Burgos, Vitoria, Pamplona y Cuenca en una semana (un atracón de viaje, III)

14 de septiembre, sábado. De Pamplona al valle de Baztán y Zugarramurdi.

Hoy hay que salir temprano de Pamplona, que queda una buena tirada hasta casi la frontera con Francia. Nos espera una excursión en teoría apasionante: el valle de Baztán y las cuevas de Zugarramurdi. El valle de Baztán, que siempre ha estado ahí, desde la prehistoria y más allá, se ha hecho famoso últimamente por las novelas que componen la Trilogía del Baztán, de la escritora Dolores Redondo. Seguro que con anterioridad muchos viajeros y muchos peregrinos recorrieron sus senderos, sus montañas, que a pesar de que forman parte del Pirineo no superan los mil metros de altitud, sus bosques, sus pueblos. Pero gracias al fenómeno literario de la escritora donostiarra, son miles las personas que, fascinadas por el misterio y las descripciones de sus libros hemos sido llamadas a visitar estas tierras. Zugarramurdi es un pueblo conocido fundamentalmente por sus cuevas, que se encuentran a menos de medio kilómetro del casco urbano. Son conocidas como «las cuevas de las brujas» porque a comienzos del siglo XVII tuvo lugar un auto de fe…, pero vayamos por partes, que me estoy adelantando.

Después de tomar un pequeño desayuno en una cafetería cercana al hotel (desayunar en los hoteles es casi prohibitivo, en este querían cobrarnos 18 euros a cada uno, nosotros, que con un café y una tostada vamos listos), ponemos a trabajar a nuestra acompañante más fiel y eficaz. Google Maps nos informa de que hasta Elizondo, la capital del valle de Baztán, hay 50 km y unos 50 minutos en coche. Nos ponemos en marcha saliendo del garaje del hotel (si el desayuno me parece caro, el aparcamiento por 24 horas me parece barato, 8 euros). Por cierto, creo que no he dicho que nos alojamos en el NH Pamplona Iruña Park. Buen hotel, con habitaciones amplias y con todas las comodidades que se pueden pedir a un hotel de cuatro estrellas.

Una vez que abandonamos Pamplona el paisaje va cambiando. La carretera es buena e invita a conducir demorándose en la contemplación del paisaje. Yo no puedo disfrutar demasiado porque hay que estar concentrado en la conducción y, como siempre, pongo música. Tengo que cambiar el repertorio porque las grabaciones tienen ya bastantes años y hay que actualizarse. Árboles a un lado y a otro de la calzada, caseríos, pequeños pueblos en las laderas de las montañas, verdes prados, riachuelos que corren al lado de la carretera y que se cruzan en pequeños puentes. Sol y sombra intercambiándose cada poco tiempo. El sol luce más que otros días y estoy tentado de parar varias veces a retozar en el campo como cuando era niño en los campos de Arteixo.

No nos detenemos hasta llegar a Elizondo, la capital del valle. Paramos a tomar un café en una cafetería que se encuentra en la carretera que atraviesa el pueblo y allí preguntamos, a pesar de que yo llevaba mucha información al respecto, qué podríamos visitar allí. El camarero, después de decirle cuál era nuestro plan, nos recomendó que fuésemos primero a Zugarramurdi, que comiéramos por allí o en Dantxarinea y que a la vuelta nos detuviéramos en Amaiur y en Elizondo, los dos principales pueblos, según él, del valle. Mencioné la posibilidad de ir hasta Roncesvalles, pero me quitó la idea de la cabeza, sobre todo porque era casi imposible ver bien todo y serían demasiados kilómetros.

Así que otra vez al coche. La carretera se iba haciendo cada vez más tortuosa y empinada, aunque no demasiado, hasta que comenzó la subida al puerto de Otxondo, que sirve para conectar las dos partes del valle de Baztan (por cierto, después me enteré de que Baztán es el nombre que se le da al río Bidasoa en su curso superior). Nos encontramos a muchos ciclistas que quieren emular a Indurain o a Pedro Delgado. Da miedo cómo bajan a tumba abierta (esta expresión es la que se escucha habitualmente en las retransmisiones del Tour o de la Vuelta) y da pena ver cómo suben echando los bofes. Uno de ellos es más listo pues va en una bicicleta eléctrica. Ir en coche por una carretera de montaña, aunque sea bastante ancha y con poco tráfico, siempre es peligroso cuando hay muchos ciclistas. En Mallorca es una auténtica odisea.

Llegamos hasta la frontera con Francia, en Dantxarinea. Esta parte del pueblo está llena de tiendas y restaurantes. Sólo se ven coches con matrícula francesa. Pienso por un momento cruzar la frontera, pero veo el cartel que indica Zugarramurdi y giro en el cruce. Ahora la carretera es más estrecha, aunque la distancia es muy corta, unos cuatro kilómetros. El pueblo es muy pequeño, creo que algo más de doscientos habitantes, y parece como de juguete. Las típicas casas de esta zona, con tejado a dos aguas, muros blancos, esquinas adornadas con piedra, piedra que también rodean las ventanas, balconadas de madera y muchas flores. En bastantes ocasiones, en lugar de muros encalados las casas son de piedra, lo que da una impresión de gran robustez, propio del carácter de estas tierras. Y hablando del carácter, hay que decir que siempre nos encontramos con personas amables, dispuestas a ayudar, a acompañarte cuando te veían despistado, a informarte cuando tenías alguna duda. Y una cosa que nos llamó la atención fue que, aunque la mayor parte de la cartelería y de la información estaba en euskera, prácticamente no escuchamos hablar en ese idioma. Sólo en una ocasión, en Urdax, me encontré con una pareja que entre ellos hablaban en vasco.

Aparcamos el coche en una pequeña plaza. Hay muchos coches y, sobre todo, motos. Vamos andando hasta las cuevas, que están a unos quinientos metros del pueblo. El paseo es muy agradable porque luce un sol espléndido y la temperatura es deliciosa. Casi calor. A un lado y otro del camino, prados, caballos, vacas, hayedos, castaños. Todo muy verde y mucho silencio, sólo roto por las conversaciones de las personas que vienen de visitar las cuevas. Después de pagar la entrada nos dan un plano y nos informan del itinerario a seguir. Subimos por el estrecho camino que rodea las cuevas hasta llegar a un mirador desde el que se contempla el pueblo y las tierras que lo rodean. Cuando bajamos y entramos en la cueva principal, leo la información en el folleto que nos han entregado, donde se cuenta la historia de «las brujas». Hay que remontarse a principios del siglo XVII, un lugar aislado, donde la gente sólo hablaba euskera y apenas entendía el castellano, con costumbre ancestrales, acostumbrada a convivir con la naturaleza, a utilizar remedios caseros de plantas, a veces conjuros que, desde siempre y en todo lugar han ayudado a combatir las enfermedades (teniendo en cuenta, además, cómo era la medicina en aquellos tiempos). Pues señor, con la iglesia hemos topado. Entre la enorme ignorancia de los usos y costumbres de la zona, de que los curas tampoco es que fueran doctores en filosofía, que había que ser sí o sí católicos y seguir los mandamientos de la santa madre iglesia, que las mujeres en el norte se suelen reunir para charlar, contar historias, hablar de sus problemas, etc., ya tenemos el caldo de cultivo suficiente para decir que allí había brujas y que se comunicaban con el macho cabrío, con el demonio. Además, las cuevas donde según parece se reunían, completaban un escenario bastante lúgubre (acompáñese de lluvia y oscuridad y tendremos el marco ideal para soliviantar la imaginación). En resumen, auto de fe, muertes por tortura, mujeres quemadas y ya tenemos la leyenda de las «brujas de Zugarramurdi».

Las cuevas tampoco son para tirar cohetes. Es más la impresión de lo que allí ocurrió que lo que en realidad se puede contemplar. Aunque tiene gran altura no hay ni estalactitas ni estalagmitas, ni lagos, ni pinturas rupestres ni un paisaje sobrecogedor. Se pueden visitar pero si no se visitan tampoco nos perdemos gran cosa.

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Una vez finalizada la visita a las cuevas, que dura aproximadamente una hora y cuarto, nos fuimos a comer a Dantxarinea, pueblo fronterizo con Francia. Aquello parece una romería de franceses (de hecho, se escucha hablar más en francés que en castellano o en euskera) porque hay muchas tiendas que venden lo que dicen ser productos low cost, cosa que no nos pareció ni a Carmen ni a mí. Familias enteras cruzan la frontera para pasar el día aquí. Nada reseñable, ni en el pueblo ni en la comida.

Ahora volvemos a coger el coche y regresamos por donde vinimos. Nos desviamos hacia Urdax, que también está muy cerca. Después de la experiencia de las otras cuevas, no nos detenemos a visitar las que también hay aquí (dice Carmen que después de haber visto las de Aracena y la reproducción de las de Altamira, nada nos puede impresionar; estoy de acuerdo). En Urdax (o Urdazubi) hace calor. Paro el coche a la sombra. Carmen está medio dormida y se queda dentro. Yo me bajo a tomar un café en un sitio precioso, al lado de un molino de agua. Ahí es donde escucho hablar euskera por primera vez. Cuando termino contemplo la portada del Monasterio de Urdax y entro en la iglesia. Estoy solo y el silencio lo invade todo. Hay un cartel que indica que se puede visitar el claustro, pero el acceso está cerrado, será por la hora. Como el interior está muy fresco, me siento un momento a contemplar las paredes, las imágenes, los muros y el techo. Es una delicia poder hacerlo sin nadie que te moleste. Cuando salgo, Carmen sigue dormida.

Urdax 001

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Conocido el terreno, la carretera de regreso parece que no es tan pesada ni peligrosa. Será también por la hora, alrededor de las tres de la tarde, en la que casi todo el mundo estará comiendo. Una vez sobrepasado el puerto de Otxondo, nos desviamos a Amaiur. Hasta ahora, es uno de los pueblos que más me ha gustado. La calle por la que se accede, prácticamente la única calle del pueblo, está flanqueada por casas que merecen abrir portadas de libros de viajes. Piedra, madera, cal, flores, verde, forman un conjunto armonioso y delicioso. No sé cómo será vivir aquí, si tienen todos los servicios que se necesitan en el mundo moderno. Quizás no sea tan bucólico pasar la niñez y la juventud en un pueblo de apenas 300 habitantes. Pero para pasar una pequeña temporada y descansar, es ideal. Subo hasta los restos del castillo por un empinado camino, llego sudando y jadeando, pero el esfuerzo merece la pena ya que la vista del valle es maravillosa: al fondo, Elizondo, pequeños caseríos, bosques, montañas, prados. Parece que estamos en Suiza. Me detengo un buen rato a aspirar un aire limpio, puro, aromático, a escuchar un silencio que lo envuelve todo. En estos tiempos es difícil encontrar lugares así. Aunque llevamos ya más de mil kilómetros en coche y no sé cuantos a pie, momentos como este hacen que merezca la pena el viaje.

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Seguimos bajando hasta Elizondo. Aparcamos el coche en una calle transversal a la carretera porque no me atrevo a entrar hasta el centro. Como tampoco es un pueblo demasiado grande, llegamos pronto a la calle más larga, la calle Jaime Urrutia, paralela al río Bidasoa (parece que aquí ya no le llaman Baztán) y pasamos por el ayuntamiento. Intento recordar las descripciones de los libros de Dolores Redondo, pero no soy capaz de rememorarlas. Únicamente cuando llego al puente de Txokoto, donde está la pequeña presa, me acuerdo de algunas cosas. Pero mientras que en el libro casi siempre se describe la humedad, la lluvia, la oscuridad, la soledad, Elizondo es bastante bullicioso, con mucho ambiente. Entramos a comprar en una tienda de recuerdos y el dueño nos dice que se ha notado mucho la influencia de los libros, que ahora viene mucha más gente, que hay más vida. Recorremos el pueblo y después queremos visitar la Iglesia de Santiago, pero, oh sorpresa, aquí también se está celebrando un funeral. Debe de ser alguien importante porque hay mucha gente, dentro y fuera de la iglesia. La fachada es imponente, con dos torres campanario barrocas y un gran rosetón. El interior, a pesar de que queríamos respetar la celebración y apenas pudimos verlo, tiene unas medidas muy grandes y también una gran altura. Habrá que verla en otro momento, cuando no haya nadie.

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Alrededor de las siete de la tarde regresamos al coche y tomamos camino a Pamplona. La verdad es que estoy cansado de andar y de conducir. La edad no perdona y llevamos muchos kilómetros a cuestas. Además, mañana nos quedan más de cuatro horas de coche para llegar a Cuenca, así que cuando llegamos a hotel, cerca de las ocho, dudamos entre ir otra vez al centro a cenar de pintxos o quedarnos más cerca, como ayer, en el Bar Letyana, que tan buen sabor de boca nos dejó. Optamos por esto último y nos vamos temprano a descansar. El contador de pasos del reloj está pidiendo una tregua ya que hoy hemos hecho otros doce kilómetros, así como quien no quiere la cosa. El del coche va ya casi por los mil cuatrocientos.

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