—Joselito, ¿pero tú has visto cómo vas?
Carmen dice es frase mientras espera delante del ascensor y yo, acabando de cerrar la puerta de casa, me dirijo hacia ella. Cuando emplea el término Joselito es para echarse a temblar, algo habré hecho mal. Doy un par de pasos más y en el momento que se abre la puerta del ascensor me miro en el gran espejo que, para mi desgracia, ocupa la parte posterior del habitáculo. Contemplo a un hombre maduro, delgado, con canas que ya sustituyen en su totalidad al abundante pelo castaño que no hace tanto tiempo cubría su cabeza y gafas de sol que impiden ver unos ojos inquietos que intentan encontrar alguna incongruencia en la vestimenta: zapatos negros, pantalón de tela azul no demasiado oscuro, camisa azul de no sé qué tonalidad ni nombre, aunque sé que no es azul marino ni azul turquesa ¿o sí? y chaleco también azul un poco más claro que la camisa.
El caso es que hemos estado en casa, nos hemos cruzado varias veces mientras ella y yo íbamos y veníamos en busca de un cinturón para mí, un pañuelo para ella, algo de colonia para los dos. Ella dándose los últimos retoques, yo subiéndome a la escalera para buscar los zapatos ¡cuidado, no te vayas a caer! me dijo, y seguramente ni me miró. Y si me vio, no echó cuenta, como siempre. Y encima, hemos estado haciendo tiempo porque todavía era demasiado temprano para salir. Pero no, ese no era el momento de decir nada.
—¿Pero no habíamos quedado en que había que eliminar ciertas combinaciones de colores? ¡Pero si llevo el mismo color en todo, menos en los zapatos! Ya he aprendido, por ejemplo, que no se puede poner azul con verde (los dos colores que más me gustan no se pueden combinar, vaya por Dios), rojo y naranja (en mi vida me pondría eso) y que no se pueden mezclar rayas y cuadros y…
Y ahí me quedé. Mi conocimiento de las reglas del vestir en los hombres no alcanza mucho más. Por supuesto, no soy, ni quiero serlo, un árbitro de la moda, un Petronio cualquiera, sobre todo porque no quiero terminar como él. Me da la impresión de que a la mayoría de los hombres de mi generación les pasa lo mismo, no echamos cuenta en las normas correctas (¿eso quién lo dictamina, digo yo, como no sean las casas de moda para fastidiarnos y hacer su agosto?). Sin embargo, los jóvenes parece que ya han aprendido, por lo menos, a preguntar. Mi hijo Santiago, por ejemplo, antes de vestirse consulta a su madre y a su hermana si lo que tiene pensado ponerse es adecuado: “¿esta corbata va bien con la camisa?”, “¿esta chaqueta pega con el pantalón?”, “¿este jersey combina bien con la camisa y con el pantalón?”. Yo reconozco que apenas me fijo. Cojo una camisa que me guste y que haga ya algún tiempo que no me pongo, un pantalón cómodo y, dependiendo de la época del año, chaleco, chaqueta, chaquetón o lo que haga falta. Reconozco que alguna vez me he puesto un pantalón de rayas y una camisa a cuadros, pero es por despiste porque ya he aprendido que eso puede conducir a la hoguera.
—Pero vamos a ver, vamos a ver —dice ella con un tono de voz bajo, ritmo lento y cierto desaliento, acompañado de una media sonrisa que quiere manifestar paciencia, pero que a mí me parece resignación—, ¿tú no ves que eso no pega ni con cola? ¿Cómo vas a ponerte tres tonos diferentes de azul, alma cándida?
El caso es que yo me miro en el espejo y no encuentro incongruencias. Pienso para mí, “pero si en la decoración de las casas, que lo he visto yo con estos ojitos en la tele, en ese programa que ve por las mañanas y también algunas tardes, se puede combinar casi cualquier cosa, ¿cómo es posible que en la moda no se puedan seguir esas mismas reglas? Pero si yo veo algunos desfiles de moda, como esos de Ágata Ruiz de la Prada, que da grima verlos y combina los colores como le da la gana”. Lo pienso, claro, pero no lo digo en voz alta, por si acaso su paciencia y resignación se convierten en otra cosa.
—Pues nada, media vuelta y a cambiarme. Y ahora, ven conmigo al armario y me dices que es lo que tengo que ponerme.
(Armario que, por cierto, está en la habitación de mi hijo que ya se ha ido de casa, por ahora, crucemos los dedos, porque en el mío yo no tengo narices a colgar nada. He podido conseguir una pequeña parcela, un rinconcito para mí solo porque el resto de la casa está invadida por la ropa de Carmen madre y Carmen hija. Lo hacen poco a poco, primero un pantalón, después un vestido, más adelante un abrigo… Y así, cuando me doy cuenta, ya me he quedado sin espacio y tengo que apretar los pantalones y las camisas con calzador y colgarlos de tres en tres o de cuatro en cuatro. Encima, cuando quiero ponerme algo y está arrugado me dicen que cómo no cuelgo bien las cosas. Me callaré y me morderé la lengua. Yo tengo que deshacerme periódicamente de pantalones, camisas y otras prendas que, según parece y dicen, están ya pasadas de moda o muy usadas. Pero ellas han ocupado totalmente el armario del pasillo y yo ahí no tengo espacio para colocar nada mío).
Total, pantalón azul, camisa blanca y jersey gris. Un aburrimiento, vamos. Lo clásico de lo clásico. Será porque mi señora no quiere que destaque y las muchachas y las damas se fijen en mí, supongo.
Menos mal que siempre salimos con tiempo y vamos a llegar al cine con mucha antelación. Tendré que poner un poco más de atención, buscar en Internet o, lo que es más cómodo, preguntar antes de ponerme algo. Todo sea por no tener que vestirme y desvestirme varias veces. Estoy esperando a que algún gurú de la moda saque un eslogan, como hizo en su día Adolfo Domínguez con lo de “la arruga es bella” y ponga de moda, valga la redundancia, algo así como “combina los colores, las rayas y los cuadros como quieras, sé original”. Hasta que no llegue ese momento, aviado voy.