Y bueno, pues,
Un día (un año) más
Que se va colando
De contrabando.
Y bueno, pues,
Adiós a ayer
Y cada uno
A lo que hay que hacer.
Joan Manuel Serrat. Canción infantil...
Gracias, hermano, por ser el segundo (los primeros fueron mis hijos y mi mujer ayer por la noche, pasadas las doce y finalizado el estado de alarma) en felicitarme con esta hermosa canción de Serrat. Un poema lleno de alegría y de esperanza. Y sigue la letra con estas palabras «Que hay que empezar un día más./Tire pa’lante que empujan atrás». Uno de los que más empuja, porque tiene mucha fuerza y mucho optimismo y fe en la vida, es mi hijo Santiago, que hoy también cumple años. Él 32 y yo 66. Nos separan 34 cuatro años, mejor dicho, nos unen 34 años que hemos pasado juntos, desde que lo cogí por primera vez una tarde, cuando yo estaba viendo una etapa ciclista en la habitación, no recuerdo si del Giro o de la Vuelta. En aquella época no era normal que los padres asistiéramos a los partos y yo lo agradecía, porque seguramente hubiera tenido que salir mareado o me hubiera desmayado y en lugar de ayudar o acompañar sería un estorbo. Antes tampoco era frecuente que las mujeres asistieran a clases de parto acompañadas de sus maridos, así que la naturaleza y los médicos eran las únicas herramientas. A mi hija Carmen me la entregó el médico en mitad del pasillo, donde yo paseaba nervioso esperando noticias, una fría tarde de febrero. Envuelta en una mantita, apenas podía ver su rostro, porque era más pequeña de lo normal. Se había adelantado el parto y pesaba algo menos de dos kilos y medio. Durante unos minutos que se me hicieron eternos, paseé con ella en brazos intentando adivinar el misterio que tenía entre mis manos. Creo que ese misterio, como el de cualquier recién nacido, nunca somos capaces de entenderlo. Después llegó mi cuñada Pilar, nos fuimos a la habitación y todo se tranquilizó hasta que trajeron a mi mujer, despierta y casi como si no hubiera tenido a la niña hacía poco.
Esos treinta y cuatro años y los otros treinta y dos anteriores ya son historia y no se pueden cambiar. Por eso hay que vivir el presente. Yo ya estoy en la segunda mitad de mi vida y dicen que esta parte la vivimos recordando la primera. No estoy de acuerdo. Es bonito recordar los buenos momentos, sobre todo cuando se está en compañía y se han pasado juntos, o cuando una mala racha se supera aferrándose a los recuerdos para coger fuerzas, pero ya se sabe que en demasiadas ocasiones reproducimos las imágenes pasadas con excesiva benevolencia y olvidándonos de las emociones que nos provocan. Nadie nos asegura que aquello que recordamos sucedió realmente así, porque la memoria, ya se sabe, es frágil. Incluso, a veces, recordamos cosas que no han sucedido, que las hemos soñado o que nos las hemos inventado en determinado momento pero que, de tanto repetirlas, forman ya parte de nosotros mismos y las asumimos como realmente nuestras.
Lo importante es siempre el presente. Ni siquiera el futuro debe marcarnos o condicionarnos porque en demasiadas ocasiones lo que nos acontece no depende de nosotros. El destino, las revueltas del camino, son inexplicables, así que, como no somos adivinos, poco podemos hacer más que disfrutar de la vida cuando ésta nos lo permite y sobrellevar los malos momentos con actitud positiva. Ponemos las piedras y la argamasa, empleamos todas nuestras fuerzas y nuestra ilusión, pero una pandemia, por ejemplo, puede dar al traste con todo.
Hoy teníamos pensado ir a comer los cuatro a un restaurante como solemos hacer para celebrar el cumpleaños. Habíamos reservado una mesa en la terraza de un hotel con unas maravillosas vistas de Sevilla, pero como se anunciaba mal tiempo hemos decidido dejarlo para más adelante. Lo dicho, nosotros proponemos pero Dios, el destino, las circunstancias, el mal tiempo, llámesele como se quiera, disponen.
Hoy cumplo 66 años y mi hijo Santiago 32. Tenemos ambos toda una vida por delante.
