El pasillo del miedo

Durante el día, el pasillo que va del salón comedor a la cocina tiene una luz que entra por la primera puerta, la que está a la izquierda, la habitación de los padres. A la derecha está la habitación de mi abuela, pero esa es una habitación interior, no tiene ninguna ventana y por ahí no entra luz alguna. Durante el día, la puerta de la habitación de los padres está siempre abierta, se ve la cama perfectamente hecha, el armario, la mesilla de noche y la lámpara con apliques que cuelga del techo. La luz entra por el balcón que está frente a la puerta. Es una luz tenue pues las cortinas no permiten que el sol entre a raudales. No es de buen gusto que los vecinos puedan ver los dormitorios. A mitad del pasillo está la puerta de entrada al piso, con su mirilla para comprobar si quien llama es alguien conocido o no. Cuando me quedo solo, me prohíben abrir la puerta; si suena el timbre tengo que permanecer callado, como si no hubiera nadie en casa.

Al final del pasillo está el baño, pero ahí sólo hay un ventanuco cerca del techo que apenas deja entrar alguna claridad, está siempre como en una especie de penumbra por lo que hay que encender la bombilla que cuelga del techo. A un lado del baño está la cocina, con la mesa que sirve para desayunar y colocar algunos platos, una panera y algunos botes con harina, arroz, azúcar o sal. Encima de la mesa está la repisa y sobre ella la radio, siempre encendida con canciones dedicadas o radionovelas. Frente a la cocina y al lado del baño está mi habitación. Es una habitación pequeña, con una cama, una mesilla con una lamparita y una mesa de estudio. La mesa de estudio está bajo la ventana, que se asoma a un pequeño descampado al final del cual está una carretera de salida de la ciudad. Vivimos casi en las afueras, aunque la ciudad está creciendo por esa zona y cada vez se construyen más casas y se asfaltan más calles. En esa carretera hay una parada de autobuses de los que se bajan las mujeres que traen por la mañana la leche, las lechugas, las berzas y las patatas que luego venden en el mercado o en los puestos que ponen cerca de casa. Esa ventana tiene que estar casi siempre cerrada pues da al norte y por ahí entra mucho frío y mucha humedad, pero también mucha luz. Yo me distraigo viendo pasar las nubes, los pájaros y las gaviotas que revolotean sobre los edificios en los días de temporal y esos días no soy capaz de concentrarme para estudiar la tabla de multiplicar o el catecismo.

Durante el día voy del comedor a mi habitación, al baño o a la cocina sin ningún problema, andando sin prisa, mirando las fotos y los cuadros que hay en las paredes. Uno de los cuadros es un paisaje desértico, con algunas palmeras y una tienda de tela, una jaima dice mi padre que se llama. Seguramente lo trajo mi tío, que estuvo haciendo el servicio militar en África. Otro tío estuvo en Brasil y trajo una foto de una enorme montaña de piedra encima de la cual hay un Cristo con los brazos abiertos.

Durante el día, por las tardes, cuando subo de la calle o regreso del colegio, el único sitio en el que juego con tranquilidad es el pasillo. En el salón comedor no me dejan jugar casi nunca, mi madre y mi abuela planchando, haciendo calceta o viendo la televisión y cuando mi padre está en casa lee mucho, el periódico, novelas del oeste, de un tal Homero, libros de la colección Austral o de viajes, mi padre es un gran lector y aunque nunca estudió una carrera tiene mucha cultura. Cuando tengo alguna duda del colegio o de alguna cosa que sale por televisión o dicen por la radio, mi padre siempre sabe la respuesta. De mayor me gustaría parecerme a mi padre.

Durante el día, cuando llego del colegio o de jugar en la calle, quiero seguir jugando, yo no leo, no tengo libros que me gusten, no entiendo los que lee mi padre y otras veces, cuando quiero coger alguno de la estantería me dicen que eso no se puede leer, que no es lectura para niños y entonces me entra la curiosidad. A los niños no nos dejan hacer muchas cosas, pero sí puedo jugar en el pasillo, siempre que no haga demasiado ruido, no se puede molestar a los mayores, pero los niños siempre molestan a los mayores en casa, por eso nos dejan estar mucho tiempo en la calle. Por eso puedo cerrar la puerta que comunica el salón comedor con el pasillo y juego con la pelota, sin darle fuerte, o juego a las chapas o a las canicas. A veces sube mi amigo Felipe y jugamos los dos. Felipe es mi mejor amigo, estudiamos los dos en el mismo colegio y estamos casi siempre juntos. Felipe tiene un balón de reglamento que es la envidia de todos los niños de la calle. En el pasillo no podemos jugar al escondite, ni a quedar, porque no hay sitio para esconderse, así que lo único que nos queda es el balón, las canicas o las chapas. Él es mejor que yo jugando al balón, pero yo siempre le gano a las chapas y a las canicas.

Por la noche el pasillo se convierte en otra cosa, en un terreno desconocido, terrorífico, solitario, silencioso, el pasillo del miedo. Cenamos temprano en el salón viendo la televisión y después ayudo a mi madre y a mi abuela a recoger las cosas y llevarlas a la cocina. Me gusta ayudarlas porque me siento importante y porque me estoy haciendo mayor. Cuando era más pequeño no me dejaban ayudar porque decían que se me podían caer las cosas al suelo y romperse. Ahora ya no, ahora tengo mucho cuidado. Las luces del pasillo y de la cocina se encienden para que no tropecemos y cuando está todo recogido nos quedamos a ver la televisión. Mi padre no, mi padre sigue leyendo y sólo levanta la cabeza cuando sale alguna noticia que le interesa y la comenta con mi madre. A mi no me gustan las noticias, sólo veo los dibujos animados y una serie de marionetas que me hace mucha gracia.

Me acuesto pronto, cuando en la pantalla salen unos dibujitos que les dicen a los niños que tienen que acostarse “vamos a la cama que hay que descansar para que mañana podamos madrugar”. Cuando termina la canción, mi madre me mira y ya sé lo que tengo que hacer. Y en ese momento empieza la angustia. Yo ya soy mayor, ya me sé la tabla de multiplicar casi entera, la del siete es la que se me atraganta un poco, y me dejan ayudar a poner y a quitar la mesa y me envían a la tienda a comprar. Ya soy mayor y los niños mayores no pueden demostrar que tienen miedo, los niños, si tienen miedo, se aguantan, tienen que ser valientes, pero las niñas sí pueden tener miedo y llorar, eso no es justo. En esos momentos me gustaría ser una niña y decirle a mi madre que me da miedo irme solo a la cama, que en la habitación, que está a oscuras, puede haber algún monstruo, algún fantasma o algún demonio. Mi madre, mi abuela, en la radio, cuentan muchas historias y muchos cuentos que me dan miedo. Me gusta escucharlos, pero cuando abro la puerta del pasillo me acuerdo del hombre del saco, de Hansel y Gretel, de Pulgarcito, de Caperucita Roja. Siempre hay una bruja, un gigante, un monstruo que está escondido y que engaña a los niños, a los que se atreven a ir solos por el bosque o por pasillos oscuros y solitarios. Yo supongo que esas historias se contarán para que tengamos miedo y no nos vayamos a sitios peligrosos. A mí siempre me ha dado miedo la oscuridad porque me parece que ahí siempre se esconde un peligro desconocido, un ser que desaparece durante el día pero que aparece por la noche acechando a los niños incautos y se muestra cruel e implacable con ellos.

El pasillo es largo, interminable y está lleno de sombras. El pasillo ya no es un pasillo ni un camino sino un laberinto en el desierto, con palmeras que se inclinan hacia la arena, intentando atrapar a los que pasan a su lado, un mar que se mueve acompasadamente con el viento, un mar en el que nadan monstruos de ojos rojos, dientes afilados y aletas vigorosas, que suben hasta la superficie para mirar a los que se atreven a pasar por allí para hipnotizarlos, para tragarlos de un solo bocado e introducirse con ellos hacia las profundidades, como nos contó una vez el maestro de una ballena que se tragó a un hombre y lo tuvo tres días en su vientre. Recuerdo que ese hombre se llamaba Jonás, un nombre muy raro, como casi todos los de la Biblia, porque esa historia es de la Biblia. Yo he leído una biblia para niños, pero la verdad es que muchas de las historias que allí se cuentan también dan mucho miedo, no parece un libro para niños, la verdad.

Enciendo la luz del pasillo, pero es una luz que apenas sirve para ver que al final del pasillo está mi habitación a oscuras. No sé si en la habitación hay alguien, siempre me parece que algo se mueve allí o que de allí sale algún ruido extraño. Durante el día me gusta estar solo en mi habitación, sin que nadie me moleste, pero por la noche mi habitación es un mundo extraño y desconocido hasta que enciendo la luz y puedo comprobar que no hay nadie y que nada ni nadie hay debajo de la cama. Pero el camino por el pasillo es puro terror. Yo voy recitando en voz baja la tabla del cinco, que me la sé muy bien y me tranquiliza, pero me acerco a mi habitación y empiezo con la tabla del siete y me equivoco y me asusto y quiero regresar al lado de mis padres y de mi abuela pero ellos ya han cerrado la puerta del salón y yo estoy solo y no me atrevo a entrar, dudo entre salir corriendo hacia la seguridad del salón o atreverme a encender la luz de mi habitación y comprobar aterrorizado que allí hay un demonio o una ballena o una bruja o el hombre del saco. Pero no puedo volverme atrás, ya estoy en la puerta y pulso el botón de la luz y compruebo que la ventana está cerrada, que la persiana está bajada, que no hay nadie y me atrevo a mirar debajo de la cama, muy asustado, y allí tampoco hay nada. Y respiro aliviado.

Otra noche que he sido valiente, o eso creen mis padres, que no sé si se dan cuenta del miedo que paso o si se dan cuenta, no me dicen nada para que vaya aprendiendo a soportar el miedo. Eso no se hace con un niño. Entonces me acuesto, rezo las oraciones que me enseñó mi abuela y tardo poco en dormirme. Seguramente volveré a soñar con monstruos que se arrastran por el pasillo o por cuevas oscuras y se comen a los hombres y a los niños incautos que se atreven a meterse en cuevas. Y me despertaré por la noche gritando y nadie me escuchará porque la habitación de mis padres y de mi abuela están al final de pasillo del miedo y no me atreveré a levantarme para decirles que me da miedo dormir solo. No puedo decirles eso porque ya soy un niño mayor.

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El perro Adolfo

—¿Crees que le gustará el regalo a Ana? —me preguntó Alberto mientras abría la caja que llevaba en la mano. Habíamos entrado los dos en el ascensor, charlando animadamente sobre lo bonito que había quedado el arreglo del vestíbulo del bloque. “Menos mal que, por lo menos, no hemos tirado el dinero de la comunidad comprando chorradas como otras veces”, dije yo. El mármol gris del suelo contrastaba con la calidez del revestimiento rosáceo de las paredes y con la madera clara de los plintos y el pequeño banco que se había colocado junto a la jardinera, donde un hermoso helecho vigilaba atentamente nuestro paso. La verdad es que había quedado muy bien y todos habíamos felicitado efusivamente al presidente de la comunidad tanto en persona como en la última reunión de vecinos, en la que hacíamos constar nuestro agradecimiento por la encomiable labor de buscar y encontrar un presupuesto ajustado que no lesionara gravemente las cuentas ni ocasionara un grave quebranto en el presupuesto ni una derrama excesiva que los vecinos no estábamos dispuestos a afrontar. Palabras de agradecimiento del presidente que reiteró su ofrecimiento de continuar en la presidencia del bloque otro año más. Suspiros de satisfacción y de alivio acompañaron estas últimas palabras.

Lo que en principio me parecía una caja de zapatos, aunque difería un poco en cuanto a tamaño y material, pues no era de cartón, sino de plástico con algunos agujeros en la tapa y en los laterales, resulta que contenía una especie de ovillo de lana de color gris oscuro, casi negro. Pero en cuanto el ovillo vio la luz, se desenrolló y resultó ser un cachorrillo que cabía en la palma de la mano. El ovillo, digo el cachorro, tenía los ojos cerrados, como si le molestara la luz de la cabina del ascensor, que brillaba intensamente pues también se habían cambiado los dos ascensores hacía tres o cuatro años, con dos espejos en los que uno se podía contemplar de frente y de perfil. El bloque había mejorado mucho, lo que suponía un incremento del valor de los pisos y satisfacía a todos aquellos que estaban deseando vender su vivienda y largarse de allí, una barriada situada en las afueras de la ciudad. Entre ellos estaba yo. Todo el que se había comprado un piso en esa zona era porque no podía permitirse el lujo de comprarlo en otro sitio, como es lógico.

—Yo no entiendo mucho de perros ni de ningún animal de compañía, Alberto, pero supongo que a Ana Luisa sí le gustará —dije para tranquilizarlo, pues me estaba mirando con una especie de súplica en los ojos y con la boca un poco abierta, anhelante, esperando mi respuesta.

—El perrito es un schnauzer mini —me explicó, como si yo supiera lo que era eso—. Tiene su pedigrí y todo y me valió un pastizal. Lo malo es que esto no es un vestido o una joya, y no podré devolverlo. Si a ella no le gusta, ¿te importaría quedártelo tú? Seguro que a tu mujer le encantará.

“Sí, hombre, lo que me faltaba”, pensé yo con una medio sonrisa que intentaba disimular mi negativa más rotunda y mi aversión a todo bicho viviente que no fuera humano y que conviviera con nosotros en un piso de setenta metros cuadrados. Ni perros, ni gatos, ni canarios, ni pececitos de colores ni boas constrictor, como el vecino del cuarto B, que el día que se le escapara iba a liar una buena.

—No te preocupes, seguro que le gusta a Ana Luisa —contesté mientras el ascensor se paraba en mi piso, el sexto—. Es un cachorrillo precioso y, además, no crecerá demasiado, supongo, siendo un no sé qué mini.

Unas veces la llamábamos Ana y otras veces Ana Luisa, porque así es como se presentó ella cuando llegaron al bloque. Entrábamos los dos matrimonios en el vestíbulo y ella, que era siempre la que llevaba la voz cantante, dijo “hola, buenos días, somos los nuevos vecinos del séptimo, mi marido, que es este que está aquí a mi lado, se llama Alberto y yo Ana Luisa, aunque este me llama a veces Analisa, lo que me molesta bastante, parece que trabajo en un laboratorio de análisis clínicos, pero no, yo trabajo en el banco de Santander y él también, es analista de sistemas y claro, está todo el día analizando datos y me ha puesto lo de Analisa, que le hace mucha gracia y a mí ninguna”. Todo esto lo dijo en un santiamén, un torrente de palabras, como ella, que era un vendaval en todos los aspectos. Nerviosa, sin parar de mover las manos, vestía con elegancia, según me dijo mi mujer. Yo, la verdad, no me fijé en su ropa, sino en la cara y en el tipo. Muy guapa, con unos grandes ojos negros que miraban fijamente sin apenas pestañear y que parecían taladrar a todo el que la miraba, el pelo recogido en un moño que dejaba al descubierto un rostro fino, agraciado, bien proporcionado, pero excesivamente serio. El cuerpo también se resaltaba pues llevaba un traje de chaqueta negro ajustado y unos tacones de aguja sobre los que parecía imposible sostenerse. Alberto, su marido, era un poco más bajo y más grueso, también trajeado, pero mucho menos elegante. Venía cargado de bolsas de El Corte Inglés que le impidieron darnos la mano “perdonad, pero venimos de comprar muchas cosas para el piso, y todavía tenemos el coche cargado, cuando ya estemos instalados, a ver si venís un día a tomar algo y nos vamos conociendo”. Esto lo dijo también Ana, pasando como un torbellino delante de nosotros sin comprobar si su marido la seguía o no. Alberto intentó seguir a duras penas su paso y la alcanzó cuando ya las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse.

—Creo que éste es un calzonazos de tomo y lomo —dijo mi mujer—. Una cosa es la igualdad y otra la falta de personalidad. Ya veremos si quiero ir a tomar algo con ellos.

Esta afirmación tan contundente se confirmó a lo largo del tiempo. Sin embargo, nos hicimos relativamente amigos, sobre todo gracias a Alberto, un buenazo que estaba siempre dispuesto a hacer favores. Ella no, ella era de esas personas que hablan impartiendo cátedra, convencida de que sus opiniones eran siempre las correctas, sin ningún atisbo de duda, la que llevaba siempre la razón. Era la que mejor cocinaba, la que sabía más de política, de negocios, de moda o de cualquier tema que saliera en la conversación. Las reuniones de comunidad a las que asistía eran temibles, pues nada de lo que hiciera el presidente o de lo que se nos ocurriera a los vecinos, mortales humanos normales y corrientes, merecía la pena tenerse en cuenta. Subdirectora de una oficina bancaria, se creía la reina del mambo.

Total, que al cabo de unas semanas de la escena del ascensor, bajaron Alberto y Ana Luisa. Ella venía exultante, una de las pocas veces que la vi contenta y sonriendo de oreja a oreja.

—Os presento a Adolfo —dijo mostrando al perrito que, todo hay que reconocerlo, era una auténtica monería. Lo traía en una cesta que dejó al lado del sofá donde nos sentamos a charlar. Allí ella nos explicó que Alberto la había sorprendido con un regalo que no esperaba. “Por una vez”, dijo mirando a su marido con una especie de condescendencia que a mi mujer y a mí nos fastidió, como siempre que ella hablaba de él o con él. “Porque casi nunca acierta con los regalos, y mira que le doy pistas, pero nada, no hay manera, pero esta vez, sí, esta vez ha conseguido emocionarme. Ahora sólo hace falta que acierte con lo de tener un hijo, porque a este paso, se me va a pasar el arroz, y mira que lo intentamos, pero me da la impresión de que sus espermatozoides son tan lentos y despistados como él”.

Para reconducir la situación que, como casi siempre, se volvía incómoda cuando Ana hablaba de Alberto, pregunté de una manera inocente e intentando hacer un pequeño chiste:

—¿No le habréis puesto Adolfo por Hitler, supongo?

El escaso sentido del humor de nuestros vecinos, sobre todo el de Analisa, desde este momento empezamos a llamarla así mi mujer y yo, pero nunca delante de ella para que no se rompieran definitivamente los escasos lazos que nos unían, se manifestó en su airada respuesta:

—¿Cómo se te ocurre pensar eso? Menuda tontería, menuda idiotez. Alberto y yo somos demócratas y tú lo sabes y no me gusta que hagas bromas sobre un asunto tan serio. Le hemos puesto Adolfo por nuestro presidente, el que ha traído la paz, la democracia, la libertad a nuestro país, el que ha conseguido acabar con el franquismo y sepultar para siempre el odio y la confrontación entre los españoles. Porque si hubiera sido por Felipe, no me hubiera extrañado que otra vez surgiera el Frente Popular…

“Pues como yo tenga un hijo, un perro, un gato o un grillo, pensé mirándola con uno ojos que apenas parpadeaban, ten por seguro que le pondré Felipe. Y si tengo dos, al primero Felipe y al segundo Alfonso, a ver qué te vas tú a creer”. Pero como siempre, me callé, aplicando la máxima de que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras o aquello de que en boca cerrada no entran moscas.

Pero claro, aquí mi mujer lanzó un bufido y dio un pequeño golpe en la mesa. Buena era ella para aguantar discursos de alguien que no permitía la mínima crítica ni que nadie le llevara la contraria.

—Mira, Ana, tengamos la fiesta en paz. Ya va siendo hora de que vayas conociendo un poco a mi marido, ya sabes que los gallegos son así, qué se le va a hacer, ¿cómo iba a pensar en serio que le habías puesto Adolfo por ese nazi, tú que eres tan demócrata y respetas tanto las opiniones de los demás? —no me lo podía creer, mi mujer también tirando de ironía. Ahora yo esperaba una sarta de gritos de Analisa.

Pero no, la mujer de Alberto, después de unos instantes en los que estoy seguro de que dudaba de la intención de las palabras anteriores, levantó a Adolfo de la cesta y nos lo mostró orgullosa, como si lo que tuviera entre las manos fuera una de las joyas de la corona inglesa.

—Creo que va a ser el perro más bonito de la urba, la del segundo se va a morir de envidia, ella que está presumiendo siempre de su chihuahua, hay que ver qué cara más fea tiene, pero claro, como una vez ganó un concurso, nos lo está restregando continuamente. Si ese ganó un concurso, Adolfo ganará tres o cuatro, y si no, al tiempo.

Después de estas conversaciones y otras similares tan amenas y de tanta enjundia y de tomarnos un café con pastas, Analisa y Alberto, que apenas tartamudeó un par de frases sobre el tiempo, las vacunas que ya le habían puesto al perro y de que dentro de un mes más o menos lo sacarían a pasear por primera vez, se levantaron y se despidieron, prometiéndonos que la siguiente vez nos tomaríamos unas cervezas en su casa. Besos sin tocarnos la cara, muá, muá y hasta otro día.

Las semanas fueron pasando sin pena ni gloria. Los días cada vez más largos, los trabajos cada vez más pesados y los niños sin venir, o sea, que ni ellos ni nosotros teníamos descendencia. Mejor, pensábamos mi mujer y yo, tal y como está el mundo, les íbamos a dejar un planeta sin árboles, los mares contaminados y la tierra reseca. Así que, a vivir, que son dos días. Y eso hacíamos, viajar, salir a comer con los amigos, leer, escuchar música, ver buenas películas y series de televisión, lo normal en una pareja que ya se acercaba peligrosa y rápidamente a la cuarentena.

Además de Alberto, Analisa y Adolfo, la triple A, como también se conocía en el bloque, estaban los Profetas, los dos hermanos Isaías y Daniel, solteros a mucha honra y los Rojos, el matrimonio y los dos hijos del tercero, pelirrojos como zanahorias. El que solía poner los motes, que sólo conocíamos unos pocos, los normales, como nos llamaba a todos los demás, era Julio, un profesor de lengua jubilado que dedicaba las horas a leer, a escuchar música, a ver películas en blanco y negro y a escribir una biografía sobre Matusalén, que esperaba terminar antes de morir. Pero claro, la historia de un hombre que vivió cientos de años según la Biblia, tendría que ser como los Episodios Nacionales. Cuando Julio, un hombre con un humor socarrón e inteligente, nos veía salir juntos a nosotros y a Alberto, a Analisa y al perro, que ya había empezado a pasear y a mearse y cagarse en cualquier sitio, decía para sus adentros “ea, ya salen los A-normales”. Eso sólo lo comentaba en petit comité, como es natural, no se atrevía a decirlo delante de Analisa ni de la del segundo del chihuahua, una cotorra que lo largaba todo, Polda, como la llamábamos todos a petición suya, porque en realidad se llamaba Leopolda, como figuraba en su DNI y en las listas de asistentes a las reuniones de comunidad. El administrador, cuando pasaba lista, se detenía especialmente en su nombre, diciéndolo en voz más alta y regodeándose ligeramente también en el segundo apellido, Schneider (Eshnaida, pronunciaba él, demostrando su conocimiento del alemán, ya que había vivido varios años en Hamburgo, Jambok, decía él), pues la madre de Leopolda era alemana.

Alberto sacaba a pasear a Adolfo todas las noches, después de llegar del trabajo. Aunque viniera agotado, su tarea, ordenada como es lógico por Analisa, que planificaba hasta el más mínimo detalle de la vida matrimonial, desde compras hasta inversiones, pasando por viajes y visitas familiares, se ocupaba de otros menesteres caseros, era salir a pasear con Adolfo. Desde que era un cachorro de pocos meses, cada vez que salía a la calle, ladraba mucho, sobre todo cuando se cruzaba con niños. Era un ladrido corto y continuo, desagradable, pero al que nos habíamos acostumbrado todos. Fuera de la urbanización había un pequeño parque arbolado donde se juntaba con otras personas con perros y los soltaban para que retozaran y jugaran. Allí se explicaban los problemas que les daban, las soluciones, cómo comían, como los educaban y acostumbraban a obedecer. Lo típico y normal entre dueños de perros, según parece.

Una calurosa noche de verano, después de cenar, le dije a mi mujer que si quería dar un paseo, que no me apetecía quedarme en el piso viendo la televisión o leyendo, pero ella prefirió quedarse tumbada en el sofá, viendo una serie policíaca que a mi no me gustaba. Llamé al ascensor y cuando se abrieron las puertas vi a Alberto, que salía a dar su habitual paseo nocturno con Adolfo. Me preguntó que si quería acompañarlo en su paseo canino y yo, que no tenía nada mejor que hacer, respondí que sí. Después de saludar a varios vecinos que habían pensado lo mismo que yo y charlaban animadamente sentados en los bancos, nos dirigimos al parque entre los ladridos y tirones de correa de Adolfo. Allí, como todas las noches, Alberto soltó al perro, que se dedicó a acercarse a los otros perros, a olisquearles el culo (nunca pude entender cómo Analisa era capaz de besar el morro de Adolfo sabiendo en donde lo metía, ni cómo Alberto era capaz de besarla a ella, sólo de pensarlo me entraban arcadas) y a jugar retozando y saltando. Sin echarle demasiada cuenta, nos pusimos a charlar con los cuatro o cinco vecinos que hacían lo mismo que nosotros. Esta vez el tema de conversación era la sequía, pertinaz como todas las sequías, y la ola de calor que se había instalado sobre media España, cruel e imperturbable, desde hacía semanas. Estábamos hablando con otro hombre que fumaba un cigarro sentado tranquilamente en uno de los bancos del parque, cuando Alberto se dio cuenta de que Adolfo ya no estaba con los otros perros. Al principio lo buscamos sin ningún tipo de temor, pues era frecuente que los perros, jugando, se escondieran y aparecieran al cabo de unos minutos. Pero esta vez Adolfo no apareció a pesar de que lo llamamos todos con grandes voces y recorrimos el parque de un extremo a otro. Alberto empezó a sudar copiosamente, mezclándose el sudor del calor con la transpiración de la angustia. Al cabo de media hora de búsqueda infructuosa por el parque y sus alrededores, me suplicó que saliéramos a buscarlo por la barriada. Los otros hombres también se ofrecieron y, acompañados de sus perros, comenzamos la batida. Después de un par de horas llegamos a la conclusión de que Adolfo se había extraviado, que había decidido escaparse en busca de aventuras o que alguien se lo había llevado sin que nos diéramos cuenta

Alberto estaba a punto de llorar. Sólo pensaba en lo que le diría Ana cuando se presentara en su casa y le contara lo que había sucedido. Yo también me imaginaba la escena y no me habría gustado estar en la piel de mi vecino. Me suplicó que lo acompañara hasta su piso y que le contáramos los dos lo que había pasado. En un principio pensé que aquello no era mi problema y que Alberto apechugara solo con la bronca, que seguramente se escucharía en toda la urbanización, pero por otro lado salió la vena sádica y curiosa que todos tenemos y, viendo además el rostro compungido y abatido de Alberto, en el fondo me dio lástima y subí con él, aunque primero nos pasamos por mi piso para informar a mi mujer. La encontré dormida en el sofá con la televisión encendida, como solía suceder todas las noches, así que, sin hacer ruido, volví a cerrar la puerta del piso y subimos las escaleras.

Podía ver y oler el miedo de Alberto, la lentitud con la que subía los escalones, el reguero húmedo que iba dejando en el pasamanos, la respiración fatigosa y los suspiros. Cada vez me daba más lástima. “No te preocupes, Alberto, Ana lo comprenderá y aunque se enfade al principio después entrará en razón. Mañana te ayudaré a poner carteles por toda la barriada y seguro que lo encontraremos. Díselo así y se calmará”. No sé si Alberto me escuchaba, pero cuando entró la llave en la cerradura, me miró con la mirada que los condenados a muerte deben tener cuando se dirigen al cadalso.

—Hola, Ana, ya estoy aquí, me acompaña también el vecino —dijo Alberto con una voz que quería parecer alegre, pero cuyo temblor y cierto tartamudeo delataban el nerviosismo.

Ana, que estaba sentada y adormilada en el salón sólo dijo “¿por qué has tardado tanto? Adolfo tendría que estar acostado hace ya una hora”.

—De eso precisamente te quería hablar, cariño, de Adolfo —yo nunca le había oído decir cariño a su mujer y eso fue lo que la despertó.

—¿Dónde está Adolfo, Alberto, dime dónde has dejado a Adolfo, por qué no está contigo?

La voz de Analisa fue subiendo con cada palabra, terminando con una especie de grito o más bien alarido que seguramente despertó a mi mujer y a toda la vecindad que en ese momento no estuviera en los brazos de Morfeo.

El “contigo” dicho en un tono amenazante e hiriente, además de elevado, acabó con la poca entereza de Alberto. Ahora sí que me daba lástima. Intentó explicar entre balbuceos, tartamudeos y susurros lo que había sucedido. Yo, que en el fondo me estaba divirtiendo viendo la descomposición de Analisa y el lamentable estado de Alberto, intenté mediar en la situación, pero nada más abrir la boca, la mirada de Analisa me detuvo.

—Mejor me voy, que aquí no pinto nada —y antes de que Alberto intentara detenerme, cogí el portante y salí de allí rápidamente, no fuera a caerme también a mí, sin comerlo ni beberlo, una bronca.

Cuando entré en casa, mi mujer se había despertado y me preguntó que qué eran esos gritos. Yo le expliqué todo y cuando terminé, ella me abrazó y me dijo al oído “sabes una cosa, que me alegro, a ver si se le bajan un poquitín los humos. Lo siento por Alberto, pero si con esto no espabila y aguanta el chaparrón que le está cayendo, se merece todo lo que ella le haga”.

Adolfo fue la causa de la separación de Alberto y Analisa. De Adolfo nunca más se supo. Durante una semana, varios vecinos pusimos carteles con la foto del perro, hicimos algunas batidas por las calles, las parcelas y los campos de los alrededores, sin resultados. Después de eso, apenas vimos al matrimonio. Salían muy temprano camino del trabajo y regresaban muy tarde, evitando encontrarse con nadie. Como las relaciones nunca habían sido demasiado cercanas ni agradables, nosotros no hicimos nada por verlos y ningún vecino tampoco. Dejamos de llamarlos la Triple A, como es lógico, aunque Julio, amante del baloncesto, empezó a llamarlos el doble doble, por lo de la doble A y el doble cabreo, el de Analisa por la pérdida del perro y el de Alberto por haber sido tan estúpido de haber aguantado a su mujer tanto tiempo.

Primero se fue Analisa, tres meses después del episodio, sin despedirse de ningún vecino. Y Alberto también se fue unos días después. Él sí se despidió y pudimos comprobar que ya era otro hombre, mucho más seguro, más delgado y más alegre. El día que bajó a despedirse nos comentó que había solicitado el traslado a otra oficina para no estar con su exmujer, que ahora salía con una muchacha diez años más joven, que era el hombre más feliz del mundo y que la única condición que le puso a su nueva pareja es que nunca tuvieran un perro.

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