La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido. Macbeth, 5° acto, escena V. William Shakespeare
Hace cerca de siete años, cuando me jubilé, se me ocurrió crear un blog con el objetivo de escribir sobre todo aquello que me interesara, la fotografía, los viajes, el ajedrez, la política, los recuerdos…, para ocupar parte del tiempo libre que, teóricamente, iba a tener. Después de buscar varios títulos se me ocurrió el de TRECEGATOSNEGROS, el trece y el gato negro unidos, dos símbolos de la mala suerte, según parece, una forma de dar a entender la importancia que el azar o la suerte, lo que se llama destino o fatum tienen en nuestras vidas. Estar en el lugar y en el momento oportunos o inoportunos pueden conducir el futuro de nuestra vida en una dirección u otra, ejemplos hay que lo demuestran.
Después de algunas semanas de prueba comencé a insertar relatos, historias en las que dejaba volar la imaginación, contaba recuerdos y experiencias o mezclaba ambas cosas, un recuerdo adornado con algo de fantasía. Y reconozco que cada vez me gustaba más escribir esas historias. Llegué a plantearme incluso escribir una novela, redactando varios argumentos, imaginando lugares, personajes, tramas. Pero no me veía ni con fuerzas ni con paciencia para dedicar horas y horas a trabajar en la novela, así que deseché la idea y seguí con los relatos.
Desde entonces habré escrito unas sesenta historias y después de alguna duda decidí lanzarme al vacío y no sé si por osadía o inconsciencia, seleccioné veinticuatro de esos relatos y los envié a varias editoriales. Tres de ellas me propusieron la autoedición, o sea, pagar yo la impresión y venta de los libros, pero no me gustaba la idea de sablear a mis amigos o ir puerta por puerta vendiendo mi producto, y la cuarta editorial, Libros Indie, me publica la citada selección porque considera que tiene calidad y se arriesga a publicar la primera obra de un autor desconocido, a la que he titulado La vida es un cuento. Son relatos y microrrelatos que, entre otras historias, reflexionan y describen diferentes momentos de la vida de las personas, con alguna nota autobiográfica y experiencias personales. Héroes y villanos, jovenes y ancianos, ganadores y perdedores, realidad y fantasía, se entremezclan a lo largo de los relatos, sin un claro o definido hilo conductor.
O sea, que aquí me tenéis, otro jubilado que no tiene otra cosa mejor que hacer que publicar un libro de 208 páginas. Me gusta la edición, aunque solo he visto la maqueta, muy cuidada y atractiva, y una portada sugerente. Según el editor, el libro se presentará en Sevilla, en un lugar todavía sin determinar, aunque me ha dicho que será en un local en Triana o la Alameda, el miércoles 20 de abril, entre Semana Santa y Feria, una bonita fecha. Seguiré informando.
Todos los focos están apuntando en este momento a la guerra de Ucrania, aunque, según Putin, Rusia no está en guerra ni ha declarado guerra alguna, ni está invadiendo Ucrania. Putin describe la intervención en Ucrania como una «operación militar especial» que tiene como objetivo «desmilitarizar» y «desnazificar» a Ucrania, así como garantizar la seguridad rusa frente a la ampliación de la OTAN. Mientras tanto, dos millones setecientos mil ucranianos, a día de hoy y subiendo la cifra, han huido del país refugiándose en Polonia, Rumanía o Moldavia, entre otras naciones. La solidaridad europea acogiendo, sobre todo, a mujeres, niños y personas mayores, es loable, aunque en otras ocasiones no lo ha sido tanto, como veremos.
Como suele ocurrir en estos casos estamos aprendiendo la geografía y la historia de un país asolado por la guerra. Aparte de su capital, Kiev, de Chernóbil por el desastre nuclear o de Odesa, la mayor parte apenas habíamos oído hablar de Járkov, de Jerson o de Mariúpol. Después de haber asistido a las explicaciones detalladas en la televisiones de los ataques rusos y de la valiente y esforzada defensa de los ucranianos, somos capaces de ubicar casi sin esfuerzo ni titubeos la situación de esas ciudades y de otras como Leópolis, Dónetsk, Jersón o Zaporiyia. El nacimiento de Ucrania, las causas de la guerra, la anexión de Crimea a Rusia o los intentos de independencia del Donbás salen continuamente en los medios de comunicación, apoyados por los análisis de militares, politólogos, historiadores, economistas y esos tertulianos que son capaces de opinar sobre pandemias, volcanes, guerras o cualquier tema que se ponga a tiro.
La guerra de Ucrania se libra, además de en los frentes de batalla y en las ciudades que son asoladas de manera inmisericorde, en los frentes de la propaganda, de la economía y de la política. Aunque hay decenas de periodistas informando sobre el terreno, la visión sesgada es inevitable. Los buenos siempre están de nuestro lado y los malos siempre están enfrente. Las televisiones muestran las penurias de la gente sin agua, sin comida, los muertos en las calles, los edificios destrozados, los bombardeos, los tanques. En Rusia, Putin es un héroe que quiere reponer la dignidad y el peso específico perdidos con la desmembración de la URSS y conseguir que la OTAN se mantenga lejos de sus fronteras; en Europa y en la mayor parte de las democracias occidentales el héroe es Zelensky, el presidente de Ucrania, que con sus mensajes, sus vídeos desde las calles de Kiev y su apelación a la ayuda de occidente pretende mantener la moral de sus conciudadanos, a pesar del enorme desequilibrio de fuerzas. En medio, miles de muertos, millones de desplazados, ciudades devastadas. Se pretende aislar a Rusia imponiendo sanciones económicas y prohibiendo que sus oligarcas, de los que se dice que son los que mantienen a Putin en el poder, puedan beneficiarse de las libertades de las que disponen a lo largo y ancho del mundo. El deporte y la cultura también se están viendo afectados por esta guerra. Cientos de empresas han salido de Rusia y los paquetes con las sanciones se van ampliando casi diariamente. Seguramente en Rusia irán sintiendo cada vez más el peso de estas medidas, que también nos afectan a nosotros; la subida de los carburantes, de la electricidad o el desabastecimiento de varios productos son algunas de esas consecuencias, que viendo lo que les ocurre a los ucranianos no parecen gran cosa.
Cuando en los años 90 en Europa —también en Europa, vaya por Dios— se desarrolló la guerra de los Balcanes, donde las atrocidades sobre la población fueron quizás mucho peores que las que ahora se están produciendo, no se produjo un movimiento solidario tan grande como el que ahora estamos viendo. Después de la desmembración de la URSS, las ansias de independencia en las antiguas repúblicas yugoslavas provocaron que primero se independizara Eslovenia sin apenas conflicto, pero después comenzó la auténtica guerra entre Serbia y Croacia y más tarde Bosnia. La complejidad de los conflictos, étnicos, religiosos y territoriales, devino en matanzas como la de Srebenica, las violaciones masivas de mujeres, los asedios de Vukovar, Sarajevo o Mostar, el bombardeo sobre Dubrovnik. Nosotros veíamos la guerra desde nuestros sillones, pero como aquello estaba lejos, apenas echábamos cuenta. Hoy, cuando viajamos a Serbia o a Croacia, nos enseñan algunos ejemplos de lo que fue esa guerra: los tejados destrozados de Dubrovnik, los agujeros de balas en casas y en algún museo…, así que no sería extraño que dentro de unos años el morbo nos lleve a viajar a Ucrania, un país que nos mostrará los destrozos que provocó esta guerra-invasión-desmilitarización-desnazificación-operaciónmilitarespecial y nos conmoveremos y lamentaremos sobre lo que allí ocurrió y pudimos contemplar, también, en nuestros televisores.
Lo que ocurre es que esta sealoqueseaosellame no nos deja ver o nos ha hecho olvidar o dejar a un lado las otras guerras que, sí, también, por desgracia, están asolando otras zonas del mundo, que están empobreciendo naciones, provocando miles de muertos, millones de refugiados y desplazados y que no me resisto a enumerar:
Guerra civil yemení, que comenzó en 2015 con la intervención de Arabia Saudí. Más de 60.000 víctimas.
Intervención militar en Tigray. Conflicto entre Etiopía y Sudán. Más de 40.000 víctimas.
Conflicto entre Israel y Palestina, que parece no tener fin.
Frentes yihadistas en Mali, zonas del Sahel, Níger, Burkina Fasso, Mozambique o el Congo
Y tampoco podemos olvidarnos de Birmania y la persecución contra los Rohinya, el conflicto de Panshir en Afganistán, la guerra civil siria, con más de medio millón de víctimas… Según muchas fuentes, en la actualidad hay 65 conflictos en todo el mundo. Miles de muertos, millones de desplazados, economías devastadas. A todo ello hay que sumar la guerra que la humanidad está librando contra el planeta, agotando sus recursos y destrozando la naturaleza. Supongo que lo llevaremos en nuestros genes, que desde que somos humanos nuestro destino es destruir, acabar con todo aquello que nos estorba en nuestros planes, sean estos el enriquecernos, alcanzar el poder, ampliar las fronteras, imponer nuestra religión o nuestra cultura, acabar con el diferente porque lo sentimos como una amenaza. Cada vez me cuesta más trabajo creer que el hombre es bueno por naturaleza, porque tampoco hay que olvidar que nuestra solidaridad se dirige, sobre todo, a aquellos que se parecen mucho a nosotros, aquellos que son «blancos y de ojos azules», como ha dicho alguien, que no vienen en pateras, como si los «otros» no sufrieran tanto o más que los ucranianos. «No a la guerra en cualquier parte del mundo» y «sí a la solidaridad con cualquiera persona que sufra y venga de donde venga».
Hay ocasiones en que se hacen las cosas sin pensar, sin planificar y salen bien, y otras, seguramente la mayor parte de las veces, salen mal. Actuar o hablar de manera irreflexiva o emocional suele conducir a situaciones imprevistas y catastróficas y por eso no me gusta actuar o hablar así, aunque a veces, por pensar demasiado las cosas, he dejado pasar muchas buenas oportunidades.
Dicen que los tauro somos personas previsibles, sistemáticas, prácticas, ordenadas, en suma, personas aburridas. Por eso no nos gusta improvisar, quizás porque tenemos aversión a las sorpresas y porque no tenemos reflejos para responder de la manera más apropiada a aquello que surge de repente. También dicen los expertos en astrología que somos personas tranquilas y plácidas la mayor parte del tiempo, pero impetuosos y brutales cuando se nos enfada o se nos cruzan los cables. Serios, trabajadores y pragmáticos, si se nos mete una cosa en la cabeza no paramos hasta conseguirla porque la constancia es una de nuestras más reconocidas virtudes. Pero la monotonía, la planificación o el orden tienen hoy muy mala prensa, por eso los tauro estamos de capa caída. Ahora hay que tener un pensamiento divergente, original, que se salga de lo corriente, saber improvisar, sorprender. Pero no busquéis en los tauro sorpresas, ni fuegos artificiales. Por lo menos en la mayor parte de los tauro, aunque habrá honrosas excepciones, supongo.
Eugenio y yo estábamos de acuerdo en muy pocas cosas; yo era del Madrid y él del Barça, a mi me gustaba hacer deporte y leer mucho y él se pasaba el tiempo libre tumbado viendo la televisión, a mí me gustaba viajar y él sólo se movía del pueblo para visitar a la familia o para ir al médico, yo de izquierdas y él de derechas, a mí me gustaban las morenas y delgadas y a él las rubias y gorditas. Total, que no compartíamos casi ningún gusto, pero simpatizábamos, vaya usted a saber por qué y siempre buscábamos momentos para estar juntos. Era un buen conversador y sabía argumentar sus razonamientos con mucha inteligencia y habilidad y me costaba, lo reconozco, vencerle en las discusiones. Por eso, quizás, me gustaba, porque veía en él un contrincante a mi altura con el que merecía la pena competir, sobre todo en ajedrez. Una de las pocas cosas que compartíamos era nuestra afición al ajedrez, pero en esto también diferíamos. A mi me gustaba plantear partidas tranquilas, con movimientos poco arriesgados, basándome en la defensa y arriesgándome sólo lo imprescindible. Una defensa Caro Kan, una india de dama o una Petrov eran mis favoritas mientras que a Eulogio le gustaban la siciliana o la india de rey. Él siempre buscaba sacrificios imposibles, aperturas raras para que yo no pudiera basarme en la teoría o distracciones de cualquier tipo para que no pudiera concentrarme. Yo quería planteamientos a largo plazo, situando mis piezas sin fisuras, pero él prefería los golpes de efecto, las improvisaciones, los movimientos arriesgados. «Prefiero morir matando a morirme de aburrimiento» era su frase preferida cuando llevábamos más de una hora sentados ante el tablero. «Eulogio, el ajedrez es un juego de lógica, de previsión, de planificación, no una forma de suicidio». La verdad es que yo era mejor jugador y ganaba la mayor parte de las partidas, pero a veces me sorprendía con jugadas maravillosas que después comentábamos cuando me ganaba. En las tardes de invierno, con el viento soplando furioso, las olas balanceando los barcos y las gotas de lluvia golpeando los cristales, un café caliente, una copa de brandy y una partida de ajedrez eran el mejor modo de pasar el tiempo.
En aquella época el tiempo transcurría con lentitud, con amable y tranquila pereza y las horas y los días se desgranaban sin apenas sobresaltos, unos iguales a otros, sin luces ni sombras ni altibajos ni estrépito. No éramos conscientes de que la vida era eso y no fuimos capaces de saborearla, de concentrarnos en apresar los momentos como un auténtico tesoro, como un placer de los sentidos, que se acorchaban sin remedio, ausentes y distraídos. El tiempo flotaba delante de nosotros, como las hojas doradas en el otoño, como globos irisados, y no supimos cerrar las manos alrededor y apresarlo y hacer un lazo y amarrarlo y esconderlo en lo más hondo y profundo del pecho para que nunca se escapara. Y se escapó. Y ya nunca más busqué el tiempo perdido ni lo encontré en una magdalena. El olvido arrinconó o diluyó demasiados recuerdos. Esos días, sin embargo, los puedo recordar con nitidez, como si hubieran transcurrido ayer, pero han pasado ya demasiados años.
Recuerdo a mi compañero Eulogio sentado al lado de la puerta del café, abriendo el periódico todas las mañanas por la página donde leía lo que los astros le deparaban. Supersticioso como pocas personas a las que he conocido, se creía al pie de la letra todo lo que pronosticaba el experto en astrología del diario, que seguramente también escribiría sobre deportes, sucesos o notas de sociedad y me leía en voz alta lo que allí se decía, mientras yo me tomaba el café con la tostada. Un escorpio como él era opuesto a mí, según decía, aunque también nos complementábamos. Me gustaba charlar con él y discutir sobre las cosas más variadas y peregrinas, de fútbol, de política, de mujeres, de economía, de pesca, del tiempo o de cualquier tema que surgiera.
Cuando los pronósticos del horóscopo eran favorables y el viento soplaba a favor, los días al lado de Eulogio eran alegres, divertidos, llenos de conversaciones inteligentes, irónicas, de largos paseos por los caminos que rodeaban el pueblo o que se asomaban a la ría. Pero si los pronósticos eran aciagos o pesimistas, yo tenía que alejarme, distanciarme de un ser que podía llegar a ser nocivo, incluso violento. Lo bueno es que los horóscopos raras veces predecían días totalmente negativos, sino que siempre dejaban una puerta a la esperanza y a eso me agarraba yo e intentaba que él también se apoyara en la parte más positiva. Pero en esos días los silencios se agrandaban, el gesto de su rostro era hosco, desagradable y la mirada perdida y baja, las manos en los bolsillos de la chaqueta o de los pantalones, los pasos largos. Como yo estaba acostumbrado a esa situación, caminaba a su lado y apenas le hablaba. Sólo cuando se iba acercando la medianoche y el día estaba a punto de terminar, las miradas al reloj eran cada vez más frecuentes y en su cara se percibía el cambio de humor. Entonces era cuando podíamos comenzar a hablar casi sin problemas ni malos modos.
Una tarde de invierno, anocheciendo, sentados frente al tablero de ajedrez al lado de la ventana que daba al puerto y a la ría, comentábamos un suceso que había ocurrido días atrás en la fábrica de conservas del pueblo. El dueño había echado a una mujer porque, según decía, había estado robando latas a lo largo de varios meses. El encargado había sospechado de ella y la estuvo vigilando durante dos o tres semanas. Efectivamente, la mujer, una señora casada con un carpintero y madre de cuatro hijos todavía pequeños, metía cada vez tres o cuatro latas de conservas en su bolso y se las llevaba a su casa. Después, según se comprobó, las vendía a las vecinas y se ganaba un dinero extra. Ese dinero, según comentó después ante magistratura, era para compensar lo poco que ganaba en la fábrica y que le permitía llegar a fin de mes. Nosotros conocíamos a la familia y considerábamos muy injusta la decisión de la magistratura, que le dio la razón al propietario y dejó a la mujer sin trabajo. «No hay derecho a que se explote así a la gente», «con los millones que gana la conservera, podían haber hecho la vista gorda o llamarle la atención y avisarla, pero no echarla, a ver qué van a hacer ahora, porque con lo que gana el marido imposible vivir dignamente», «y lo malo es que a ver ahora quién la contrata para hacer cualquier trabajo, porque en los pueblos ya se sabe». Cuando llevábamos hablando un buen rato sobre el tema, Eulogio dijo «esto no puede quedar así, tenemos que darle una lección al dueño para que aprenda». Yo estuve de acuerdo, pero dije que no se me ocurría nada, como no fuera intentar hablar con él para convencerle de que volviera a contratarla. «Eso seguro que no arregla nada, conociendo al personaje, que es un impresentable y un hijo de su madre» comentó mi compañero. «Pues ya me dirás, porque dejar de comprarle latas de conserva no me parece que sea demasiado eficaz, o hacer campaña en contra en el pueblo sería ineficaz y contraproducente, porque la mayor parte de las familias depende de ese trabajo», terminé de razonar. No veía una solución porque, entre otras cosas, la mujer había confesado los hurtos y el empresario no iba a dar marcha atrás, porque quería dar un escarmiento y que nadie volviera a intentar llevarse nada de la fábrica.
No me gusta tomar decisiones a la ligera porque me asustan las posibles consecuencias negativas, o el ridículo, o el qué dirán. Por eso, cuando Eulogio me dijo que se le había ocurrido algo, mientras nos dirigíamos hacia la fábrica que estaba situada en las afueras del pueblo, en la carretera que llevaba hacia la capital, algo me dijo que debería detenerlo. «A ver, qué se te ha ocurrido», dije con un pequeño temblor en la voz. «Ya lo verás, y si no quieres acompañarme, quédate aquí».
Hay situaciones, momentos en la vida o decisiones que pueden cambiar el destino de los hombres. La mayor parte de las veces son acciones sin importancia, que hacemos con frecuencia, como cruzar una calle distraído, pasar debajo de un balcón con macetas, comer sin masticar bien un trozo de pollo, decir sí o no, callar cuando tienes que hablar o hablar cuando deberías permanecer callado, llegar tarde a una cita, coger un avión o un coche… Todos los días realizamos gestos como esos y casi nunca tienen trascendencia. Pero un coche que se salta un semáforo, una maceta suelta, decir una palabra o una frase a destiempo, girar a la derecha en lugar de a la izquierda o aplazar un viaje, por ejemplo, pueden acabar con uno en un instante o con el futuro hecho trizas. Yo no sabía en ese momento que la decisión de seguir andando al lado de Eulogio o detenerme y darme la vuelta podía cambiar mi vida. Los tauro somos prudentes pero no cobardes y el tono de voz de Eulogio era desafiante, como un trapo rojo que ponía delante de mí y yo, sin dudarlo, acudí sin pensar al engaño. Ese es nuestro problema, a veces pensamos demasiado las cosas pero nos dejamos convencer o llevar con cierta facilidad. Eulogio no me engañó, pero me retó, y eso, todo hay que decirlo en honor a la verdad, suponía que Eulogio me conocía muy bien. No intentó convencerme, sino desafiarme, una de las mejores maneras de hacer actuar a un tauro.
Llegamos a una de las puertas de la fábrica, una nave enorme, paredes muy altas, con cierto aire decadente o de abandono, desconchones en las paredes, cristales sucios. Había dos coches aparcados en un lateral, uno de ellos lo conocíamos muy bien, un Mercedes negro con matrícula antigua, pero muy bien cuidado. El otro vehículo era un Ford Fiesta. Eulogio me dijo que diéramos una vuelta. Algunos focos iluminaban el exterior. Sabíamos que Luis, el guarda de la conservera, un marinero jubilado que tenía muy malas pulgas, estaba de baja por una lesión en una pierna; lo veíamos todos los días acodado en la barra de uno de los bares del paseo marítimo charlando con otros marineros, contando sus aventuras en el Mar del Norte. En la fábrica no se necesitaba un guarda, nunca habían intentado robar, entre otras cosas porque en las oficinas no había dinero en efectivo y a nadie se le ocurriría, según se decía en el pueblo, robar latas de conservas. Pero Luis había sido amigo de la infancia del dueño, había trabajado en uno de sus barcos pesqueros y era una manera de agradecerle los servicios prestados y añadir algo de dinero a la escasa pensión.
Eulogio se asomó con precaución a la ventana de la oficina. Allí estaba el dueño, revisando un libro de cuentas y charlando con uno de sus hijos, el menor, el que seguramente se haría con las riendas de la fábrica ya que los otros dos, un médico y un arquitecto, se había ido del pueblo hacía años. El hijo era un muchacho alto, muy fuerte, acostumbrado a hacer deporte. Siempre en chándal, se paseaba por las calles luciendo palmito y atrayendo las miradas de las muchachas, guapo, rico, simpático, el mejor partido de la localidad. Él picaba aquí y allá, pero todavía no había elegido. Según decían las malas lenguas, le gustaba más la carne que el pescado, lo que en un pueblo marinero era una auténtica herejía.
Eulogio me hizo una señal para que nos deslizáramos bajo la ventana para evitar ser vistos. Sacó un spray de su chaquetón y se dirigió al Mercedes. Antes de que pudiera darme cuenta, había escrito con pintura blanca en el lateral “Conservera, mafia explotadora” y lo culminó con círculos y rayas alrededor de todo el coche. Intenté evitarlo, pero se dirigió al otro coche y escribió “Paco es maric”. Esto ya no lo pude consentir y antes de que terminara de escribir, intenté quitarle el spray. Hay líneas que no se deben traspasar. Yo era más fuerte y más ágil que Eulogio, pero se resistía con uñas y dientes. Los resoplidos y el forcejeo llamaron la atención de padre e hijo, que salieron a la puerta y nos vieron luchando. Al principio no se dieron cuenta de lo que pasaba y se acercaron con la intención de separarnos, diciéndonos que dejáramos de pelear. Pero Paco, viendo lo que Eulogio había escrito, se lo señaló a su padre, se enfureció, volvió a entrar en la oficina y salió con un bate de béisbol, que seguramente tendría el guarda como arma disuasoria. Sin mediar palabra, le dio un fuerte golpe a Eulogio en un costado y éste cayó al suelo retorciéndose entre gritos de dolor. Después se dirigió a mí e intentó hacer lo mismo. En aquella época yo era bastante fuerte y muy flexible, así que me eché a un lado y esquivé el primer golpe. El padre intentó impedir la pelea, mientras le decía a su hijo que no siguiera, que nos denunciarían y que ya pagaríamos lo que habíamos hecho. Pero Paco estaba ya fuera de sí porque había leído lo que se había intentado escribir en su coche. Me arrinconó en una esquina y lo último que recuerdo fue un estallido de luz y un enorme dolor en la cabeza.
Treinta y cinco años después, a mil kilómetros de distancia, sentado en un banco frente a un mar tranquilo por el que algunos veleros navegan perezosamente, no sé por qué hoy me viene a la memoria lo que ocurrió ese día. Según me contaron después, estuve cerca de un mes en coma, rodeado de máquinas que me ayudaban a respirar, cables que monitorizaban corazón, pulmones, tensión arterial, ondas cerebrales. El golpe había sido brutal en la frente y estuvo a punto de matarme. Poco a poco, sin embargo, fui recuperándome, salí del coma y comencé a mover los ojos, las manos, los brazos, empecé a hablar, a recordar, lentamente, lo que había pasado. Sufría, y sufro todavía, grandes lagunas de memoria, aunque lo sucedido ese día, curiosamente, lo recuerdo con total claridad, pero la movilidad de las piernas costó mucho más. Años de rehabilitación, fuertes dolores en la cabeza, lapsus en el habla y otros problemas neurológicos me impidieron volver a dar clase. Me dieron la baja definitiva y desde entonces cobro una pensión que me permite vivir sin problemas. Me alejé del pueblo y busqué otro lugar tranquilo, también al lado del mar. Me sería imposible vivir lejos de la gran madre, de donde todos venimos, de su arrullo, de su abrazo, lánguido a veces, furioso otras, pero siempre amoroso.
La conservera desapareció. Después del incidente, la policía investigó el suceso y encontró que el dueño de la conservera y su hijo se dedicaban al tráfico de drogas, al blanqueo de dinero y a otros negocios sucios, incluido el tráfico de mujeres. A ellos los metieron en la cárcel, donde estuvieron muchos años y hoy, muerto el padre, no se sabe dónde está el hijo que me agredió. Quizás saliera del país, se haya establecido en algún paraíso fiscal o en algún lugar donde no se pueda localizar.
Mi amigo Eugenio me viene a ver a veces. Se jubiló hace tres o cuatro años y tampoco se casó. “No soy capaz de aguantarme a mí mismo, como para aguantar a otra persona; al único que soportaba un poco era a ti”, me dice muchas veces, sonriendo. Él tuvo más suerte que yo, sólo tres o cuatro costillas rotas y un pequeño golpe en la cabeza. Después del incidente dejó de leer el horóscopo “menuda mierda de predicción la de aquel día, que tendríamos un día lleno de aventuras, claro que fue una aventura, pero estuvo a punto de costarnos la vida y de eso no decía nada, así que ya no lo leo nunca”. “Pues mira tú, yo sí que me aficioné a leer el horóscopo”, le dije “porque más acertado ese día no pudo ser”.
Desde entonces miro la vida con otros ojos. He dejado de ser tauro y ahora me he apuntado a los piscis, a los que más les gusta improvisar del zodiaco. Abro todos los días la página por donde el periodista, el astrólogo o el becario de turno escriben aquello que se les ocurre sobre lo que me sucederá a lo largo del día y dejo que ellos y el destino decidan por mí, total, si el azar o las estrellas lo dirigen todo, para qué preocuparse.