Pender de un hilo

Siempre me ha gustado la mitología, sobre todo la griega y la romana, porque la nórdica me queda un poco más lejos, y no digamos la de oriente, tampoco conecto demasiado bien con las Valquirias o con Thor, aunque un poco más con los enanos y los elfos por mor del Señor de los Anillos. La mitología griega sigue presente, lo queramos o no, en nuestras vidas actuales y en el lenguaje. Expresiones como «la caja de Pandora», «talón de Aquiles», «quedarse de piedra», «la manzana de la discordia», «hacerse eco», «ser un narcisista» y otras muchas, las utilizamos continuamente sin saber, muchas veces, que provienen de las maravillosas leyendas que griegos y romanos nos legaron y que es una pena que muchas personas desconozcan. Un compañero mío del instituto, profesor de historia del arte, perdía (o ganaba) la mitad de su tiempo cuando analizaba algún cuadro explicando a sus alumnos y alumnas la historia que reflejaba el artista. La fragua de Vulcano o Las hilanderas de Velázquez, Sísifo o El rapto de Europa, de Tiziano, el nacimiento de Venus de Botticelli o Saturno devorando a su hijo de Goya son sólo unos ejemplos. Tampoco es desdeñable el desconocimiento de la historia sagrada, por lo que aviados vamos si queremos analizar el tema de cualquier cuadro o escultura de siglos pasados.

Una expresión que ha estado presente estos días en personas que conozco y quiero es «la vida pende de un hilo». La verdad es que el origen de esta frase es todo menos bonito. Que tres hermanas hilanderas (las Moiras griegas o las Parcas romanas) dediquen su tiempo a decidir la vida y la muerte, controlando el destino, el fatum, de los humanos e incluso de los dioses, no es algo precisamente agradable ni la leyenda que más me guste. Pues sí, mientras una se dedicaba a hilar el hilo en la rueca, otra decidía la longitud de ese hilo y la última lo cortaba. Trabajo en grupo, perfectamente organizado y estructurado. Además, la felicidad o la desgracia dependían del color del hilo, que marcaba los buenos o malos momentos. Todos tenemos un hilo multicolor, pero hay personas en las que predomina el color claro, la alegría, los buenos momentos, y en otras personas es el color oscuro, tirando a negro, el que predomina. Yo no me puedo quejar.

Mirar a un lado o a otro al cruzar una calle, elegir un camino al azar cuando caminamos, masticar bien o mal, caer de una forma o de otra, hacer un esfuerzo de más o de menos… Son muchos los momentos, las situaciones, las decisiones que tomamos consciente o inconscientemente y que pueden cambiar el rumbo que seguimos. Eso es lo que hace que la vida sea apasionante y, a la vez, con un punto de inseguridad e intranquilidad que está siempre presente. Menos mal que esto sólo lo pensamos muy de vez en cuando, porque si no el desasosiego y la angustia nos impediría respirar. Por eso es importante pararnos, mirar alrededor y contemplar las maravillas que nos rodean, sortear lo mejor posible las dificultades, pensar que somos capaces de vencerlas y que nos hacen más fuertes.

La vida pende de un hilo, es verdad, pero nosotros también podemos intentar que ese hilo se haga más grueso y más largo. Tenemos que poner de nuestra parte. Quizás no podamos hacer frente a imponderables, sobre todo a esos que la naturaleza nos depara de vez en cuando o a los que están escondidos en lugares recónditos de nosotros mismos o a la vuelta de la esquina, pero no podemos estar toda la vida pendientes de pandemias o accidentes. Supongo que esto lo puede decir alguien que vive en un lugar privilegiado de la Tierra porque seguramente alguien que ahora viva en Ucrania, en Burundi, en Somalia o en la República Democrática del Congo pensará de manera muy diferente.

Hace aproximadamente diez días dos personas muy cercanas afrontaron situaciones dramáticas que, por suerte, ya han superado. He esperado este tiempo hasta estar seguro de que sus vidas han vuelto casi a la normalidad, aunque también estoy seguro de que nunca podrán olvidar por lo que han pasado. Por eso las animo a que, a partir de ahora afronten la vida con alegría, con optimismo, aprovechando intensamente cada momento, como todos tendríamos que hacer. Mientras tanto las Moiras seguirán tejiendo la rueca, pintando nuestro hilo de colores y alargando o acortando el tamaño del mismo hasta que Átropos decida cortarlo. Mientras tanto, a vivir, que son dos días y que la diosa Fortuna nos acompañe.

Anuncio publicitario

El horóscopo

Hay ocasiones en que se hacen las cosas sin pensar, sin planificar y salen bien, y otras, seguramente la mayor parte de las veces, salen mal. Actuar o hablar de manera irreflexiva o emocional suele conducir a situaciones imprevistas y catastróficas y por eso no me gusta actuar o hablar así, aunque a veces, por pensar demasiado las cosas, he dejado pasar muchas buenas oportunidades.

Dicen que los tauro somos personas previsibles, sistemáticas, prácticas, ordenadas, en suma, personas aburridas. Por eso no nos gusta improvisar, quizás porque tenemos aversión a las sorpresas y porque no tenemos reflejos para responder de la manera más apropiada a aquello que surge de repente. También dicen los expertos en astrología que somos personas tranquilas y plácidas la mayor parte del tiempo, pero impetuosos y brutales cuando se nos enfada o se nos cruzan los cables. Serios, trabajadores y pragmáticos, si se nos mete una cosa en la cabeza no paramos hasta conseguirla porque la constancia es una de nuestras más reconocidas virtudes. Pero la monotonía, la planificación o el orden tienen hoy muy mala prensa, por eso los tauro estamos de capa caída. Ahora hay que tener un pensamiento divergente, original, que se salga de lo corriente, saber improvisar, sorprender. Pero no busquéis en los tauro sorpresas, ni fuegos artificiales. Por lo menos en la mayor parte de los tauro, aunque habrá honrosas excepciones, supongo.

Eugenio y yo estábamos de acuerdo en muy pocas cosas; yo era del Madrid y él del Barça, a mi me gustaba hacer deporte y leer mucho y él se pasaba el tiempo libre tumbado viendo la televisión, a mí me gustaba viajar y él sólo se movía del pueblo para visitar a la familia o para ir al médico, yo de izquierdas y él de derechas, a mí me gustaban las morenas y delgadas y a él las rubias y gorditas. Total, que no compartíamos casi ningún gusto, pero simpatizábamos, vaya usted a saber por qué y siempre buscábamos momentos para estar juntos. Era un buen conversador y sabía argumentar sus razonamientos con mucha inteligencia y habilidad y me costaba, lo reconozco, vencerle en las discusiones. Por eso, quizás, me gustaba, porque veía en él un contrincante a mi altura con el que merecía la pena competir, sobre todo en ajedrez. Una de las pocas cosas que compartíamos era nuestra afición al ajedrez, pero en esto también diferíamos. A mi me gustaba plantear partidas tranquilas, con movimientos poco arriesgados, basándome en la defensa y arriesgándome sólo lo imprescindible. Una defensa Caro Kan, una india de dama o una Petrov eran mis favoritas mientras que a Eulogio le gustaban la siciliana o la india de rey. Él siempre buscaba sacrificios imposibles, aperturas raras para que yo no pudiera basarme en la teoría o distracciones de cualquier tipo para que no pudiera concentrarme. Yo quería planteamientos a largo plazo, situando mis piezas sin fisuras, pero él prefería los golpes de efecto, las improvisaciones, los movimientos arriesgados. «Prefiero morir matando a morirme de aburrimiento» era su frase preferida cuando llevábamos más de una hora sentados ante el tablero. «Eulogio, el ajedrez es un juego de lógica, de previsión, de planificación, no una forma de suicidio». La verdad es que yo era mejor jugador y ganaba la mayor parte de las partidas, pero a veces me sorprendía con jugadas maravillosas que después comentábamos cuando me ganaba. En las tardes de invierno, con el viento soplando furioso, las olas balanceando los barcos y las gotas de lluvia golpeando los cristales, un café caliente, una copa de brandy y una partida de ajedrez eran el mejor modo de pasar el tiempo.

En aquella época el tiempo transcurría con lentitud, con amable y tranquila pereza y las horas y los días se desgranaban sin apenas sobresaltos, unos iguales a otros, sin luces ni sombras ni altibajos ni estrépito. No éramos conscientes de que la vida era eso y no fuimos capaces de saborearla, de concentrarnos en apresar los momentos como un auténtico tesoro, como un placer de los sentidos, que se acorchaban sin remedio, ausentes y distraídos. El tiempo flotaba delante de nosotros, como las hojas doradas en el otoño, como globos irisados, y no supimos cerrar las manos alrededor y apresarlo y hacer un lazo y amarrarlo y esconderlo en lo más hondo y profundo del pecho para que nunca se escapara. Y se escapó. Y ya nunca más busqué el tiempo perdido ni lo encontré en una magdalena. El olvido arrinconó o diluyó demasiados recuerdos. Esos días, sin embargo, los puedo recordar con nitidez, como si hubieran transcurrido ayer, pero han pasado ya demasiados años.

Recuerdo a mi compañero Eulogio sentado al lado de la puerta del café, abriendo el periódico todas las mañanas por la página donde leía lo que los astros le deparaban. Supersticioso como pocas personas a las que he conocido, se creía al pie de la letra todo lo que pronosticaba el experto en astrología del diario, que seguramente también escribiría sobre deportes, sucesos o notas de sociedad y me leía en voz alta lo que allí se decía, mientras yo me tomaba el café con la tostada. Un escorpio como él era opuesto a mí, según decía, aunque también nos complementábamos. Me gustaba charlar con él y discutir sobre las cosas más variadas y peregrinas, de fútbol, de política, de mujeres, de economía, de pesca, del tiempo o de cualquier tema que surgiera.

Cuando los pronósticos del horóscopo eran favorables y el viento soplaba a favor, los días al lado de Eulogio eran alegres, divertidos, llenos de conversaciones inteligentes, irónicas, de largos paseos por los caminos que rodeaban el pueblo o que se asomaban a la ría. Pero si los pronósticos eran aciagos o pesimistas, yo tenía que alejarme, distanciarme de un ser que podía llegar a ser nocivo, incluso violento. Lo bueno es que los horóscopos raras veces predecían días totalmente negativos, sino que siempre dejaban una puerta a la esperanza y a eso me agarraba yo e intentaba que él también se apoyara en la parte más positiva. Pero en esos días los silencios se agrandaban, el gesto de su rostro era hosco, desagradable y la mirada perdida y baja, las manos en los bolsillos de la chaqueta o de los pantalones, los pasos largos. Como yo estaba acostumbrado a esa situación, caminaba a su lado y apenas le hablaba. Sólo cuando se iba acercando la medianoche y el día estaba a punto de terminar, las miradas al reloj eran cada vez más frecuentes y en su cara se percibía el cambio de humor. Entonces era cuando podíamos comenzar a hablar casi sin problemas ni malos modos.

Una tarde de invierno, anocheciendo, sentados frente al tablero de ajedrez al lado de la ventana que daba al puerto y a la ría, comentábamos un suceso que había ocurrido días atrás en la fábrica de conservas del pueblo. El dueño había echado a una mujer porque, según decía, había estado robando latas a lo largo de varios meses. El encargado había sospechado de ella y la estuvo vigilando durante dos o tres semanas. Efectivamente, la mujer, una señora casada con un carpintero y madre de cuatro hijos todavía pequeños, metía cada vez tres o cuatro latas de conservas en su bolso y se las llevaba a su casa. Después, según se comprobó, las vendía a las vecinas y se ganaba un dinero extra. Ese dinero, según comentó después ante magistratura, era para compensar lo poco que ganaba en la fábrica y que le permitía llegar a fin de mes. Nosotros conocíamos a la familia y considerábamos muy injusta la decisión de la magistratura, que le dio la razón al propietario y dejó a la mujer sin trabajo. «No hay derecho a que se explote así a la gente», «con los millones que gana la conservera, podían haber hecho la vista gorda o llamarle la atención y avisarla, pero no echarla, a ver qué van a hacer ahora, porque con lo que gana el marido imposible vivir dignamente», «y lo malo es que a ver ahora quién la contrata para hacer cualquier trabajo, porque en los pueblos ya se sabe». Cuando llevábamos hablando un buen rato sobre el tema, Eulogio dijo «esto no puede quedar así, tenemos que darle una lección al dueño para que aprenda». Yo estuve de acuerdo, pero dije que no se me ocurría nada, como no fuera intentar hablar con él para convencerle de que volviera a contratarla. «Eso seguro que no arregla nada, conociendo al personaje, que es un impresentable y un hijo de su madre» comentó mi compañero. «Pues ya me dirás, porque dejar de comprarle latas de conserva no me parece que sea demasiado eficaz, o hacer campaña en contra en el pueblo sería ineficaz y contraproducente, porque la mayor parte de las familias depende de ese trabajo», terminé de razonar. No veía una solución porque, entre otras cosas, la mujer había confesado los hurtos y el empresario no iba a dar marcha atrás, porque quería dar un escarmiento y que nadie volviera a intentar llevarse nada de la fábrica.

No me gusta tomar decisiones a la ligera porque me asustan las posibles consecuencias negativas, o el ridículo, o el qué dirán. Por eso, cuando Eulogio me dijo que se le había ocurrido algo, mientras nos dirigíamos hacia la fábrica que estaba situada en las afueras del pueblo, en la carretera que llevaba hacia la capital, algo me dijo que debería detenerlo. «A ver, qué se te ha ocurrido», dije con un pequeño temblor en la voz. «Ya lo verás, y si no quieres acompañarme, quédate aquí».

Hay situaciones, momentos en la vida o decisiones que pueden cambiar el destino de los hombres. La mayor parte de las veces son acciones sin importancia, que hacemos con frecuencia, como cruzar una calle distraído, pasar debajo de un balcón con macetas, comer sin masticar bien un trozo de pollo, decir sí o no, callar cuando tienes que hablar o hablar cuando deberías permanecer callado, llegar tarde a una cita, coger un avión o un coche… Todos los días realizamos gestos como esos y casi nunca tienen trascendencia. Pero un coche que se salta un semáforo, una maceta suelta, decir una palabra o una frase a destiempo, girar a la derecha en lugar de a la izquierda o aplazar un viaje, por ejemplo, pueden acabar con uno en un instante o con el futuro hecho trizas. Yo no sabía en ese momento que la decisión de seguir andando al lado de Eulogio o detenerme y darme la vuelta podía cambiar mi vida. Los tauro somos prudentes pero no cobardes y el tono de voz de Eulogio era desafiante, como un trapo rojo que ponía delante de mí y yo, sin dudarlo, acudí sin pensar al engaño. Ese es nuestro problema, a veces pensamos demasiado las cosas pero nos dejamos convencer o llevar con cierta facilidad. Eulogio no me engañó, pero me retó, y eso, todo hay que decirlo en honor a la verdad, suponía que Eulogio me conocía muy bien. No intentó convencerme, sino desafiarme, una de las mejores maneras de hacer actuar a un tauro.

Llegamos a una de las puertas de la fábrica, una nave enorme, paredes muy altas, con cierto aire decadente o de abandono, desconchones en las paredes, cristales sucios. Había dos coches aparcados en un lateral, uno de ellos lo conocíamos muy bien, un Mercedes negro con matrícula antigua, pero muy bien cuidado. El otro vehículo era un Ford Fiesta. Eulogio me dijo que diéramos una vuelta. Algunos focos iluminaban el exterior. Sabíamos que Luis, el guarda de la conservera, un  marinero jubilado que tenía muy malas pulgas, estaba de baja por una lesión en una pierna; lo veíamos todos los días acodado en la barra de uno de los bares del paseo marítimo charlando con otros marineros, contando sus aventuras en el Mar del Norte. En la fábrica no se necesitaba un guarda, nunca habían intentado robar, entre otras cosas porque en las oficinas no había dinero en efectivo y a nadie se le ocurriría, según se decía en el pueblo, robar latas de conservas. Pero Luis había sido amigo de la infancia del dueño, había trabajado en uno de sus barcos pesqueros y era una manera de agradecerle los servicios prestados y añadir algo de dinero a la escasa pensión.

Eulogio se asomó con precaución a la ventana de la oficina. Allí estaba el dueño, revisando un libro de cuentas y charlando con uno de sus hijos, el menor, el que seguramente se haría con las riendas de la fábrica ya que los otros dos, un médico y un arquitecto, se había ido del pueblo hacía años. El hijo era un muchacho alto, muy fuerte, acostumbrado a hacer deporte. Siempre en chándal, se paseaba por las calles luciendo palmito y atrayendo las miradas de las muchachas, guapo, rico, simpático, el mejor partido de la localidad. Él picaba aquí y allá, pero todavía no había elegido. Según decían las malas lenguas, le gustaba más la carne que el pescado, lo que en un pueblo marinero era una auténtica herejía.

Eulogio me hizo una señal para que nos deslizáramos bajo la ventana para evitar ser vistos. Sacó un spray de su chaquetón y se dirigió al Mercedes. Antes de que pudiera darme cuenta, había escrito con pintura blanca en el lateral “Conservera, mafia explotadora” y lo culminó con círculos y rayas alrededor de todo el coche. Intenté evitarlo, pero se dirigió al otro coche y escribió “Paco es maric”. Esto ya no lo pude consentir y antes de que terminara de escribir, intenté quitarle el spray. Hay líneas que no se deben traspasar. Yo era más fuerte y más ágil que Eulogio, pero se resistía con uñas y dientes. Los resoplidos y el forcejeo llamaron la atención de padre e hijo, que salieron a la puerta y nos vieron luchando. Al principio no se dieron cuenta de lo que pasaba y se acercaron con la intención de separarnos, diciéndonos que dejáramos de pelear. Pero Paco, viendo lo que Eulogio había escrito, se lo señaló a su padre, se enfureció, volvió a entrar en la oficina y salió con un bate de béisbol, que seguramente tendría el guarda como arma disuasoria. Sin mediar palabra, le dio un fuerte golpe a Eulogio en un costado y éste cayó al suelo retorciéndose entre gritos de dolor. Después se dirigió a mí e intentó hacer lo mismo. En aquella época yo era bastante fuerte y muy flexible, así que me eché a un lado y esquivé el primer golpe. El padre intentó impedir la pelea, mientras le decía a su hijo que no siguiera, que nos denunciarían y que ya pagaríamos lo que habíamos hecho. Pero Paco estaba ya fuera de sí porque había leído lo que se había intentado escribir en su coche. Me arrinconó en una esquina y lo último que recuerdo fue un estallido de luz y un enorme dolor en la cabeza.

Treinta y cinco años después, a mil kilómetros de distancia, sentado en un banco frente a un mar tranquilo por el que algunos veleros navegan perezosamente, no sé por qué hoy me viene a la memoria lo que ocurrió ese día. Según me contaron después, estuve cerca de un mes en coma, rodeado de máquinas que me ayudaban a respirar, cables que monitorizaban corazón, pulmones, tensión arterial, ondas cerebrales. El golpe había sido brutal en la frente y estuvo a punto de matarme. Poco a poco, sin embargo, fui recuperándome, salí del coma y comencé a mover los ojos, las manos, los brazos, empecé a hablar, a recordar, lentamente, lo que había pasado. Sufría, y sufro todavía, grandes lagunas de memoria, aunque lo sucedido ese día, curiosamente, lo recuerdo con total claridad, pero la movilidad de las piernas costó mucho más. Años de rehabilitación, fuertes dolores en la cabeza, lapsus en el habla y otros problemas neurológicos me impidieron volver a dar clase. Me dieron la baja definitiva y desde entonces cobro una pensión que me permite vivir sin problemas. Me alejé del pueblo y busqué otro lugar tranquilo, también al lado del mar. Me sería imposible vivir lejos de la gran madre, de donde todos venimos, de su arrullo, de su abrazo, lánguido a veces, furioso otras, pero siempre amoroso.

La conservera desapareció. Después del incidente, la policía investigó el suceso y encontró que el dueño de la conservera y su hijo se dedicaban al tráfico de drogas, al blanqueo de dinero y a otros negocios sucios, incluido el tráfico de mujeres. A ellos los metieron en la cárcel, donde estuvieron muchos años y hoy, muerto el padre, no se sabe dónde está el hijo que me agredió. Quizás saliera del país, se haya establecido en algún paraíso fiscal o en algún lugar donde no se pueda localizar.

Mi amigo Eugenio me viene a ver a veces. Se jubiló hace tres o cuatro años y tampoco se casó. “No soy capaz de aguantarme a mí mismo, como para aguantar a otra persona; al único que soportaba un poco era a ti”, me dice muchas veces, sonriendo. Él tuvo más suerte que yo, sólo tres o cuatro costillas rotas y un pequeño golpe en la cabeza. Después del incidente dejó de leer el horóscopo “menuda mierda de predicción la de aquel día, que tendríamos un día lleno de aventuras, claro que fue una aventura, pero estuvo a punto de costarnos la vida y de eso no decía nada, así que ya no lo leo nunca”. “Pues mira tú, yo sí que me aficioné a leer el horóscopo”, le dije “porque más acertado ese día no pudo ser”.

Desde entonces miro la vida con otros ojos. He dejado de ser tauro y ahora me he apuntado a los piscis, a los que más les gusta improvisar del zodiaco. Abro todos los días la página por donde el periodista, el astrólogo o el becario de turno escriben aquello que se les ocurre sobre lo que me sucederá a lo largo del día y dejo que ellos y el destino decidan por mí, total, si el azar o las estrellas lo dirigen todo, para qué preocuparse.

DIARIO DE UN APRENDIZ DE ESCRITOR (III)

10 de noviembre de 2021. Un viaje inolvidable entre Coruña y Aroche.

Hay personas a las que no les gusta viajar porque se acomodan a un espacio conocido, a su pueblo, a su barrio, a su hogar. Todo lo que suponga salir de su ambiente les provoca cierto temor, una especie de desasosiego que les impide disfrutar de nuevas experiencias. Como se está en casa, no se está en ninguna parte, suelen decir mientras se beben un buen vino tinto acompañado de queso y jamón sentados en el salón de su casa viendo un partido de fútbol o cualquier otro programa de televisión. Saludar diariamente a los amigos, charlar con ellos horas y horas, tomarse un café o una cerveza en el bar al que acuden hace muchos años. Otras personas simplemente no pueden viajar porque su economía se lo impide o tienen que viajar obligatoriamente para escapar, huir de la miseria, del hambre, de la guerra. No son viajes de placer, son travesías hacia la esperanza y lo desconocido. En realidad, más que viajar la palabra exacta es emigrar, buscar una vida mejor. En España sabemos mucho de eso.

A mí siempre me ha gustado viajar, hacer turismo, conocer nuevos países, nuevas ciudades, nuevas culturas. No tengo ni el dinero ni la ambición, ni quizás el valor, para ser un viajero intrépido que recorre lugares casi inaccesibles, solitarios, peligrosos, desconocidos, aunque me hubiera gustado. Creo que mi primer viaje, cuando sólo tenía dos años, fue una pequeña odisea. Viajar en el año 1957 en una locomotora de vapor, en un vagón de tercera con asientos de madera desde Coruña a Sevilla y después en autobús de Sevilla a Aroche, tuvo que ser épico. Entre unas cosas y otras tardamos tres días y mis padres supongo que llegarían exhaustos, aunque dichosos, porque mi madre hacía nueve años que no regresaba a su pueblo. Como es lógico, no me acuerdo de nada, pero las fotos que conservo me muestran como un niño tímido, siempre cogido a las faldas de mi madre.

Ya he contado algunos viajes, como cuando viajé a Rusia, a Nueva York, a Londres o a Italia. En todos ha habido anécdotas y algunos momentos realmente difíciles y complicados, sobre todo cuando únicamente sabes hablar español y apenas entiendes algo de francés. De inglés, ni hablamos, nunca mejor dicho. Y eso que cada vez que salgo al extranjero y me encuentro con problemas de comunicación me planteo empezar a aprender inglés. Pero cuando me voy a poner en serio a la faena, porque en broma ya lo he intentado muchas veces, pienso que qué necesidad, que el español es el segundo idioma más hablado y que aprendan los demás el nuestro, que para eso tenemos al mejor novelista, Cervantes, y a la mejor liga del mundo, o eso dicen.

Hoy, sin embargo, quiero contar un viaje que se podría calificar de complicado, desastroso, épico, peligroso o cualquier otro adjetivo similar, aunque el que mejor le cuadra es el de inolvidable. Por supuesto que lo mejor sería olvidarlo, meterlo en una de esas cajas que según dicen tenemos en nuestra memoria, ponerle un cerrojo, cerrarlo y tirar la llave lo más lejos posible. Pero ya se sabe que la memoria es rebelde y que cuando menos se piensa salta la liebre. Ahí vamos, pero antes hay que ponerse en situación.

En el año 1981, cuando suceden los acontecimientos que voy a relatar a continuación, no había teléfonos móviles, no había tarjetas de crédito y, por supuesto, tampoco había Internet. Cuando uno quería viajar y llevar el dinero suficiente, una buena parte la llevaba en efectivo, guardada y escondida; también había cheques de viaje y, además, podía usarse la libreta de ahorros. Para ello había que acercarse al banco y en la oficina indicabas qué cantidad querías disponer durante los días que estuvieras viajando. Esa cantidad tenía un límite dependiendo de tus ahorros. En la libreta te acuñaban unas líneas para que, cuando necesitaras efectivo, acudieras a una oficina bancaria de una entidad asociada a este sistema y fueras retirando el dinero necesario que se iba inscribiendo en la libreta hasta completar la cantidad marcada. Si te surgía una urgencia un día festivo y no llevabas dinero encima, a ponerse a rezar. Todo mucho más complicado, como se puede comprender.

El fin de año 1981 lo pasamos en Coruña. Los años de noviazgo y los primeros años de casados Carmen y yo solíamos pasar las navidades en Aroche y el fin de año en Coruña, había que repartirse entre las dos familias, como es comprensible. Pero los Reyes también los pasábamos en Aroche, participando de la cabalgata que allí se celebra, un auténtico espectáculo al que hace ya muchos años que no asistimos. Así que el 5 de diciembre del nuevo año, después de cargar hasta arriba el maletero y los asientos traseros de nuestro Seat 127 amarillo, un coche muy popular en aquella época que a mí me dio muy buen resultado y al que le tenía mucho cariño y cuidaba como a un hijo, salimos de madrugada, calculo que sobre las cinco de la mañana. El viaje era largo, casi mil kilómetros y las carreteras muy malas, no como las de ahora. Solíamos tardar unas doce o trece horas, contando las paradas para comer y para descansar. Además de nuestro equipaje, un par de maletas llenas de varias mudas y mucha ropa de abrigo, el mayor volumen lo ocupaban las cajas con los regalos de reyes para la familia.

Los días anteriores había llovido mucho, pero afortunadamente el día de nuestra partida no había nubes y las estrellas brillaban en un cielo limpio y sin luna. El frío, sin embargo, era intenso y había mucha humedad.. Arranqué con cierta dificultad el coche y esperé a que el motor se calentara para encender la calefacción y caldear el interior. A esa hora no había tráfico y la salida de Coruña por la avenida de Alfonso Molina y el puente del Burgo fue muy tranquila. Algún que otro camión, coches aislados y poco más. Pasamos Betanzos, Guitiriz, Lugo, sin apenas compañía. A un lado y otro de la carretera, los árboles y las casas pasaban velozmente. En el radiocasete del coche, música de Pink Floyd, Beatles o Milladoiro. Carmen adormilada a mi lado. Llegamos a Becerreá y poco más adelante, la subida al puerto de Piedrafita. La nacional VI en aquella época era de doble sentido, así que como en los puertos de montaña o en zonas con muchas curvas te encontraras con un camión, había que echarle paciencia, reducir y esperar el mejor momento para adelantar. Yo conocía bien la carretera porque la había recorrido muchas veces, primero con mis padres, a bordo de un seat 600 primero, un seat 850 más tarde y por último con el 127 que después sería mío. Cuando Carmen y yo nos hicimos novios, aprovechaba las vacaciones para visitarla en Aroche, así que me sabía casi de memoria las rectas y las curvas, los pueblos y aldeas que yo iba memorizando y repitiendo, ahora viene Baamonde, falta poco para Begonte, casi estamos en Rábade, en Outeiro de Rei (en aquella época se escribía y decía Otero de Rey), ya casi estamos en Lugo… más adelante Corgo, Baralla, el puerto de Campo de Arbre, que muchos inviernos está cerrado por la nieve, y cuando llegábamos a Becerreá solíamos parar para tomar un café. Pero en este viaje todavía era muy temprano y estaba todo cerrado. El frío era cada vez más intenso y la calefacción estaba al máximo así que seguí camino rumbo a Piedrafita (hoy Pedrafita do Cebreiro) en el límite con la provincia de León, subiendo el puerto del mismo nombre. Pasábamos por Nogales (As Nogáis) y Noceda. Por suerte, apenas tuve que adelantar a algún camión que subía las rampas con dificultad. Tenía que tener mucho cuidado pues el asfalto estaba cubierto de hielo y podía llevarme algún susto. En Piedrafita no se veía un alma y sólo dos o tres luces en algunas casas daban fe de que el pueblo estaba habitado.

Comencé el descenso del puerto, lleno de curvas peligrosas y muy pocas rectas. Delante de mí, un camión que me impedía adelantar. El camión debía de ir vacío porque llevaba una gran velocidad, así que como era casi imposible pasarlo decidí reducir la marcha y dejar que se alejara. Ya llegaría el final del puerto y podría adelantarlo sin dificultad. Pasamos Ambasmestas, la Vega del Valcarce y Trabadelo. A un lado y otro de la carretera, altas montañas y bosques frondosos que la oscuridad impide ver pero se adivinan y, además, sé que están ahí y observan impasibles nuestra marcha. El río Valcarce, impetuoso, se cruza varias veces en el camino. No puedo verlo por la oscuridad pero sé que lleva mucha agua. Falta poco para Pereje, pienso y en ese momento, cuando intento reducir la marcha porque me estoy acercando a una curva cerrada, comienza el espectáculo. Sin saber qué pasa en un primer momento, me encuentro con la palanca de cambios en la mano, suelta totalmente del engranaje. Freno bruscamente porque me acerco a la curva y busco una zona donde pueda apartar el coche y parar. Menos mal que los frenos funcionan bien, la velocidad desciende y un poco más adelante encuentro un lugar llano fuera de la carretera. Intento maniobrar con la palanca, para ver si ha sido un fallo pasajero y puedo volver a engranar la marcha. Imposible, se ha roto el cambio de marchas. Noche cerrada, ni un alma ni una luz a la vista. Carmen se ha despertado y me pregunta qué pasa. ¿Que qué pasa? digo yo entre asustado y enfadado. Que nos hemos quedado tirados, que el coche se ha estropeado, que es de noche, que no veo nada, que el pueblo más cercano está a un kilómetro o más, que allí no habrá ningún taller, que no sé si esto tiene arreglo… Me estoy poniendo cada vez más nervioso, pero con mi proverbial capacidad de afrontar las dificultades, o eso dicen que tengo y yo me lo creo, empiezo a respirar profundamente y noto que el corazón, que se había desbocado, late ya más despacio.

Salgo del coche y espero unos minutos a ver si pasa algún vehículo, algún camión para hacerle señales y que me acerque a Pereje, para llamar desde allí al seguro y que me envíen una grúa. No pasa ni un alma, ni coche, ni camión ni ciclista ni peregrino, ni siquiera la santa compaña o algún alma en pena. Estamos solos en el mundo, seguro que una catástrofe mundial ha acabado con la humanidad y Carmen y yo somos los únicos supervivientes. Eso se me pasa por la cabeza un instante, sólo un instante, pero me llena de angustia. El río Valcarce suena a mi derecha, muy cerca, un rumor que, en lugar de tranquilizar, pone más nerviosa a Carmen. El coche está bien situado así que le digo a mi mujer que voy a llevarme la documentación del coche y llegar andando hasta Pereje, a ver si hay algún bar, algún comercio o algún alma caritativa que me permita usar el teléfono. Carmen se pone pálida y empieza a tartamudear, me me me vas a dejar aquí sola, en medio de la nada, con el frío que hace, con el miedo que me da la oscuridad, no no y no, ni hablar, me voy contigo, yo no me quedo aquí sola, faltaría más. Abre la puerta del coche y en cuanto nota el frío en la cara y en el cuerpo, vuelve a introducirse inmediatamente. Creo que lo ha pensado mejor.

Total, que después de otro intercambio de frases, ten cuidado, mira que apenas se ve, a ver si pasa algún coche y te puede acercar al pueblo, no te preocupes, tendré cuidado, te dejo el coche encendido con la calefacción, procura abrir un poco la ventanilla para que no te asfixies, eso, tú tranquilízame, jeje, hay que tomarse las cosas con humor en los peores momentos, me abrigo bien con mi lobo marino azul con el que parezco el capitán de un barco ballenero, sólo me falta el gorro y la pipa, paso a la izquierda de la carretera y comienzo la caminata a buen ritmo, no sólo por llegar antes, sino porque hace un frío que pela. Viene algún coche de frente y también pasan varios coches y un camión en mi mismo sentido pero ninguno para a pesar de que les hago señales. Mi figura no debe ser tranquilizadora pues en esa época tenía barba y el pelo bastante largo, un hippi o un asesino en serie, pensarían. La noche, aunque sin luna, es bastante clara y puedo ver las estrellas y las constelaciones en el cielo. El río y su murmullo me acompañan así como algunos ruidos de animales que no me tranquilizan precisamente, entre ellos uno que parece un búho, una lechuza o vaya usted a saber qué otro ave de no muy buen agüero. Diez o quince minutos después diviso las primeras casas de Pereje, casas de piedra con chimenea, de algunas de la cuales sale un tenue humo azulado. Miro el reloj, las siete y media y todavía es de noche, aunque observo que en el horizonte comienza a clarear ligeramente y ya se pueden ver las cimas de algunas montañas.

Albricias, una mujer está abriendo una especie de tienda, abacería o similar y es como si se me apareciera alguna virgen que viniera a auxiliarme. Le explico lo que me pasa y, por supuesto, me deja usar el teléfono. Llamo al seguro y después de dar mis datos y la ubicación aproximada del vehículo, me dicen que me enviarán una grúa desde Ponferrada. Regreso junto a Carmen. Parece que todo se va solucionando y ya estoy de mejor humor. Cuando llego al coche, Carmen está en shock, que si ha escuchado ruidos raros, que cómo he tardado tanto, que no vuelva a dejarla sola, que si llega a saber que iba a tardar tanto se hubiera ido conmigo, que está muerta de frío porque apagó el motor no fuera a asfixiarse… prefiero no decir nada porque entiendo su nerviosismo. Ahora sólo queda esperar la llegada de la grúa. Nos quedamos callados, los ojos cerrados, absortos en nuestros pensamientos, sin atrevernos a hacer pronósticos sobre el resto del viaje. Y menos mal, porque todavía nos quedaba lo mejor, o lo peor, según se mire.

Cerca de una hora después, sobre las ocho y media o nueve de la mañana, ya con el sol sobre el horizonte y con buena visibilidad, comprobamos que estamos muy cerca de un pequeño puente sobre el río Valcarce. Para desentumecernos, salimos del coche y nos acercamos a ver el río. Si no fuera por la situación, seguro que disfrutaríamos del paisaje. Bosques tupidos, prados de un verde intenso, montañas en alguna de las cuales hay nieve, un río de aguas cristalinas y un hermoso amanecer. Pero lo único que queremos es que llegue lo antes posible la grúa. Y llegó, claro.

Pasaré por alto, porque realmente no recuerdo mucho eso, el viaje con el coche estropeado sobre la grúa. Cuando llegamos a Ponferrada, serían ya cerca de las diez de la mañana. El dueño del taller nos dijo que el arreglo iba a ser caro, pero que el coche podría continuar el camino sin problemas, que tardaría un par de horas y que fuera preparando un buen fajo de billetes. Yo estaba temblando, porque miré el saldo del que podía disponer en la libreta de ahorros y aunque era una cantidad bastante elevada no sabía si bastaría para pagar la avería. Dejamos el coche en el taller y nos fuimos a desayunar a una cafetería cercana. Allí preguntamos por una sucursal bancaria donde saqué todo el dinero disponible, creo que unas veinte o veinticinco mil pesetas, que en aquella época era la mitad del sueldo de un mes, un dineral, porque la hipoteca del piso nos dejaba los ahorros tiritando, sobre todo en enero.

Aunque parezca mentira, el arreglo se llevó la práctica totalidad de lo que teníamos, menos unas dos o tres mil pesetas para gasolina. Estamos hablando de unos quince euros actuales, para hacerse una idea del coste de la vida en aquellos tiempos. Salimos de Ponferrada cerca de la una de la tarde. El coche funcionaba perfectamente así que, dejando a un lado el dineral de la avería, que no se me quitaba de la cabeza, lo que yo podría haber hecho con ese dinero, la de cuotas de hipoteca que habría quitado de en medio, las comidas y viajes… mejor no pensar. Una vez pasada Salamanca, serían las cuatro de la tarde, decidimos parar, arrimando el coche al arcén para comernos los bocadillos que Carmen había preparado la noche anterior. Error, inmenso error. El arcén era de tierra apisonada, o eso parecía, así que frené y giré el coche para sacarlo de la carretera en un larga recta. Nada más pisar la tierra las dos ruedas laterales derechas, el coche se hundió más de dos cuartas. La abundante lluvia caída los días anteriores había convertido la tierra en un barrizal que no pudo aguantar el peso. Así que teníamos un nuevo problema. Yo salí del coche dando gritos y andando a grandes zancadas carretera adelante, echando por la boca sapos y culebras, acordándome de todo lo que se movía en el universo, y de lo que no se movía también me acordaba. Carmen no podía salir por su puerta, ya que tropezaba con la tierra, así que, aprovechando su agilidad, salió por la puerta del conductor e intentó tranquilizarme. Ahora era yo el nervioso. Otra vez ejercicios de respiración profunda y acompasamiento de los latidos del corazón. Intentamos mover algo el coche, tarea imposible, cada vez se hundía y escoraba más. Lo malo es que esta vez el pueblo más cercano estaba a bastantes kilómetros, así que la única alternativa era que algún alma caritativa pudiera ayudarme. Mientras tanto, nos pusimos a comer los bocadillos, las penas con pan son menos.

Apenas habíamos dado dos o tres mordiscos cuando se paró un land rover delante de nosotros. Ahí estaba el alma caritativa, un hombre corpulento, más bien rollizo, yo diría que muy entrado en carnes, gordo, para qué andarse con florituras, pero muy amable. Salí rápidamente del coche y le expliqué la situación, aunque el hombre, que sabía lo que se hacía, no metió las ruedas en la cuneta. Vamos a sacar el coche con una cuerda, y mientras lo decía, sacaba una soga que seguramente serviría para colgarse de alguna viga en momentos de desesperación. Menos mal que yo no tenía una a mano hacía unos minutos. Así que ató la cuerda con un nudo a nuestro parachoques delantero y con otro nudo a su vehículo. Otro craso, crasísimo error, porque en cuanto arrancó el land rover, mi parachoques salió arrastrando por la carretera y el coche no se movió ni un milímetro. Se me quedó cara de tonto.

Claro, dijo el hombre con una media sonrisa, tendría que haber atado la cuerda a la carrocería, no al parachoques, ha sido un fallo mío, pero esto tiene fácil arreglo, ya verá. Dicho y hecho, con una habilidad que todavía no me explico, fue capaz de atar con varias cuerdas el parachoques y colocarlo perfectamente, y esta vez sí que lo hizo todo bien. Total, resumiendo, que esto ya se está haciendo muy largo y todavía quedan muchas aventuras, que a los poco minutos el 127 estaba ya listo para seguir camino. Quise darle al hombre mil pesetas por su trabajo, aunque esto supusiera, quizás, quedarme tirado sin gasolina, pero no lo consintió, lo cual agradecí en el fondo, así que nos despedimos con muchas muestras de agradecimiento, abrazos del oso varios, suyos sobre mí y mi mujer, y deseos de vernos en mejor situación para tomarnos alguna botella de vino.

Estábamos todavía a mitad de camino y llevábamos ya once horas de viaje. Yo calculaba que me quedarían otras seis horas, o sea, llegaríamos a Aroche, con suerte, a las 12 de la noche. Con suerte, nunca mejor dicho. Terminamos los bocadillos y continuamos rumbo a nuestro destino, que yo vislumbraba lejano, muy lejano. La siguiente población importante era Béjar. El puerto de Béjar ahora se pasa sin dificultad, pero hace cuarenta años era como el Tourmalet, una carretera con muchas curvas y bastante pendiente. Yo estaba con la mosca tras la oreja, cambiando de marcha lo menos posible por si volvía a fallar la mecánica y pendiente también del parachoques, no fuera a caerse y darme un susto. Yo tenía pánico de encontrarme, tanto a la subida como a la bajada del puerto, con una de esas trilladoras o segadoras que ocupan casi toda la calzada porque eso supondría perder mucho más tiempo, pero no nos encontramos con ninguna. La suerte parecía estar cambiando.

Baños de Montemayor y Aldeanueva fueron los siguientes pueblos que cruzamos. Estábamos ya en Extremadura. Cáceres y Badajoz eran y siguen siendo dos provincias interminables, con un paisaje lleno de encinas y un campo que invita a parar y descansar, pero nosotros estábamos deseando llegar a Aroche. Antes de llegar a Plasencia la carretera se estrecha y se llena de curvas. Ahora, gracias a la autovía, se circunvala y se deja a un lado, pero entonces se atravesaba la población, cruzando un puente sobre el río Jerte. Nada más entrar, vemos en la carretera, pasado el acueducto, una barrera metálica y una señal que nos desvía hacia la derecha, al centro del pueblo. Estarán de obras, pensé, así que callejeando, intenté encontrar otra vez la carretera. Mi sentido de la orientación (otra cosa no tendré pero sí sentido de la orientación, eso tengo que reconocerlo) me llevó otra vez a la ruta principal. Delante de mí, una especie de carreta con muchos adornos me impedía pasar. A un lado y a otro, gente gritando en las aceras, muchas familias con niños haciéndonos señas y riéndose. Pequeños golpes en el techo, que poco después descubrimos que eran caramelos. No entendíamos nada, hasta que Carmen, mirando hacia atrás, y con una exclamación de asombro, me dice ¡estamos en la cabalgata de Reyes! Yo no me lo podía creer, formábamos parte sin ser conscientes de ello, de la cabalgata de Reyes de Plasencia. Durante cinco o diez minutos disfrutamos, entre Gaspar y Baltasar, como unos actores más, como si fuéramos pajes, romanos, pastores o cualquier otro personaje. Encima, llevábamos juguetes en el maletero, toda una premonición. Cuando ya saludábamos como si fuéramos los protagonistas, un policía local, con poco sentido del humor y muy enfadado, nos hizo señas para que saliéramos del cortejo. Nos detuvo y cuando ya iba a multarnos o a llevarnos al calabozo, le explicamos nuestra odisea, casi con lágrimas en los ojos. Hasta creo que mi mujer hizo algunos pucheros para darle más dramatismo a la historia. En resumen, que tuvimos que esperar a que la cabalgata pasara, más de una hora parados. Noche cerrada, supongo que las diez o las once de la noche, ya ni me acuerdo. Después de Plasencia, Cáceres y Mérida, sin incidentes reseñables. Paramos a echar gasolina y gastarnos los últimos billetes que nos quedaban. No teníamos ni para cenar.

A la altura de Almendralejo se me cerraban los ojos. Ya llevaba diecisiete o dieciocho horas al volante y tuve que parar a descansar. A Carmen se le ocurrió la idea entrar en Los Santos de Maimona, donde vivía una prima suya, para pasar la noche con ella y llegar al día siguiente a Aroche, pero en esas fechas su prima estaba pasando los Reyes en el pueblo, así que nuestro gozo en un pozo. Fregenal de la Sierra e Higuera la Real eran los siguientes pueblos, este último frontera con la provincia de Huelva. Y aquí empezaban los temibles Arriscaeros, una de las carreteras con más curvas que conozco, muy estrecha y sin arcén. Hace mucho que no paso por allí, supongo que ya la habrán arreglado y mejorado. Para más inri, la niebla cayó sobre nosotros impidiendo ver más allá de cinco o diez metros. Se me quitó el sueño de golpe. Árboles, rocas, barrancos, animales que durante un instante se detenían delante del coche abriendo mucho un par de ojos que se iluminaban como si fueran fantasmas y desaparecían al momento. Yo había apagado hacía mucho rato el casete, no me apetecía escuchar música y quería concentrarme sólo en la carretera. No pasaba de segunda y sólo en algunos momentos muy puntuales era capaz de meter tercera. Yo no suelo rezar, pero estoy seguro de que durante los eternos minutos que tardamos en cruzar los Arriscaeros, recé todas las oraciones que conocía. Cuando llegamos a La Nava parecía que habíamos llegado a Nueva York, porque la carretera empezó a ensancharse y a tener más rectas. Desembocamos en la Nacional 433 y aquello ya era otra cosa, aunque seguía habiendo curvas, pero todo era mucho más conocido y seguro. El Repilado, Cortegana y ¡por fin! Aroche. Veintitrés horas después de salir de Coruña llegamos al chalet, metimos el coche en la cochera y sin apenas decir nada, subimos las escaleras y nos tiramos en la cama, deshechos física y mentalmente. La media, poco más de cuarenta kilómetros a la hora, a paso de tortuga con artritis. Me río yo de la Odisea de Ulises, el nuestro sí que fue un viaje heroico e inolvidable.

SEAT segunda mano en Badalona | WALLAPOP - Página 3

Cumpleaños

Y bueno, pues,
Un día (un año) más
Que se va colando
De contrabando.

Y bueno, pues,
Adiós a ayer
Y cada uno
A lo que hay que hacer.

Joan Manuel Serrat. Canción infantil...

Gracias, hermano, por ser el segundo (los primeros fueron mis hijos y mi mujer ayer por la noche, pasadas las doce y finalizado el estado de alarma) en felicitarme con esta hermosa canción de Serrat. Un poema lleno de alegría y de esperanza. Y sigue la letra con estas palabras «Que hay que empezar un día más./Tire pa’lante que empujan atrás». Uno de los que más empuja, porque tiene mucha fuerza y mucho optimismo y fe en la vida, es mi hijo Santiago, que hoy también cumple años. Él 32 y yo 66. Nos separan 34 cuatro años, mejor dicho, nos unen 34 años que hemos pasado juntos, desde que lo cogí por primera vez una tarde, cuando yo estaba viendo una etapa ciclista en la habitación, no recuerdo si del Giro o de la Vuelta. En aquella época no era normal que los padres asistiéramos a los partos y yo lo agradecía, porque seguramente hubiera tenido que salir mareado o me hubiera desmayado y en lugar de ayudar o acompañar sería un estorbo. Antes tampoco era frecuente que las mujeres asistieran a clases de parto acompañadas de sus maridos, así que la naturaleza y los médicos eran las únicas herramientas. A mi hija Carmen me la entregó el médico en mitad del pasillo, donde yo paseaba nervioso esperando noticias, una fría tarde de febrero. Envuelta en una mantita, apenas podía ver su rostro, porque era más pequeña de lo normal. Se había adelantado el parto y pesaba algo menos de dos kilos y medio. Durante unos minutos que se me hicieron eternos, paseé con ella en brazos intentando adivinar el misterio que tenía entre mis manos. Creo que ese misterio, como el de cualquier recién nacido, nunca somos capaces de entenderlo. Después llegó mi cuñada Pilar, nos fuimos a la habitación y todo se tranquilizó hasta que trajeron a mi mujer, despierta y casi como si no hubiera tenido a la niña hacía poco.

Esos treinta y cuatro años y los otros treinta y dos anteriores ya son historia y no se pueden cambiar. Por eso hay que vivir el presente. Yo ya estoy en la segunda mitad de mi vida y dicen que esta parte la vivimos recordando la primera. No estoy de acuerdo. Es bonito recordar los buenos momentos, sobre todo cuando se está en compañía y se han pasado juntos, o cuando una mala racha se supera aferrándose a los recuerdos para coger fuerzas, pero ya se sabe que en demasiadas ocasiones reproducimos las imágenes pasadas con excesiva benevolencia y olvidándonos de las emociones que nos provocan. Nadie nos asegura que aquello que recordamos sucedió realmente así, porque la memoria, ya se sabe, es frágil. Incluso, a veces, recordamos cosas que no han sucedido, que las hemos soñado o que nos las hemos inventado en determinado momento pero que, de tanto repetirlas, forman ya parte de nosotros mismos y las asumimos como realmente nuestras.

Lo importante es siempre el presente. Ni siquiera el futuro debe marcarnos o condicionarnos porque en demasiadas ocasiones lo que nos acontece no depende de nosotros. El destino, las revueltas del camino, son inexplicables, así que, como no somos adivinos, poco podemos hacer más que disfrutar de la vida cuando ésta nos lo permite y sobrellevar los malos momentos con actitud positiva. Ponemos las piedras y la argamasa, empleamos todas nuestras fuerzas y nuestra ilusión, pero una pandemia, por ejemplo, puede dar al traste con todo.

Hoy teníamos pensado ir a comer los cuatro a un restaurante como solemos hacer para celebrar el cumpleaños. Habíamos reservado una mesa en la terraza de un hotel con unas maravillosas vistas de Sevilla, pero como se anunciaba mal tiempo hemos decidido dejarlo para más adelante. Lo dicho, nosotros proponemos pero Dios, el destino, las circunstancias, el mal tiempo, llámesele como se quiera, disponen.

Hoy cumplo 66 años y mi hijo Santiago 32. Tenemos ambos toda una vida por delante.

Con la suerte en los tacones

Imagen relacionada

Cuando terminó de ver el último capítulo de la última temporada de la serie que le había tenido pegado al sillón en los cinco últimos años, el vacío se apoderó de X. Aquel jueves por la noche, una hora antes de que la melodía de violín, piano y guitarra española que tan bien conocía sonara en los cascos conectados al sistema de cine en casa que se había regalado las pasadas navidades, mientras las letras rojas y blancas del título y de los protagonistas bailaban en la pantalla, se había preparado un menú acorde con la ocasión: una lata de sardinillas gallegas en aceite de oliva, un tomate rajado con sal, un par de rodajas de lomo, unas cuñas de queso curado de oveja, un poco de pan y una botella de buen vino de Navarra enfriada en la vinoteca ubicada al lado del televisor. Nunca cenaba tanto, apenas un yogur o un vaso de leche y un poco de embutido, pero hoy era un día especial, el fin de una era, de una época fundamental en su vida. Ya nada volvería a ser lo mismo y quizás ya nada tendría sentido a partir de ahora.

Había temido ese momento, sabía que iba a llegar y se había estado preparando durante los últimos meses. Los jueves por la noche nada le había impedido asistir a un derroche de imaginación, misterio, tensión, terror e ironía como nunca había creído que una serie podría alcanzar. Pero todo tiene un principio y un fin. La eternidad sólo existe en la mente de algunos filósofos y en las creencias religiosas. Y él no era ni filósofo ni creyente, así que siempre había sabido que el final iba a llegar.

El capítulo transcurrió por los derroteros que se había imaginado. Algunos de los personajes secundarios a los que le había tomado cariño fueron desapareciendo, muriendo a manos del ser maligno que lo había aterrorizado desde la segunda temporada. El cerco se iba cerrando cada vez más. Parecía imposible encontrar una salida a tanta desgracia y con tantos problemas que se habían ido acumulando. El clímax y el frenesí se alcanzaron en los últimos minutos. El Bien y el Mal frente a frente, por fin, como tiene que ser. En el fondo sabía que los buenos casi siempre ganan, pero ese punto de incertidumbre que rodea a todo lo que es ficción le hacía dudar. ¿Y si al final los guionistas decidían que los dos protagonistas, Él y Ella, cayeran al Abismo en medio de una vorágine de dolor, odio y sufrimiento? ¿Y si resultaba que todo había sido un sueño del Doctor? ¿Y si la Tierra Prometida no existía y la lucha y el esfuerzo de tantos años no servían para nada? No quería imaginárselo, pero más de una vez había sufrido decepciones con otras series y un punto de duda siempre le atormentaba. Pero no, al final todo ocurrió como tenía que suceder y la mezcla de alivio por un final tan brillante, y de congoja por no poder esperar una nueva temporada, se mezclaron. Dejó que la conocida melodía se fuera apagando poco a poco mientras los títulos de crédito iban pasando lentamente por la pantalla de abajo arriba, hasta que un fundido en negro y la música chillona de un anuncio lo sacó de su ensimismamiento y lo trajo a la realidad de su vacío interior.

Apagó el televisor, encendió la luz de la lámpara de la mesita situada al lado del sillón y miró a su alrededor, ligeramente aturdido y con las últimas imágenes de la pantalla en su cabeza. Vio las paredes llenas de reproducciones de cuadros y de fotos, de estanterías con libros, el equipo de música, el espejo, la mesa del comedor. No tenía ganas de acostarse, pero tampoco quería leer ni escuchar música, así que llevó los restos de la cena a la cocina y decidió dar un paseo. En el mes de julio las madrugadas de la pequeña ciudad castellana son frescas e invitan a deambular por calles tenuemente iluminadas, tranquilas y solitarias, sin ruido de coches, con apenas algún transeúnte que fuma tranquilamente un cigarro o pasea a su perro. Le gustaban los sonidos amortiguados de la noche, los ladridos lejanos, las conversaciones a media voz o, mejor, el silencio a secas, ese silencio que sólo se puede percibir en la oscuridad de la meseta castellana o en los pequeños y escondidos valles de su Galicia natal.

Cuando salió a la calle pasaban unos minutos de las dos de la mañana. Cuatro o cinco personas andaban como sonámbulas por las aceras, perdidas en sus pensamientos. Estaba convencido de que a todas ellas les pasaba lo mismo que a él, necesitaban poner en orden sus ideas, digerir lo que habían visto y sentido en las últimas horas. La serie había sido un auténtico fenómeno social del que todo el mundo hablaba y que servía para llenar páginas enteras de los periódicos y horas en la televisión. Sus compañeros de trabajo también estaban enganchados y seguramente mañana se dedicarían a comentar el final, que no por previsible, dejaba de ser original.

Cruzó a la otra acera por un paso de peatones y comprobó que delante de él una mujer joven, algo más joven que él, con un vestido de color verde claro con flores amarillas, estaba hablando por su móvil y paseaba llevando su misma dirección. Se fue detrás de ella casi sin darse cuenta, siguiendo unos tacones blancos que le llamaron la atención y que sonaban apagados en la noche. Tenía una bonita figura, no muy alta y una melena morena que le llegaba a los hombros. No podía verle la cara, aunque se la imaginó guapa y quiso acompasar su paso y seguirla, sin saber bien por qué. Ella seguía hablando, pero en voz tan baja que no podía saber de qué iba la conversación. Se dio cuenta de que se estaba acercando demasiado, así que se detuvo un momento y dejó que se alejase, no quería dar una impresión equivocada.

Después de unos segundos, en los que aprovechó para encender un cigarrillo y mirar la hora en su reloj, siguió de lejos a la muchacha. Como la avenida era larga, volvió a cambiar de acera y la siguió sin perderla de vista. No dejaba de hablar por el móvil, riéndose de vez en cuando. Volvió a fijarse en los tacones blancos, altísimos. Siempre le había parecido un misterio y le había fascinado la capacidad y la habilidad de las mujeres para mantener el equilibrio elevadas sobre sus talones con unas piezas delgadas como agujas. Y aquellos tacones eran unas agujas finísimas. Una caída desde esa altura podía ser un grave problema.

Ella cambió de acera, después de mirar a un lado y a otro de la avenida y fijarse durante un instante en el único ser que en ese momento estaba a la vista, él. No debió sentir ningún temor pues cuando terminó de cruzar con un paso que a él le pareció más lento que el que llevaba con anterioridad, quedaron casi a la misma altura. Era realmente bonita, sí y con una voz muy agradable, que sonaba clara y risueña en el silencio de la noche. Como se había imaginado, estaba hablando con una amiga sobre los detalles de la serie, aunque también comentaba algo sobre una compañera de piso a la que no le gustaba y que le parecía cosa de niños. Él seguía pendiente de su paso, de sus tacones, de las piernas, del movimiento de sus caderas, de sus tacones blancos… En ese momento el tacón izquierdo se introdujo en un pequeño agujero de la acera y la muchacha torció el tobillo, balanceándose peligrosamente y emitiendo un pequeño grito, mezcla de dolor y susto. Antes de que cayera al suelo, él se precipitó a recogerla en sus brazos. No calculó bien el gesto y los dos rodaron por la acera. Durante un momento, que a él le parecieron horas, sus rostros permanecieron pegados. Él se levantó primero, con un rápido y ágil movimiento y la ayudó a levantarse. A ella le costó un poco más, pues el tacón se había roto y desprendido por la parte que se unía al talón, y el tobillo le dolía un poco, según le comentó cuando se pudo poner en pie.

Después de agradecerle la ayuda y dedicarle una sonrisa que le iluminó la cara, dirigió su mirada al suelo y dijo que había perdido su móvil en la caída. Los dos lo buscaron y a los pocos segundos él lo vio al lado de uno de los árboles que estaban plantados en la acera. Cuando se agachó a recogerlo comprobó que la pantalla se había roto y que estaba inutilizado. Se lo entregó y ella, de forma casi inaudible, aunque pudo entenderla perfectamente, masculló una frase poco elegante, una imprecación que a él le sorprendió. Inmediatamente se dio cuenta de lo que había dicho y se disculpó diciendo que el móvil era un regalo que le había hecho hacía poco su padre y no recordaba si estaba asegurado. Él le quitó importancia, era lógico que se enfadara pues era un buen móvil. También recogió y le entregó el tacón roto y el zapato que, al igual que el móvil, estaba totalmente inservible. Ella se quitó el otro zapato, se despidió de él dándole la mano, una mano suave pero que apretaba con firmeza y comenzó a andar descalza. Pero al segundo paso tuvo que detenerse, pues el tobillo le dolía al apoyar el pie en el suelo. Él acudió nuevamente, la sujetó por el codo y le dijo que si quería llamar a un taxi, pero ella se negó, ya que su casa estaba bastante cerca.

Él dudó apenas un segundo. No es que fuera demasiado tímido, pero con las mujeres siempre le pasaba lo mismo, le costaba entender sus reacciones y le daba una mezcla de miedo y vergüenza relacionarse con aquellas que no conocía. Sin embargo, esta vez presintió que se habían dado unas circunstancias extraordinarias, como si el destino hubiera puesto en su camino a aquella muchacha y los dados tirados al azar hubieran sacado su número. Así que se ofreció a acompañarla, si a ella no le importaba.

Había pasado poco más de media hora desde que había salido a pasear. La luna llena y las farolas iluminaban la avenida de manera que se podía vislumbrar cualquier detalle, sobre todo si estaba cerca, con total nitidez. Ella lo miró a los ojos, primero con seriedad y después con una sonrisa que se fue dibujando poco a poco en su bonito rostro y con naturalidad se cogió del brazo de él, le entregó el zapato y el tacón roto para que lo tirara en la primera papelera que viera y comenzaron a andar despacio. Al principio apenas hablaron, pero ella sacó la conversación sobre el final de la serie que había visto en casa de unos amigos, donde habían quedado para verla juntos. Ese fue el comienzo de todo.

Cuando llegaron a una esquina, él tiró el zapato roto en una papelera, pero se guardó el tacón en el bolsillo de su pantalón. Era su tacón de la suerte.

Navidad blanca, negra Navidad

Resultado de imagen de navidad en la cárcel

Pasar la Navidad en la cárcel no era mi primera opción, por supuesto. Aquellos que me conocéis sabéis que no soy malo, que no tengo mal corazón. Diréis que soy huraño, seco, poco sociable, antipático, pero nunca le he hecho, mejor dicho, nunca le había hecho daño a nadie. Sin embargo, a veces la vida te sorprende y te pone en situaciones ante las cuales no sabes cómo reaccionar y actúas de manera que nunca hubieras imaginado. Uno puede llegar al final de su vida sin saber realmente si es cobarde, valiente o violento porque no se han dado las circunstancias precisas.

¿Qué mejor época para entrar en la cárcel que la Navidad? Como ya sabéis, y si no lo sabéis os lo digo ahora, estoy en contra, me repele, tengo animadversión, a todo lo que rodea a una celebración que me parece de lo más hipócrita y excesiva. Las luces, la alegría fingida, los regalos obligatorios (sobre todo esa aberración del “amigo invisible”), las comidas en grupo, los villancicos, los belenes… Y qué decir de Papá Noel y de los Reyes Magos. Cuando los veo me entra como un sarpullido, un rechazo que no consigo evitar. Por eso, desde hace treinta años, la mitad de mi vida, cojo las vacaciones en estas fechas y me alejo lo más posible de una sociedad que parece vivir de espaldas a los problemas reales o que quiere aparcarlos durante unos días o aparentar felicidad. Al final es eso, la apariencia, el engaño. Por eso se envían fotos de lo bien que se pasa en las comidas, en los viajes, con la familia, con los amigos. Como yo no tengo familia ni amigos, me libro de toda esta hipocresía. Y no los tengo porque lo decidí en su momento, cuando la vida me dio un buen revolcón y tuve que tomar la decisión de alejarme lo más posible de los demás. No del todo, porque, al final, siempre se depende de un trabajo, de un médico, de un banco, de un técnico que arregle aquello que se estropea. Sí, amigos, queramos o no, vivimos en sociedad.

Así que me subo al avión y me voy a la Patagonia, al sur de África, a Turquía o a cualquier país donde no se celebre la navidad, por ejemplo, un país musulmán que no esté en guerra o en el que me puedan poner una bomba o secuestrarme, aunque cada vez quedan menos. Me desconecto de Internet y me adentro en selvas, desiertos, lugares inhóspitos y aislados. Es mi forma de protestar contra todo lo que nos han ido metiendo en la cabeza desde que somos niños. Hay que reír sin ganas, hablar sin tener nada que decir, alegrarse porque tenemos que estar alegres. Todo es falso, pero como estamos inmersos en un mundo en el que nada es lo que parece, la navidad es, precisamente, el paradigma de la hipocresía.

Hace diez años me tocó el gordo de la lotería de navidad. Y dio la casualidad de que fue en el único número del que llevaba dos décimos. Suelo jugar uno con los compañeros de trabajo. A veces compro también en la cafetería donde desayuno los domingos. Por seguir la tradición de la que fue mi familia y que ya no lo es por decisión propia, también compro un décimo en la Puerta del Sol. Ese es otro de los fastidios que tienen estas fechas, las costumbres de las que es muy difícil alejarse o desprenderse. Quiera o no quiera, a pesar de que soy una persona solitaria y alejada de todos los tics habituales, me resulta imposible evitar comprar lotería en navidad. Lo he intentado, pero debe ser tan difícil como dejar de fumar o de beber, porque no hay manera de que, llegado el momento, me niegue a comprar la lotería del trabajo o deje de ir a la Puerta del Sol a comprar el décimo.

Esa vez, recuerdo que era un sábado de diciembre por la mañana, pasé delante de una administración de loterías en Bravo Murillo. Yo vivía cerca, en un pequeño piso alquilado de la calle Lérida, una calle tranquila dentro de una de las zonas más populosas y populares de Madrid. El día era muy frío. Había amanecido la típica mañana madrileña de cielo azul intenso y ligero viento de la sierra de Guadarrama que cortaba la respiración y enrojecía la nariz, las orejas y las manos. Antes de salir del portal me abotoné bien el tabardo, me coloqué los guantes y me enrollé la bufanda alrededor del cuello. No podía permitirme coger un resfriado, pues los últimos días en la oficina eran realmente importantes, ya que se ultimaban muchos acuerdos y se cerraban los balances de todo el año. Reconozco que soy raro, pero también muy responsable en mi trabajo.

Como todos los fines de semana me dirigí a Cuatro Caminos por Bravo Murillo. Muchos comercios todavía estaban cerrados y había pocas personas y escasos coches por la calle. Compré el periódico en un kiosco sin entablar conversación con el kiosquero, que siempre lo intenta, pero al que nunca sigo la corriente, entré en la cafetería, pedí mi tradicional chocolate con churros de diciembre, cosa que no suelo hacer el resto del año, que me limito a desayunar café con leche y una tostada con aceite y, durante una hora me fui enterando de las noticias y comprobando que la cafetería y la calle se iban animando. El camarero me comentó que sólo quedaban dos décimos del número que se jugaba este año, que era muy bonito, que terminaba en 13 y que seguro tocaba. Lo miré muy serio y negué con la cabeza.

Terminé alrededor de las diez de la mañana y, remoloneando y mirando los escaparates de las tiendas que ya estaban abriendo, llegué a la altura de una administración de loterías. Nunca había entrado allí. En la puerta había un mendigo pidiendo limosna. En realidad, más que pedir, avanzaba con timidez, como avergonzándose, su mano derecha, que apenas sobresalía de una gastada chaqueta de cuadros. De manera excepcional, ya que no me gusta dar dinero por caridad, que para eso están los impuestos que le pago al Estado y al Ayuntamiento, que tienen muy buenos albergues y ayudas para estas personas, le di un par de euros que llevaba sueltos en el bolsillo del tabardo, la vuelta de lo que había desayunado en la cafetería. El mendigo, un anciano vestido con ropas humildes pero limpias, encorvado, enjuto y con una barba blanca que le llegaba a la mitad del pecho, tenía una gran dignidad en su figura y en su rostro, muy moreno, surcado de arrugas. Miró con extrañeza y asombro lo que yo le había dado y me dijo con un susurro “Muchas gracias, caballero. Va a tener suerte con el número que compre; si termina en 4, seguro que le toca”. Tenía pensado pasar de largo, pero estas palabras me extrañaron e intrigaron. Lo saludé con una pequeña inclinación de cabeza, entré y le pedí a la lotera que me diera un décimo del 78.294, que era uno de los que estaban colocados en la ventanilla.

Cuando salí, el mendigo volvió a darme las gracias y a desearme suerte. Pasaron los días, que siguieron siendo fríos y claros, con mucho trabajo en la oficina, situada en un edificio de Santa Engracia, al que puedo ir andando desde mi casa. Cuando llegó el día del sorteo, un martes, los compañeros de trabajo tenían puesta la radio con el sonsonete de los niños de San Ildefonso. Ese sonido también me molesta, los comentarios absurdos de los periodistas que retransmiten el sorteo, los lugares comunes, las entrevistas a los agraciados, las celebraciones con cava… Tener que aguantar eso todos los años y los sempiternos y alternativos comentarios de que lo importante es la salud, desgraciado en el juego, afortunado en amores, el dinero no da la felicidad y otras lindezas semejantes. Nunca se me ocurriría emitir frases tan simples. Me limito a quedarme sentado en mi mesa, a rellenar los formularios, escribir los informes y cuadrar los balances. Por eso puedo irme casi siempre a mi hora mientras que los demás no tienen más remedio que quedarse bastante más tiempo para terminar su trabajo.

Mientras estábamos haciendo un descanso para tomar el café de media mañana (en ese descanso es cuando únicamente comparto un poco de tiempo con mis compañeros), se oyó un grito al fondo de la sala “¡ha salido el gordo, ha salido el gordo!”. Todos salieron precipitadamente de la salita donde tenemos la máquina del café, menos yo, claro, que permanecí sentado. Al poco rato regresó una de las secretarias, que había dejado su café a medio terminar, diciendo que el primer premio había terminado en 4 y que, como siempre, no había tocado en el número que jugaba la empresa. Un poco más tarde llegó el jefe de seguridad, comentando que había tocado en una administración que estaba cerca, en Bravo Murillo. Reconozco que me dio un pequeño vuelco el corazón. Todavía no sabía cuál era el número agraciado, pero algo me decía que mis décimos, que tenía guardados en una pequeña caja de mi dormitorio, eran los premiados. Como es lógico, no mostré ningún nerviosismo, no dije nada ni participé en las charlas de mis compañeros de trabajo. Sin saber cómo, fui capaz de terminar los objetivos del día y a las tres en punto me despedí de todos, que se quedaron sentados para terminar lo que no habían hecho durante la jornada.

Sin apresurarme salí del edificio, pasé delante de las instalaciones del Canal de Isabel II, subí por Santa Engracia hasta llegar a Cuatro Caminos y me adentré en Bravo Murillo. A esas horas había mucha gente en bares y cafeterías, y a medida que me iba acercando a la administración de lotería pude comprobar que delante había una pequeña multitud y varias furgonetas de televisión. En la acera, delante del local donde había comprado los décimos, cuatro o cinco periodistas entrevistaban a algunas personas a las que le había tocado el gordo, la dueña había abierto una botella de cava y un gran cartel informaba de que el número 78.294, el gordo, había caído allí. Cambié de acera, giré por la calle de La Coruña hasta llegar a mi calle y subí despacio, saboreando el momento. Abrí la puerta, llegué hasta la habitación y levanté la tapa de la caja donde había guardado la lotería. Efectivamente, tenía dos décimos del Gordo. En mis manos, temblando, 600.000 euros. Me senté en el sillón de la sala, encendí la televisión y cerré los ojos mientras escuchaba de fondo las noticias y los reportajes sobre los premios de la lotería. Fueron unas horas que pasaron sin darme cuenta. Creo que me quedé dormido y cuando abrí los ojos ya era noche cerrada. Entonces fue cuando empecé a darme cuenta exacta de lo que me había ocurrido y reflexioné sobre lo que haría en los próximos días como entrevistarme con el director del banco para ingresar los décimos y estudiar cómo invertir el dinero, con el compromiso de que mantuviera el secreto, iniciar la búsqueda discreta de un pequeño apartamento en el barrio de Chamberí, imaginar los lugares que podría visitar en los próximos años, algunas compras… Lo más importante era continuar durante varios meses con mis rutinas, para evitar que nadie sospechara lo que me había ocurrido.

Lo primero que hice fue ordenar el equipaje del tradicional viaje de fin de año. Ya había comprado un viaje organizado a Nairobi, en Kenia, a una de las reservas nacionales de ese país, en el Parque Nacional Amboseli, desde el que pude contemplar el Kilimanjaro y hacer excursiones guiadas. Fue una semana realmente apasionante en la que observé especies de animales y plantas que sólo había visto en documentales de National Geographic. Tomé muchas notas y realicé cientos de fotografías que tengo organizadas en varios archivos en el ordenador. Como seguramente tendré mucho tiempo libre y estaré aislado muchas horas, espero que me dejen trabajar en mi celda. Lo malo es que la “circunstancia”, cual espada de Damocles, está siempre presente y no me dejará finalizar los proyectos que tengo en la cabeza.

Y así fue durante diez años, trabajando, planificando, viajando. Seguí yendo al trabajo puntualmente, sin cambiar ni un ápice mi forma de ser ni de comportarme con los demás, siempre solo, siempre callado y esquivo, sin permitir que nada ni nadie modificara mis costumbres. El único cambio, pero que a nadie le extrañó porque pocos se enteraron, fue que me apunté a un gimnasio cerca del piso al que asistía tres o cuatro veces por semana. Cinta, body combat, pesas y remo me permitían mantenerme en forma. Nunca más volví a comprar lotería en la administración donde me tocó, porque nunca más volví a ver al mendigo cuyo susurro me cambió la vida. Hoy estoy en la cárcel escribiendo estas hojas, con mucho dinero en el banco y orgulloso de lo que ha sucedido en ese tiempo, sobre todo de lo que ocurrió hace un par de días. Veamos.

A comienzos de este año fui nombrado presidente de la comunidad. Como ya comenté, cuando me tocó la lotería estuve viendo apartamentos en calles no muy alejadas de mi trabajo, máximo media hora andando. Después de varios meses recorriendo la zona, viendo pisos nuevos y usados, entrevistándome con muchos vendedores y leyendo anuncios en la prensa, me fijé en un edificio de cinco plantas, con sólo diez viviendas, que habían reformado y estaban a punto de entregar en la calle de Viriato, una calle más bulliciosa que la calle Lérida, pero no tan ruidosa como las grandes avenidas de Chamberí. En los carteles se anunciaba la venta pisos y apartamentos de 1, 2 y 3 dormitorios desde 200.000 euros con trastero y plaza de garaje, una ganga. Estábamos en plena crisis y había que aprovechar el momento. Me acerqué a la oficina de ventas, mostré interés por un apartamento de dos dormitorios en la última planta y después de una semana en la que negocié con el vendedor las condiciones, entregué una pequeña entrada, firmé el contrato de compraventa y me entregaron las llaves a finales de junio, precisamente el día que anunciaron la muerte de Michael Jackson, uno de mis cantantes preferidos. No era una buena señal, como pude comprobar años después. Empecé a ver y comprar muebles que fui instalando poco a poco, a dar de alta la luz y el gas, a comprar lámparas y cuadros… o sea, todo lo que hay que hacer cuando uno se compra un piso nuevo. Cuando llegaron las vacaciones de verano, sin comentar nada con mis compañeros de trabajo que nunca se enteraron de lo que me había pasado, cancelé el contrato de la calle Lérida y me instalé en mi nuevo apartamento. Es una vivienda muy luminosa, con un salón amplio, dos dormitorios, una pequeña cocina y una terraza en la que he instalado una mesita y una silla donde me siento en las noches de verano. Predominan los colores claros de los muebles y de las paredes. Yo no es que sea precisamente un cascabel o una persona optimista y alegre. Se podría pensar, dado mi carácter huraño y mi gusto por la soledad, que me irían mejor los colores oscuros y ocres, la música, los muebles y los cuadros clásicos; pero no, prefiero los muebles funcionales, la música de jazz y de rock y colores blancos o estridentes. Soy pura contradicción, lo reconozco. Me pongo nervioso en reuniones de pocas personas, en las que me pueden dirigir la palabra o mirarme abiertamente, pero me encuentro a gusto entre la multitud, en las aglomeraciones, porque ahí paso desapercibido, soy totalmente anónimo, nadie me ve y no tengo que aguantar conversaciones insulsas o miradas escrutadoras. Es la mejor manera de estar solo.

Fui uno de los primeros propietarios que se instaló en el edificio. Poco a poco fueron llegando los vecinos, una pareja madura, profesores seguramente a punto de jubilarse y una pareja de lesbianas ya talluditas que habían tenido un hijo por inseminación artificial (se llevaron un gran disgusto cuando supieron el sexo de su hijo) en el primero, un médico, soltero, separado o viudo, nunca lo supe, y su madre, una señora de unos ochenta años pero que se conservaba muy bien, que compraron dos viviendas en el segundo y cada uno vivía en la suya, y un matrimonio con dos hijos adolescentes en el cuarto. Hasta finales de año, las viviendas, dos por planta, se fueron ocupando con personajes muy diferentes: un actor poco conocido, que salía esporádicamente en series de televisión, y un agente comercial soltero que pasaba grandes temporadas fuera de Madrid, pero que siempre que se quedaba algún tiempo en el piso venía con una mujer diferentes. Las dos viviendas restantes eran de alquiler y por ellas fueron pasando inquilinos muy diversos, estudiantes, profesores, vendedores ambulantes, parejas jóvenes, abogados. No es que tuviera demasiado interés en saber sus nombres o sus profesiones, pero la madre del médico, que estaba siempre sola y salía a hacer la compra o daba pequeños paseos por el barrio con una amiga, hacía todo lo posible por encontrarse con los vecinos y trataba de enterarse de sus vidas. Por supuesto, a mí, en estos diez años me sacó poco más que mi nombre y dónde trabajaba. Pero siempre que me la encontraba en el portal o en el ascensor, me contaba pormenores de todos los que vivían en el bloque.

Soy alérgico a las reuniones de vecinos. No sé cómo a la gente le gusta, cómo hay personas que harían lo posible por presidir una comunidad durante toda su vida. En este caso no entiendo eso de la erótica del poder. En la calle Lérida, como inquilino, no asistí a ninguna reunión porque había pocas personas y ya comenté que no me gusta que me observen o me interpelen, pero es que, además, me importaba muy poco lo que se pudiera decidir en ellas. La propietaria de la vivienda sí asistía de vez en cuando y si me afectaba alguna cosa, como podía ser la subida de la cuota, me lo comunicaba por carta. Sin embargo, como propietario, decidí asistir a la primera reunión de la calle de Viriato, que se celebró en la oficina de ventas situada en el bajo y que todavía no se había convertido, como ocurrió unos años después, en una tienda de artículos deportivos. Esa reunión fue convocada por la Promotora y en ella, como suele ser habitual en estos casos, se constituyó la comunidad de propietarios, se decidió cómo se realizaría el nombramiento de presidente, se le autorizó a abrir una cuenta corriente, se acordó completar la provisión de fondos que tenía la Promotora, etc. Se llegó al acuerdo de que el nombramiento se realizaría por un año, comenzando por el 1º A y el resto se nombraría de manera correlativa hasta llegar al último piso, el 5º B, que era el mío. Yo tardaría diez años en ser presidente, lo que me supuso un gran alivio, porque en todo ese tiempo podría evitar reunirme con los vecinos. Ya me iría inventando excusas.

Desde esa primera reunión pude comprobar cómo transcurriría mi vida en el edificio. Los del primero, los profesores y las lesbianas, una morena y una rubia, como en la zarzuela, congeniaron nada más conocerse y se hicieron grandes amigos, llegando incluso a hacer viajes juntos. El médico y su madre también asistieron, ella, que seguramente lo hizo para estar al corriente de todo, presentarse y relacionarse con los vecinos, fue la que más habló y la que hizo más propuestas para “adecentar” la entrada del portal que, según su opinión, era excesivamente austera. Que si unas plantas, que si cuadros, que si espejos… Pero todos nos negamos en redondo, sobre todo el representante de la Promotora, ya que era todavía pronto para realizar gastos extraordinarios. Nos explicó con cifras que nos pasó en una hoja, los principales conceptos en los que se iba a gastar el dinero y presentó una propuesta de presupuestos, con los ingresos y gastos corrientes. El presidente realizó una serie de planteamientos razonables y demostró que tenía experiencia en dirigir reuniones, adquirida seguramente en los claustros de profesores. Como es lógico, yo hablé muy poco, y tampoco intervinieron el actor, el médico y el matrimonio. El agente comercial no asistió, seguramente porque estaba de viaje.

Finalizada la reunión, se propuso tomar una cerveza en un bar cercano, pero yo me excusé aduciendo que no me gustaba beber. Quería dejar clara desde un primer momento mi postura. Pasó el tiempo y la rutina volvió a adueñarse de mi vida. Trabajo, lectura, viajes, café y tostada los domingos, chocolate con churros en diciembre, poco contacto con los vecinos, conversaciones insulsas en el ascensor, hola, adiós, qué frío hace, dicen que mañana hará más calor que hoy. La madre del médico adoptó un perro para que le hiciera compañía, pero se murió a los pocos meses de una enfermedad del riñón y no volvió a querer más animales en su casa. El niño de la pareja de lesbianas se convirtió en un adolescente callado y estudioso, mientras que los adolescentes del cuarto empezaron a dar la lata con fiestas los fines de semana, cuando sus padres los pasaban en un pueblo de la sierra. Tuvimos que llamarles la atención un par de veces, pero no hicieron caso hasta que se llamó a la policía local. Hubo bronca en esa casa y parece que ahora todo está más tranquilo. Los del primero se hicieron prácticamente con el poder de las decisiones de la comunidad. Les gustaba el protagonismo, demostrar que eran personas preocupadas por el bienestar de los vecinos y en todas las reuniones, a las que casi nunca asistía, pero de las que me enteraba por las actas que introducían en los buzones, se aprobaban propuestas imaginativas sobre limpieza, decoración del portal, ahorro de energía, etc. Yo me limitaba a asistir cada dos o tres años a una de las asambleas, pero seguí sin participar en las discusiones ni aportar ideas.

Así fue transcurriendo el tiempo hasta que hace ahora un año, casi de forma simultánea, ocurrieron dos cosas que son las que provocaron mi reciente entrada en la cárcel. Primero, el ascensor y después, mi “circunstancia” personal. A los recalcitrantes vecinos del primero no se les ocurrió otra cosa que negarse a pagar la misma cantidad que el resto de los vecinos para el mantenimiento del ascensor, con el razonamiento de que ellos nunca lo usaban porque les gustaba hacer ejercicio. Profesores y lesbianas hicieron piña y propusieron calcular el gasto en función de la planta en la que viviera cada vecino, es decir, los de la quinta planta pagarían cinco veces más por ese concepto que los de la primera. Como yo no asistí a la reunión en la que se realizó esa propuesta, fue la madre del médico la que tuvo una excusa para subir a mi piso y durante diez minutos, en la puerta, ya que yo no la invité a que entrara y cotilleara allí dentro, me explicó lo que había pasado en la reunión. La verdad es que a mí me daba igual, pero como ya le había cogido una cierta animadversión a esos impertinentes vecinos, le di la razón y firmé la propuesta de reunión para la segunda quincena de febrero de este año, precisamente la primera asamblea vecinal que yo presidiría, donde se tomaría definitivamente la decisión sobre el ascensor.

Tres semanas antes de la reunión me dieron el resultado de lo que he denominado “la circunstancia”. No me detendré demasiado en ella, ya que una de las cosas que más me molestan es el drama, el morbo, la autoflagelación. Sólo diré que en la revisión médica anual que hacemos en la empresa, después de una serie de pruebas y análisis me detectaron una de esas enfermedades raras que desembocaría, de manera indefectible, en mi desaparición de este mundo a más tardar en tres o cuatro años. La verdad es que me lo tomé con bastante filosofía. Nunca me había detenido a pensar en la muerte, pero ahora que me la habían pronosticado con tanta crudeza, casi me hice su amigo. Hablaba con ella como si fuera mi compañera de piso, mi confidente. Cuando me miraba en el espejo contemplaba una expresión obstinada, decidida, dura, pero no de luchador contra el destino, sino la misma que podría tener la parca ante las súplicas de aquellos que no quieren abandonar la vida cuando les toca. Y entonces le hablaba, me hablaba como nunca lo había hecho antes, con una franqueza que me asustaba. Todas las mañanas y todas las noches me plantaba ante mi reflejo y comenzaba a preguntarle, a preguntarme sobre temas trascendentales o sobre trivialidades. Desde “¿Qué hay al otro lado, por qué eres tan injusta y voluble o por qué te cebas con los más débiles y oprimidos? hasta ¿quién mató a Kennedy o cuándo se acabará el mundo? Las respuestas eran siempre silenciosas porque desde el primer momento el espejo me dijo que las palabras eran inútiles, que estaban sobrevaloradas, que siempre se aprende más de un silencio que de una frase. Pero sí me advirtió de que tuviera cuidado con las cosas que ocurrirían antes de finalizar 2019.

Mi primera reunión como presidente fue un desastre. No había preparado nada, no me había leído la Ley de Propiedad Horizontal, que es, según parece, como la Constitución para los que viven en una comunidad de vecinos. Una vez leída el acta anterior, comenzó de inmediato la discusión sobre el ascensor. Los del primero se hicieron fuertes, leyeron artículos de esa Ley, aportaron documentos de otras comunidades, sentencias judiciales y amenazaron con llevar a los vecinos a juicio si no se aprobaba su propuesta. Se negarían a pagar las cuotas, pondrían carteles en las ventanas protestando contra la injusticia que se estaba llevando a cabo en nuestro edificio, dejarían de colaborar y dejarían de hablarnos (como si eso me importara). Fue una de las pocas veces que se discutió acaloradamente y que intervinieron todos. Se gritó, se llegó al insulto y se denegó, como era lógico, la propuesta. A partir de ese momento se enrarecieron las relaciones. Las cuatro últimas plantas hicimos piña y los del primero se enrocaron. Fue una época aciaga para mí porque los vecinos querían que yo, como presidente, tomara decisiones drásticas. Casi todos los días la madre del médico venía a hablar conmigo, se hacía la encontradiza en el ascensor o en el portal y sacaba a colación el tema de la denuncia en el juzgado. No se podía consentir que los del primero colgaran carteles en los balcones del tipo “En este edificio no hay libertad”, “Exigimos soluciones, ya” o “Los vecinos nos roban”. Que dos propietarios, una minoría, quisieran imponerse a una mayoría razonable como nosotros era inadmisible. Ninguna de sus amigas tenía ese problema y yo, que era el presidente, tenía que solucionarlo. Era lo que me faltaba. Un asocial como yo intentando mediar entre dos partes irreconciliables. ¿A qué me recordaba esta situación?

En los años anteriores nunca se había estropeado el ascensor, pero, qué casualidad, a lo largo de 2019 se ha averiado siete u ocho veces: que si exceso de peso y se bloquea, que aparecen los botones hundidos o quemados, que una puerta cierra mal. A la tercera o cuarta vez, la empresa de mantenimiento canceló el contrato y tuvimos que contratar con otra empresa, pero volvió a ocurrir lo mismo. Todos sabíamos que era un sabotaje, pero fue imposible demostrarlo. Así que llegó la última reunión del año, hace cuatro días. Los ánimos estaban bastante exaltados entre los afectados, sobre todo teniendo en cuenta las sonrisas maliciosas y los comentarios irónicos de los del primero.

Hacía varios meses que estaba tomando una medicación bastante fuerte, con unos efectos secundarios evidentes, como cambios de humor, accesos de violencia, somnolencia o falta de apetito, entre otros síntomas. Mis compañeros de trabajo notaron los cambios, pero como yo no compartía mis problemas con nadie actuaban como si no ocurriera nada. En el edificio, la única que se dio cuenta de que algo me pasaba fue la madre del médico. Un día me preguntó qué me ocurría, pero yo le respondí de una manera tan abrupta que nunca más volvió a intentarlo. Y llegó el día de la reunión, la última de mi mandato, que voy a contar sin demasiados pormenores, porque mi abogada me aconseja que procure evitar los detalles incriminatorios. De todas formas, como ya me da igual todo, sí explicaré los hechos tal y como ocurrieron.

La reunión comenzó a las ocho y media de la noche, en el portal. La madre del médico, de la que me parece que todavía no he dicho su nombre, Herminia, se había encargado de adornarlo un poco, como hacía todos los años, con un árbol de navidad en una esquina y un pequeño belén en otra, acompañado de unos detalles consistentes en estrellas, guirnaldas y luces led en las plantas, cuadros y espejos que habían ido decorando a lo largo de los años la entrada. Aquello parecía un escaparate de El Corte Inglés, pero todo el mundo, como siempre, la felicitó efusivamente. Todos menos yo, como es lógico conociendo mi aversión a esta y a otras festividades.

Fui uno de los primeros en bajar y poco a poco fueron llegando los demás vecinos, que se saludaban cordialmente y hablaban en voz baja sobre la forma de intentar solucionar las desavenencias y los problemas que últimamente se estaban produciendo. Aunque nadie lo había dicho abiertamente, yo notaba que, de alguna manera, me culpaban por no haber sabido encauzar bien la situación. Ni caso. Los últimos en llegar, como me imaginaba, fueron los díscolos propietarios de la primera planta. Saludaron de forma seria y di comienzo a la reunión. Después de la lectura del acta de la sesión anterior, expuse, de manera sucinta, los problemas de convivencia que habían surgido a raíz de la propuesta de los vecinos del primero, las sospechosas averías del ascensor, las provocadoras pancartas que acusaban injustificadamente de falta de libertad o de acoso, e intenté ofrecer una solución intermedia, incrementando ligeramente la cuota de los vecinos del segundo al quinto y disminuyendo proporcionalmente las del primero. En otra época yo hubiera preferido soluciones más drásticas, como denunciar a los rebeldes, pero todo me daba igual. O eso creía.

Cuando terminé de hablar comenzaron las protestas y los gritos. Nadie estaba de acuerdo. Unos me llamaban traidor, desleal y cobarde y otros, pusilánime y términos mucho más ofensivos que no reproduciré. Los del primero apenas intervinieron, pero en sus rostros advertí una sonrisa de desprecio y de triunfo que me hirió mucho más que los insultos. Si hay algo que no puedo soportar es la prepotencia, la chulería, el desprecio. En mi interior fue creciendo una ira y una rabia que me ahogaban. En un primer momento intenté poner orden, pero nadie me hacía caso. Los afectados por la propuesta de subida amenazaban a los otros, que apenas se inmutaban y permanecían impertérritos y sonrientes.

Entonces algo en mi interior estalló como la erupción de un volcán y aprovechando que todos estaban exaltados e inmersos en la discusión, sin hacerme demasiado caso, me planté delante del profesor, que ya estaba jubilado, aunque no era demasiado mayor, le di un enorme puñetazo en el rostro y a continuación le golpeé en la cabeza con una de las macetas que estaban a su lado. Actué de una manera controlada y calculada, como me decía el profesor de body combat y seguí sacudiendo al indefenso profesor que yacía inconsciente y sangrando abundantemente. En un primer momento ninguno pudo ni supo oponerse a lo que yo estaba haciendo pues nadie esperaba una reacción tan violenta. Pero al cabo de unos segundos todos se abalanzaron sobre mí y me sujetaron, a pesar de que yo me resistí y comencé a golpear a diestro y siniestro, pero sin emitir ningún sonido. Los únicos que gritaban, aullaban, gemían o sollozaban eran los demás. Fuera, en la calle, se empezó a formar un corro de curiosos y al poco tiempo escuché una sirena de la policía. El profesor estaba tumbado, con el rostro lleno de heridas, uno de los ojos totalmente hinchado, una enorme brecha en la frente, la nariz rota, una oreja colgando. Lo que había hecho en tan poco tiempo me tenía asombrado. El médico intentaba reanimarlo y limpiaba y tapaba las heridas con gasas y algodón que la madre había ido a buscar a su casa, lo que había aprovechado para llamar a una ambulancia. Creí que lo había matado, pero el médico dijo que, a pesar de la violencia de los golpes, ninguno había sido mortal. Todo había ocurrido en unos minutos que yo había vivido a cámara lenta, como flotando en una nube roja de ira y odio incontenibles.

Cuando una pareja de policías entró en el portal, la mujer del profesor estaba sentada en la escalera, sollozando y las lesbianas intentaban golpearme con pies y manos, aunque los demás se lo impedían. Yo ya estaba bastante calmado, aunque el actor y alguien más que no recuerdo me sujetaban los brazos. Los policías preguntaron qué había pasado y cuando se hicieron una idea, me esposaron sin que yo ofreciera resistencia alguna y tomaron los datos de todos los que habían asistido a la reunión. En ese momento llegó una ambulancia y después de hablar con el médico y cerciorarse de que las heridas no revestían excesiva gravedad, se llevaron al profesor hasta el hospital más cercano.

Era ya muy tarde y la policía me llevó hasta las dependencias de la Comisaría de la Policía Nacional que está en la calle Rafael Calvo y allí me metieron en un calabozo. Pasé la noche tumbado en un catre y al día siguiente, después de preguntarme por qué había actuado de una manera tan violenta, me llevaron al juzgado de guardia. A la vista de lo que había ocurrido, de la gravedad de las lesiones del profesor, de los informes policiales y de las respuestas tan concisas que di, la jueza decidió ingresarme provisionalmente en la cárcel, desde la que estoy escribiendo estas páginas. Me acusan de intento de homicidio. Con un poco de suerte, podría haber sido homicidio a secas. Si hubiera tenido unos segundo más, el profesor no hubiera vuelto a sonreír.

Hoy es 24 de diciembre. Esta noche creo que nos van a dar una cena especial. No sé por qué el Estado tiene que gastarse tanto dinero en alimentar a unos indeseables como yo. Y yo soy de los mejores, según he podido comprobar en el poco tiempo que llevo aquí. Si todo sigue su curso, espero no tener que celebrar la próxima navidad, sea por mis “circunstancias” o por mi condena. Estar aquí, en la cárcel, es una bendición, son todo ventajas. Tenía que haberlo pensado antes.

Alergia. Alegría

Alergia. Es primavera. Hace casi un mes que empezó y los estragos ya se están notando. Sevilla es una ciudad llena de árboles. Rara es la calle donde no se hayan plantado naranjos, plátanos de sombra o jacarandás. Los parques y jardines abundan, no creo que haya urbe con más metros cuadrados de parque por habitante. Las buganvillas, los rosales, los nardos, el romero, el tomillo, el mirto, la retama, la dama de noche. Los jardines están llenos de plantas aromáticas que, además, llenan el aire de polen. Sufro.

Desde hace unos días lo primero que hago al levantarme es estornudar. Cinco o seis estornudos seguidos. Es la mejor manera de despertarse. Después de asearme un poco y desayunar, comienza el ritual de echarme gotas en los ojos y hacer un par de inhalaciones de antihistamínicos. Pero todo es pa ná. En cuanto piso la calle, qué digo, antes de salir del portal, empiezan los primeros síntomas: dos o tres estornudos más, picor en la garganta y en los ojos, toses. Y después es peor. Empiezo a pasear y el aroma del azahar lo impregna todo. Hay a quien le gusta. Yo lo odio, aunque hace muchos años me encantaba.

Recuerdo que la primera vez que vine a Sevilla lo que más me llamó la atención fue el olor, el color y el sonido de la Semana Santa. La mezcla de azahar e incienso, el colorido y la belleza de las imágenes, la música que las acompaña, el azul del cielo, el respeto de la gente, la saeta, el silencio en las calles estrechas. Todo eso forma un conjunto y crea una atmósfera que subyuga al visitante. Los sevillanos ya están acostumbrados, pero no dejan de asombrarse todos los años ante el misterio y el encanto de los sentidos. Otras ciudades también celebran la Semana Santa, pero es difícil, yo diría que imposible, encontrar tanta belleza y tanta armonía.

Pero yo sufro en estos meses. Es tiempo de alergia. Gramíneas, plátanos de sombra, malezas, olivos, casi todo lo que tenga hojas verdes y polen es mi enemigo. Por eso odio el campo y vivo en la ciudad aunque la ciudad, por desgracia, también quiere imitar al campo. ¿Quién les habrá dicho a los alcaldes que las ciudades con muchas plantas son más bonitas? Si la gente quiere verde y respirar aire puro que salga de la ciudad. En el campo, prohibido el asfalto. En la ciudad, prohibido el campo. No es tan difícil de entender, digo yo. A mí, eso de las medias tintas, las medias verdades, los medios lo que sea, no me gustan. Si quiero ver animalitos que se comen unos a otros, cascadas, montañas nevadas, bosques, praderas, etc., me siento delante del televisor y pongo un documental de La 2. No falla, a los diez minutos estoy dormido, entre otras cosas, porque suelen ponerlo después de comer y siesta y documental de La 2 son casi sinónimos.

De todas formas, debo decir que de pequeño me gustaba ir con mis padres a la aldea, jugar en los prados, aspirar un aire distinto al del asfalto y el humo de los coches, aunque es verdad que en aquella época había pocos. Pero tenía una libertad de la que carecía en las calles. El campo, los senderos, los árboles, los arroyos, la tierra, las rocas. Todo era nuevo y misterioso, diferente y único. Pero ahora, vaya a usted a saber por qué me ha tocado a mí, se han convertido en seres y objetos hostiles que me atacan y me torturan.

En Galicia tosía y estornudaba cuando tocaba, es decir, en invierno, con lluvia y frío. Cuando menos te lo esperabas te caía una manta de agua encima que te calaba hasta los huesos. Al día siguiente, resfriado. Pero eso es lo normal: enfriamiento igual a catarro. Te tomabas un caldito caliente, una aspirina y a sudar. En dos o tres días, como nuevo. Pero esto de toser, estornudar y llorar por culpa del polen es antinatural, no lo entiendo. Hace calor y estornudo; hace un poco de viento y me pican los ojos y la garganta; ando junto a los naranjos y me entra un ataque de tos.

Yo, que durante una época formé parte de los boy scouts, que firmo todas las peticiones para salvar la tierra y todos los animalitos y plantas que la pueblan, que intento concienciar a familiares y amigos de la necesidad de cuidar la naturaleza, que me cabreo con lo del calentamiento global por culpa de la contaminación, que me horroriza ver los mares llenos de plásticos, voy a terminar por pasarme al lado de los negacionistas: ni hay calentamiento global ni me creo lo de la contaminación ni lo del agujero de la capa de ozono. Donde se ponga una buena capa de cemento y de asfalto, que se quiten todas las hierbecitas y plantitas que me rodean.

Pero ayer la naturaleza fue justa conmigo y me hizo un gran favor. Estoy de suerte. En pleno Jueves Santo, cuando estaba poniendo todas las excusas posibles para quedarme en casa viendo las procesiones por televisión, ocurrió el milagro: otros años por esta época mi respiración asmática, mis ojos llorosos y mi nariz roja eran la viva imagen de la persona alérgica por excelencia, tanto que podría servir para un anuncio de televisión; pero este año, el 18 de abril, cayó una de las mayores granizadas y tormentas de agua que se recuerdan en esta tierra de María Santísima. Las avenidas parecían ríos, las plazas eran como pistas de hielo llenas de granizo. Y sobre todo, y ese es el verdadero milagro, los naranjos y la mayor parte de las plantas de esta ciudad se quedaron sin flores. Todas fueron arrancadas casi de cuajo y terminaron sembrando las calles, mezclándose el blanco del granizo con el blanco del azahar. Una imagen preciosa.

Llevo un par de días sin tomarme una pastilla, ni inhalando ni aspirando budesonida. No toso, no estornudo, no lloro. Puedo andar por la ciudad sin miedo, respirando a pleno pulmón, llenándome de oxígeno mezclado con el humo de los coches. Pero estoy feliz, supongo que durante pocos días, porque las malditas plantas son capaces de sacar a relucir en poco tiempo sus atributos florales. Pero mientras eso sucede, cambio el orden de un par de letras a la palabra maldita y ahora digo en voz alta… ¡Alegría!

Imagen relacionada

Bajo la piedra

«Ella está en el horizonte -dice Fernando Birri-. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Sirve para eso, para caminar.»

EDUARDO GALEANO  de su obra «Las palabras andantes».

 

Mi padre me contó que Germán Gonzales comenzó a cavar su tumba cuando el reloj de la iglesia dio la última campanada del año en que yo nací. También me contó otras cosas que quiero recordar para que mis hijos o quizás mis nietos lean esta pequeña historia y no olviden.

Germán tenía poco más de cuarenta años y gran parte de ese tiempo lo dedicó a luchar sobre una tierra seca, polvorienta, llena de guijarros que la azada no conseguía eliminar y de algunos cardos que absorbían la poca humedad que las frías noches posaban en el suelo. Año tras año se dedicó a limpiar y a trabajar el terreno que su padre le dejó y a buscar, sin éxito, algún pozo de agua que aliviara la sed. Todas las mañanas se levantaba mucho antes de que el sol saliera para recalentar la llanura y comenzaba el ritual diario de hacer el café en la candela, mojarse un poco la cara aprovechando el agua que, en las escasas tormentas que acaecían muy de cuando en cuando recogía en tinajas que administraba de forma milagrosa, y vestirse de manera pausada, como si fuera una ceremonia, empezando por los raídos pantalones de pana, una vieja camisa que hacía años había dejado de ser azul y ahora tendía más al gris y unas botas de cuero que había arreglado docenas de veces en el cercano pueblo. Cuando hacía frío solo se ponía encima una chaqueta también gastada. Tenía ropa más nueva y moderna, pero aquella le gustaba especialmente porque era más cómoda y, sobre todo, porque se la había regalado su mujer. Abría el ventanuco que estaba orientado al este, como había querido cuando diseñó y construyó la vivienda con sus propias manos, poco a poco a lo largo de los años, sin más ayuda que la del mulo que le permitía acarrear la madera y las piedras que necesitaba. Aunque todavía era de noche, podía ver las escasas luces del pueblo y algunas estrellas que titilaban sobre el horizonte.

Después de desayunar frugalmente migando el café con pan duro, salía a la puerta de la casa y cerraba los ojos, concentrándose en los escasos ruidos que a esas horas podían escucharse en el campo, como algún ratón correteando, un perro que ladraba asustado a lo lejos, el vuelo nocturno de una lechuza. Ese era el mejor momento, aquel en el que se fundían el recuerdo y la esperanza, el deseo y el olvido, la ausencia y los afanes. Un leve escalofrío le recorría la espalda y era entonces cuando encendía el único cigarrillo que fumaba en todo el día, apoyado en la puerta, aspirando el humo lentamente, dejándolo unos segundos en los pulmones y expulsándolo poco a poco, como con miedo a que se perdiera en el aire como se pierden las últimas imágenes del último sueño de la noche. Después iba al pequeño cuarto que utilizaba como almacén, cogía la azada y salía al campo a cuidar la pequeña huerta que la mayor parte de los años se perdía por la escasez de agua, pero que le servía como distracción y como una especie de homenaje a su padre, un hombre de campo que nunca pudo ver cumplido su sueño de poseer y trabajar una tierra fértil y generosa.

Aquel día vio cómo se apagaba la estrella de luz que habían colocado en la torre de la iglesia para iluminar las ilusiones de las buenas gentes. Él no era creyente, pero no le molestaba la alegría de los demás, sobre todo la de los niños que correteaban por las calles, a los que miraba con cierta tristeza acordándose de aquel pequeño ser sin vida que acunó unos minutos en sus manos y que nunca tuvo un nombre para no incrementar el dolor, porque pensó que un cuerpo sin nombre se hundiría en su memoria y desaparecería en poco tiempo. Pero no fue así. La mujer duró un poco más, unos días que lo consumieron a solas en el hospital hasta que todo se acabó. Y cuando regresó a lo que había sido un hogar y ahora eran solo cuatro paredes frías y llenas de recuerdos, cogió todo lo que era de ella, su ropa, la silla en la que se sentaba por las tardes a coser y el escaso ajuar que había ido tejiendo desde que se hicieron novios, y lo quemó cerca de la casa, mirando absorto cómo las llamas consumían la poca felicidad que la vida le había proporcionado. Después reunió las cenizas, las guardó en una caja metálica de galletas, las que ella solía comer por las tardes cuando tomaban café, y enterró la caja cerca de la casa y del camino que llevaba al pueblo. Solo guardó en el cajón de su mesilla de noche la única foto de la boda, dos jóvenes cargados de ilusiones y esperanzas que miraban tímidamente a la cámara.

Habían pasado más de quince años pero el recuerdo de la mujer y del niño acudía a su mente a diario, cada vez que se ponía en camino hacia el pueblo para abrir la pequeña tienda en la que trabajaba desde que terminó los estudios que su padre le obligó a hacer contra su voluntad. Pasaba delante de la piedra que colocó donde había enterrado la caja y se detenía un instante para no olvidar las ilusiones que habían forjado en el poco tiempo que pasaron juntos. Ninguna se había cumplido. Tuvo que vender el mulo y la casa del pueblo para pagar los gastos de la enfermedad del padre y el dinero restante lo gastó poco después en el entierro de la esposa y del hijo. Y sin embargo, no podía quejarse porque tenía un trabajo que le permitía vivir sin agobios, las gentes del pueblo lo apreciaban, lo querían, lo saludaban y charlaban con él amigablemente.

Cuando llegaba a la tienda se ponía la bata gris que le había comprado su jefe y repasaba con la vista todas las estanterías donde las latas de conserva, las botellas de leche, las cajas de galletas, las legumbres y todos los demás productos que allí se vendían. Poco después llegaban el panadero y el frutero, con los que charlaba mientras colocaba el pan, la fruta y la verdura en las cajas correspondientes. Cuando se iban limpiaba el mostrador, barría un poco el suelo, abría la caja registradora y comprobaba que había cambio suficiente. Un poco antes de las nueve de la mañana levantaba las persianas metálicas de las ventanas y de la puerta y abría, paseaba despacio por el pasillo y esperaba a que entrara el primer cliente, casi siempre alguna mujer mayor que venía de misa. Al poco rato llegaba su jefe, el dueño de la tienda, algo más joven que él y que había llegado al pueblo cuando todavía era un niño, hijo de guardia civil al que habían destinado allí y que unos años después se quiso ir al norte porque quería saber lo que era el miedo, el riesgo y volvió a los pocos meses dentro de un féretro envuelto en una bandera roja y gualda, acompañado de personas importantes que le dieron la mano y hablaron del valor del padre y de la cobardía de los que lo habían matado. Su madre y él se quedaron allí porque el padre había comprado la tienda a una viuda y eso les permitió vivir con holgura y distraer a la mujer durante un tiempo, hasta que se murió, dicen, de pena. Nunca volvió al cementerio porque lo que más había querido, sus padres, su mujer, su hijo, ya no existían, eran solo gusanos, huesos, polvo.

El dueño revisaba las cuentas, los gastos y las compras que había que realizar y se iba al poco rato, dejándolo solo hasta que llegaba la hora de cerrar. Se llevaban muy bien y nunca habían tenido ni el más mínimo problema porque Germán siempre había demostrado su capacidad de trabajo y su seriedad. El tiempo pasaba lentamente, un trasiego monótono de caras, conversaciones, comerciales, reponedores. A la hora de comer se acercaba al bar de mi padre y allí charlaba en la barra un rato con él, tomándose un vaso de vino y hablando de cualquier tema, siempre en voz baja, dejando que las palabras se fundieran con otras conversaciones y saludando a todo el que entraba. Después se iba a comer solo a una mesa, siempre la misma, en un rincón alejado al que nadie se acercaba pues sabían que le gustaban esos momentos de tranquilidad. Cuando terminaba el último plato se tomaba un café con leche y mi padre le acercaba el periódico del día que leía atentamente, con parsimonia y rellenaba el crucigrama. Algunas veces se llevaba un libro que pedía prestado en la biblioteca pública y leía moviendo ligeramente los labios, apoyado el respaldo de la silla en la pared. Media hora antes de abrir la tienda por la tarde salía del bar y daba un paseo por las afueras del pueblo, buscando la sombra de los pocos árboles que crecían desperdigados por la llanura. Así día tras día, año tras año.

Las tardes eran aburridas, sobre todo en verano. Entraban muy pocos clientes y entonces se dedicaba a recordar su vida pasada, las pocas anécdotas que le habían ocurrido. Su infancia en el colegio, los  veranos en el pueblo de su madre con los primos, el noviazgo, los planes que habían hecho juntos, los viajes planeados y no realizados. Una noche de invierno leyeron, sentados bajo la bombilla que colgaba del cielo raso de la casa, un inquietante cuento de un escritor del que nunca habían oído hablar, Jorge Luis Borges, titulado Utopía de un hombre que está cansado. Le había pedido a la bibliotecaria un libro de cuentos porque a su mujer le cansaban las novelas con muchos personajes. Decía que los escritores no sabían nada de la vida real, que se inventaban historias porque no comprendían el mundo en que vivían y tenían que vivir en otros mundos que fueran menos duros y crueles. A ella le hizo gracia la palabra utopía y buscaron su significado en el pequeño diccionario que Germán tenía en su mesilla, como otros tenían una biblia, que consultaba todas las noches. Cuando él le explicó lo que quería decir ella se quedó un momento pensativa y dijo que no le gustaría vivir en un mundo perfecto, que lo bonito era reír y llorar, sentir placer y sentir dolor, caer y levantarse. Que lo demás eran tonterías, como el paraíso del que hablaban los curas, toda la eternidad riendo y mirando a Dios, qué aburrimiento. El cuento les produjo una gran tristeza y comentaron que vivir en un futuro así no merecía la pena. Esa noche concibieron al pequeño que nunca llegó a vivir ni a conocer qué significa el paso del tiempo.

Nunca había imaginado un futuro lleno de luz, pero tampoco esperaba este presente gris, este vacío que lo agotaba y lo consumía. Buscaba una salida, un camino que le llevara a un sitio diferente, pero la piedra bajo la que estaban sus recuerdos más queridos lo atraía como un imán y le impedía alejarse de allí. Y poco a poco fue perdiendo la ilusión, las ganas de vivir. Su cuerpo era todavía joven, pero en su espíritu se había acelerado el tiempo y notaba que un peso insufrible le oprimía algo más que el pecho o el corazón.

No supo cuándo, quizás después del verano, en los primeros días en los que el silencio comienza a adueñarse de las tardes, cuando el viento del oeste hace caer las hojas de los árboles, preparándose para el desasosiego que antecede al invierno. Los pensamientos se fueron oscureciendo y se adueñaron del campo yermo que era su vida sin sentido. Pocos notaron la transformación, entre ellos mi padre. Apenas sonreía con las ocurrencias de los parroquianos en el bar, las comidas eran cada vez más frugales y ya no le interesaba la lectura del periódico ni de los libros. Se quedaba ensimismado, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Se levantaba cuando terminaba de comer, salía y paseaba por todo el pueblo, las manos metidas en los bolsillos, la cabeza baja y saludando distraído a los que se cruzaban con él. Atendía la tienda con su amabilidad y presteza de siempre, pero a veces se olvidaba de apuntar los encargos o se equivocaba con el cambio. El dueño le tuvo que llamar la atención alguna vez y él asentía en silencio, respondiendo que no volvería a suceder. El regreso a su casa suponía una liberación, el encuentro con lo único que apreciaba, la piedra y lo que estaba enterrado debajo. Y sentado delante de ella, mirando el retrato que estaba cada vez más desvaído, la idea comenzó a tomar forma.

El último día del año trabajó hasta las dos de la tarde. El dueño se había acercado un poco antes y le había dicho que no abriera después de comer y que cenara aquella noche con ellos, con su mujer, sus dos hijas y sus suegros, pero él, aunque agradeció la invitación, contestó que no, que prefería estar solo, que ese tipo de celebraciones siempre le entristecían, que prefería irse temprano a la cama. Cogió dos sobres, algunas hojas de papel y un bolígrafo, echó una última mirada y cerró despacio la puerta. Como hacía todos los días, se dirigió al bar de mi padre, que ese día estaba más concurrido de lo normal, con los parroquianos bebiendo y brindando por el año que iba a comenzar en unas horas. También como todos los días, charló un poco en la barra y después se sentó en su mesa. Mi padre vio cómo sacaba una hoja de papel de un bolsillo de la chaqueta y comenzaba a escribir, deteniéndose cada poco tiempo, como buscando palabras que no encontraba. Era la primera vez que lo veía escribir. Se acercó a llevarle el primer plato del menú y Germán se lo agradeció con su tímida sonrisa, más triste de lo habitual. Mi padre lo observaba con curiosidad y comprobó que apenas probaba bocado y seguía escribiendo despacio, como dudando, pero sin hacer tachaduras. Cuando le hizo una seña, le retiró el plato y poco después llevó el segundo. Mi padre ya no pudo seguir mirando porque había mucha gente y tuvo que seguir atendiendo a los demás clientes. Germán terminó la primera hoja, la firmó y la metió en uno de los sobres. Después siguió escribiendo hasta casi la hora del cierre del bar en el que sólo quedaban él y mi padre y cuando terminó le entregó uno de los sobres, rogándole que no lo abriera hasta el día siguiente. El otro sobre se lo guardó en uno de los bolsillos y se despidió de mi padre como nunca lo había hecho hasta entonces, con un fuerte abrazo y deseándole un feliz año nuevo.

Germán regresó a la tienda, la abrió y dejó el sobre al lado de la caja registradora, bien visible. Por la noche apenas cenó y esperó sentado a la puerta de la casa, como hacía siempre, reconociendo los ruidos amortiguados que llegaban como murmullos del pueblo. La luna, en lo más alto del cielo, inundaba el paisaje con su luz blanquecina, pero le impedía ver y reconocer aquellas estrellas que el maestro le había enseñado hacía muchos años y que nunca había olvidado. Esperó pacientemente y escuchó las campanadas de las diez, de las once y poco antes de que sonaran las últimas del año se levantó y cogió la azada, el pico y la pala que guardaba en el pequeño cuarto destinado a las herramientas, una linterna y un cuchillo de cocina. Fue contando una a una las doce campanadas y cuando se apagó el eco de la última, retiró la piedra solitaria que formaba parte de su vida y comenzó a cavar, primero con fuerza y después con delicadeza, para no estropear la caja de los recuerdos. Cuando llegó a ella la cogió un momento y la colocó al lado del agujero, que fue agrandando poco a poco. No pensaba en nada, solo quería terminar, impedir que la luz del sol cegara su determinación.

Después de cuatro o cinco horas consideró que ya tenía el tamaño y la profundidad suficiente. Estaba de pie y la cabeza no le llegaba al borde, la luz de la luna apenas iluminaba el fondo del hoyo. Descansó durante unos minutos mientras miraba la caja y la foto, en la que apenas reconocía los rostros. Después, con parsimonia, como cuando se desenvuelve un regalo que ya conocemos, abrió la caja e introdujo la foto en ella.

El tiempo se detuvo. Ya no existían los minutos ni los siglos, ni el ayer ni el mañana, ni siquiera un presente que nunca había poseído, que se le había ido escapando de las manos esperando algo, no sabía qué. Se tumbó boca arriba, los ojos cerrados aunque hacía mucho que ya no miraban y colocó el cuchillo sobre el corazón.

Mi padre leyó la carta varias veces, solo, en su habitación y después la rompió. Era temprano, pero mi madre ya se había levantado y estaba preparando el café. No le comentó nada. Desayunaron juntos, callados, aunque mi madre, con una sonrisa tímida y a la vez radiante, le dio la noticia que hacía años estaban esperando. Con las manos entrelazadas, de pie frente la ventana que daba a la calle, se miraron a los ojos durante algunos minutos. Yo nacería un caluroso día de principios de agosto de ese año.

Mi padre dijo que quería pasear por el campo, que necesitaba salir a tomar el aire y mi madre, que tenía que preparar la comida de ese día de fiesta a la que asistirían su hermana y su cuñado,  asintió, aunque presentía que había algo más. Se montó en la bicicleta y llegó a la casa de Germán. Vio el agujero, la tumba, y comprobó que el cuerpo estaba boca arriba, con el cuchillo clavado en el corazón. No sintió pena ni lástima por el amigo, sólo una pequeña punzada en el estómago, un vacío por su ausencia y por la suerte que, esquiva, nunca le había acompañado.

Tal y como le había rogado Germán, cogió el saco de cal viva que guardaba en el almacén y lo echó sobre el cuerpo. Esperó unos minutos y después comenzó a tapar la tumba con la tierra que, en montones, había alrededor del agujero. Cuando terminó volvió a colocar la piedra en el mismo sitio, guardó las herramientas y el saco, cerró la puerta y comprobó que apenas quedaban señales de lo que había hecho. Todo el mundo de Germán estaba bajo la piedra.

Regresó a casa, mi madre lo miró y supo, de alguna forma, que algo grave había pasado, pero no hizo preguntas. Al día siguiente, el dueño de la tienda se acercó al bar y le enseñó a mi padre la carta que le había dejado Germán, en la que decía que el nuevo año le había abierto los ojos, que necesitaba cambiar de aires, irse del pueblo y buscar fortuna lejos, donde los recuerdos y su vida pasada no lo alcanzaran y que algún día, quizás, regresaría. Brindaron a su salud y el dueño, aunque dolido por la forma en que se había despedido, deseó que el futuro deparara a Germán una vida mejor que la que había dejado atrás.

Han pasado muchos veranos. Mis padres han muerto y casi todos los que conocieron a Germán Gonzales, también. Ahora estoy delante del ordenador, vigilando por la ventana cómo mis dos nietos juegan en el patio de la casa mientras mi hijo y mi nuera ayudan en la cocina a mi mujer. Estoy escribiendo la historia que mi padre me contó el día que cumplí dieciocho años. No la escribí antes porque me hizo prometer que esperara a que el tiempo borrara de la memoria a ese hombre, que había pasado por el pueblo sin ruido y que sin ruido se fue.

Poco a poco la casa de Germán se fue deteriorando, algunos desaprensivos rompieron la puerta y se llevaron lo poco de valor que allí había y destrozaron las ventanas. La gente del pueblo dejó de hablar de él y su recuerdo se fue perdiendo. El olvido es el mejor aliado del tiempo o el tiempo es el mejor amigo del olvido, tanto da, porque al final solo queda la piedra o su sombra.

El gran procrastinador y su serendipia

Comenzaré confesando que las palabras procrastinar y serendipia eran dos desconocidas para mí hasta hace unos pocos años. Es lo que tiene dedicarse a leer autores clásicos durante la mayor parte de tu vida. Ni Homero, Cervantes, Rosalía de Castro o Pérez Galdós, que yo sepa, utilizaron estos términos. Serendipia porque es una creación reciente, un neologismo del siglo XVIII y de origen inglés. Si buscáis en Internet, y más concretamente en la Wikipedia, comprobaréis que significa «un descubrimiento o un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta…  En términos más generales se puede denominar así también a la casualidad, coincidencia o accidente.» En castellano tenemos un término más coloquial y conocido que significa prácticamente lo mismo: chiripa. Como es lógico, a mí me gusta más este último, mucho más castizo y reconocible y sin tener que acudir a orígenes foráneos.

Procrastinar, aunque tiene un origen latino (proviene de procrastinare, diferir, aplazar) ha comenzado a utilizarse en castellano hace muy pocos años, concretamente entró en el DRAE en el año 1992, es decir, ayer por la mañana. La versión inglesa procastinate, de la que deriva el neologismo español, sí se usa con frecuencia en ese idioma, que se está convirtiendo en nuestra segunda lengua, sobre todo entre los más jóvenes. La procrastinación  es algo que solemos hacer con frecuencia por estos lares: vaguear, dejar las cosas para mañana, esperar que todo se resuelva por sí mismo. Cuando me dedicaba a mi última profesión conocida, la de orientador, una de las frases que repetía continuamente a los estudiantes era la de que dedicaran sus esfuerzos a planificar el trabajo, a priorizar las tareas y que no dejaran todo para última hora. Vanos consejos la mayor parte de las veces, porque debe estar en nuestros genes latino-árabes lo de intentar estirar el tiempo, aplazar las decisiones y, en definitiva, dedicarnos a la procrastinación. Darse atracones de estudiar un par de días antes de los exámenes o terminar los trabajos de prisa y corriendo es lo más habitual y lo que suelen encontrarse los docentes, aunque, si observamos a nuestro alrededor, también ocurre en otros aspectos de nuestras vidas, como esas obras que comienzan tarde y terminan convirtiéndose en chapuzas, esas llamadas o mensajes que teníamos que hacer y que los vamos dejando para cuando, en muchas ocasiones, ya no tienen sentido, dejar de fumar o de beber, hacer deporte, etc., etc.

Y ahora paso al meollo de la cuestión y a dar forma a lo que pretendo decir con el título de esta entrada, que también podría haber titulado «el gran vago y su chiripa», por ejemplo, pero hubiera sido mucho más prosaico y algunos de los que lean esto no hubieran aprendido las dos nuevas palabras. Me refiero, claro está, a nuestro ínclito presidente del gobierno, don Mariano Rajoy Brey, conocido por su afición al descanso, a ver el deporte por televisión en lugar de practicarlo (aunque casi mejor que verlo andar con esos movimientos que sus correligionarios califican como peculiares y otros, los malos de la película, como estrambóticos o ridículos), y a dejar que los problemas se pudran o se resuelvan por sí solos. A muchos de los que trabajan con él les saca de quicio esa forma de enfrentarse a situaciones que a otros los llevarían a pasarse noches y días enteros sin descansar. Porque a él lo caricaturizan tumbado y fumando un puro no por casualidad, sino porque es una persona tranquila, otros dirían que indecisa, confiada en que el tiempo pone las cosas en su sitio y que es mejor no hacer nada que hacer algo equivocado.

Resultado de imagen de caricaturas de Mariano Rajoy Peridis

¿Que la mitad de los dirigentes de su partido en Madrid o Valencia están imputados o en la cárcel por corrupción? No pasa nada, me callo, miro para otro lado y digo que la cosa no va conmigo porque, o bien ya no son miembros de mi partido o lo hacían a título personal. Y como la justicia ya sabemos que funciona como funciona, pasarán los días, meses y años, fuese y no hubo nada, como dijo el príncipe de los ingenios. Y si hubo, que lo habrá, como no sabía nada, pues ojos que no ven, corazón que no siente y no tiene culpa, claro.

¿Que la economía está de pena, que la deuda crece de forma imparable, que las desigualdades se hacen cada vez más grandes, que se han destruido miles de puestos de trabajo y los que quedan son precarios y mal pagados, que los jóvenes tienen que salir en masa de nuestro país a buscarse las habichuelas fuera, que la educación y la sanidad están peor que hace veinte o treinta años? Eso es una visión equivocada e interesada y si hay algo de eso es por culpa de los pésimos gestores anteriores que nos dejaron una herencia terrible, pero nuestro buen hacer, nuestro sentido común, nuestra seriedad, nuestra experiencia, conseguirán que dentro de unos años ya no haya paro y España se convierta en la segunda o tercera potencia europea. Los españoles son pacientes, sumisos, aguantarán lo que sea y, además, tienen miedo de que alcancen el poder los podemitas, que nos dejarán hechos unos zorros y peor que en Venezuela, que ya vemos cómo está y ya nos encargamos nosotros de airearlo convenientemente.

¿Que los catalanes quieren irse y que los independentistas han crecido un veinte o un treinta por ciento desde que está Rajoy en el poder? Tranquilos, poco a poco eso se irá desinflando cuando se den cuenta de que todo es una maniobra política que lo único que intenta es ocultar los tejemanejes de los Pujol y de CIU, que como se pongan flamencos no les compramos ni el cava ni la butifarra y a ver después de qué van a comer. Y si no, ahí está el señor Fernández Díaz, que lo tiene todo atado y bien atado, con un ángel de la guarda que, además de ayudarlo a aparcar, también vigila a los sediciosos separatistas, a los que les está buscando todas las faltas, delitos y tropelías para perseguirlos o desprestigiarlos. Y cuando las saque a la luz, ya verás cómo los catalanes de bien volverán al redil y rendirán pleitesía al que les quitó la venda de los ojos.

¿Que ningún partido político, excepto Ciudadanos y estos con muchas reticencias, quiere pactar con ellos porque durante los cuatro años con mayoría absoluta quemó todos los puentes y actuó con una soberbia y una desfachatez inusitadas? Ya se enterarán, ya. Como siga habiendo elecciones, que es lo que más le interesa, vuelve a arrasar y después será peor, que la siguiente mayoría absoluta será el chirriar y el crujir de dientes, os vais a enterar.

Y lo malo o lo peor, es que a esa falta de acción, que parece que le está dando buenos resultados, sobre todo si miramos lo que ocurrió en las dos elecciones anteriores y lo que dicen todos los entendidos que puede pasar si hay unas terceras, se le suma la torpeza de sus contrincantes. Y aquí entra la serendipia, la chiripa que tiene mi paisano orquestada por sus contrincantes políticos, esos dirigentes que ya perdieron una oportunidad y van camino de perder otra. Cada uno enrocado en sus posiciones. Cuando no es por el pasado de unos es por el presente de otros o por el posible futuro de los de más allá, por sus alianzas, por sus pretensiones, por su falta de visión, por su estrechez de miras. O conmigo o contra mí, no hay términos medios. ¿Pactar con independentistas, con chavistas, con sociatas de eme, con figuritas, con figurines o con figurones? Anda ya, faltaría más, yo me debo a mis votantes y mis votantes no me votaron para eso, que yo los conozco bien, que para eso me pateo las calles, leo todos los twits, manejo todas las redes sociales, hablo con mis paisanos, con los bases y con los barones, con todo quisque si hace falta. Y escucho las tertulias radiofónicas y los editoriales de los periódicos y escribo artículos y salgo en televisión, que para eso Bertín o Susana me entrevistan y digo cosas muy guays.

Y mientras tanto, Mariano serendipetea o chiripetea y se sienta a la puerta de la sede de su partido, que está medio embargada y contempla, con su tranquilo y barbudo semblante, con el puro en una mano y el Marca en la otra, cómo pasan los cadáveres de sus enemigos. No le hace falta más. Ni menos.

La suerte ¿en tus manos?

Decía Bernardo de Chartres que somos como enanos a los hombros de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra vista ni por la altura de nuestro cuerpo, sino porque somos levantados por su gran altura.

La suerte ¿en tus manos?

Hay que reconocerlo: gran parte de lo que somos, de lo que hemos logrado llegar a ser, de lo que seremos en el futuro, se lo debemos a la suerte, buena o mala, al azar. No me digáis que todo ha sido fruto del esfuerzo, del trabajo, de la lucha continua, del sudor de nuestra frente. Tanto los que han triunfado como los que han fracasado deben en buena parte su fortuna o su pobreza, su miseria o su desgracia, a la casualidad. No es que crea en el fatum (el hado) de los clásicos, en el destino, en la providencia, en que nuestra vida está determinada y que hagamos lo que hagamos, todo está escrito y no podemos cambiarlo. Sería demasiado fácil y cómodo para nosotros, lo usaríamos como una excusa para justificarnos, sobre todo cuando las circunstancias nos son adversas. Pero el azar, el estar en el sitio justo en el momento exacto, la casualidad, lo queramos o no, ha influido en nuestra situación actual.

Fijaos: por mucho que ha avanzado la ciencia, todavía no se sabe con absoluta certeza cómo surgió la vida en la Tierra, aunque las últimas teorías presuponen que pudo provenir de ingredientes de meteoritos que chocaron contra su superficie y que reaccionaron con azúcares, aminoácidos y otras sustancias que ya estaban presentes en los albores de nuestro planeta. Es decir, la vida en sí es una pura casualidad, ya que tuvieron que darse una enorme cantidad de circunstancias para que se formara la primera célula viva. Y de ahí, después de miles de millones de años y otras muchas casualidades, nació el primer hombre, hace unos pocos cientos de miles de años. Que la evolución haya conseguido que seamos como somos en la actualidad es también puro azar.

Pero hay más: el simple hecho de haber nacido con unas características físicas y psicológicas concretas, en una familia, en un lugar y en un momento dados, haber contraído o no una enfermedad, sufrir un accidente, la educación recibida, el haber coincidido con determinadas personas, nuestros amigos y nuestros enemigos…, han supuesto tal cúmulo de coincidencias que no dependen de nosotros, que asusta pensar el enorme número de vidas diferentes que podríamos haber vivido si alguna de las decisiones tomadas o cualquier otra circunstancia hubieran variado un poco.

Eso no significa que debamos resignarnos. Porque, por otro lado, hay muchas situaciones que sí podemos controlar, aunque no sea totalmente. Creo en la fuerza de voluntad que lucha, a veces denodadamente, contra entornos muy adversos y que, también en muchas ocasiones, sale victoriosa. Creo en la educación, en el esfuerzo, en la valentía o en el sacrificio que, dentro de unos límites, pueden torcerle el brazo a la adversidad. Pero hay que ser humildes y sinceros, porque nuestro poder no puede ir más allá de pequeños cambios dentro de un camino o de una dirección ya marcada.

Algunos podrían decirme: ¿es que los ejemplos de Gandhi, Mandela o Stephen Hawking, entre otros muchos, no contradicen tus afirmaciones? ¿Es que sus vidas y sus actos no reflejan el poder del hombre sobre su destino o sobre el destino de los demás? Y yo les digo que no, que ellos lo único que han hecho ha sido aprovechar sus potencialidades y ponerlas al servicio de alguna idea porque la inteligencia o la voluntad forman parte de un mismo magma, de una sustancia profunda sobre la que no podemos influir, pero que nos conforma y sobre la que estamos instalados. Esa sustancia es como la madre primigenia, el conjunto de creencias, culturas, conocimientos, saberes que se han ido acumulando a lo largo de la historia y que, lo queramos o no, nos impiden ser y actuar de manera diferente a como lo hacemos.

Como siempre me ha interesado este tema, haré referencia a él en numerosas ocasiones en este blog. Y para comenzar, un cuento no muy conocido de Hans Christian Andersen: La suerte puede estar en un palito, en el que se puede encontrar un claro ejemplo de que la suerte, nuestra suerte, puede estar escondida justo a nuestro lado. Si es buena o mala, puede depender, o no, de nosotros mismos.