DIARIO DE UN APRENDIZ DE ESCRITOR (III)

10 de noviembre de 2021. Un viaje inolvidable entre Coruña y Aroche.

Hay personas a las que no les gusta viajar porque se acomodan a un espacio conocido, a su pueblo, a su barrio, a su hogar. Todo lo que suponga salir de su ambiente les provoca cierto temor, una especie de desasosiego que les impide disfrutar de nuevas experiencias. Como se está en casa, no se está en ninguna parte, suelen decir mientras se beben un buen vino tinto acompañado de queso y jamón sentados en el salón de su casa viendo un partido de fútbol o cualquier otro programa de televisión. Saludar diariamente a los amigos, charlar con ellos horas y horas, tomarse un café o una cerveza en el bar al que acuden hace muchos años. Otras personas simplemente no pueden viajar porque su economía se lo impide o tienen que viajar obligatoriamente para escapar, huir de la miseria, del hambre, de la guerra. No son viajes de placer, son travesías hacia la esperanza y lo desconocido. En realidad, más que viajar la palabra exacta es emigrar, buscar una vida mejor. En España sabemos mucho de eso.

A mí siempre me ha gustado viajar, hacer turismo, conocer nuevos países, nuevas ciudades, nuevas culturas. No tengo ni el dinero ni la ambición, ni quizás el valor, para ser un viajero intrépido que recorre lugares casi inaccesibles, solitarios, peligrosos, desconocidos, aunque me hubiera gustado. Creo que mi primer viaje, cuando sólo tenía dos años, fue una pequeña odisea. Viajar en el año 1957 en una locomotora de vapor, en un vagón de tercera con asientos de madera desde Coruña a Sevilla y después en autobús de Sevilla a Aroche, tuvo que ser épico. Entre unas cosas y otras tardamos tres días y mis padres supongo que llegarían exhaustos, aunque dichosos, porque mi madre hacía nueve años que no regresaba a su pueblo. Como es lógico, no me acuerdo de nada, pero las fotos que conservo me muestran como un niño tímido, siempre cogido a las faldas de mi madre.

Ya he contado algunos viajes, como cuando viajé a Rusia, a Nueva York, a Londres o a Italia. En todos ha habido anécdotas y algunos momentos realmente difíciles y complicados, sobre todo cuando únicamente sabes hablar español y apenas entiendes algo de francés. De inglés, ni hablamos, nunca mejor dicho. Y eso que cada vez que salgo al extranjero y me encuentro con problemas de comunicación me planteo empezar a aprender inglés. Pero cuando me voy a poner en serio a la faena, porque en broma ya lo he intentado muchas veces, pienso que qué necesidad, que el español es el segundo idioma más hablado y que aprendan los demás el nuestro, que para eso tenemos al mejor novelista, Cervantes, y a la mejor liga del mundo, o eso dicen.

Hoy, sin embargo, quiero contar un viaje que se podría calificar de complicado, desastroso, épico, peligroso o cualquier otro adjetivo similar, aunque el que mejor le cuadra es el de inolvidable. Por supuesto que lo mejor sería olvidarlo, meterlo en una de esas cajas que según dicen tenemos en nuestra memoria, ponerle un cerrojo, cerrarlo y tirar la llave lo más lejos posible. Pero ya se sabe que la memoria es rebelde y que cuando menos se piensa salta la liebre. Ahí vamos, pero antes hay que ponerse en situación.

En el año 1981, cuando suceden los acontecimientos que voy a relatar a continuación, no había teléfonos móviles, no había tarjetas de crédito y, por supuesto, tampoco había Internet. Cuando uno quería viajar y llevar el dinero suficiente, una buena parte la llevaba en efectivo, guardada y escondida; también había cheques de viaje y, además, podía usarse la libreta de ahorros. Para ello había que acercarse al banco y en la oficina indicabas qué cantidad querías disponer durante los días que estuvieras viajando. Esa cantidad tenía un límite dependiendo de tus ahorros. En la libreta te acuñaban unas líneas para que, cuando necesitaras efectivo, acudieras a una oficina bancaria de una entidad asociada a este sistema y fueras retirando el dinero necesario que se iba inscribiendo en la libreta hasta completar la cantidad marcada. Si te surgía una urgencia un día festivo y no llevabas dinero encima, a ponerse a rezar. Todo mucho más complicado, como se puede comprender.

El fin de año 1981 lo pasamos en Coruña. Los años de noviazgo y los primeros años de casados Carmen y yo solíamos pasar las navidades en Aroche y el fin de año en Coruña, había que repartirse entre las dos familias, como es comprensible. Pero los Reyes también los pasábamos en Aroche, participando de la cabalgata que allí se celebra, un auténtico espectáculo al que hace ya muchos años que no asistimos. Así que el 5 de diciembre del nuevo año, después de cargar hasta arriba el maletero y los asientos traseros de nuestro Seat 127 amarillo, un coche muy popular en aquella época que a mí me dio muy buen resultado y al que le tenía mucho cariño y cuidaba como a un hijo, salimos de madrugada, calculo que sobre las cinco de la mañana. El viaje era largo, casi mil kilómetros y las carreteras muy malas, no como las de ahora. Solíamos tardar unas doce o trece horas, contando las paradas para comer y para descansar. Además de nuestro equipaje, un par de maletas llenas de varias mudas y mucha ropa de abrigo, el mayor volumen lo ocupaban las cajas con los regalos de reyes para la familia.

Los días anteriores había llovido mucho, pero afortunadamente el día de nuestra partida no había nubes y las estrellas brillaban en un cielo limpio y sin luna. El frío, sin embargo, era intenso y había mucha humedad.. Arranqué con cierta dificultad el coche y esperé a que el motor se calentara para encender la calefacción y caldear el interior. A esa hora no había tráfico y la salida de Coruña por la avenida de Alfonso Molina y el puente del Burgo fue muy tranquila. Algún que otro camión, coches aislados y poco más. Pasamos Betanzos, Guitiriz, Lugo, sin apenas compañía. A un lado y otro de la carretera, los árboles y las casas pasaban velozmente. En el radiocasete del coche, música de Pink Floyd, Beatles o Milladoiro. Carmen adormilada a mi lado. Llegamos a Becerreá y poco más adelante, la subida al puerto de Piedrafita. La nacional VI en aquella época era de doble sentido, así que como en los puertos de montaña o en zonas con muchas curvas te encontraras con un camión, había que echarle paciencia, reducir y esperar el mejor momento para adelantar. Yo conocía bien la carretera porque la había recorrido muchas veces, primero con mis padres, a bordo de un seat 600 primero, un seat 850 más tarde y por último con el 127 que después sería mío. Cuando Carmen y yo nos hicimos novios, aprovechaba las vacaciones para visitarla en Aroche, así que me sabía casi de memoria las rectas y las curvas, los pueblos y aldeas que yo iba memorizando y repitiendo, ahora viene Baamonde, falta poco para Begonte, casi estamos en Rábade, en Outeiro de Rei (en aquella época se escribía y decía Otero de Rey), ya casi estamos en Lugo… más adelante Corgo, Baralla, el puerto de Campo de Arbre, que muchos inviernos está cerrado por la nieve, y cuando llegábamos a Becerreá solíamos parar para tomar un café. Pero en este viaje todavía era muy temprano y estaba todo cerrado. El frío era cada vez más intenso y la calefacción estaba al máximo así que seguí camino rumbo a Piedrafita (hoy Pedrafita do Cebreiro) en el límite con la provincia de León, subiendo el puerto del mismo nombre. Pasábamos por Nogales (As Nogáis) y Noceda. Por suerte, apenas tuve que adelantar a algún camión que subía las rampas con dificultad. Tenía que tener mucho cuidado pues el asfalto estaba cubierto de hielo y podía llevarme algún susto. En Piedrafita no se veía un alma y sólo dos o tres luces en algunas casas daban fe de que el pueblo estaba habitado.

Comencé el descenso del puerto, lleno de curvas peligrosas y muy pocas rectas. Delante de mí, un camión que me impedía adelantar. El camión debía de ir vacío porque llevaba una gran velocidad, así que como era casi imposible pasarlo decidí reducir la marcha y dejar que se alejara. Ya llegaría el final del puerto y podría adelantarlo sin dificultad. Pasamos Ambasmestas, la Vega del Valcarce y Trabadelo. A un lado y otro de la carretera, altas montañas y bosques frondosos que la oscuridad impide ver pero se adivinan y, además, sé que están ahí y observan impasibles nuestra marcha. El río Valcarce, impetuoso, se cruza varias veces en el camino. No puedo verlo por la oscuridad pero sé que lleva mucha agua. Falta poco para Pereje, pienso y en ese momento, cuando intento reducir la marcha porque me estoy acercando a una curva cerrada, comienza el espectáculo. Sin saber qué pasa en un primer momento, me encuentro con la palanca de cambios en la mano, suelta totalmente del engranaje. Freno bruscamente porque me acerco a la curva y busco una zona donde pueda apartar el coche y parar. Menos mal que los frenos funcionan bien, la velocidad desciende y un poco más adelante encuentro un lugar llano fuera de la carretera. Intento maniobrar con la palanca, para ver si ha sido un fallo pasajero y puedo volver a engranar la marcha. Imposible, se ha roto el cambio de marchas. Noche cerrada, ni un alma ni una luz a la vista. Carmen se ha despertado y me pregunta qué pasa. ¿Que qué pasa? digo yo entre asustado y enfadado. Que nos hemos quedado tirados, que el coche se ha estropeado, que es de noche, que no veo nada, que el pueblo más cercano está a un kilómetro o más, que allí no habrá ningún taller, que no sé si esto tiene arreglo… Me estoy poniendo cada vez más nervioso, pero con mi proverbial capacidad de afrontar las dificultades, o eso dicen que tengo y yo me lo creo, empiezo a respirar profundamente y noto que el corazón, que se había desbocado, late ya más despacio.

Salgo del coche y espero unos minutos a ver si pasa algún vehículo, algún camión para hacerle señales y que me acerque a Pereje, para llamar desde allí al seguro y que me envíen una grúa. No pasa ni un alma, ni coche, ni camión ni ciclista ni peregrino, ni siquiera la santa compaña o algún alma en pena. Estamos solos en el mundo, seguro que una catástrofe mundial ha acabado con la humanidad y Carmen y yo somos los únicos supervivientes. Eso se me pasa por la cabeza un instante, sólo un instante, pero me llena de angustia. El río Valcarce suena a mi derecha, muy cerca, un rumor que, en lugar de tranquilizar, pone más nerviosa a Carmen. El coche está bien situado así que le digo a mi mujer que voy a llevarme la documentación del coche y llegar andando hasta Pereje, a ver si hay algún bar, algún comercio o algún alma caritativa que me permita usar el teléfono. Carmen se pone pálida y empieza a tartamudear, me me me vas a dejar aquí sola, en medio de la nada, con el frío que hace, con el miedo que me da la oscuridad, no no y no, ni hablar, me voy contigo, yo no me quedo aquí sola, faltaría más. Abre la puerta del coche y en cuanto nota el frío en la cara y en el cuerpo, vuelve a introducirse inmediatamente. Creo que lo ha pensado mejor.

Total, que después de otro intercambio de frases, ten cuidado, mira que apenas se ve, a ver si pasa algún coche y te puede acercar al pueblo, no te preocupes, tendré cuidado, te dejo el coche encendido con la calefacción, procura abrir un poco la ventanilla para que no te asfixies, eso, tú tranquilízame, jeje, hay que tomarse las cosas con humor en los peores momentos, me abrigo bien con mi lobo marino azul con el que parezco el capitán de un barco ballenero, sólo me falta el gorro y la pipa, paso a la izquierda de la carretera y comienzo la caminata a buen ritmo, no sólo por llegar antes, sino porque hace un frío que pela. Viene algún coche de frente y también pasan varios coches y un camión en mi mismo sentido pero ninguno para a pesar de que les hago señales. Mi figura no debe ser tranquilizadora pues en esa época tenía barba y el pelo bastante largo, un hippi o un asesino en serie, pensarían. La noche, aunque sin luna, es bastante clara y puedo ver las estrellas y las constelaciones en el cielo. El río y su murmullo me acompañan así como algunos ruidos de animales que no me tranquilizan precisamente, entre ellos uno que parece un búho, una lechuza o vaya usted a saber qué otro ave de no muy buen agüero. Diez o quince minutos después diviso las primeras casas de Pereje, casas de piedra con chimenea, de algunas de la cuales sale un tenue humo azulado. Miro el reloj, las siete y media y todavía es de noche, aunque observo que en el horizonte comienza a clarear ligeramente y ya se pueden ver las cimas de algunas montañas.

Albricias, una mujer está abriendo una especie de tienda, abacería o similar y es como si se me apareciera alguna virgen que viniera a auxiliarme. Le explico lo que me pasa y, por supuesto, me deja usar el teléfono. Llamo al seguro y después de dar mis datos y la ubicación aproximada del vehículo, me dicen que me enviarán una grúa desde Ponferrada. Regreso junto a Carmen. Parece que todo se va solucionando y ya estoy de mejor humor. Cuando llego al coche, Carmen está en shock, que si ha escuchado ruidos raros, que cómo he tardado tanto, que no vuelva a dejarla sola, que si llega a saber que iba a tardar tanto se hubiera ido conmigo, que está muerta de frío porque apagó el motor no fuera a asfixiarse… prefiero no decir nada porque entiendo su nerviosismo. Ahora sólo queda esperar la llegada de la grúa. Nos quedamos callados, los ojos cerrados, absortos en nuestros pensamientos, sin atrevernos a hacer pronósticos sobre el resto del viaje. Y menos mal, porque todavía nos quedaba lo mejor, o lo peor, según se mire.

Cerca de una hora después, sobre las ocho y media o nueve de la mañana, ya con el sol sobre el horizonte y con buena visibilidad, comprobamos que estamos muy cerca de un pequeño puente sobre el río Valcarce. Para desentumecernos, salimos del coche y nos acercamos a ver el río. Si no fuera por la situación, seguro que disfrutaríamos del paisaje. Bosques tupidos, prados de un verde intenso, montañas en alguna de las cuales hay nieve, un río de aguas cristalinas y un hermoso amanecer. Pero lo único que queremos es que llegue lo antes posible la grúa. Y llegó, claro.

Pasaré por alto, porque realmente no recuerdo mucho eso, el viaje con el coche estropeado sobre la grúa. Cuando llegamos a Ponferrada, serían ya cerca de las diez de la mañana. El dueño del taller nos dijo que el arreglo iba a ser caro, pero que el coche podría continuar el camino sin problemas, que tardaría un par de horas y que fuera preparando un buen fajo de billetes. Yo estaba temblando, porque miré el saldo del que podía disponer en la libreta de ahorros y aunque era una cantidad bastante elevada no sabía si bastaría para pagar la avería. Dejamos el coche en el taller y nos fuimos a desayunar a una cafetería cercana. Allí preguntamos por una sucursal bancaria donde saqué todo el dinero disponible, creo que unas veinte o veinticinco mil pesetas, que en aquella época era la mitad del sueldo de un mes, un dineral, porque la hipoteca del piso nos dejaba los ahorros tiritando, sobre todo en enero.

Aunque parezca mentira, el arreglo se llevó la práctica totalidad de lo que teníamos, menos unas dos o tres mil pesetas para gasolina. Estamos hablando de unos quince euros actuales, para hacerse una idea del coste de la vida en aquellos tiempos. Salimos de Ponferrada cerca de la una de la tarde. El coche funcionaba perfectamente así que, dejando a un lado el dineral de la avería, que no se me quitaba de la cabeza, lo que yo podría haber hecho con ese dinero, la de cuotas de hipoteca que habría quitado de en medio, las comidas y viajes… mejor no pensar. Una vez pasada Salamanca, serían las cuatro de la tarde, decidimos parar, arrimando el coche al arcén para comernos los bocadillos que Carmen había preparado la noche anterior. Error, inmenso error. El arcén era de tierra apisonada, o eso parecía, así que frené y giré el coche para sacarlo de la carretera en un larga recta. Nada más pisar la tierra las dos ruedas laterales derechas, el coche se hundió más de dos cuartas. La abundante lluvia caída los días anteriores había convertido la tierra en un barrizal que no pudo aguantar el peso. Así que teníamos un nuevo problema. Yo salí del coche dando gritos y andando a grandes zancadas carretera adelante, echando por la boca sapos y culebras, acordándome de todo lo que se movía en el universo, y de lo que no se movía también me acordaba. Carmen no podía salir por su puerta, ya que tropezaba con la tierra, así que, aprovechando su agilidad, salió por la puerta del conductor e intentó tranquilizarme. Ahora era yo el nervioso. Otra vez ejercicios de respiración profunda y acompasamiento de los latidos del corazón. Intentamos mover algo el coche, tarea imposible, cada vez se hundía y escoraba más. Lo malo es que esta vez el pueblo más cercano estaba a bastantes kilómetros, así que la única alternativa era que algún alma caritativa pudiera ayudarme. Mientras tanto, nos pusimos a comer los bocadillos, las penas con pan son menos.

Apenas habíamos dado dos o tres mordiscos cuando se paró un land rover delante de nosotros. Ahí estaba el alma caritativa, un hombre corpulento, más bien rollizo, yo diría que muy entrado en carnes, gordo, para qué andarse con florituras, pero muy amable. Salí rápidamente del coche y le expliqué la situación, aunque el hombre, que sabía lo que se hacía, no metió las ruedas en la cuneta. Vamos a sacar el coche con una cuerda, y mientras lo decía, sacaba una soga que seguramente serviría para colgarse de alguna viga en momentos de desesperación. Menos mal que yo no tenía una a mano hacía unos minutos. Así que ató la cuerda con un nudo a nuestro parachoques delantero y con otro nudo a su vehículo. Otro craso, crasísimo error, porque en cuanto arrancó el land rover, mi parachoques salió arrastrando por la carretera y el coche no se movió ni un milímetro. Se me quedó cara de tonto.

Claro, dijo el hombre con una media sonrisa, tendría que haber atado la cuerda a la carrocería, no al parachoques, ha sido un fallo mío, pero esto tiene fácil arreglo, ya verá. Dicho y hecho, con una habilidad que todavía no me explico, fue capaz de atar con varias cuerdas el parachoques y colocarlo perfectamente, y esta vez sí que lo hizo todo bien. Total, resumiendo, que esto ya se está haciendo muy largo y todavía quedan muchas aventuras, que a los poco minutos el 127 estaba ya listo para seguir camino. Quise darle al hombre mil pesetas por su trabajo, aunque esto supusiera, quizás, quedarme tirado sin gasolina, pero no lo consintió, lo cual agradecí en el fondo, así que nos despedimos con muchas muestras de agradecimiento, abrazos del oso varios, suyos sobre mí y mi mujer, y deseos de vernos en mejor situación para tomarnos alguna botella de vino.

Estábamos todavía a mitad de camino y llevábamos ya once horas de viaje. Yo calculaba que me quedarían otras seis horas, o sea, llegaríamos a Aroche, con suerte, a las 12 de la noche. Con suerte, nunca mejor dicho. Terminamos los bocadillos y continuamos rumbo a nuestro destino, que yo vislumbraba lejano, muy lejano. La siguiente población importante era Béjar. El puerto de Béjar ahora se pasa sin dificultad, pero hace cuarenta años era como el Tourmalet, una carretera con muchas curvas y bastante pendiente. Yo estaba con la mosca tras la oreja, cambiando de marcha lo menos posible por si volvía a fallar la mecánica y pendiente también del parachoques, no fuera a caerse y darme un susto. Yo tenía pánico de encontrarme, tanto a la subida como a la bajada del puerto, con una de esas trilladoras o segadoras que ocupan casi toda la calzada porque eso supondría perder mucho más tiempo, pero no nos encontramos con ninguna. La suerte parecía estar cambiando.

Baños de Montemayor y Aldeanueva fueron los siguientes pueblos que cruzamos. Estábamos ya en Extremadura. Cáceres y Badajoz eran y siguen siendo dos provincias interminables, con un paisaje lleno de encinas y un campo que invita a parar y descansar, pero nosotros estábamos deseando llegar a Aroche. Antes de llegar a Plasencia la carretera se estrecha y se llena de curvas. Ahora, gracias a la autovía, se circunvala y se deja a un lado, pero entonces se atravesaba la población, cruzando un puente sobre el río Jerte. Nada más entrar, vemos en la carretera, pasado el acueducto, una barrera metálica y una señal que nos desvía hacia la derecha, al centro del pueblo. Estarán de obras, pensé, así que callejeando, intenté encontrar otra vez la carretera. Mi sentido de la orientación (otra cosa no tendré pero sí sentido de la orientación, eso tengo que reconocerlo) me llevó otra vez a la ruta principal. Delante de mí, una especie de carreta con muchos adornos me impedía pasar. A un lado y a otro, gente gritando en las aceras, muchas familias con niños haciéndonos señas y riéndose. Pequeños golpes en el techo, que poco después descubrimos que eran caramelos. No entendíamos nada, hasta que Carmen, mirando hacia atrás, y con una exclamación de asombro, me dice ¡estamos en la cabalgata de Reyes! Yo no me lo podía creer, formábamos parte sin ser conscientes de ello, de la cabalgata de Reyes de Plasencia. Durante cinco o diez minutos disfrutamos, entre Gaspar y Baltasar, como unos actores más, como si fuéramos pajes, romanos, pastores o cualquier otro personaje. Encima, llevábamos juguetes en el maletero, toda una premonición. Cuando ya saludábamos como si fuéramos los protagonistas, un policía local, con poco sentido del humor y muy enfadado, nos hizo señas para que saliéramos del cortejo. Nos detuvo y cuando ya iba a multarnos o a llevarnos al calabozo, le explicamos nuestra odisea, casi con lágrimas en los ojos. Hasta creo que mi mujer hizo algunos pucheros para darle más dramatismo a la historia. En resumen, que tuvimos que esperar a que la cabalgata pasara, más de una hora parados. Noche cerrada, supongo que las diez o las once de la noche, ya ni me acuerdo. Después de Plasencia, Cáceres y Mérida, sin incidentes reseñables. Paramos a echar gasolina y gastarnos los últimos billetes que nos quedaban. No teníamos ni para cenar.

A la altura de Almendralejo se me cerraban los ojos. Ya llevaba diecisiete o dieciocho horas al volante y tuve que parar a descansar. A Carmen se le ocurrió la idea entrar en Los Santos de Maimona, donde vivía una prima suya, para pasar la noche con ella y llegar al día siguiente a Aroche, pero en esas fechas su prima estaba pasando los Reyes en el pueblo, así que nuestro gozo en un pozo. Fregenal de la Sierra e Higuera la Real eran los siguientes pueblos, este último frontera con la provincia de Huelva. Y aquí empezaban los temibles Arriscaeros, una de las carreteras con más curvas que conozco, muy estrecha y sin arcén. Hace mucho que no paso por allí, supongo que ya la habrán arreglado y mejorado. Para más inri, la niebla cayó sobre nosotros impidiendo ver más allá de cinco o diez metros. Se me quitó el sueño de golpe. Árboles, rocas, barrancos, animales que durante un instante se detenían delante del coche abriendo mucho un par de ojos que se iluminaban como si fueran fantasmas y desaparecían al momento. Yo había apagado hacía mucho rato el casete, no me apetecía escuchar música y quería concentrarme sólo en la carretera. No pasaba de segunda y sólo en algunos momentos muy puntuales era capaz de meter tercera. Yo no suelo rezar, pero estoy seguro de que durante los eternos minutos que tardamos en cruzar los Arriscaeros, recé todas las oraciones que conocía. Cuando llegamos a La Nava parecía que habíamos llegado a Nueva York, porque la carretera empezó a ensancharse y a tener más rectas. Desembocamos en la Nacional 433 y aquello ya era otra cosa, aunque seguía habiendo curvas, pero todo era mucho más conocido y seguro. El Repilado, Cortegana y ¡por fin! Aroche. Veintitrés horas después de salir de Coruña llegamos al chalet, metimos el coche en la cochera y sin apenas decir nada, subimos las escaleras y nos tiramos en la cama, deshechos física y mentalmente. La media, poco más de cuarenta kilómetros a la hora, a paso de tortuga con artritis. Me río yo de la Odisea de Ulises, el nuestro sí que fue un viaje heroico e inolvidable.

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DIARIO DE UN APRENDIZ DE ESCRITOR (II)

2 de noviembre de 2021

Me gusta visitar los cementerios, sobre todo en estas fechas. Me atrae el silencio escondido entre las tumbas y que revolotea sobre las paredes blanqueadas, el olor de las flores recién cortadas, colocadas con amor por hijos, padres, sobrinos o amigos, la paz de los muertos que vigilan atentos, callados, expectantes, sabiendo que tarde o temprano les haremos compañía. Son los primeros días de otoño y suele oler a lluvia y a tierra mojada, estos últimos días ha llovido mucho. Los sonidos apagados y las conversaciones en voz baja apenas se escuchan. Hombres y mujeres recorren las calles deteniéndose de vez en cuando ante una lápida, recordando a un pariente, a un amigo que dejó hace mucho o poco este mundo. Quizás alguno reza una pequeña oración y después sigue su camino, leyendo nombres y apellidos, frases que recuerdan al ser querido o contemplando un retrato del que allí descansa y por último se detiene ante un nicho, una tumba, un panteón o una lápida. El corazón se encoge un poco y tal vez un pequeño nudo en la garganta, un escalofrío o una repentina humedad en los ojos se presenta de manera inesperada. Hace tiempo que no voy al cementerio de Coruña. Cada vez que visito la ciudad me propongo acercarme hasta San Amaro y contemplar las tumbas, los nichos y la vista de la ría que se extiende poco más allá de los muros. Allí están mi padre y mis tíos, pero siempre lo pospongo y quizás no supiera encontrar el nicho de mi padre. Mi madre ya no está capaz de ir, como hacía todos los años hasta hace muy poco tiempo. Ahora es mi prima María Esther la que suele hacerlo “le voy a llevar unas flores a padrino”, me dijo hace unos días.

El domingo pasado Carmen, Concha, a la que habíamos recogido en el pueblo y yo, como solemos hacer todos los años, detuvimos el coche en la rotonda de entrada del cementerio de Aroche. A Carmen no le gusta entrar, pero si lo hace conmigo parece que encuentra algo de valor. El cementerio de Aroche, el nuevo, está en el cruce de la carretera que lleva a Portugal y la que va a Encinasola. En el antiguo, ya abandonado y hasta hace poco lleno de maleza y escombros que ya se han limpiado y arreglado, en la “carretera del cañón”, una de las entradas al pueblo, se construyó un pequeño memorial con los nombres de las personas represaliadas, entre ellos mi abuelo José Díaz. Mi abuelo quizás fuera de los primeros que se enterró en el nuevo cementerio. Su nicho, en el que también está enterrada mi abuela Florentina, está situado entrando a la izquierda, después de atravesar la pequeña entrada abovedada que da paso a una amplia y diáfana explanada. El exterior, con paredes encaladas, presenta en su parte central tres arcos y otros en los laterales y en la parte superior una espadaña con una pequeña campana. Desde fuera se pueden ver las copas de los cipreses que suelen crecer en los cementerios, como una reminiscencia griega y romana, que permite encaminar y guiar, con sus troncos rectos y frondosos hacia la copa, las almas de los difuntos hacia los cielos.

Como siempre suelo hacer, coloqué unos claveles blancos en el jarroncito lateral del nicho y me detuve unos minutos, recordando a mis abuelos y comprometiéndome a seguir profundizando en la historia de la familia. Realmente ya no me queda demasiado material para finalizar su vida y andanzas, dignas de una saga. Carmen y Concha se habían adelantado para acercarse a los nichos de sus padres. Muy cerca están también los de sus abuelos, tíos y otros parientes. Los apellidos de la familia, Vázquez, Fernández, Lobo, Soria o Cañado son casi mayoría entre tumbas y nichos. Claveles blancos y flores amarillas, que Carmen había comprado el día anterior en Sevilla, fueron colocados en diferentes lugares para adornar y alegrar las lápidas. El día, que había amanecido lluvioso, se aclaró y sólo algunas nubes recorrían perezosas el cielo. Una hora después de llegar, regresamos al pueblo, comimos en el Mesón San Mamés una buena carne a la brasa y unas salchichas, lo típico, como debe hacerse cuando uno visita la sierra y nos fuimos a casa a descansar, a tomar un café con dulces que habíamos comprado en la venta Los Ángeles de Valdeflores por la mañana y a media tarde regresamos a Sevilla. Con el cambio de hora, oscurece muy pronto y no queríamos demorarnos en la carretera. Realmente fue un buen día.

Los cementerios de Huelva incluidos en el Catálogo de Patrimonio Histórico  Andaluz

Encuentros de Lobos

En los últimos tiempos se han perdido algunas costumbres que permitían mantener en las familias una impresión de continuidad, de pertenecer a un mismo clan, de dotarse de una especie de cemento que unía a todos los miembros de diferentes generaciones. Las conversaciones a la luz de una candela o alrededor de una mesa camilla donde se contaban las historias familiares y las anécdotas que pasaban de padres a hijos, los retratos de los abuelos en sepia o en blanco y negro colgados de una pared o encima de una mesa, las cartas que se enviaban con periodicidad y que daban cuenta de la salud, del trabajo, o de los hijos nacidos en tierras lejanas, las fotos dedicadas… Casi todo esto ha pasado a mejor vida. Es una lástima, sobre todo en una época en que las comunicaciones, los viajes y los contactos son mucho más cómodos y más fáciles. Internet, móviles, skype, vuelos baratos, coches rápidos, autopistas… todo ello debería invitar a la unión, a la cercanía, al conocimiento. Pero, no se sabe muy bien por qué, la norma general es aislarnos, crear vínculos débiles, superficiales, inconstantes. Estamos más pendientes del móvil o de facebook que de la frase que nos dirige el que está al lado. De vez en cuando una llamada, una reunión o una comida, alguna visita corta para no molestar. Y se van perdiendo los lazos y las historias, las relaciones y los contactos.

Tengo la suerte de pertenecer a una familia en la que eso no está ocurriendo. Ni por parte de los Castro Díaz, los gallego-andaluces, ni por los Vázquez Lobo, los arochenos. No tanto como sería deseable porque ha habido una cierta dispersión a la hora de establecerse (Coruña, Limiñón, Pilas, Sevilla, Tomares, Córdoba), pero seguimos estando razonablemente en contacto. La familia es bastante más amplia en el lado andaluz. Solamente con los Díaz, los Vázquez y los Lobo hay para escribir miles de páginas. Ahora que estoy intentando elaborar un árbol genealógico y una historia familiar en la que Galicia y Andalucía se unen por misterios y azares del destino, me estoy encontrando con unas posibilidades casi inagotables para crear una saga en la pueden aparecer decenas y decenas de personas y de personajes. Creo que todas las familias, generación a generación, deberían hacer lo mismo, intentar salvaguardar su memoria, recopilar no sólo las fotos que permanecen olvidadas en cajas y en álbumes que paulatinamente van perdiendo el color y diluyéndose en el pasado, sino leer y recordar todo aquello que, de alguna y otra manera, nos ha ido forjando y haciendo que seamos como ahora somos y seremos.

Nos detendremos y comenzaremos en la familia Lobo. ¿Y por qué no empezar por los Castro, que es mi apellido, se preguntarán algunos? Porque hay algunas circunstancias que facilitan dicho comienzo. Por ejemplo, la cercanía o el mayor número de datos de los que dispongo en este momento y, sobre todo, hay otro motivo que, aunque pueda parecer simple, fue el detonante: la comida que organizó Pilar, allá por el año 2011, en un restaurante cerca de Pilas, donde ella vive, a la que asistimos los Castro Vázquez, los Vázquez Lobo, los Burgos Vázquez, los Vázquez Romero, los Maestre Lobo, los Vázquez Pérez… Veinticuatro personas en total. No recuerdo muy bien de quién partió la idea ni cómo, pero, a pesar de la improvisación y la rapidez con la que se organizó todo, fue una experiencia preciosa que nos comprometimos a repetir, porque, además, faltaron Ana María, Carlos y Carlota, los de Granada, que se quedaron con muchas ganas de venir. Y el día acompañó con una temperatura y una claridad impropias del otoño.

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Como todo había salido muy bien y el resto de la familia arochena, sobre todo aquellos que viven en Cádiz y Huelva no se habían enterado, se apuntaron rápidamente a la segunda reunión, que esta vez se celebró en marzo de 2017 en Córdoba para facilitar la presencia de los granaínos. Habían pasado ya seis años desde la primera comida porque diferentes circunstancias habían retrasado el encuentro y había que darse prisa para que no se enfriaran los ánimos. Los encargados de la organización fueron Miguel Pedro e Inmaculada. Buscaron restaurante, llamado Los Lobos, por cierto, hotel y allí que nos presentamos más familias (Inmaculada y José Manuel, José Pedro y Felisa…) aunque también con ausencias ya que es complicado que todos puedan venir. Ni Santiago, ni Manuel ni los hijos de Pilar ni las hijas de José Manuel e Inmaculada… El tiempo, aunque la comida se hizo en marzo, tampoco fue demasiado bueno, pero eso era lo de menos. Coincidió, además, con el cumpleaños de Rafaela, así que todo volvió a salir redondo. La comida de Lobos ya se iba convirtiendo en tradición, así que, sin solución de continuidad, al poco tiempo comenzamos a hablar ya de la siguiente, que esta vez debería celebrarse en Aroche, cosa lógica teniendo en cuenta el origen de la mayoría de los Lobo.

Aquí abriré un pequeño paréntesis para recordar el origen del apellido, pues siempre es bueno volver al pasado por si éste ha tenido influencia en el presente, lo ha condicionado o ha permitido establecer una línea en el tiempo cuya duración y continuidad esperemos que sea larga y fructífera.

Dicen los estudiosos de la genealogía y la heráldica que el solar originario del apellido Lobo estuvo ubicado en el lugar de Melón, del partido de Rivadavia, en Orense, por lo que el tronco sería Galicia. En Melón se encontraba situado el monasterio de monjes de los Bernardos y es de dicha localidad de la que descienden todos los del apellido Lobo, al igual que los Lobera, Loberos y Lobones ya que unos y otros parece ser que tomaron su origen en la reina Claudia Lupavia, señora de Galicia, que se convirtió al cristianismo en el Pico Sacro, según afirma la tradición y habiendo cedido su palacio a San Eufragio para casa y sepultura del apóstol Santiago, se retiró a los Montes de Melón. Eso es lo que indica García Garrafa, en su Enciclopedia Heráldica y Genealógica.

Otros, sin embargo, dicen que ese apellido, muy extendido por España, procede del nombre latino Lupus “lobo”, muy usado en la Edad Media en referencia al valor, fuerza, valentía y astucia de dicho animal. Eso significaría que habría habido distintas casas del apellido Lobo, no emparentadas entre ellas. Así, estarían los Lobo de Asturias, procedentes de un caballero godo que acompañó a Don Pelayo en Covadonga, que dejó también descendencia en Castilla. Otra rama, en Portugal, procedería de Galicia, a partir de los Lobo de Melón, de la que partieron diferentes líneas que se establecieron en el país vecino y en distintos lugares de España.

Existió una casa con ese linaje en Siruela, Badajoz y en Navarrete, Logroño. Por último, probaron hidalguía en la Real Chancillería de Granada, Francisco Lobo, Villar de Rey (Cáceres) en 1696, José Manuel Lobo y Arjona, vecino de Aracena (Huelva), en 1752 y Antonio Lobo Borja, vecino de Osuna, en 1707.

He indagado un poco en la historia familiar de Carmen, mi mujer, y he llegado hasta 1854, fecha en la que nació el primer Lobo del que, en estos momentos, tengo noticia: el farmacéutico de Aroche Miguel Lobo Carquesa que, por diferentes circunstancias que sería muy largo contar y que merecen un capítulo aparte, se fue del pueblo y se instaló en Cortegana, donde inició la línea de los Lobo corteganeses que, por lo que pude comprobar es, actualmente, la más numerosa. Su hermano Pedro, bisabuelo de Carmen, se quedó en Aroche y de ahí proceden los Lobo Vázquez, Lobo López, Vázquez Lobo, etc.  Los hijos de Miguel, Horacio y Dantón son los ascendientes de los Lobo de Cortegana y los hijos de Pedro, Miguel, Félix y Segismundo son los de Aroche. Como curiosidad diré que mi bisabuelo Juan Díaz Carlos y el hermano del bisabuelo de Carmen, Miguel Lobo, fueron miembros destacados del último triángulo masón que se creó en la provincia de Huelva, el Triángulo Hijos de la Luz, mi bisabuelo con el nombre simbólico «Miguel Servet» y Miguel Lobo con el de «Volney». Mi abuelo José Díaz Alcaide, también masón y con el nombre «Beethoven» no pasó del primer grado. Todos ellos, por cierto, fervientes republicanos.

Cierro este paréntesis y me centro en el tercer encuentro de los Lobo que, como ya comenté, se celebró en Aroche. A mediados de octubre comenzaron las propuestas de fechas y se decidió la del 17 de noviembre. A partir de ese momento, la organización corrió a cargo de Inmaculada y José Pedro. Ellos se encargaron de buscar actividades (sobre todo visitar los lugares más emblemáticos del pueblo) y encontrar un restaurante en el que cupieran todas las personas que íbamos a asistir. Lo que en un principio comenzó con poco más de veinte, terminó pasando de ochenta. Y eso que, por diversos motivos, no pudieron ir más de veinte personas, con lo que el número total hubiera sobrepasado los cien. Como una boda.

No quiero extenderme demasiado porque el artículo está siendo excesivamente largo y prolijo. Sí diré que el primer contacto de la familia ese día fue en la ermita de San Mamés, aunque su nombre verdadero es ermita de San Pedro de la Zarza, construida sobre la basílica de Turóbriga, la antigua ciudad hispanorromana fundada en el siglo I, en época de Nerón. Cuando llegamos, alrededor de las once la mañana, ya estaban en las inmediaciones Miguel Pedro y José Pedro, como anfitriones, rodeados de los Lobo de Cortegana. Empezaron las presentaciones y, aunque ya conocía a algunos parientes de Carmen, comencé a perderme con los nombres y los parentescos. Empezamos visitando la ermita y después las excavaciones de Turóbriga. Aunque sólo se lleva excavado menos de un veinte por ciento de la ciudad, nos podemos hacer una idea de la importancia que tuvo en su tiempo. Después de más de una hora de visita y explicaciones por parte de la guía, nos montamos en los coches y subimos hasta Aroche. Allí, desde la plaza del Ayuntamiento, subimos hasta el convento de la Cilla, donde actualmente se encuentran el museo arqueológico y el museo del Santo Rosario. Continuamos aprendiendo más sobre la historia y las costumbres del pueblo. Seguimos con la visita a la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, una iglesia parroquial que asombra a todo el que la ve por primera vez. Finalizamos la visita cultural en el Castillo de Aroche, construido entre los siglos XI y XII, en época andalusí y que, en el siglo XIX, después de un periodo de abandono, fue reconvertido en la actual plaza de toros.

Ya eran más de las dos de la tarde y después de la caminata, de las cuestas y de las explicaciones históricas, era hora de pasar al meollo de la cuestión, es decir, a la comida. Porque toda visita cultural tiene que tener, para que sea completa, un colofón gastronómico. Así que bajamos andando hasta lo que hoy se conoce como La Fábrica (o Centro Polivalente Manuel Sancha «La Comunal»), la antigua fábrica de harinas y electricidad que, además del restaurante La Comunal, donde se celebró la comida, alberga una piscina cubierta climatizada, el gimnasio municipal, el Aula Guadalinfo, salas para cursos, salas de reuniones, etc. Parecía imposible que allí pudiéramos comer tantas personas, pero lo hicimos. Después de las palabras de bienvenida de José Pedro, pasamos a la comida, que se alargó hasta las seis de la tarde. Un menú serrano, con lomo, jamón, queso, salchichas de aguardiente de Aroche, sopa de peso y carrillá, con bebida y postre, sirvió para incrementar los lazos y conocernos mucho mejor.

No quiero dejar de mencionar la carta que leyó Pepe Luis, nieto de Miguel Lobo, que realmente nos emocionó. Cuando se murió Pedro, el hermano de Miguel,  éste escribió una carta dirigida a la mujer de Pedro, Juana y a sus sobrinos Miguel, Félix y Segismundo. La carta es de 1922 y demuestra la grandeza, la educación y la sensibilidad de una persona en la que se pueden encontrar valores que son un ejemplo a seguir. Reproduzco alguno de sus párrafos:

Queridos sobrinos y estimada Juana.

Vuestras penas las comprendo, porque se confunden con las mías.

¿Quién os acompaña de la familia de vuestro padre y marido? La soledad.

Sed honrados, que la honradez es una llave que os abre las puertas del bien. Obedeced a vuestra madre, que es la mayor santidad que hay en la Tierra y no provocarle disgustos que aumenten sus penas. Así, pues, os encargo que la mayor armonía que puede haber en la familia es la que está basada en el cariño que se tengan los miembros que la componen… De esta manera, podréis conservar la paz en la familia y a vuestra madre llena de consuelo en sus aflicciones.

Son muchos en la familia Lobo. En este encuentro había cuatro generaciones, muchos de cuyos miembros no se conocían o hacía años que no se veían. Se recordaron historias, anécdotas divertidas, se conocieron y se reconocieron en gustos, en costumbres comunes o parecidas y se comprometieron, nos comprometimos, a continuar estos encuentros. Creo que la próxima vez se organizará en Cortegana. Que no decaigan los buenos deseos y que la manada de los Lobo siga creciendo en armonía.

Valor y precio

Precio y Valor

No soy experto en cuestiones económicas, a veces creo que me quedé en la peseta, en los dos reales, en los duros. Acostumbrado desde que era poco más que un adolescente, con sólo veinte años, a cobrar nóminas del Estado (sí, lo reconozco, fui funcionario y ahora soy pensionista), lo único que hice fue gastar poco y ahorrar poco, pues poco era lo que cobraba al principio. La libreta de ahorros empezaba y terminaba el año casi igual, con un saldo que se movía muy poco. No había tarjetas de crédito ni cajeros automáticos, así que había que entrar a menudo en la oficina del banco a retirar el dinero, de dos mil en dos mil pesetas, o sea, de 12 en 12 euros de ahora, parece mentira, y el empleado te conocía y después te saludaba por la calle e incluso te tomabas un vino con él, lo de tomarse unas cervezas fue posterior. Después pude juntar algo más porque me casé con otra funcionaria y la historia cambió porque con veinticinco años no tuve más remedio que aprender, a la fuerza ahogan, a tener una cuenta corriente, a firmar cheques, a pedir préstamos hipotecarios, a subrogar hipotecas (todavía me cuesta trabajo entender qué significa eso), a comprar a crédito muebles y electrodomésticos, a realizar equilibrios para llegar a fin de mes. Pero de todo fuimos saliendo. Incluso me atreví, osado de mí, a comprar acciones de Telefónica con las que creo que gané algún dinero.

En mi familia el único que sabía bastante de cuentas era mi padre, pues trabajó en la construcción y montó con otro socio una empresa que se dedicaba, fundamentalmente, a asfaltar las calles de La Coruña y que llegó a levantar un pequeño edificio en Pontedeume, a unos kilómetros de la ciudad herculina. Recuerdo que se pasaba tardes enteras haciendo cálculos para cuadrar los balances y pagar las nóminas, para acudir a concursos de obras y ofrecer las mejores propuestas, a dirigir a los trabajadores, a negociar créditos, etc. Pero a mí me aburría todo eso, me daba miedo equivocarme con el dinero, arriesgar, perder los ahorros o arruinarme si algo salía mal. Para eso hay que valer. Así que me dediqué a la enseñanza, en la que también da miedo que te equivoques con algún alumno, a veces pierdes los papeles aunque se encuentran pronto, te arriesgas a aburrir y nunca te aburres. Pero era otra cosa, me gustaba enseñar y aprender, comprobar que poco a poco, unos más y otros menos, casi todos los estudiantes salían adelante, mejoraban y, en muchos casos, agradecían tu trabajo y te saludaban muchos años después, recordando el tiempo que habían pasado en el colegio o en el Instituto.

El caso es que nunca fui bueno con los números, con los balances, con las inversiones. Y nunca, tampoco, he sabido si el valor de algo se corresponde con el precio que he pagado por él. A mucha gente le pasa lo mismo. Por ejemplo, si voy a comprar una prenda de ropa a una tienda y poco después compruebo que la misma es mucho más barata en otra me pregunto qué criterios se han seguido para poner un precio tan diferente. Porque se supone que el valor es el mismo. Será porque el primero paga más impuestos por el local, tiene más empleados o se gasta más en publicidad. Pero a mí, que soy el cliente, me da lo mismo, lo que me importa es que me den la misma calidad por un precio menor. Esto pasa en muchos ámbitos, sobre todo ahora que hay tanta competencia y tanta oferta.

Pero sigue sin haber un criterio claro cuando hablamos de materiales, objetos, servicios, obras o elementos en los que intervengan factores como el tiempo y el material empleado, por ejemplo, en artesanía, en gastronomía o en arte. Es difícil calcular el precio porque va a depender del valor que tiene para el creador, los beneficios que espera obtener por su esfuerzo o dedicación, por la preparación previa o los estudios que ha tenido que realizar (estoy pensando también en la enseñanza, en la medicina, en la ingeniería o en cualquier otro trabajo que requiere una educación a la que se le ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo). Así que todo se complica cuando alguien tiene que fijar un precio para algo y quiere que otro lo compre, si es que el comprador está dispuesto a valorar y a cuantificar todos los aspectos que he mencionado. Y no digamos ya si, encima, intervienen aspectos emocionales, porque eso sí que es imposible cuantificar. ¿Qué valor tendría esa joya que perteneció a la familia durante generaciones y que ahora pones a la venta? ¿Qué precio pagarían por ella sin que un nudo en la garganta te impidiera decir que no la vendes?

¿A qué viene todo esto? Si os acordáis, escribí un pequeño artículo titulado ¿A alguien le interesa un chalet en Aroche?, donde explicaba las razones de la venta de una casa que mi madre tiene en el pueblo, una casa en la que pasaba temporadas pero que ya, con 90 años y viviendo en La Coruña dice que no tiene sentido mantener. Pues resulta que debí valorar en exceso la vivienda y me dejé llevar por el impulso emocional, por el aprecio que le tengo, por los buenos momentos que allí hemos pasado. Pero eso, como me han hecho ver las personas que me han llamado o escrito interesándose por la vivienda, está muy lejos del precio que, actualmente, se paga en el mercado. Me aconsejaron que preguntara, que visitara portales de venta de casas (ya sabéis, Fotocasa, Idealista, Milanuncios…) y que utilizara una herramienta del BBVA para valorar las viviendas, BBVA Valora. Esta última me dio una primera pista ya que el precio que indica es de 150.000 euros. Vaya, me dije, me he pasado, como mínimo, en 30.000 euros. Por eso en los portales donde he anunciado el chalet bajé el precio de venta hasta esa cantidad. Aun así, la última persona que me llamó me dijo que todavía era demasiado, que yo no vendería el chalet por ese precio.

Y ahora me encuentro en una encrucijada. ¿Merece la pena que siga con la venta si creo que nadie va a pagar el precio que yo considero justo? ¿Debo seguir esperando? ¿Tendré que bajar aún más, 140.000, 130.000…? ¿Haré como hacen los americanos, y cada vez más en nuestro país, una subasta para ver hasta dónde se puede llegar?

Como tengo muchos amigos y el artículo mencionado sobre la venta del chalet sigue teniendo muchas visitas, espero vuestros consejos. Y si alguien se anima, ya sabe, estoy dispuesto a escuchar ofertas.

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¿A alguien le interesa un chalet en Aroche?

Siempre me ha costado desprenderme de las cosas. Y hay mucha gente que le pasa lo mismo. Por supuesto, no soy capaz de deshacerme de un libro, aunque me haya gustado muy poco, aunque las hojas y las pastas ya estén desgastadas por el uso. Intento recomponerlo, pegar aquello que está roto, buscar la forma de impedir que alguien de mi familia, al verlo tan viejo, lo tire a la basura y con él, los emocionantes momentos o los disgustos que me proporcionó. Así que, con paciencia, uno las hojas desprendidas, pego los cantos, forro o sustituyo las cubiertas y, si el resultado no me convence, lo guardo en alguna caja hasta que encuentre un lugar adecuado. Mi amigo Rafael, el frutero, siempre me dice lo mismo: mi padre no me dejó dinero ni casas ni fincas, pero me dejó algo mucho más valioso y que me ha permitido vivir con mucha libertad y amplitud de miras: una gran biblioteca. Cuando me acerco a comprar algo de fruta, a veces me suelta: te doy dos kilos de naranjas y las obras completas de Dostoiewski por un euro. Siempre acepto, pero declino recoger los libros porque pesan demasiado. Yo no sé si podré dejar algo a mis hijos porque la vida, ya se sabe, da muchas vueltas, pero sí pretendo dejarles varios cientos de libros. Por lo menos, ya he conseguido algo, y es que les encanta leer.

Me cuesta deshacerme de la ropa, de muebles, fotos, juguetes, de cualquier cosa que haya pasado por mis manos y haya adquirido algo de mí y yo algo de ellos, que haya impregnado mi piel o mis recuerdos con sus átomos, con su tacto, con el tiempo dedicado a poseerlos, a disfrutar, a utilizarlos. Se crea una relación que es muy difícil de deshacer, hay unos hilos invisibles que nos unen y es complicado cortarlos. Un jersey descolorido, una camisa con el cuello gastado, un sillón en el que he pasado horas y horas leyendo o trabajando, un balón o una espada de madera, forman parte de la propia existencia. Me viene a la memoria una canción de Serrat, Aquellas pequeñas cosas, que habla de todo esto. Y cuántas veces me he arrepentido de haber tirado un pantalón que se había quedado antiguo y que ahora vuelve a estar de moda, o un álbum de colección que le podría haber regalado a mis hijos. Pero reconozco que es imposible ir acumulando tantos objetos, muchos de ellos inútiles o inservibles, que sólo son importantes para mí y que para los demás representan un espacio menos en una habitación o en un trastero y que, en la mayoría de los casos, acumulan polvo y suciedad durante años sin que nadie, ni uno mismo, acuda de vez en cuando a echarles una mirada.

Ahora tengo que resolver una difícil ecuación, aunque conozco la solución, cuyos términos constan de recuerdos, de tiempo y de sentimientos, por un lado, y de habitaciones, pasillos, salón, cocina, cuartos de baño, garaje, etc., por otro. Estoy seguro de que a muchos de vosotros os habrá pasado lo mismo. Vivís en una casa durante unos años, quizás la hayáis recibido como herencia o la habréis comprado con mil esfuerzos o, y lo que es peor, habréis nacido, pasado la infancia y la juventud con padres y hermanos y, por diferentes circunstancias, os veis obligados a deshaceros de ella. Y entonces entran las dudas, el miedo a equivocarse, a vender parte de uno mismo, porque estamos hechos de memoria, de momentos, de recuerdos. Pero reconozco que no soy amigo de ir acumulando bienes, de poseer fincas, casas, coches porque he llegado a la conclusión, a la que también han llegado muchos más antes que yo, que es absurdo poseer y no disfrutar, tener demasiados apegos porque después cuesta mucho trabajo abandonarlos.

Hace algunos meses escribí una serie de relatos sobre mis paseos por los caminos de Aroche. En todos ellos, la caminata comenzaba en el chalet (así lo llamamos en la familia, aunque no deja de ser una casa con un pequeño terreno en el que hay dos naranjos y un limonero y el vecino, Antonio, siembra tomates y pimientos) y después, pasando por delante de la Fuente Nueva y frente al Salón Félix Lunar, subía por la calle San Mamés y salía del pueblo. El Camino del Carmen, el Camino Viejo del Cerro y el Camino del Merendero me hicieron pasar muy buenos momentos. Como los que pasé, desde finales de los años setenta, cuando mi padre compró el terreno y después levantó la casa, en el chalet. Casi cuarenta años. Pero ha llegado el momento de, sin aspavientos, sin caer en la melancolía o en la pena (hay cosas muchos peores), deshacernos de ella. Cada vez la utilizamos menos, mi madre, que en dos meses cumple 91 años, ya no está para vivir sola allí, cuesta trabajo, tiempo y dinero mantenerla. Tenemos otra casa en el pueblo, la de mi mujer y sus hermanos, una casa grande, amplia, cómoda, en pleno centro. Sé que a mis hijos, a mi hermano y a mi madre les da pena, pero también reconocen que no merece la pena seguir con ella. Hay que pasar página y quitarse pesos de encima, ir cada vez más ligeros de equipaje.

Así que hemos decidido vender el chalet. ¿Alguien está interesado? Todavía no sabemos cuánto pedir por él. Ya se sabe que no es lo mismo valor y precio; para nosotros, para la familia, es muy valioso, tendríamos que pedir mucho, pero hay que ser realista. Me informaré y si alguien pregunta, espero poder darle una respuesta y llegar a un acuerdo. Sólo diré que las vistas son magníficas, que se puede contemplar el pueblo y la sierra sentado en la terraza y disfrutar de unos atardeceres maravillosos, que está muy bien conservado, que tiene una planta de 120 metros cuadrados con salón, tres habitaciones, dos baños y cocina, que en la planta baja hay otra habitación, un garaje amplio y una leñera. Que en la parte de atrás hay un pequeño huerto… Allí hemos vivido muy bien y estoy seguro de que si alguien lo compra, también disfrutaría mucho de él.

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La caseta del jubilata. Romería de San Mamés 2018

No busquéis en las líneas que siguen palabras de alabanza altisonantes o un panegírico sobre la Romería de San Mamés que pretenda provocar la emoción porque no soy amigo de esas expresiones que en mi escritura serían vanas y huecas, o más bien hipócritas. Tampoco haré una descripción pormenorizada de todos los actos, sean religiosos o festivos. Seguramente otros lo harán con mucha más precisión y conocimiento. No soy una persona religiosa, nunca he sido llamado a seguir el camino de la fe, aunque respeto a aquellos que sí lo hacen y viven el día a día de la religión; son dignas de admiración y, en muchos casos, de envidia porque reciben un consuelo y una esperanza que, en otras circunstancias, no serían capaces de obtener. Pero no me digáis que esas personas son multitud; son más bien una minoría militante y comprometida porque el resto se limita a circunscribirse a las fiestas que van aparejadas a las celebraciones de la Iglesia. Navidades, Semana Santa, El Rocío o la misma Romería de San Mamés no se entenderían por parte de la mayoría de la gente si no hubiera fiesta gastronómica, bebida, caballos, estreno de ropa, cantos. Diversión, en suma.

Reconozco, sin embargo, que me atrae todo aquello que gira en torno a la liturgia, a la cultura que rodea al fenómeno religioso y que ha creado tanta belleza: el recogimiento de las pequeñas iglesias románicas, la majestuosidad de las catedrales góticas, el canto gregoriano, las pinturas bizantinas, el barroco… No podría entenderse occidente sin la influencia que en él ha tenido el cristianismo, como tampoco podría entenderse nuestro país y el norte de África, Asia Menor y muchas partes del mundo sin las costumbres, la arquitectura y las demás manifestaciones culturales musulmanas…

—A ver, José Manuel, deja de enrollarte y vamos al lío, que ya está bien de hacer este tipo de introducciones. ¿A quién le pueden importar estas digresiones que lo único que pretenden es demostrar tu capacidad de poner una palabra tras otra sin tino y sin cuento? Veamos, ¿tienes algo que decir sobre la Romería de San Mamés?

—Pues sí, y perdona por el despliegue de mis amplios y vastos conocimientos, que bien sé que te molestan. La envidia es muy mala, compañero. Diré, por ejemplo, que es la primera vez que participo en el montaje y desmontaje de nuestra caseta. Hasta ahora, como estaba trabajando en Sevilla, no podía llegar al pueblo hasta el viernes por la tarde y Manolo, Sebastián, Mari Loli y Concha ya se habían encargado de colocarlo todo. Es decir, que los que veníamos de fuera, Juan Esteban, Manoli, Carmen y yo, nos encontrábamos todo hecho y sólo teníamos que disfrutar de la fiesta. Pero este año, ya jubilados y después de un par de años que, por diferentes circunstancias no montamos la caseta y tuvimos que ser acogidos generosamente por la de enfrente, la de José Luis Ataca, mi cuñado Miguel Pedro, Manolo Pina, los Humanes, etc., por fin pudimos poner la nuestra.

Pasaré por alto el trabajo que le cuesta a un grupo de ocho personas, siete de las cuales están ya jubiladas, cargar todo lo necesario en una furgoneta, descargarlo, encaramarse a los hierros de la estructura de la caseta, fijar el toldo del techo y los laterales, instalar el enganche de luz, colgar los adornos, mover frigorífico y botelleros y llenarlos con la bebida y la comida… Un trabajo que nos llevó la tarde del jueves y la mañana del viernes y que, gracias a la experiencia adquirida a lo largo del tiempo, permitió que todo se realizara con relativa rapidez y facilidad. Tenemos más de sesenta años, pero todavía nos mantenemos en forma (unos más que otros, todo hay que decirlo).

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Así que la tarde del viernes pudimos descansar algo y ver la procesión de San Mamés por las calles del pueblo. No conozco demasiado el protocolo de este acto, pero sé que, acompañando a la imagen del santo iban las romeras y las romeras infantiles que fueron coronadas el viernes anterior así como la nueva directiva de la hermandad. La verdad es que no había mucha gente acompañando al santo, quizás porque la procesión sale demasiado tarde, cerca de las diez de la noche, y muchos aprovechan para coger sitio en las mesas de la plaza o en el casino y, cómodamente, verla pasar. Creo que si se realizara antes muchas personas se animarían, pero yo no soy nadie para hacer semejante propuesta.

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Llegó el sábado. Como siempre, me despertaron los cohetes y los tamborileros, aunque creo que esta vez lo hicieron más tarde y pude dormir más tiempo. Amaneció un día despejado pero que poco a poco se fue nublando, aunque sin amenazar lluvia. Para los que padecemos de alergia el tiempo era magnífico, pues no hacía calor y no había mucho polen en el aire. Otros años apenas podía disfrutar por culpa de los estornudos, el lacrimeo o la tos pero esta vez no padecí ninguno de estos síntomas.

En romerías anteriores yo dedicaba la mañana a cocer el pulpo, una especialidad que se me da bastante bien y que me ha hecho famoso en este y en otros lares (perdonad la inmodestia, pero es así, lo siento), pero que, para poder comerse caliente, que es como está bueno, tenía que hacerlo mientras pasaban los romeros y San Mamés por las calles del pueblo. O sea, que me perdía el ambiente de la mañana, que es realmente extraordinario. Pero ya me he negado y pude, desde primera hora de la mañana, comprobar que había mucha gente, muchos caballos y carruajes, mucha alegría y muchas ganas de divertirse. Para seguir la tradición nos fuimos al casino a tomarnos un aguardiente. Es la única vez que lo hago en todo el año porque no me gusta. Me recuerda a mis años de Camariñas, cuando en la pensión donde paré el primer curso de los tres que ejercí allí, la señora Carmen, la dueña, lo primero que hacía era ponerme por delante un aguardiente de orujo y no paraba hasta que me lo bebía entero. Los marineros, antes de salir a faenar, no tenían más remedio que hacerlo debido al frío, la humedad y la lluvia que calaba hasta los huesos en esa zona de la costa de la muerte. Sí calentaba todo el cuerpo, aunque no me parecía demasiado ejemplar ir a dar clase a niños pequeños oliendo a aguardiente. Pero como mis compañeros de pensión, un sargento de la guardia civil, el farero de Cabo Vilán y otro maestro más, lo bebían con fruición y deleitándose, no me quedaba más remedio que acompañarlos y hacer como que me gustaba. Así que, como iba diciendo, nos fuimos al casino mi mujer, Carmen, y mi cuñado y primo, Miguel Pedro y allí, rodeados por amigos y parientes, nos tomamos el aguardiente con agua, una palomita, esperando que se acercara la procesión. Y a hacer fotos a la familia, que también es tradición.

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Y comenzaron a llegar los caballos. Uno, y otro, y otro, en dos filas interminables. Hombres y mujeres solos, parejas, niños y niñas, ellos perfectamente equipados con sus chaquetillas, zahones, sombreros de ala ancha, ellas con trajes de gitana y flores en el pelo, aunque muchas amazonas también lucías sus habilidades solas en el caballo (este párrafo me recuerda a las descripciones del NODO, pero lo voy a dejar para que no se diga).

 Una vez que dejaron de pasar los caballos aparecieron los tamborileros, las mujeres de la hermandad con sus varas y, detrás, la carroza tirada por dos bueyes con la imagen de San Mamés. La maniobra de girar en la calle Real siempre me ha parecido peligrosa, pero que yo recuerde los boyeros siempre lo han hecho con habilidad y nunca ha ocurrido nada. Y detrás del Santo, una auténtica multitud de hombres, mujeres y niños cantando. Esta vez sí había una gran masa de gente, como pocas veces había visto. Una vez que pasó toda la comitiva comenzó la segunda parte: cargar los coches con la comida y dirigirnos a los Llanos de la Belleza. Nos fuimos por la carretera vieja, como es lógico, pues por la otra bajaba la procesión. En el cruce con la carretera general me paró una pareja de tráfico y me hizo soplar. 0,0, como es lógico. No es lo mismo soplar a la una del mediodía que a las doce de la noche. Después de dejar todo bien colocado en la caseta, esperamos a que comenzaran a sonar las campanas anunciando la llegada de la procesión, que lo hizo pasadas las tres, por lo que nos dio tiempo a tomarnos un par de cervezas.

 Como ya comenté, no me emocionan especialmente las manifestaciones religiosas, pero reconozco que la llegada de San Mamés a la ermita, el canto de la nana al Santo, las lágrimas de mucha gente, quizás recordando a las personas que ya no están o que no pueden venir, hizo que se me pusieran los pelos de punta, quizás por simpatía, por solidaridad, por cercanía a los que me rodeaban. ¡Qué se le va a hacer, uno no es de piedra!

Y regresamos a nuestra caseta. Comimos, bebimos y cantamos y bailamos poco, pues no somos muy dados al folclore. Nos visitó mucha gente y en un determinado momento Cristina, la hija de Manolo y Mari Loli, sacó la tarta que nos había regalado por las jubilaciones de prácticamente todos los miembros de la caseta, que seguramente pasará a llamarse a partir de ahora “La caseta del jubilata”. Antes habíamos intentado ponerle el nombre de «El florido pensil» o «La caseta del pulpo», pero ninguno cuajó. A ver si éste dura un poco más.

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(La hija de Cristina, Alegría, y la mujer de Sebastián, Concha, son los únicos “no jubilatas” de la foto, como podrá uno imaginarse).

Ese día se jugaba la final de la Champions entre el Madrid y el Liverpool, así que mientras unos se iban al Rosario, otros nos dedicamos a disfrutar del fútbol. Como ganó el Madrid, todos contentos menos algún “degenerado barcelonista o antimadridista”, dicho con todo el cariño, que esa noche no puedo descansar bien. No nos acercamos al bingo, que le tocó a José Pedro el veterinario, sobrino de mi mujer, ni al concurso de sevillanas, que no sé quién ganó. Y nos fuimos alrededor de la una de la madrugada para casa, que habían sido tres días muy intensos y había que descansar. Esta vez, menos mal, no me paró tráfico.

El domingo bajamos un poco antes de que comenzara la misa. Yo dejé a Carmen en la ermita y seguí con Pilar y con Vicente, que vinieron con nosotros, hasta la caseta de la hermana de Carmen. Allí siempre nos reciben bien y se come mejor. No se me olvida el guarrito, Pilar.

Seguimos comiendo y bebiendo, como no podía ser de otra manera. Y mediada la tarde nos fuimos parte del grupo a la caseta de nuestros amigos José Luis Ataca, los Humanes, Manolo Pina, etc. En la nuestra se quedaron Mari Loli, Sebastián y Concha, agasajando al cura párroco y a dos jóvenes amigos suyos que se acercaron y que dieron buena cuenta de las viandas. En la caseta de los amigos pasamos un rato estupendo porque al poco de llegar nosotros entraron los tamborileros que comenzaron a tocar sevillanas y allí que se arrancaron mi mujer y mis cuñadas, que bailaron con Manolo «Gallito» y con Vicente, como podéis ver en las fotos.

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Como soy poco bailarín y no tengo ni idea de bailar sevillanas, me dediqué a charlar con la gente y a hacer fotos y entre ellas destacaré la de mi buen amigo Manolo Pina y su mujer Carmen, a los que les prometí que sacaría en este blog. Y como suelo cumplir las promesas, ahí están.

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Siguió la tarde, siempre con muy buena temperatura, lo que nunca podré agradecer suficiente. Como se acercaba la hora de la procesión de San Mamés, acompañado por la comitiva romera por todo el recinto de los Llanos de la Belleza, nos fuimos casi todos a verla pasar. Y vuelvo a reconocer que este tipo de actos me gustan, sobre todo por el colorido, la alegría y la hora, porque los colores están como difuminados y el campo y la gente se ve como a través de un fino velo (o será cosa del vino y la cerveza que me bebí a lo largo del día, no sé).

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Poco a poco, la tarde se fue apagando y oscureciendo. Comenzó a hacer frío y casi a medianoche, cayó una fina lluvia. Tuvimos que cerrar las cortinas, abrigarnos y tomarnos un caldo caliente que nos sentó de maravilla y allí, solos los socios de la caseta y Alegría, que estaba a lo suyo con todos los juguetes que le compraron sus abuelos, comentamos las anécdotas de estos días. Y termino. No cuento cómo fue la mañana del lunes, que dedicamos a desmontar todo. Otra Romería más.

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De la encina a la caseta

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Soy gallego de La Coruña, A Coruña o simplemente Coruña, como decimos por allí para no molestar a nadie, aunque los de Ferrol, Santiago y Vigo sí que se molestan porque nos tienen envidia, qué se le va a hacer, será porque la nuestra es la ciudad más bonita y alegre de Galicia y de más allá. Mi madre y mi mujer, que se llaman igual, Carmen, son de Aroche, un pueblo del norte de la provincia de Huelva, encaramado a un cerro desde el que se puede contemplar una sierra, los Picos de Aroche, últimas estribaciones de Sierra Morena, y un valle que ha ido creando a lo largo de miles de años el río Chanza.

Mi mujer y yo, a pesar de haber nacido a mil kilómetros uno del otro, somos primos segundos. Para que se entienda lo explicaré en pocas frases: nuestras abuelas eran hermanas, Florentina y Carmen. Mi abuela Florentina estudió magisterio en Sevilla, pero, a pesar de terminar la carrera nunca recogió el título porque, cosas de aquellos tiempos, tuvo que irse al pueblo a cuidar a sus padres. Mi abuelo José, maestro y alcalde republicano de Aroche durante unos meses, fue represaliado y no pudo ejercer más, así que tuvo que ganarse la vida dando clases particulares y vendiendo casi todo lo que tenía. Falleció en el año 1946 y un par de años después, un tío mío, Juan José, que trabajaba cantando en Coruña (formó parte de un grupo que tuvo cierto éxito en su momento, Luisa Linares y los Galindos, que algunos quizás conozcan porque son los que cantaron por primera vez Dinero al bote o el pasodoble de Aroche), llamó a mi abuela y a mi madre, que en aquella época tenía 20 años, para que se fueran a vivir con él. Así que lo demás se puede adivinar: mi madre conoció a un gallego, se casó con él, tuvo dos hijos y al cabo de un tiempo, comenzó a visitar Aroche con cierta asiduidad. Cuando yo tenía trece o catorce años conocí a la que después sería mi mujer, Carmen, hija de un primo hermano de mi madre, Pedro. A finales de los setenta mis padres construyeron una casa en Aroche a la que llamamos “el chalet”, donde me refugio a veces para leer, escuchar música o iniciar los paseos de los que alguna vez he hablado.

¿A qué viene todo esto? ¿Qué tiene que ver con el título que, como algunos quizás hayan adivinado, tiene relación con la Romería de Aroche? Paciencia, queda todavía un poco de historia, que, por cierto, estoy escribiendo con bastante más extensión, pero con mucha pereza pues he querido novelarla y ahí estoy atascado.

Pues resulta que, casualidades de la vida, tuve que hacer el servicio militar en Andalucía, la primera parte en el campamento de Cerro Muriano y el resto en el cuartel de Intendencia de Sevilla, en la Puerta de la Carne. Estamos hablando de los años 1976 y 1977. En mayo de este último año fui por primera vez a la romería. Yo tenía 22 años recién cumplidos. Aproveché que me habían dado permiso el fin de semana y cogí el autobús el sábado por la mañana. Para aquellos que son más jóvenes, les informaré que antes la romería se organizaba de otra manera: el sábado había misa en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, el domingo era cuando el Santo, en procesión, se llevaba hasta la ermita de San Mamés (o de San Pedro de la Zarza), se oficiaba la misa, las familias se ubicaban en las encinas del llano de la Belleza y al anochecer, el Santo regresaba otra vez al pueblo. El lunes, que creo recordar que era festivo, también se dedicaba a actividades lúdicas, entregándose los premios a los diferentes concursos como el de la mejor pareja o el mejor caballista.

Lo malo es que no recuerdo prácticamente nada de mi primera romería. Yo nunca he sido una persona bebedora porque le alcohol me sienta mal. Pero yo era soldado, estaba fuera del cuartel, hacía un día precioso (de eso sí me acuerdo), iba con mis primos y amigos de Aroche, todo era libertad, lo que no tenía en Sevilla. Así que durante el camino comencé a beber manzanilla y fino (nada de cerveza o rebujito, como ahora) y cuando llegamos a la Belleza, yo ya casi no sabía ni donde estaba. Después me contaron que seguí bebiendo con alguien de Cortegana, que nos pusimos a cantar, que casi perdí el conocimiento y que tuvieron que llevarme al pueblo donde estuve durmiendo muchas hora. Quizás no lo creáis, pero no recuerdo si regresé a Sevilla ese mismo día en el coche de alguien o si cogí el autobús, que sale muy temprano, el lunes por la mañana. Lo que sí puedo asegurar, lo recuerde o no, es que tendría un dolor de cabeza enorme, porque es lo que me pasa cuando bebo demasiado. El caso es que hay como un agujero negro de esos días que impide que los recuerdos salgan a la superficie. Esa experiencia me sirvió para alejarme del fino y de la manzanilla durante un tiempo, aunque ahora no le hago ascos a ninguna de esas bebidas. De todas formas, no todo hay que achacarlo al vino, los cuarenta y un años que han pasado también tienen la culpa.

Mi segunda romería ya es del año 1981, cuando ya vivía en Sevilla y era novio de la que unos meses después sería mi mujer, Carmen. El sábado a mediodía y por la noche el ambiente en el pueblo era extraordinario y, a pesar de que al día siguiente había que levantarse temprano era imposible hacerlo antes de las dos o tres de la mañana. El domingo, entre los cohetes y la diana no había quien durmiera. Desde primera hora se notaba el trasiego de caballos, coches y mucha gente que se iba hasta la Plaza de la Constitución (antigua Queipo de Llano) pues desde allí salía y sale actualmente la procesión.

Esta vez bajé en coche, como todas las siguientes hasta hoy porque alguien tiene que encargarse de las mesas, las sillas, la comida, la familia y eso siempre me toca a mí, así que me pierdo la alegría, las canciones y el ambiente de romeros y romeras que hacen el camino hasta la ermita acompañando la carreta de San Mamés. El ritual era siempre el mismo: esperar a que los últimos carruajes, personas y caballos de la procesión salieran del pueblo y empezar a cargar los coches. Después, bajar por la Corredera hasta la antigua carretera que enlaza con la N-433 y por el carril que está frente a la gasolinera, atravesar la Belleza y buscar una encina bien situada y con abundante sombra. Aunque más de una vez tuvimos que quedarnos en el coche porque la lluvia y el mal tiempo impedían que montáramos el tinglado. Juan Esteban, Manolo, Mari Loli, Manoli y nosotros bajábamos todo de los coches, calculábamos hacia dónde se movía el sol para aprovechar la sombra y comenzaba el ritual de ubicar correctamente mesas y sillas. La comida, que estaba en las neveras, la dejábamos para el final y se quedaba en los maleteros. Mientras tanto, esperábamos a que la procesión se acercara y en ese momento todos nos íbamos a recibir a San Mamés a la puerta de la ermita: campanas, cohetes y vivas al santo y al “chiquinino”, como se le conoce cariñosamente entre los arochenos. Después, dentro de la ermita, sevillanas y canciones romeras.

Cuando se terminaba el acto religioso volvíamos a la encina. Y allí comenzábamos a sacar poco a poco comida y bebida, se atendía a los amigos que nos visitaban, a los familiares que nos acompañaban y, cuando habían pasado unas horas, también nos dedicábamos a buscar las encinas de los conocidos y estar con ellos. Al atardecer se terminaba todo. Recogíamos los bártulos y los montábamos en el coche antes de que la romería regresara al pueblo (recuerdo que esto se hacía el domingo) y nosotros volvíamos a Sevilla.

Durante unos años decidimos alejarnos un poco del jaleo que rodeaba a la caseta de San Mamés y buscamos una ubicación cercana a la ribera. Allí, ayudados por nuestros hijos, que se dedicaban a recoger ramas, jaramagos y plantas similares, construíamos alrededor de la encina un pequeño cercado que daba al recinto algo más de alegría y originalidad. El problema es que unos años después comenzaron las excavaciones de Turóbriga y ya no pudimos aposentarnos allí. Además, hubo un cambio importante en los primeros años 90 del siglo XX, ya que se adelantó el día grande de la romería del domingo al sábado, lo que nos permitía a los que vivíamos fuera del pueblo organizarnos mejor y descansar el domingo, aunque también era día de romería, pero ya con menos agobios. Pero esto comenzó a cambiar desde que la romería pasó de hacerse un día, el domingo, a celebrarse en dos días, sábado y domingo.

No soy muy amigo de la nostalgia, de la saudade, de la morriña, como decimos los gallegos. A veces la he tenido y por eso respeto ese sentimiento, lo comprendo, pero creo que no ayuda mucho. Añorar un tiempo pasado, un lugar, alguien que se fue, forma parte de la vida, es inevitable, pero no debemos caer en esa especie de tristeza que nos invade cuando contemplamos alguna foto, escuchamos una canción o hablamos de aquellos que ya no están. No me gusta la nostalgia, pero sí la memoria. Admiro a esas personas que son capaces de recordar conversaciones, gestos, momentos que ocurrieron hace muchos años. Reconozco que mi memoria es frágil, que cuando alguien habla de hechos que compartimos y que el otro es capaz de describir con todo tipo de detalles y yo no recuerdo absolutamente nada, envidio esa capacidad. Porque la vida, en realidad, consiste en eso, en estar continuamente recordando para, con la experiencia, proyectar el futuro. El presente no existe. Lo que yo estoy escribiendo o hablando apenas dura una milésima de segundo, por tanto, ya es pasado. Y no sigo por este camino porque entraría en una discusión filosófica que muchos otros antes que yo ya han recorrido, analizado y debatido.

¿Y por qué he hecho ese pequeño paréntesis sobre la nostalgia? Porque a partir de mediados de los años 90 mucha gente comenzó a pasar la noche del sábado en los llanos de la Belleza y a levantar casetas particulares. De la sencillez de la encina se pasó a la sofisticación de la caseta, se llevó corriente eléctrica a todo el recinto de la romería para que pudieran conectarse frigoríficos, congeladores, bombillas y cocinas eléctricas, de la tortilla, el aliño y la ensaladilla se pasó a los guisos, el pulpo y platos cada vez más complicados. El trabajo se multiplicó, lo que antiguamente sólo requería bajar los días previos para colocar un cartel indicando que la encina estaba reservada ahora precisaba todo un protocolo de encargar la estructura metálica, los toldos y las cortinas, bajarlos con una furgoneta o un camión, montar y levantar la caseta, adornarla, alquilar los botelleros, encargar y colocar la bebida…

Total, que todo tiene sus pros y sus contras. Ahora, gracias a la caseta, se puede soportar mejor el calor, el frío o la lluvia, agasajar de forma más adecuada a los amigos, y estar más cómodos. Pero sigo recordando con cierta añoranza los tiempos de la encina. El campo, no debemos olvidarlo, tiene el suficiente encanto sin necesidad de adornarlo artificialmente. Y una romería no deja de ser una fiesta religiosa y también lúdica. ¿Para qué tanta complicación y tanto trabajo? ¿Realmente merece la pena?

Dejo estas preguntas en el aire.

Por cierto, en los siguientes enlaces se explica muy bien la evolución de la Romería de San Mamés.

Romería de San Mamés, Aroche

Romería de San Mamés, una devoción popular transfronteriza en Aroche (Huelva)

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Paseo por el camino del Merendero, en Aroche

Las tardes de primavera invitan al paseo por el campo; la temperatura, la duración de los días, el colorido de las flores, el agua corriendo por barrancos y arroyos, la vida que renace. Pero aquellos que somos alérgicos al polen tenemos cierta reticencia a salir de casa en esta época. Cada vez que salgo a caminar tengo que cruzar los dedos, armarme de paciencia y valor y arriesgarme a que la histamina no haga de las suyas. Este año las lluvias han impedido que la polinización sea regular y por ahora me estoy librando de estornudos, toses, picor de ojos y ese malestar general que se asemeja a la gripe y que sufrimos todos aquellos que hemos sido tocados por la varita mágica de la hipersensibilización a las sustancias que nos agreden y que son producidas en abundancia por olivos, malezas, gramíneas, plataneros, pinos y otros enemigos del bienestar humano.

Pero todo sea por el placer de caminar, de sentirse liberado de tensiones, de comunicarse y fundirse con la naturaleza. Aunque yo podría ser definido como un urbanita, ese ser que se encuentra como pez en el agua entre coches, contaminación, ruido, asfalto y mucha gente, reconozco que me atrae el campo, el silencio, el canto de los pájaros, la contemplación de un atardecer en la montaña, la soledad. Soy un poco contradictorio o ecléctico, como se prefiera, pero con la edad que tengo ya no puedo ni quiero cambiar.

Así que, aprovechando que mi madre está en Aroche, voy a verla todas las semanas desde Sevilla y me paso allí dos o tres días, dedicándome a leer, a escuchar música, a olvidarme del ordenador y, sobre todo, a caminar. Intento encontrar lugares que todavía no he recorrido o repetir aquellos que me han gustado. Bajar hasta la Ribera del Chanza, llegar hasta el pantano, acercarme a la ermita de San Mamés o subir por el paseo de los frailes es lo que solía hacer habitualmente, pero en estos últimos tiempos prefiero salir del pueblo por la calle Torre Alta y seguir los diferentes senderos que se pueden encontrar a uno y otro lado. En las últimas semanas he subido y bajado cuestas por el Camino del Carmen y por el Camino Viejo del Cerro, dos recorridos muy diferentes y que sorprenden por la variedad de paisajes que atraviesan.

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Hoy dejé a un lado mis dos anteriores recorridos y, al llegar al cruce que bifurca el camino, cojo el de la izquierda. El cartel que indica «Camino del Merendero» está caído y lo levanto e intento colocarlo bien, pero no lo consigo, ya que  se ha despegado de la base y lo dejo como estaba. No sé si habrá «servicio de mantenimiento», pero aquí dejo la información para ver si alguien consigue arreglarlo. Como ya estoy acostumbrado subir repechos, como esos ciclistas que suelo ver en verano en el tour de Francia tumbado en el sofá, esta vez parece que me cuesta menos trabajo porque, además, la pendiente no es demasiado acusada y el camino está muy bien. Demasiado bien, quizás, porque, sobre todo la primera parte, tiene una capa de cemento, supongo que para facilitar el paso de los coches con los que me cruzo o me adelantan de vez en cuando y que se dirigen a los cortijos y casas que voy encontrando. Hoy hace calor y el sudor y los grillos me acompañan durante todo el paseo. Adelanto a dos mujeres que van charlando y las saludo. El sendero es ancho y bastante más cómodo que el Camino Viejo del Cerro, aunque quizás carezca del encanto y de la variedad de éste. A un lado y a otro las fincas y los cortijos se van sucediendo y después de unos dos kilómetros de subida casi continua comienza el descenso.

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Puedo contemplar la sierra, las dehesas, las casas que nacen entre las encinas, los perros que se acercan ladrando y que, en algún momento me cogen desprevenido y me aceleran el pulso. Escucho a lo lejos un sonido que rompe la placidez de la tarde. Hasta ahora sólo el rumor de mis pasos sobre la tierra, el silbo de los pájaros, el balido de las ovejas, los ladridos o la brisa entre los árboles me había acompañado. Y el silencio, un silencio que lo envuelve todo en algunos momentos, como si nada quisiera romper la magia. Pero empiezo a escuchar una disonancia, algo que rompe el encanto, una sierra mecánica. Sigo andando y me encuentro a un hombre cortando con la sierra el tronco de lo que parece una encina. Se detiene un momento, se seca el sudor, me saluda y vuelve a arrancar, atronando, el arma asesina de La matanza de Texas. Por si acaso, acelero el paso y sigo descendiendo.

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Me encuentro, subiendo un repecho y cerca de un cortijo que se levanta al lado del camino, a un muchacho que viene andando en sentido contrario. Su indumentaria parece militar: pantalón de camuflaje verde y camiseta de manga corta lisa del mismo color. Es joven y ancho, sin llegar a ser grueso, pero con unos brazos que seguramente estarán acostumbrados a levantar fuertes pesos y a hacer ejercicio. Cuando llego a su altura me detengo y le pregunto que a dónde conduce el camino. Y él, sonriendo, me contesta:

—Si sigue andando llega hasta Cortegana.

 —Me parece que lo voy a dejar para otro día, ya es tarde, —le contesto. Y los dos seguimos nuestro camino.

Pero creo que ese sería un buen plan, salir temprano por la mañana, con una pequeña mochila, algo de comida y agua y llegar hasta Cortegana y, después de dar una vuelta por el pueblo, regresar por la tarde. Supongo, y eso sería cuestión de comprobarlo, que entre ida y vuelta serán unos veinte o veinticinco kilòmetros, nada que alguien acostumbrado a caminar no pueda hacer.

El paisaje vuelve a cambiar. Parece que me he trasladado sin darme cuenta a otra geografía, a otro país. Una arboleda tupida, de un verde exuberante, casi lujurioso, me acompaña durante un centenar de metros. En un recodo del camino el sonido del agua se hace intenso y veo un arroyo que lleva una gran cantidad de agua. Quizás sea la Ribera del Chanza, que nace a unos kilómetros de aquí, u otro arroyo que vierta sus aguas en ella. El caso es que vista y oído se alegran. Al poco rato diviso, escondida entre árboles y matorrales, una pequeña edificación con un panel solar. Me acerco y compruebo que hay una cancela cerrada con un nombre, «El Merendero». Ahora me explico por qué el camino recibe este nombre. Lo que no sé es si realmente es un merendero al que se pueda venir a descansar y tomar algo después de una larga caminata o se corresponde con otro sentido. Sigo andando y unos cientos de metros después vuelvo a encontrarme con un caserío, un cortijo mucho más grande. Y cuando paso su lado, el nombre es el mismo, «El Merendero». Ahora sí que no encuentro una explicación. Que dos viviendas separadas por unos centenares de metros tengan el mismo nombre no tiene demasiado sentido para mí. Tendré que preguntar en el pueblo.

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Miro el móvil y compruebo en la aplicación Mi Fit que ya llevo andados cuatro kilómetros y medio y unos cincuenta minutos. Me detengo y durante unos segundos dudo entre seguir hasta llegar a los cinco kilómetros o dar media vuelta. Son ya las siete y media de la tarde y me queda algo más de una hora de luz, pero recuerdo que los últimos kilómetros he estado bajando por lo que, ahora, durante bastante tiempo, tengo que subir. Así que me giro y comienzo el regreso. No me había dado cuenta pero la cuesta en muy pronunciada. Menos mal que el calzado y la ropa son muy cómodas y me facilitan el trabajo. Cuando termino la cuesta estoy casi empapado; no quiero ni imaginarme lo que puede ser hacer este recorrido en verano. Menos mal que ahora todo va a ser bajada. A la izquierda hay un pequeño cortijo y el perro que me había ladrado a la ida vuelve a intentar intimidarme y ganarse la pitanza de hoy. Ahora, además, lo acompaña el graznido (¿se llamará así?) de los pavos, que le hacen competencia. Sigo mi camino sin hacerles caso, lo que desanima a los animales y dejan de saludarme.

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La temperatura ha bajado algo, muy poco, pero por lo menos ya no me agobia el calor que hacía al principio. A lo lejos veo un grupo de mujeres que, seguramente con más experiencia en estas caminatas, han salido a andar más tarde y se van acercando. Cuando nos cruzamos las saludo y creo reconocer a alguna, pero soy muy despistado y no recuerdo quién es. Bajo un poco el ritmo pues quiero disfrutar de los últimos momentos. Mañana regreso a Sevilla y como mi madre también se irá a La Coruña, ya tendré menos ocasiones para repetir estos paseos. Además, el calor irá aumentando y la alergia no me permitirá disfrutar como lo he hecho estos días.

Cuando llego a casa mi madre me pregunta que por dónde he ido hoy y se lo explico. Ella se fue del pueblo hace setenta años, cuando era muy joven, y no conoce ninguno de los sitios que he recorrido estos días, pero le gusta escuchar mis explicaciones. Y como sé que la memoria es frágil y traicionera, me pongo a escribir estas notas para que no se olviden los momentos y los lugares que espero poder repetir lo antes posible.

Paseo por el Camino Viejo del Cerro, en Aroche

20180424_185807Mi paseo comienza como siempre, aunque esta vez hay un pequeño cambio. Me he comprado una de esas pulseras de actividad que, conectadas con una aplicación del móvil, me informa de la distancia, las calorías quemadas y, gracias al GPS, del mapa del recorrido. Lo voy a probar por primera vez, así que desconozco su fiabilidad. La tarde está incierta, como las anteriores, con nubes altas pero amenazadoras. Hace un par de días cayó una tormenta como no había visto en años. Los relámpagos y los truenos se sucedían vertiginosamente y los cristales retumbaban como si una mano los golpeara. La verdad es que no me gustaría que la tormenta me pillara en medio del campo, entre árboles, pero como las últimas veces sucedió de madrugada, me arriesgo.

Hace algo de bochorno, pero no me fío por si la temperatura desciende bruscamente, que en las tardes de primavera a veces ocurre, así que, además, de la camiseta llevo una sudadera que me ato a la cintura. Empiezo el paseo a media tarde y, tras pasar por la fuente Nueva, las calles Puerta de Sevilla, San Mamés, Águila y Torre Alta, dejo atrás las últimas casas del pueblo. No hace ni diez minutos que estoy andando, siempre subiendo cuestas, y ya estoy sudando. Esta vez, cuando llego a la señal que indica Camino Viejo del Cerro, me detengo un momento y decido aventurarme por este sendero. Nadie me había hablado de él porque, según me informaron después, ha sido habilitado hace poco tiempo. Los primeros metros no me animan demasiado, ya que la cuesta descendente es muy abrupta, el suelo es irregular, lleno de piedras y muy estrecho. Tengo que ir con cuidado porque puedo pisar mal y torcerme el tobillo o resbalar y caerme. Estoy a punto de volverme y regresar, no me gusta tener que ir pendiente de los pasos que voy dando y no poder disfrutar del paisaje o de los sonidos. Por eso me detengo con frecuencia a contemplar lo que me rodea: matorrales, arbustos y árboles cuyo nombre desconozco crecen a orillas del camino, entre las piedras que apenas me dejan ver las dehesas de encinas y alcornoques y las pequeñas casas diseminadas de las fincas que rodean al pueblo. De vez en cuando hilos de agua cruzan el sendero y forman charcos que me obligan a hacer equilibrio y dar pequeños saltos.

Cuando llevo una media hora de paseo el terreno que piso cambia. Parece que ya ha terminado la cuesta descendente y el sendero se convierte en un camino algo más ancho. En lugar de tierra y piedras irregulares me encuentro una especie de calzada mucho mejor empedrada y, más adelante, subiendo ligeramente, tierra apelmazada y cubierta de hojas.

El paisaje, que apenas podía percibir porque me lo impedía la espesura de los matorrales también cambia. En lugar de pequeñas fincas ahora me encuentro con dehesas de encinas y algunos alcornoques crecen en medio del camino, como figuras solitarias que lo vigilaran.

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Después de unos centenares de metros de plácida caminata, comienzan otra vez las dificultades, pues además de que otra vez comienza la subida, agua, tierra y piedras se entremezclan y apenas permiten andar. Incluso un poco más adelante una gran piedra, como si hubiera sido puesta allí por un gigante para impedir el paso, ocupa prácticamente todo el ancho del camino.

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Durante todo el paseo, el canto de los pájaros y el sonido del agua me ha acompañado y ahora también el rebuzno de algunos burros que, al acercarme, se callan y me miran con curiosidad. Después de una subida bastante pronunciada desemboco en el camino del Mármol, mucho más ancho y con un terreno más uniforme y llano.

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Veo al pueblo a mi derecha y sigo sacando fotos con el móvil pues la estampa merece la pena: en primer lugar encinas y olivos parecen acunar al pueblo que se levanta sobre el cerro coronado por el castillo. También se aprecia el valle de la Ribera del Chanza, una dehesa de pastos y encinares y al fondo, la sierra, que no se ve con claridad pues la tarde está declinando y una pequeña neblina parece levantarse del valle, se recorta contra un cielo que ya no es azul sino grisáceo.

La altura del camino permite apreciar en todo su esplendor los montes y los bosques de encinas y alcornoques. De vez en cuando, a lo lejos, se divisa el caserío del Álamo y pequeños cortijos desperdigados. A lo largo del camino ya me voy encontrando con algún coche que regresa al pueblo, algún jinete que pasea tranquilamente, quizás preparando a su caballo para la romería que tendrá lugar dentro de un mes.

Un chalet se levanta frente al pueblo. Me gustan su situación y las vistas. Sentarse en el porche al atardecer, con una cerveza y escuchando solamente el canto de los grillos y de alguna lechuza tiene que ser envidiable.

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Ahora desemboco en la última parte del recorrido, en el camino de la Portilla. Se está cerrando el círculo pues Aroche está ya a menos de un kilómetro.

Ahora sí me encuentro con más personas que pasean como yo o que vuelven después de un día de trabajo. Entro en el pueblo por la carretera del cementerio, después de pasar por el colegio y por el restaurante Las Lajitas y, en lugar de seguir por la Corredera, me aventuro, como si no hubiera subido hoy cuestas suficientes, por calles que he pisado muy poco: calle Pan, calle Luna, calle José Guerra Galán. Tengo que detenerme al lado de tres mujeres que están sentadas a las puertas de sus casas y que charlan tranquilamente.

—¡Las cuestas de este pueblo…! —comento en voz alta. Ellas se ríen y me dicen:

—Es que los de ciudad no están acostumbrados. Llevamos muchos años cargando bolsas y subiendo y bajando por aquí. Lo habremos hecho miles de veces.

Me despido cuando la respiración se acompasa y el corazón late ya con normalidad.

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Continúo por la calle Senabra y, después de una hora y veinte minutos de camino, entro en casa. Compruebo lo que marca la aplicación y me informa de que he tardado una hora y veintiún minutos, he andado seis kilómetros y trescientos treinta metros y he quemado doscientas veinte calorías, que no me parecen muchas, pues estoy bastante cansado. No ha caído ni una gota y las nubes, que una hora antes parecía que podrían descargar algo de lluvia, casi han desaparecido. Mañana, si el tiempo no lo impide, otro paseo.

Tarde de paseo por Aroche. El camino del Carmen

Después de unas semanas de lluvia que habían dejado el aire limpio y fresco, las piedras de las calles relucientes y la tierra encharcada, aquella mañana había amanecido con un sol radiante que mostraba el pueblo y el campo en todo su rotundo esplendor. El blanco parecía más blanco y el verde adquiría tonos esmeraldas y olivas que competían con el intenso color azul del cielo que se reflejaba en charcos y albercas. A diferencia de los días anteriores ni una sola nube se adivinaba en el horizonte. Una ligera brisa movía perezosamente las hojas del naranjo y del limonero de la huerta. Salí al porche y contemplé las casas de tejados a dos aguas, las terrazas, los balcones, el campanario de la iglesia, la torre de la cilla, el castillo y, al fondo, la sierra, recortando el horizonte con sus matices verdes y grisáceos.

La mañana había discurrido tranquilamente, bajar al sótano para subir unos troncos y unos palos para encender la chimenea, el desayuno en la sala mientras veía las noticias en la televisión y las comentaba con mi madre, las compras en el supermercado, el café en el casino, saludos a los conocidos. De vuelta a casa, y como me quedaba poco para terminar el libro que estaba leyendo, me sumergí en las últimas páginas y escuché a Paco Ibáñez en el equipo de música. Una cerveza y unos cacahuetes de aperitivo, una comida ligera, recoger la mesa, fregar los platos y una cabezada en el sillón, tapado con la ropa de la mesa camilla, pues dentro de la casa hace más frío que fuera, el ruido del televisor al fondo. Me desperecé de la breve siesta. Mi madre seguía durmiendo, la boca abierta y las gafas en la punta de la nariz. El fuego de la chimenea se había apagado pero la luz que, tamizada por la cortina, entraba por la ventana, me alejó el pensamiento de avivarlo. Me levanté sin hacer ruido y salí para coger las últimas naranjas del árbol. Algunas se habían caído esta noche y reposaban en el suelo. Me agaché a recogerlas, las limpié de la tierra que se había pegado a la piel y terminé de llenar una bolsa que rebosaba de frutos. Después recogí la ropa que mi madre había tendido fuera esta mañana, aprovechando que es el primer día sin lluvia y con sol después de mucho tiempo. Mi madre ya se había despertado y, saliendo en bata y con el pelo revuelto me preguntó que qué estaba haciendo, que cómo no la había avisado, que se aburre sin hacer nada. Le sonreí y le dije que volviera a entrar en casa, que todavía hacía frío, aunque hubiera salido el sol. Entró protestando y volvió a sentarse en la mesa camilla.

La tarde anterior había bajado hasta los Llanos de la Belleza, pasando al lado del cortijo y observando las nuevas plantaciones de árboles frutales y de arándanos que desde hace unos años han cambiado la fisonomía del campo, cubriéndolo de plástico. Todo sea por el trabajo y la riqueza que está proporcionando, pero el paisaje ha perdido encanto. Ya queda poco espacio sin cultivar y la agreste perfección de una llanura de hierba virgen que unos años antes sólo estaba salpicada por algunas ovejas ha desaparecido. Seguí andando por el camino de los Lobos hasta llegar a la Rivera del Chanza. En el cielo una bandada de buitres negros volaba alto haciendo círculos y un avión, mucho más arriba, dejaba una larga estela blanca. En el puente me detuve a contemplar la gran cantidad de agua que, gracias a las últimas lluvias, había limpiado y llenado el cauce. Seguramente habría habido alguna crecida los días anteriores porque ramas y pequeños troncos salpicaban la orilla. Me quedé un rato acodado en la baranda, esperando ver a la nutria que, según había escuchado unos días antes, solía acercarse. Pero no hubo suerte y regresé al pueblo sin subir, como hice la semana pasada, hasta el Cortijo de Los Lobos.

Esta tarde decidí cambiar de recorrido. Alrededor de las seis, después de ponerme ropa y calzado cómodo y de abrigarme bien, pues refresca mucho cuando se pone el sol, salí por la parte de atrás al callejón. El olivar del cercado en pendiente cuya sombra enfría las casas y que impide que el sol las caliente hasta bien entrada la tarde ha sembrado de hojitas el suelo húmedo. Debo tener cuidado para no resbalar. Llegué hasta la Fuente Nueva, saltando sobre el pequeño regato que sale de las piedras que sostienen los inclinados huertos y que se introduce por un aliviadero que lo llevará hasta el barranco de la Vica, saludé a Santito que, como siempre, está arreglando coches y al llegar a la altura del Salón Félix Lunar dejé la calle Puerta de Sevilla y giré a la izquierda subiendo por la empinada calle San Mamés. Apenas hay gente. Las cuestas del pueblo son para personas entrenadas pues la pendiente es continua y andar por las calles empedradas dificulta la caminata. Volví a girar a la izquierda, pasando por la calle Águila y la calle Senabra, dejando a mi derecha la Almena, la Torre de San Ginés. Una vez abandonadas las últimas casas del pueblo continué subiendo por un camino rural que hace unos años era de tierra y se embarraba con facilidad, pero lo han arreglado y ahora se puede andar mucho más cómodamente.

La pendiente se suavizó un poco. A un lado pequeños cercados de huertos, olivos, encinas y alcornoques en los que se ve, de vez en cuando, a alguien trabajando la tierra; a mi derecha, un desnivel abrupto que desciende hasta el ambulatorio, las casas que se levantaron donde se ubicaba el antiguo colegio y, poco más allá, el colegio nuevo. Sigo caminando sin prisa. Saludo a un hombre con un morral al hombro que me dice “amoallá”, vamos allá, un saludo habitual por estos lares, como si las personas adivinaran hacia donde uno se dirige. Me detengo ante un azulejo que han debido colocar hace poco y que informa de que estoy en el Camino Viejo del Cerro o Camino Antiguo del Hurón, un camino circular que enlaza con el Carril del Mármol. Me entra una duda porque justo al lado sale una estrecha senda muy inclinada y con piedras sueltas que no invita, precisamente, a adentrarse en ella. ¿Cuál será el Camino Viejo, el que estoy siguiendo o la pequeña senda? Ya se lo preguntaré a alguien.

Miro el reloj y son casi las seis y media. El sol todavía está bastante alto, aunque las sombras se han ido alargando y la temperatura ha descendido. El paisaje cambia un poco más adelante. El camino, que se había allanado durante unos cientos de metros, vuelve a subir y se bifurca. Un cartel indica que a la derecha hay un camino particular y ahí mismo, una finca con una piara de cerdos. Me acuerdo de la frase “dar de comer margaritas a los cerdos” y recojo algunas que crecen en los bordes de la finca. Dos o tres cochinillos se acercan curiosos y yo les tiro las margaritas, y aunque alguno hace ademán de comerlas, al final se da media vuelta y se aleja para seguir hozando en la tierra, rebuscando bellota entre las encinas.

El campo muestra la exuberancia que le proporciona el agua. Si yo entendiera de flora y fauna, si me hubiera criado en un pueblo, si mi padre no hubiera enfermado tan pronto, él que entendía tanto del campo y que me ayudaba a distinguir un roble de un castaño, un pino de un abeto o el canto de un mirlo del de un jilguero… Pero la enfermedad le atrapó demasiado pronto a él y demasiado niño a mí y le impidió acompañarme en los paseos por las corredoiras y por los bosques. En cuanto andaba unos metros se asfixiaba. Yo apenas tenía ocho años y ya no pude aprender con él. Casi todos los fines de semana íbamos a la aldea, a jugar con los primos y a corretear por el campo, pero él apenas podía seguirme y yo no tenía paciencia para andar a su ritmo. Por eso, cuando veo los árboles, las flores, los arbustos, los pájaros, sólo me queda acordarme de todo lo que he leído y escuchado. Sí reconozco las encinas, los olivos, los alcornoques, los pinos, los castaños, los naranjos…, pero poco más. Sé muchos nombres: quejigos, hayas, chopos, fresnos, álamos, alisos, pero no sabría distinguirlos. Y por el camino voy encontrando una gran variedad. Muchos de ellos nacen justo en el borde, sobrepasando las alambradas o los muros de piedra que, según me contaron hace tiempo, construyeron por aquí cuadrillas de gallegos, grandes expertos en levantar esos muros que separan unas leiras de otras, las fincas de los vecinos, los caminos de las tierras de labor.

El sendero ahora ya no está empedrado, sino que le han echado una capa de cemento. Donde antes las ovejas y las bestias caminaban sobre tierra y guijarros, ahora, seguramente para facilitar el paso de los coches, lo hacen sobre una superficie mucho más dura. El camino se bifurca y dos letreros me informan de que uno se llama «Camino del Merendero» y otro «Camino del Carmen». Elijo este último. El camino sigue subiendo, pero la cuesta se hace más llevadera. A la derecha veo, a lo lejos, restos del mármol de la cantera. Poco más adelante sonrío al ver un muñeco con la cabeza de goma y el cuerpo de trapo colocado boja abajo sobre una alambrada, observando el paso de los caminantes. Durante una decena de metros se ven las marcas del paso de un rebaño que pasaría sobre el cemento cuando la argamasa estaría todavía fresca. Se van sucediendo fincas y dehesas con cerdos, cabras, ovejas, perros que me ladran al pasar o que se acercan curiosos y moviendo la cola. Ahora la vereda vuelve a ser de tierra y los charcos y los hilos de agua que corren al lado me acompañan con su sonido y se suman al canto de los pájaros, ¿serán jilgueros, pinzones, petirrojos, herrerillos…?

Sin darme cuenta el sol ha descendido mucho y mi sombra se ha alargado. La luz se tamiza entre las hojas de los árboles, que en algunos momentos se cierran sobre mi cabeza. Son cerca de las siete, casi una hora de marcha y decido dar la vuelta pues no quiero andar de noche por lugares que no conozco demasiado bien. En otra ocasión tendré que salir más temprano o hacerlo cuando la primavera esté más avanzada y las tardes sean más largas y cálidas. Varios coches me adelantan y tengo que apartarme pues el camino es estrecho. Los paisanos, que seguramente habrán estado trabajando durante todo el día en sus campos, regresan al pueblo. Uno se detiene un momento para preguntarme si me quiero subir con él al coche, que me acerca hasta donde yo quiera. Se lo agradezco, pero le contesto que prefiero ir caminando, que han sido muchos días encerrado en casa por la lluvia y que me apetece andar, que la tarde es perfecta para hacerlo. Me saluda y se aleja.

El sol se pone entre los cerros y diviso las primeras casas del pueblo. Hago una última foto con el teléfono móvil, aprovechando el contraluz, y me adentro en las calles silbando el pasodoble de Aroche.

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