Bendita sea tu pureza

Mi madre termina de refregarme bien. Estoy sentado en el barreño de latón, el agua todavía templada. Mi abuela llega con más agua caliente, que me echa poco a poco por encima, para quitarme el jabón que aún me queda, sobre todo en la cabeza. Me pican los ojos y protesto, y me quejo aún más cuando me limpian las orejas, que me duelen de tanto hurgar en ellas. No me explico esa manía por tener brillantes las orejas. Tiemblo un poco y mamá me seca muy bien, no vaya a resfriarme. Tengo cuatro o cinco años, más o menos. Ella está en la banqueta del cuarto de baño y me sienta sobre sus rodillas. Más refregones sobre mi delicada piel de niño, roja ya como un pimiento. Me vuelvo a quejar, pero como si nada.

Ahora empieza el ritual, mi madre recitando la oración que ya me sé de memoria y que yo repito con ella.

Bendita sea tu pureza, empieza a ponerme la camiseta blanca de algodón, calentita porque mi abuela la ha tenido cerca de la bilbaína, la cocina de leña y carbón que todavía se utiliza en casa; quedan un par de años para que se cambie por una de butano y la leñera se convierta en una alacena.

Y eternamente lo sea, meto el brazo izquierdo, el que siempre me cuesta más, todavía no controlo bien ese movimiento, levantar el brazo por encima de la cabeza y empujar para que la manga se introduzca del todo.

Pues todo un Dios se recrea, ahora el brazo derecho me cuesta menos. Va a ser que seré diestro, menos mal, porque los zurdos lo pasan mal en la escuela, según dicen madre y abuela.

En tan graciosa belleza, me baja bien la camiseta, y me da un beso en la cara. Mi madre es siempre muy cariñosa conmigo y yo también le devuelvo el beso. En casa somos muy de besos, cuando salimos o entramos de la calle, cuando nos levantamos o acostamos. Estamos todo el día dándonos besos.

A ti, celestial princesa, ahora me pone los calzoncillos, también blancos de algodón y calentitos y me remete bien la camiseta por dentro.

Virgen, sagrada María, la camisa de los domingos, hoy es domingo y por eso me han bañado, sólo me lavan todo el cuerpo, en el barreño de latón, los domingos, el resto de los días la cara, las manos, las rodillas y las orejas, siempre las orejas, relucientes como patenas. Y vuelve la dificultad con el brazo izquierdo, sobre todo porque tengo que coger el extremo de la manga de la camiseta con la mano, para que no se me suba cuando me meta el brazo en la manga de la camisa. A mi se me escapa muchas veces y me da mucha rabia, porque es muy molesto.

Yo te ofrezco en este día, el brazo derecho, muy bien, José Manuel, dice mi madre.

Alma, vida y corazón, empieza a abotonarme la camisa desde arriba, con cuidado, para no saltarse ningún ojal. Yo todavía no sé abotonarme bien, ese movimiento es muy difícil, introducir un pequeño botón en un agujero más pequeño. Son ganas de complicar las cosas.

Mírame con compasión, me pone el pantalón corto, de pequeños siempre nos ponían pantalón corto, verano e invierno, hasta que no se hacía la primera comunión no nos ponían pantalón largo, pero sólo en contadas ocasiones y sólo en invierno.

No me dejes, madre mía. Termina de vestirme con el jersey de los domingos, me peina y echa colonia. Me abraza y me da dos besos, esta es la parte que más me gusta, rodearle el cuello con los brazos y darle muchos besos, mamá huele muy bien, a Heno de Pravia, y también canta muy bien, siempre está cantando y yo aprendo muchas de sus canciones. Ya estoy listo para el paseo de los domingos con mis padres y mi hermano pequeño, que lavarán un poco más tarde porque todavía estará dormido en la cuna. Seguramente iremos al parque de Santa Margarita o al centro, a los jardines de Méndez Núñez y nos montaremos en el trolebús, en la parte de arriba, que es la que más me gusta.

Y ahora me toca a mí, noventa años después.

Mi madre hace algunos meses que ha perdido movilidad. Le cuesta andar, lo hace muy despacio y con andador o buscando apoyos en los muebles y en las paredes, y también le cuesta asearse o vestirse sola, llevarse el tenedor o la cuchara a la boca. Pero sigue teniendo buen humor, siempre canturreando o silbando bajito, con la sonrisa perenne en la boca, mirando con sus ojillos miopes, siempre brillantes de alegría  aunque, qué pena, a veces se apagan y miran hacia no se sabe dónde, hacia el interior, hacia un pasado que se olvida y se escapa ya con demasiada frecuencia, nombres, lugares, fechas que ya no recuerda. Pero hoy está contenta y más ágil y despierta que los días anteriores.

Hoy es domingo y hoy me toca a mí comenzar el ritual por la mañana, después del desayuno y el aseo. La siento en su cama, le quito la bata y la parte superior del pijama con mucho trabajo, porque ya le cuesta subir los brazos y moverlos de manera coordinada.

Bendita sea tu pureza, le dejo la camiseta puesta, una camiseta que está limpia porque se duchó ayer y todavía huele a la colonia Álvarez Gómez que le gusta tanto.

Y eternamente lo sea, dice ella, que no ha olvidado la oración, se acuerda todavía de muchas cosas, menos mal. Le pongo un jersey de cuello alto, azul, que le gusta mucho porque le abriga el cuello, ella es muy friolera, lo ha sido siempre y a medida que cumple años, aún más. Venir de Andalucía a Galicia tiene esas cosas, además, las personas mayores siempre tienen frío. Yo no soy demasiado mayor, pero ya voy notando que necesito más ropa de abrigo.

Pues todo un Dios se recrea, recitamos la oración los dos juntos a partir de ahora, como hacíamos muchas veces cuando yo era pequeño. Le quito el pañal de la noche, que apenas está húmedo, pues se ha levantado un par de veces al cuarto de baño. Ya no tiene el pudor de los primeros días y se deja hacer sin resistencia, intentando ayudarme con sus pocas fuerzas.

En tan graciosa belleza, ella sigue recitando sin equivocarse, le pongo un nuevo pañal con dificultad, es complicado que meta las dos piernas, unas piernas que siempre han sido muy bonitas, y lo siguen siendo, a pesar de la edad, cumplió noventa y cuatro años el octubre pasado. Se ríe porque le hago cosquillas. Y aunque no le haga cosquillas, también se ríe, es una bendición.

A ti, celestial princesa, el pantalón que le compré hace unos días tiene su complicación. Ella está sentada y al ponerla de pie para ajustárselo, apenas es capaz de sostenerse y agarrarse a mí y así es muy difícil maniobrar.

Virgen, sagrada María, seguimos luchando con el pantalón que, finalmente, soy capaz de ponerle.

Yo te ofrezco en este día, lo que queda es más fácil, una chaqueta de punto, blanca con dibujos, que intenta abotonar ella sola, pero tengo que ayudarla. El dedo índice de su mano derecha está deformado por la artrosis y le impide realizar movimientos finos y complicados.

Alma, vida y corazón, le pongo la bata, una bata marrón que es la que más le gusta. Las personas mayores son muy maniáticas con la ropa, les suele gustar ponerse siempre lo mismo y es complicado convencerlas de que cambien algunas prendas.

Mírame con compasión le ayudo a calzarse las zapatillas y se pone de pie con mi ayuda.

No me dejes, madre mía decimos los dos juntos y ella me mira, sonriente y me da las gracias. Se acerca al andador, con pasitos cortos, vacilantes, pero no quiere mi ayuda. Yo me quedo detrás, recogiendo la ropa del suelo para poner una lavadora y tirar el pañal sucio a la basura. La miro alejarse por el pasillo adelante, muy despacio, camino del salón, cantando como siempre. Y yo repito muy bajito y con un pequeño nudo en la garganta, no me dejes, madre mía, no me dejes todavía.

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