sobre la que tanto escribió. Leí el primer libro de Almudena Grandes, Las edades de Lulú, hace muchos años, concretamente en 1989, cuando ganó el concurso erótico literario La sonrisa vertical. En su momento causó bastante revuelo, sobre todo por el tema, la iniciación de una adolescente en el mundo del sexo en el Madrid desenfrenado de los años 80, y por el lenguaje, explícito, sin sinónimos, retruécanos, metáforas ni ningún lenguaje figurado. Este año 2021 se cumplieron cien años del nacimiento de Luis García Berlanga, que presidió el jurado del Premio La sonrisa vertical desde su primera convocatoria en 1979, así que en 2021 se cierra el círculo, el nacimiento de un genio del cine, un enorme artista, y la muerte de otra gran artista, Almudena, que hizo honor a su apellido. Parece mentira que en solo treinta y dos años, desde que publicó esa primera novela, haya sido capaz de forjar y crear un mundo literario tan rico y tan extenso.
Admiradora de Benito Pérez Galdós, Almudena Grandes quiso escribir, según sus propias palabras, algo semejante a los Episodios Nacionales. Para ello comenzó una obra casi enciclopédica que recorre y explica la España de la Guerra Civil y de la posguerra. Con una intensa y profunda investigación, que la llevó a recorrer gran parte del país, entrevistarse con decenas de personas y leer cientos de libros, revistas y periódicos, consiguió con Los Episodios de una guerra interminable, sacar a la luz muchos acontecimientos que se habían olvidado y perdido. Reconozco que apenas había oído hablar del intento de invasión desde el norte de España por parte de antiguos combatientes republicanos, ni cómo se realizó la construcción en el valle de Cuelgamuros de la basílica y la enorme cruz del que se conoce actualmente como Valle de los Caídos. Inés y la alegría, Los pacientes del doctor García, Las tres bodas de Manolita, El lector de Julio Verne o La madre de Frankenstein son lecturas que me han acompañado estos últimos años y esperaba con expectación la que creo que iba a ser la última obra de esta serie de seis libros, Mariano en el Bidasoa, una obra inédita que no sé si habrá podido terminar de escribir.
He visto muchas veces en Rota, donde veraneo hace muchos años, a Almudena, a su pareja Luis García Montero, a Benjamín Prado, a Felipe Benítez Reyes o a Joaquín Sabina. He asistido a presentaciones de sus libros en uno de sus bares favoritos, La calabaza mecánica, he sido espectador y escuchante de lecturas de poemas en un acontecimiento que esperaba con mucha ilusión en Rota, La Noche de la Literatura en la calle, de la que se llevan ya doce ediciones. Almudena no podrá asistir a la décimo tercera y ya no será lo mismo Rota sin su presencia paseando por la playa de Punta Candor o por las calles siempre sonriente y deteniéndose cuando la gente se paraba a saludarla o comprando en el mercadillo de los miércoles. Grandes es su apellido, grande era su presencia y grande será su ausencia.
Recuerdo con cariño la charla que dio en la Fundación Cajasol en mayo de 2017 con motivo de la clausura de la primera edición del ciclo de conferencias «Letras en Sevilla». Ese año se titulaba «Literatura y Guerra Civil». Fue una conferencia muy amena, en la que Almudena explicó cómo se empezó a interesar por el tema de la guerra civil. Tuve la suerte de que me firmara y dedicara varios libros en la Feria del Libro de Sevilla de 2018, libros que guardaré como auténtico oro en paño.
17 de noviembre de 2021. Esto no es una carta a los Reyes Magos
Terque es un pequeño pueblo de la alpujarra almeriense de menos de 500 habitantes, pero que sorprende por la cantidad de museos, cuatro, por su teatro, por su jardín botánico, por sus casas señoriales y por su gastronomía. Increíble que en un pueblo tan pequeño pueda haber tantas cosas. En uno de sus museos, el de Escritura Popular, se conserva la primera carta a los Reyes Magos de la que se tiene noticia. Pertenece a una niña almeriense, Amalia Yebra, y es de 1899. En ella pedía una muñeca de China, una caja de dulces y un cabás, una maleta pequeña en la que llevar los libros u otros utensilios al colegio. Peticiones modestas de una niña rica. Los pobres poco podían pedir y apenas tenían para escribir, si es que sabían hacerlo. Quizás se habrían escrito otras cartas a los Reyes con anterioridad, pero no se conservan. Lo que sí sabemos es que esa tradición de mediados del siglo XIX, nació como un intento de competir con San Nicolás, obispo turco que es el antecedente directo de Papá Noel. San Nicolás tenía fama de benefactor y eso dio pie a la leyenda e hizo que desde el siglo XIII más o menos empezase a dejar regalos a los niños de varios países europeos el 6 de diciembre, que en España se cambió por el 6 de enero, día de la Epifanía, también conocida por festividad de los Reyes Magos. Aquí termina este párrafo de cultura histórica y legendaria, no os quejaréis, y paso al siguiente.
Por estas fechas nuestra familia suele escribir su carta a los Reyes y no quiero que se pierda esta costumbre. Pero he releído las que escribí en años anteriores (esa es la ventaja de hacerlo en el ordenador y publicarlo en el blog) y me he dado cuenta de que estos señores me hacen caso sólo en los regalos materiales, y no siempre, que si libros, que si ropa, que si algún juguete electrónico… o sea, lo fácil. Para eso no necesito a los Reyes, me lo compro yo y punto. También se han portado con el tema de la salud de la familia, no nos podemos quejar, aunque la salud en general está hecha unos zorros, con la pandemia. Pero en otros temas han patinado y no me han hecho ni puñetero caso. Así que este año, paso de pedir cosas materiales. Que se rompan la cabeza adivinando, que me sorprendan, porque eso de saber qué es lo que te vas a encontrar el 6 de enero por la mañana, más que sorpresa es hipocresía, o desilusión, en el caso de que alguna de las cosas que habías señalado y subrayado con rotulador rojo y grueso, no aparece. Sólo pido una cosa, eso sí, que reitero, a ver si alguna vez alguno de esos llamados magos, que vaya usted a saber lo que serían en realidad, quizás ricos comerciantes, porque regalarle oro, incienso y mirra a un recién nacido, tiene miga. Regálese una buena manta, una cuna, ropita de abrigo, pañales, colonias, algún sonajero…, algo práctico para que los padres no tengan que gastarse el dinero, que no creo que fueran ricos, que un carpintero no debería nadar en la abundancia. Repito, a ver si se dignan regalar un buen trabajo para mi hija, que mi hijo ya lo tiene, que unos tanto y otros tampoco, que hay que compensar la cosa, que ya está bien, que no hay derecho. O en su defecto, como alternativa que tampoco habría que desdeñar, o ahora que lo pienso, mejor que el trabajo, es que nos tocara una buena primitiva o un buen euromillones, de esos que te permiten no dar un palo al agua ni a ti ni a tu familia ni a varias generaciones de Castro Vázquez.
Con esto termino lo que no es una carta a los Reyes Magos, que a San Nicolás, Santa Claus, Papá Noel y a la bruja Befana ya les escribí otros años y tampoco me hicieron demasiado caso. El único que acertó fue San Black Friday, maldito invento yanqui, que nos ha abducido, hipnotizado e idiotizado. Este año tampoco pienso escribirle, que se fastidie, pienso gastarme el dinero, a ver si la cosa pandémica mejora, en viajes, gastronomía y enología y lo demás en rebajas, que también habrá que elevarlas a la categoría de Santas.
Por cierto, ya sabía que me iba a pasar, me conozco lo suficiente. Ya me he cansado de escribir el Diario de un aprendiz de escritor, porque esto no es ni un diario, ni yo soy escritor ni nada que se le parezca. Seguiré escribiendo cuando me pete, de las chorradas que se me ocurran cuando se me ocurran si es que tengo ganas de que se me ocurra algo. Ahora voy a ir a full, como dicen los modernos, con la historia de la familia. Todavía me queda mucho por hacer, así que quizás no me veáis por aquí en algún tiempo. O sí, depende.
10 de noviembre de 2021. Un viaje inolvidable entre Coruña y Aroche.
Hay personas a las que no les gusta viajar porque se acomodan a un espacio conocido, a su pueblo, a su barrio, a su hogar. Todo lo que suponga salir de su ambiente les provoca cierto temor, una especie de desasosiego que les impide disfrutar de nuevas experiencias. Como se está en casa, no se está en ninguna parte, suelen decir mientras se beben un buen vino tinto acompañado de queso y jamón sentados en el salón de su casa viendo un partido de fútbol o cualquier otro programa de televisión. Saludar diariamente a los amigos, charlar con ellos horas y horas, tomarse un café o una cerveza en el bar al que acuden hace muchos años. Otras personas simplemente no pueden viajar porque su economía se lo impide o tienen que viajar obligatoriamente para escapar, huir de la miseria, del hambre, de la guerra. No son viajes de placer, son travesías hacia la esperanza y lo desconocido. En realidad, más que viajar la palabra exacta es emigrar, buscar una vida mejor. En España sabemos mucho de eso.
A mí siempre me ha gustado viajar, hacer turismo, conocer nuevos países, nuevas ciudades, nuevas culturas. No tengo ni el dinero ni la ambición, ni quizás el valor, para ser un viajero intrépido que recorre lugares casi inaccesibles, solitarios, peligrosos, desconocidos, aunque me hubiera gustado. Creo que mi primer viaje, cuando sólo tenía dos años, fue una pequeña odisea. Viajar en el año 1957 en una locomotora de vapor, en un vagón de tercera con asientos de madera desde Coruña a Sevilla y después en autobús de Sevilla a Aroche, tuvo que ser épico. Entre unas cosas y otras tardamos tres días y mis padres supongo que llegarían exhaustos, aunque dichosos, porque mi madre hacía nueve años que no regresaba a su pueblo. Como es lógico, no me acuerdo de nada, pero las fotos que conservo me muestran como un niño tímido, siempre cogido a las faldas de mi madre.
Ya he contado algunos viajes, como cuando viajé a Rusia, a Nueva York, a Londres o a Italia. En todos ha habido anécdotas y algunos momentos realmente difíciles y complicados, sobre todo cuando únicamente sabes hablar español y apenas entiendes algo de francés. De inglés, ni hablamos, nunca mejor dicho. Y eso que cada vez que salgo al extranjero y me encuentro con problemas de comunicación me planteo empezar a aprender inglés. Pero cuando me voy a poner en serio a la faena, porque en broma ya lo he intentado muchas veces, pienso que qué necesidad, que el español es el segundo idioma más hablado y que aprendan los demás el nuestro, que para eso tenemos al mejor novelista, Cervantes, y a la mejor liga del mundo, o eso dicen.
Hoy, sin embargo, quiero contar un viaje que se podría calificar de complicado, desastroso, épico, peligroso o cualquier otro adjetivo similar, aunque el que mejor le cuadra es el de inolvidable. Por supuesto que lo mejor sería olvidarlo, meterlo en una de esas cajas que según dicen tenemos en nuestra memoria, ponerle un cerrojo, cerrarlo y tirar la llave lo más lejos posible. Pero ya se sabe que la memoria es rebelde y que cuando menos se piensa salta la liebre. Ahí vamos, pero antes hay que ponerse en situación.
En el año 1981, cuando suceden los acontecimientos que voy a relatar a continuación, no había teléfonos móviles, no había tarjetas de crédito y, por supuesto, tampoco había Internet. Cuando uno quería viajar y llevar el dinero suficiente, una buena parte la llevaba en efectivo, guardada y escondida; también había cheques de viaje y, además, podía usarse la libreta de ahorros. Para ello había que acercarse al banco y en la oficina indicabas qué cantidad querías disponer durante los días que estuvieras viajando. Esa cantidad tenía un límite dependiendo de tus ahorros. En la libreta te acuñaban unas líneas para que, cuando necesitaras efectivo, acudieras a una oficina bancaria de una entidad asociada a este sistema y fueras retirando el dinero necesario que se iba inscribiendo en la libreta hasta completar la cantidad marcada. Si te surgía una urgencia un día festivo y no llevabas dinero encima, a ponerse a rezar. Todo mucho más complicado, como se puede comprender.
El fin de año 1981 lo pasamos en Coruña. Los años de noviazgo y los primeros años de casados Carmen y yo solíamos pasar las navidades en Aroche y el fin de año en Coruña, había que repartirse entre las dos familias, como es comprensible. Pero los Reyes también los pasábamos en Aroche, participando de la cabalgata que allí se celebra, un auténtico espectáculo al que hace ya muchos años que no asistimos. Así que el 5 de diciembre del nuevo año, después de cargar hasta arriba el maletero y los asientos traseros de nuestro Seat 127 amarillo, un coche muy popular en aquella época que a mí me dio muy buen resultado y al que le tenía mucho cariño y cuidaba como a un hijo, salimos de madrugada, calculo que sobre las cinco de la mañana. El viaje era largo, casi mil kilómetros y las carreteras muy malas, no como las de ahora. Solíamos tardar unas doce o trece horas, contando las paradas para comer y para descansar. Además de nuestro equipaje, un par de maletas llenas de varias mudas y mucha ropa de abrigo, el mayor volumen lo ocupaban las cajas con los regalos de reyes para la familia.
Los días anteriores había llovido mucho, pero afortunadamente el día de nuestra partida no había nubes y las estrellas brillaban en un cielo limpio y sin luna. El frío, sin embargo, era intenso y había mucha humedad.. Arranqué con cierta dificultad el coche y esperé a que el motor se calentara para encender la calefacción y caldear el interior. A esa hora no había tráfico y la salida de Coruña por la avenida de Alfonso Molina y el puente del Burgo fue muy tranquila. Algún que otro camión, coches aislados y poco más. Pasamos Betanzos, Guitiriz, Lugo, sin apenas compañía. A un lado y otro de la carretera, los árboles y las casas pasaban velozmente. En el radiocasete del coche, música de Pink Floyd, Beatles o Milladoiro. Carmen adormilada a mi lado. Llegamos a Becerreá y poco más adelante, la subida al puerto de Piedrafita. La nacional VI en aquella época era de doble sentido, así que como en los puertos de montaña o en zonas con muchas curvas te encontraras con un camión, había que echarle paciencia, reducir y esperar el mejor momento para adelantar. Yo conocía bien la carretera porque la había recorrido muchas veces, primero con mis padres, a bordo de un seat 600 primero, un seat 850 más tarde y por último con el 127 que después sería mío. Cuando Carmen y yo nos hicimos novios, aprovechaba las vacaciones para visitarla en Aroche, así que me sabía casi de memoria las rectas y las curvas, los pueblos y aldeas que yo iba memorizando y repitiendo, ahora viene Baamonde, falta poco para Begonte, casi estamos en Rábade, en Outeiro de Rei (en aquella época se escribía y decía Otero de Rey), ya casi estamos en Lugo… más adelante Corgo, Baralla, el puerto de Campo de Arbre, que muchos inviernos está cerrado por la nieve, y cuando llegábamos a Becerreá solíamos parar para tomar un café. Pero en este viaje todavía era muy temprano y estaba todo cerrado. El frío era cada vez más intenso y la calefacción estaba al máximo así que seguí camino rumbo a Piedrafita (hoy Pedrafita do Cebreiro) en el límite con la provincia de León, subiendo el puerto del mismo nombre. Pasábamos por Nogales (As Nogáis) y Noceda. Por suerte, apenas tuve que adelantar a algún camión que subía las rampas con dificultad. Tenía que tener mucho cuidado pues el asfalto estaba cubierto de hielo y podía llevarme algún susto. En Piedrafita no se veía un alma y sólo dos o tres luces en algunas casas daban fe de que el pueblo estaba habitado.
Comencé el descenso del puerto, lleno de curvas peligrosas y muy pocas rectas. Delante de mí, un camión que me impedía adelantar. El camión debía de ir vacío porque llevaba una gran velocidad, así que como era casi imposible pasarlo decidí reducir la marcha y dejar que se alejara. Ya llegaría el final del puerto y podría adelantarlo sin dificultad. Pasamos Ambasmestas, la Vega del Valcarce y Trabadelo. A un lado y otro de la carretera, altas montañas y bosques frondosos que la oscuridad impide ver pero se adivinan y, además, sé que están ahí y observan impasibles nuestra marcha. El río Valcarce, impetuoso, se cruza varias veces en el camino. No puedo verlo por la oscuridad pero sé que lleva mucha agua. Falta poco para Pereje, pienso y en ese momento, cuando intento reducir la marcha porque me estoy acercando a una curva cerrada, comienza el espectáculo. Sin saber qué pasa en un primer momento, me encuentro con la palanca de cambios en la mano, suelta totalmente del engranaje. Freno bruscamente porque me acerco a la curva y busco una zona donde pueda apartar el coche y parar. Menos mal que los frenos funcionan bien, la velocidad desciende y un poco más adelante encuentro un lugar llano fuera de la carretera. Intento maniobrar con la palanca, para ver si ha sido un fallo pasajero y puedo volver a engranar la marcha. Imposible, se ha roto el cambio de marchas. Noche cerrada, ni un alma ni una luz a la vista. Carmen se ha despertado y me pregunta qué pasa. ¿Que qué pasa? digo yo entre asustado y enfadado. Que nos hemos quedado tirados, que el coche se ha estropeado, que es de noche, que no veo nada, que el pueblo más cercano está a un kilómetro o más, que allí no habrá ningún taller, que no sé si esto tiene arreglo… Me estoy poniendo cada vez más nervioso, pero con mi proverbial capacidad de afrontar las dificultades, o eso dicen que tengo y yo me lo creo, empiezo a respirar profundamente y noto que el corazón, que se había desbocado, late ya más despacio.
Salgo del coche y espero unos minutos a ver si pasa algún vehículo, algún camión para hacerle señales y que me acerque a Pereje, para llamar desde allí al seguro y que me envíen una grúa. No pasa ni un alma, ni coche, ni camión ni ciclista ni peregrino, ni siquiera la santa compaña o algún alma en pena. Estamos solos en el mundo, seguro que una catástrofe mundial ha acabado con la humanidad y Carmen y yo somos los únicos supervivientes. Eso se me pasa por la cabeza un instante, sólo un instante, pero me llena de angustia. El río Valcarce suena a mi derecha, muy cerca, un rumor que, en lugar de tranquilizar, pone más nerviosa a Carmen. El coche está bien situado así que le digo a mi mujer que voy a llevarme la documentación del coche y llegar andando hasta Pereje, a ver si hay algún bar, algún comercio o algún alma caritativa que me permita usar el teléfono. Carmen se pone pálida y empieza a tartamudear, me me me vas a dejar aquí sola, en medio de la nada, con el frío que hace, con el miedo que me da la oscuridad, no no y no, ni hablar, me voy contigo, yo no me quedo aquí sola, faltaría más. Abre la puerta del coche y en cuanto nota el frío en la cara y en el cuerpo, vuelve a introducirse inmediatamente. Creo que lo ha pensado mejor.
Total, que después de otro intercambio de frases, ten cuidado, mira que apenas se ve, a ver si pasa algún coche y te puede acercar al pueblo, no te preocupes, tendré cuidado, te dejo el coche encendido con la calefacción, procura abrir un poco la ventanilla para que no te asfixies, eso, tú tranquilízame, jeje, hay que tomarse las cosas con humor en los peores momentos, me abrigo bien con mi lobo marino azul con el que parezco el capitán de un barco ballenero, sólo me falta el gorro y la pipa, paso a la izquierda de la carretera y comienzo la caminata a buen ritmo, no sólo por llegar antes, sino porque hace un frío que pela. Viene algún coche de frente y también pasan varios coches y un camión en mi mismo sentido pero ninguno para a pesar de que les hago señales. Mi figura no debe ser tranquilizadora pues en esa época tenía barba y el pelo bastante largo, un hippi o un asesino en serie, pensarían. La noche, aunque sin luna, es bastante clara y puedo ver las estrellas y las constelaciones en el cielo. El río y su murmullo me acompañan así como algunos ruidos de animales que no me tranquilizan precisamente, entre ellos uno que parece un búho, una lechuza o vaya usted a saber qué otro ave de no muy buen agüero. Diez o quince minutos después diviso las primeras casas de Pereje, casas de piedra con chimenea, de algunas de la cuales sale un tenue humo azulado. Miro el reloj, las siete y media y todavía es de noche, aunque observo que en el horizonte comienza a clarear ligeramente y ya se pueden ver las cimas de algunas montañas.
Albricias, una mujer está abriendo una especie de tienda, abacería o similar y es como si se me apareciera alguna virgen que viniera a auxiliarme. Le explico lo que me pasa y, por supuesto, me deja usar el teléfono. Llamo al seguro y después de dar mis datos y la ubicación aproximada del vehículo, me dicen que me enviarán una grúa desde Ponferrada. Regreso junto a Carmen. Parece que todo se va solucionando y ya estoy de mejor humor. Cuando llego al coche, Carmen está en shock, que si ha escuchado ruidos raros, que cómo he tardado tanto, que no vuelva a dejarla sola, que si llega a saber que iba a tardar tanto se hubiera ido conmigo, que está muerta de frío porque apagó el motor no fuera a asfixiarse… prefiero no decir nada porque entiendo su nerviosismo. Ahora sólo queda esperar la llegada de la grúa. Nos quedamos callados, los ojos cerrados, absortos en nuestros pensamientos, sin atrevernos a hacer pronósticos sobre el resto del viaje. Y menos mal, porque todavía nos quedaba lo mejor, o lo peor, según se mire.
Cerca de una hora después, sobre las ocho y media o nueve de la mañana, ya con el sol sobre el horizonte y con buena visibilidad, comprobamos que estamos muy cerca de un pequeño puente sobre el río Valcarce. Para desentumecernos, salimos del coche y nos acercamos a ver el río. Si no fuera por la situación, seguro que disfrutaríamos del paisaje. Bosques tupidos, prados de un verde intenso, montañas en alguna de las cuales hay nieve, un río de aguas cristalinas y un hermoso amanecer. Pero lo único que queremos es que llegue lo antes posible la grúa. Y llegó, claro.
Pasaré por alto, porque realmente no recuerdo mucho eso, el viaje con el coche estropeado sobre la grúa. Cuando llegamos a Ponferrada, serían ya cerca de las diez de la mañana. El dueño del taller nos dijo que el arreglo iba a ser caro, pero que el coche podría continuar el camino sin problemas, que tardaría un par de horas y que fuera preparando un buen fajo de billetes. Yo estaba temblando, porque miré el saldo del que podía disponer en la libreta de ahorros y aunque era una cantidad bastante elevada no sabía si bastaría para pagar la avería. Dejamos el coche en el taller y nos fuimos a desayunar a una cafetería cercana. Allí preguntamos por una sucursal bancaria donde saqué todo el dinero disponible, creo que unas veinte o veinticinco mil pesetas, que en aquella época era la mitad del sueldo de un mes, un dineral, porque la hipoteca del piso nos dejaba los ahorros tiritando, sobre todo en enero.
Aunque parezca mentira, el arreglo se llevó la práctica totalidad de lo que teníamos, menos unas dos o tres mil pesetas para gasolina. Estamos hablando de unos quince euros actuales, para hacerse una idea del coste de la vida en aquellos tiempos. Salimos de Ponferrada cerca de la una de la tarde. El coche funcionaba perfectamente así que, dejando a un lado el dineral de la avería, que no se me quitaba de la cabeza, lo que yo podría haber hecho con ese dinero, la de cuotas de hipoteca que habría quitado de en medio, las comidas y viajes… mejor no pensar. Una vez pasada Salamanca, serían las cuatro de la tarde, decidimos parar, arrimando el coche al arcén para comernos los bocadillos que Carmen había preparado la noche anterior. Error, inmenso error. El arcén era de tierra apisonada, o eso parecía, así que frené y giré el coche para sacarlo de la carretera en un larga recta. Nada más pisar la tierra las dos ruedas laterales derechas, el coche se hundió más de dos cuartas. La abundante lluvia caída los días anteriores había convertido la tierra en un barrizal que no pudo aguantar el peso. Así que teníamos un nuevo problema. Yo salí del coche dando gritos y andando a grandes zancadas carretera adelante, echando por la boca sapos y culebras, acordándome de todo lo que se movía en el universo, y de lo que no se movía también me acordaba. Carmen no podía salir por su puerta, ya que tropezaba con la tierra, así que, aprovechando su agilidad, salió por la puerta del conductor e intentó tranquilizarme. Ahora era yo el nervioso. Otra vez ejercicios de respiración profunda y acompasamiento de los latidos del corazón. Intentamos mover algo el coche, tarea imposible, cada vez se hundía y escoraba más. Lo malo es que esta vez el pueblo más cercano estaba a bastantes kilómetros, así que la única alternativa era que algún alma caritativa pudiera ayudarme. Mientras tanto, nos pusimos a comer los bocadillos, las penas con pan son menos.
Apenas habíamos dado dos o tres mordiscos cuando se paró un land rover delante de nosotros. Ahí estaba el alma caritativa, un hombre corpulento, más bien rollizo, yo diría que muy entrado en carnes, gordo, para qué andarse con florituras, pero muy amable. Salí rápidamente del coche y le expliqué la situación, aunque el hombre, que sabía lo que se hacía, no metió las ruedas en la cuneta. Vamos a sacar el coche con una cuerda, y mientras lo decía, sacaba una soga que seguramente serviría para colgarse de alguna viga en momentos de desesperación. Menos mal que yo no tenía una a mano hacía unos minutos. Así que ató la cuerda con un nudo a nuestro parachoques delantero y con otro nudo a su vehículo. Otro craso, crasísimo error, porque en cuanto arrancó el land rover, mi parachoques salió arrastrando por la carretera y el coche no se movió ni un milímetro. Se me quedó cara de tonto.
Claro, dijo el hombre con una media sonrisa, tendría que haber atado la cuerda a la carrocería, no al parachoques, ha sido un fallo mío, pero esto tiene fácil arreglo, ya verá. Dicho y hecho, con una habilidad que todavía no me explico, fue capaz de atar con varias cuerdas el parachoques y colocarlo perfectamente, y esta vez sí que lo hizo todo bien. Total, resumiendo, que esto ya se está haciendo muy largo y todavía quedan muchas aventuras, que a los poco minutos el 127 estaba ya listo para seguir camino. Quise darle al hombre mil pesetas por su trabajo, aunque esto supusiera, quizás, quedarme tirado sin gasolina, pero no lo consintió, lo cual agradecí en el fondo, así que nos despedimos con muchas muestras de agradecimiento, abrazos del oso varios, suyos sobre mí y mi mujer, y deseos de vernos en mejor situación para tomarnos alguna botella de vino.
Estábamos todavía a mitad de camino y llevábamos ya once horas de viaje. Yo calculaba que me quedarían otras seis horas, o sea, llegaríamos a Aroche, con suerte, a las 12 de la noche. Con suerte, nunca mejor dicho. Terminamos los bocadillos y continuamos rumbo a nuestro destino, que yo vislumbraba lejano, muy lejano. La siguiente población importante era Béjar. El puerto de Béjar ahora se pasa sin dificultad, pero hace cuarenta años era como el Tourmalet, una carretera con muchas curvas y bastante pendiente. Yo estaba con la mosca tras la oreja, cambiando de marcha lo menos posible por si volvía a fallar la mecánica y pendiente también del parachoques, no fuera a caerse y darme un susto. Yo tenía pánico de encontrarme, tanto a la subida como a la bajada del puerto, con una de esas trilladoras o segadoras que ocupan casi toda la calzada porque eso supondría perder mucho más tiempo, pero no nos encontramos con ninguna. La suerte parecía estar cambiando.
Baños de Montemayor y Aldeanueva fueron los siguientes pueblos que cruzamos. Estábamos ya en Extremadura. Cáceres y Badajoz eran y siguen siendo dos provincias interminables, con un paisaje lleno de encinas y un campo que invita a parar y descansar, pero nosotros estábamos deseando llegar a Aroche. Antes de llegar a Plasencia la carretera se estrecha y se llena de curvas. Ahora, gracias a la autovía, se circunvala y se deja a un lado, pero entonces se atravesaba la población, cruzando un puente sobre el río Jerte. Nada más entrar, vemos en la carretera, pasado el acueducto, una barrera metálica y una señal que nos desvía hacia la derecha, al centro del pueblo. Estarán de obras, pensé, así que callejeando, intenté encontrar otra vez la carretera. Mi sentido de la orientación (otra cosa no tendré pero sí sentido de la orientación, eso tengo que reconocerlo) me llevó otra vez a la ruta principal. Delante de mí, una especie de carreta con muchos adornos me impedía pasar. A un lado y a otro, gente gritando en las aceras, muchas familias con niños haciéndonos señas y riéndose. Pequeños golpes en el techo, que poco después descubrimos que eran caramelos. No entendíamos nada, hasta que Carmen, mirando hacia atrás, y con una exclamación de asombro, me dice ¡estamos en la cabalgata de Reyes! Yo no me lo podía creer, formábamos parte sin ser conscientes de ello, de la cabalgata de Reyes de Plasencia. Durante cinco o diez minutos disfrutamos, entre Gaspar y Baltasar, como unos actores más, como si fuéramos pajes, romanos, pastores o cualquier otro personaje. Encima, llevábamos juguetes en el maletero, toda una premonición. Cuando ya saludábamos como si fuéramos los protagonistas, un policía local, con poco sentido del humor y muy enfadado, nos hizo señas para que saliéramos del cortejo. Nos detuvo y cuando ya iba a multarnos o a llevarnos al calabozo, le explicamos nuestra odisea, casi con lágrimas en los ojos. Hasta creo que mi mujer hizo algunos pucheros para darle más dramatismo a la historia. En resumen, que tuvimos que esperar a que la cabalgata pasara, más de una hora parados. Noche cerrada, supongo que las diez o las once de la noche, ya ni me acuerdo. Después de Plasencia, Cáceres y Mérida, sin incidentes reseñables. Paramos a echar gasolina y gastarnos los últimos billetes que nos quedaban. No teníamos ni para cenar.
A la altura de Almendralejo se me cerraban los ojos. Ya llevaba diecisiete o dieciocho horas al volante y tuve que parar a descansar. A Carmen se le ocurrió la idea entrar en Los Santos de Maimona, donde vivía una prima suya, para pasar la noche con ella y llegar al día siguiente a Aroche, pero en esas fechas su prima estaba pasando los Reyes en el pueblo, así que nuestro gozo en un pozo. Fregenal de la Sierra e Higuera la Real eran los siguientes pueblos, este último frontera con la provincia de Huelva. Y aquí empezaban los temibles Arriscaeros, una de las carreteras con más curvas que conozco, muy estrecha y sin arcén. Hace mucho que no paso por allí, supongo que ya la habrán arreglado y mejorado. Para más inri, la niebla cayó sobre nosotros impidiendo ver más allá de cinco o diez metros. Se me quitó el sueño de golpe. Árboles, rocas, barrancos, animales que durante un instante se detenían delante del coche abriendo mucho un par de ojos que se iluminaban como si fueran fantasmas y desaparecían al momento. Yo había apagado hacía mucho rato el casete, no me apetecía escuchar música y quería concentrarme sólo en la carretera. No pasaba de segunda y sólo en algunos momentos muy puntuales era capaz de meter tercera. Yo no suelo rezar, pero estoy seguro de que durante los eternos minutos que tardamos en cruzar los Arriscaeros, recé todas las oraciones que conocía. Cuando llegamos a La Nava parecía que habíamos llegado a Nueva York, porque la carretera empezó a ensancharse y a tener más rectas. Desembocamos en la Nacional 433 y aquello ya era otra cosa, aunque seguía habiendo curvas, pero todo era mucho más conocido y seguro. El Repilado, Cortegana y ¡por fin! Aroche. Veintitrés horas después de salir de Coruña llegamos al chalet, metimos el coche en la cochera y sin apenas decir nada, subimos las escaleras y nos tiramos en la cama, deshechos física y mentalmente. La media, poco más de cuarenta kilómetros a la hora, a paso de tortuga con artritis. Me río yo de la Odisea de Ulises, el nuestro sí que fue un viaje heroico e inolvidable.
Me gusta visitar los cementerios, sobre todo en estas fechas. Me atrae el silencio escondido entre las tumbas y que revolotea sobre las paredes blanqueadas, el olor de las flores recién cortadas, colocadas con amor por hijos, padres, sobrinos o amigos, la paz de los muertos que vigilan atentos, callados, expectantes, sabiendo que tarde o temprano les haremos compañía. Son los primeros días de otoño y suele oler a lluvia y a tierra mojada, estos últimos días ha llovido mucho. Los sonidos apagados y las conversaciones en voz baja apenas se escuchan. Hombres y mujeres recorren las calles deteniéndose de vez en cuando ante una lápida, recordando a un pariente, a un amigo que dejó hace mucho o poco este mundo. Quizás alguno reza una pequeña oración y después sigue su camino, leyendo nombres y apellidos, frases que recuerdan al ser querido o contemplando un retrato del que allí descansa y por último se detiene ante un nicho, una tumba, un panteón o una lápida. El corazón se encoge un poco y tal vez un pequeño nudo en la garganta, un escalofrío o una repentina humedad en los ojos se presenta de manera inesperada. Hace tiempo que no voy al cementerio de Coruña. Cada vez que visito la ciudad me propongo acercarme hasta San Amaro y contemplar las tumbas, los nichos y la vista de la ría que se extiende poco más allá de los muros. Allí están mi padre y mis tíos, pero siempre lo pospongo y quizás no supiera encontrar el nicho de mi padre. Mi madre ya no está capaz de ir, como hacía todos los años hasta hace muy poco tiempo. Ahora es mi prima María Esther la que suele hacerlo “le voy a llevar unas flores a padrino”, me dijo hace unos días.
El domingo pasado Carmen, Concha, a la que habíamos recogido en el pueblo y yo, como solemos hacer todos los años, detuvimos el coche en la rotonda de entrada del cementerio de Aroche. A Carmen no le gusta entrar, pero si lo hace conmigo parece que encuentra algo de valor. El cementerio de Aroche, el nuevo, está en el cruce de la carretera que lleva a Portugal y la que va a Encinasola. En el antiguo, ya abandonado y hasta hace poco lleno de maleza y escombros que ya se han limpiado y arreglado, en la “carretera del cañón”, una de las entradas al pueblo, se construyó un pequeño memorial con los nombres de las personas represaliadas, entre ellos mi abuelo José Díaz. Mi abuelo quizás fuera de los primeros que se enterró en el nuevo cementerio. Su nicho, en el que también está enterrada mi abuela Florentina, está situado entrando a la izquierda, después de atravesar la pequeña entrada abovedada que da paso a una amplia y diáfana explanada. El exterior, con paredes encaladas, presenta en su parte central tres arcos y otros en los laterales y en la parte superior una espadaña con una pequeña campana. Desde fuera se pueden ver las copas de los cipreses que suelen crecer en los cementerios, como una reminiscencia griega y romana, que permite encaminar y guiar, con sus troncos rectos y frondosos hacia la copa, las almas de los difuntos hacia los cielos.
Como siempre suelo hacer, coloqué unos claveles blancos en el jarroncito lateral del nicho y me detuve unos minutos, recordando a mis abuelos y comprometiéndome a seguir profundizando en la historia de la familia. Realmente ya no me queda demasiado material para finalizar su vida y andanzas, dignas de una saga. Carmen y Concha se habían adelantado para acercarse a los nichos de sus padres. Muy cerca están también los de sus abuelos, tíos y otros parientes. Los apellidos de la familia, Vázquez, Fernández, Lobo, Soria o Cañado son casi mayoría entre tumbas y nichos. Claveles blancos y flores amarillas, que Carmen había comprado el día anterior en Sevilla, fueron colocados en diferentes lugares para adornar y alegrar las lápidas. El día, que había amanecido lluvioso, se aclaró y sólo algunas nubes recorrían perezosas el cielo. Una hora después de llegar, regresamos al pueblo, comimos en el Mesón San Mamés una buena carne a la brasa y unas salchichas, lo típico, como debe hacerse cuando uno visita la sierra y nos fuimos a casa a descansar, a tomar un café con dulces que habíamos comprado en la venta Los Ángeles de Valdeflores por la mañana y a media tarde regresamos a Sevilla. Con el cambio de hora, oscurece muy pronto y no queríamos demorarnos en la carretera. Realmente fue un buen día.