El viaje de ida. De Sevilla a Domodedovo
Como dije en la introducción, cualquier viaje necesita de anécdotas, de complicaciones, de situaciones difíciles (siempre dentro de un orden, claro), que son la salsa, el condimento indispensable para que el conjunto final sea inolvidable y sobresalga de otras experiencias viajeras. Por ejemplo, en el viaje a Nueva York nunca se nos olvidarán los prolegómenos, la angustia de no saber, unos días antes, si lo podríamos realizar porque la agencia de viajes no nos confirmaba uno de los traslados y todo estaba en el aire, la madre de Manoli se cayó, se rompió la cadera y la tuvieron que operar, Juan Estaban, con una medio pulmonía que no terminaba de curarse, yo con gastroenteritis aguda y perdiendo kilos sin parar… Sin embargo, todo se solucionó y el viaje fue un completo éxito.
Pues este viaje a Rusia también tiene sus anécdotas. Pasaré por alto las inclemencias meteorológicas (nada importantes teniendo en cuenta que el país tiene fama de frío y lluvioso fuera del verano) o el criminal horario de los viajes (en la ida, salir de Sevilla en AVE a las 6,45 de la mañana y llegar a Moscú a las 23,50, o sea, 17 horas, casi como si fuéramos a Australia y en la vuelta, salir del hotel de San Petersburgo a las 2,30 de la madrugada para llegar a Sevilla a las 15,10) que me temo fue una mala planificación por parte de la agencia de viajes y también por mi parte, que no eché mucha cuenta y me conformé con lo que me presentaron.
La primera anécdota ocurrió nada más pisar suelo ruso, en el aeropuerto Domodedovo de Moscú, uno de los tres aeropuertos internacionales que tiene esta ciudad. Resulta que es el más alejado, a más de 40 km y desde el que se tarda más tiempo en llegar al centro de Moscú. Nada más recoger las maletas, nos dirigimos a la salida, esperando encontrar al conductor que, con nuestros nombres en un cartel, nos llevaría hasta el hotel. Había unos diez o doce carteles, pero en ninguno figuraba nuestro nombre ni el de la agencia de viajes. Nos dedicamos a recorrer la gran sala, por si se hubiera despistado, pero no había ni rastro. Y aquí empezaron las elucubraciones: doce de la noche, no saber hablar ni ruso ni inglés, tirados en un aeropuerto desconocido, en un país desconocido, sin otros viajeros que nos acompañaran… La sala comenzó a vaciarse y ya sólo quedábamos seis o siete personas. No suelo ponerme nervioso, pero la situación amenazaba con derivar en un ataque de nervios. Ya estaba a punto de llamar a un teléfono que la agencia de viajes me había dado para caso de emergencias (y aquella, a fe mía que lo estaba pareciendo), cuando vemos aparecer corriendo a un hombre joven, bajo y musculoso, con una camiseta negra y el pelo cortado casi al cero, con un pequeño cartel que levantaba y en el que podía leerse C.Lobo +1, por lo que deduje, aliviado, que se refería a nosotros (mi mujer se llama Carmen Vázquez Lobo y yo lógicamente, era el +1). Nos dirigimos hacia él hablándole en castellano y por señas y comprendió, porque para eso los españoles sabemos comunicarnos perfectamente sin saber idiomas, que éramos sus clientes. Agarró una de las maletas y sin decir ni una palabra dio media vuelta y salió de la terminal, atravesó varios aparcamientos a toda velocidad mientras hablaba por teléfono y llegó a un coche negro, un Toyota híbrido con buena pinta. Nosotros íbamos detrás casi sin aliento y procurando no perderlo de vista. Sin dejar de hablar por teléfono en ruso, metió el equipaje en el maletero, nos indicó que subiéramos a los asientos de atrás y arrancó.
El coche salió del aeropuerto y se metió en una autopista mal iluminada, con poco tráfico y fueron pasando los minutos. No se veía absolutamente nada a un lado y a otro de la carretera. De vez en cuando se adivinaba algún edificio. El hombre, con el manos libres, llamaba o recibía llamadas y seguía comunicándose con alguien. Aquello pintaba mal: ¿habríamos sido secuestrados por la mafia rusa y pedirían un rescate por nosotros? ¿Estaría hablando con sus camaradas para robarnos y dejarnos tirados en algún arcén apartado? Carmen me miraba asustada y yo fingía estar tranquilo, aunque en el fondo no las tenía todas conmigo. ¿Y si C.Lobo +1 no éramos nosotros y el auténtico conductor estaba esperándonos en el aeropuerto? ¿Y si los del hotel estuvieran compinchados con el conductor y todo formara parte de un plan perfectamente organizado? Mientras mi nerviosismo iba incrementándose, esperando que en cualquier momento el ruso saliera de la autopista y nos metiera en una carretera secundaria, comprobé con cierto alivio que iban apareciendo cada vez más edificios iluminados, que la circulación se iba incrementando y que el conductor había dejado de hablar por teléfono y miraba cada vez con más insistencia la pantalla del GPS que tenía delante.
Las primeras barriadas periféricas de lo que yo ya podía asegurar que era Moscú fueron apareciendo. Carmen y yo nos miramos y pudimos empezar a hablar con cierta tranquilidad, porque hasta ese momento habíamos permanecido en silencio, sumidos en las más negras elucubraciones. En determinado momento, cuando ya llevábamos más de media hora de viaje, salimos de la autopista y empezamos a circular por grandes avenidas, bien iluminadas y con un tráfico bastante denso para la hora que era. A lo lejos observamos un grupo de rascacielos que yo había visto en televisión cientos de veces y que están situados en la barriada financiera de Moscú.
A partir de ese instante sabía que no tendríamos problemas. Y así fue, ya que unos diez minutos después llegamos al hotel, el Renaissance Monarch Centre, un excelente hotel en el que nos alojamos tres noches. Sin decir palabra, el conductor entró con las dos maletas grandes en el vestíbulo del hotel, saludó a una mujer joven que le estaba esperando con un cartel de la mayorista de viajes GoingRussia, la que nos acompañaría a lo largo de toda nuestra estancia en las dos ciudades, y con un simple apretón de manos se despidió de nosotros y desapareció rápidamente. La muchacha, en perfecto castellano, nos saludó y fue con nosotros hasta la recepción, donde entregamos la documentación, y nos indicó que, a las nueve de la mañana, allí mismo, se celebraría la reunión informativa con la guía que nos acompañaría en Moscú. Por cierto, allí conocimos a nuestros primeros compañeros de viaje, una pareja que vive en Alicante aunque son de Albacete. Por fin contactamos con compatriotas y pudimos relajarnos definitivamente. Subimos a la habitación, muy grande y muy bien equipada y, cerca de las dos de la madrugada, nos quedamos dormidos. Para ser el primer día, la experiencia no había estado mal.
Tres días en Moscú
Después de desayunar con un buffet de bastante calidad y muy abundante, nos dirigimos al vestíbulo donde ya había unas treinta personas, todas hablando castellano pero con acentos muy diferentes, pues además de catalanes, mallorquines, madrileños y de otras partes de España, había una buena representación de argentinos, uruguayos, salvadoreños y mexicanos (dos chicas jóvenes mexicanas, Paulina y Daniela, con las que congeniamos mucho). Además, había también cinco o seis portugueses que formaron parte del grupo durante todo el viaje, aunque en San Petersburgo se alojaron en otro hotel.
La guía, una mujer joven típicamente rusa, o por lo menos a mí me lo pareció, era grande, robusta, rubia, sonriente, y se llamaba Anastasia. Y cuando subimos al autobús nos presentó al conductor, Vladimir. Con esos nombres, más no se podía pedir para empezar nuestro viaje por Moscú. Sólo faltaba algún miembro de la KGB para completar el cuadro, aunque, ¿pudiera ser que Anastasia o Vladimir fueran de la KGB o como se conoce actualmente, la FSB? Nunca lo pudimos averiguar, pero por si acaso procuramos no decir ni hacer nada sospechoso.
Primero realizamos una visita panorámica en la que pudimos apreciar, además de grandes edificios y amplias avenidas, que Moscú tiene muchas zonas verdes, muchos parques. Después de recorrer la Plaza Roja, con el Kremlin (que visitaríamos al día siguiente), los Almacenes Gum (la encarnación del capitalismo más puro en uno de los lugares más emblemáticos del comunismo), donde entramos a admirar la arquitectura de pasillos y puentes y las exclusivas tiendas, además de tomarnos un café en la cafetería Bosco (donde nos rascaron 1200 rublos, unos 15 euros, por dos cafés y una botella pequeña de agua), las Iglesias de San Basilio y de Kazán, en lsa que también entraríamos al día siguiente, el mausoleo de Lenin (en el que no entramos porque había que hacer una cola de más de tres horas), seguimos con el autobús hasta el parque Victoria. Allí se encuentra el Museo de la Gran Guerra Patria, como allí denominan a la Segunda Guerra Mundial, así como un gran obelisco lleno de simbolismos guerreros como la estatua de la diosa Nike o un santo alanceando un dragón. Ya he dicho que si hay algo que caracterice a este pueblo es la exaltación de sus victorias, sobre todo contra los franceses y contra los alemanes, que repiten y conmemoran continuamente.
Después nos llevaron a una tienda para que comprásemos los típicos recuerdos (matrioskas, ámbar, camisetas, gorros, etc.) donde nos recibieron con vasos de vodka, que alegraron el ánimo y nos predispusieron para gastarnos los ahorros. Sobre las dos de la tarde nos llevaron a un céntrico restaurante donde iniciamos las relaciones con nuestros compañeros de viaje. Siempre se ha dicho que las comidas son una buena manera de conocer a las personas, de establecer relaciones, de cerrar acuerdos. También en esta ocasión se demostró, ya que nos sentamos a comer con Paulina y Daniela, dos jóvenes amigas mexicanas que nos contaron su viaje desde México DF hasta Rusia y que después continuarán por otras ciudades europeas. Pudimos comprobar que casi todos los turistas que provienen de América aprovechan para conocer diferentes países, lo que es lógico dadas las distancias; realizar un viaje de tantas horas para estar sólo una semana en uno o dos lugares no merece la pena. En otras comidas conocimos a varias parejas argentinas que nos hablaron de los problemas que acucian actualmente a su país; unos apoyaban a Macri y otros a Cristina Kirchner, unos eran de Boca, otros de River y alguno de Independiente. Y todos, casi sin excepción, de Messi y del Barça, qué se le va a hacer.
Terminamos el primer día, por la tarde, en otra visita obligada, el metro de Moscú. Es un auténtico espectáculo, un museo subterráneo que tendría que dejar boquiabiertos a los moscovitas cuando se inauguró a mediados de los años treinta del siglo XX y que nos sigue admirando a los foráneos. Recorrimos varias líneas y nos bajamos en cinco o seis estaciones, cada una de ellas semejante a un museo de pintura o de escultura. Imprescindible. Y sobre todo, a pesar de los caracteres cirílicos, relativamente fácil de manejar.
El día 14 de septiembre amaneció espléndido, con un cielo azul inmaculado y una temperatura muy agradable. Visitamos el Templo de Cristo Salvador, una perfecta recreación del edificio original, que fue demolido en 1931 y que comenzó a ser reconstruido en 1995. Es una iglesia cuyas cúpulas doradas pueden verse desde casi toda la ciudad y que alberga preciosos iconos, retablos, cuadros murales y bóvedas que compiten en belleza con cualquier catedral occidental. Desde allí, en autobús, nos acercamos hasta el Kremlin, en el que entramos alrededor de las doce de la mañana. Miles de chinos (o coreanos, que no soy capaz de distinguirlos) haciendo cola, empujando, gritando como posesos. Acostumbrado a la educación japonesa, es difícil reconocer en ellos la tan renombrada cortesía oriental. Los europeos en general y los hispanohablantes en particular parecíamos monjas ursulinas a su lado. La misma guía se indignó varias veces por los modales, mejor dicho, por la falta de modales de los mencionados chinos. Y así a lo largo de todo el viaje.
El Kremlin me decepcionó. Primero tuvimos que pasar una serie de controles exhaustivos. Y después, aunque no esperaba que nos dejaran entrar en las dependencias, sólo pudimos pasear, y de forma muy limitada, por los espacios que separan los edificios. Y todo ello sin salirnos de unas líneas marcadas en el suelo, porque siempre había algún guardia que rápidamente llamaba la atención. Pasamos al lado del cañón y de la campana más grandes del mundo (lo dicho, todo lo tienen más grande, con perdón) y para finalizar entramos en dos de las cinco catedrales que hay en el Kremlin: la de la Anunciación (o de la Dormición, como la llaman ellos) y la del Arcángel, que por su belleza hacen que merezca la pena la visita al Kremlin. Tanto por dentro como por fuera llama la atención la riqueza y la exuberante decoración, llena de dorados y de iconos bizantinos. Nos dimos cuenta, y la guía nos lo confirmó, que el pueblo ruso es, en general, muy religioso y la iglesia ortodoxa tiene bastante poder e influencia. Los años de la revolución soviética no lograron impedir que la tradición religiosa se olvidara en un pueblo que durante siglos observó con devoción los preceptos de su religión.
Al salir, aprovechamos que teníamos una hora libre para visitar el interior de la iglesia de San Basilio. Por fuera parece una tarta de colores y por dentro es todavía más curiosa, pues está formada por una serie de iglesias o capillas más pequeñas unidas por estrechos pasillos, como un pequeño laberinto decorado no con tanta riqueza como las iglesias del Kremlin, pero sí con mucho gusto y la típica ornamentación ortodoxa.
Por la tarde visitamos un museo del que nunca había oído hablar, el museo o galería Tretyakov, un rico comerciante ruso que se dedicó a coleccionar obras de arte, principalmente pinturas de artistas rusos de los siglos XVIII y XIX. Aunque no llega a la calidad de la mayor parte de los museos de pintura occidentales, tiene algunas obras de notable valor artístico y que, en general, nos gustaron.
Finalizó nuestra estancia en Moscú el día sábado día 15. Cargamos las maletas en el autobús, pues por la tarde saldríamos hacia San Petersburgo y nos dirigimos hacia Sergiev Posad, un pueblo situado a unos 70 km. donde se encuentra el monasterio de la Trinidad y de San Sergio, el centro espiritual de la iglesia ortodoxa rusa, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Tardamos cerca de dos horas en llegar pues había muchísimo tráfico. Según parece, a los moscovitas les gusta salir los fines de semana, muchos de ellos a sus dachas o casas de campo familiares.
La verdad es que merece la pena esta visita, pues aunque ya estábamos un poco cansados del número de iglesias que habíamos visto, este conjunto monumental sobresale, no sólo por el contenido de las mismas, sino por la gran cantidad y variedad de peregrinos que, venidos de toda Rusia, pasaban mucho tiempo para rezar a sus vírgenes y santos. Casi todas las mujeres llevaban un velo que les tapaba la cabeza, encendían y colocaban velas en lugares destinados a ello y escribían sus peticiones (consistentes en el nombre de las personas a quienes querían beneficiar) en pequeñas hojas que introducían en unas cajas y que después los sacerdotes, durante la misa, leían en voz alta. Por eso las misas ortodoxas, no sólo aquí sino en cualquier otra iglesia, tenían una duración de unas dos horas y media. El paseo por las instalaciones del monasterio es muy atractivo, no sólo por las iglesias, sino por los jardines y espacios que, a pesar de la gran cantidad de personas que hacíamos la visita, estaban impregnados de tranquilidad y silencio.
Para terminar nuestra estancia en Moscú, una vez finalizada la visita a Sergiev Posad, el autobús nos llevó hasta un barrio de Moscú, Izmailovo, que para los sevillanos podría compararse a Sevilla Este. Comemos en uno de los cinco grandes hoteles (con nombres de las letras del alfabeto griego, Alfa, Beta, Delta…) que allí hay, quizás la mejor comida hasta ahora. Nada más terminar de comer nos fuimos a uno de los mercadillos más extraordinarios que conozco. No soy muy amigo de comprar en ese tipo de sitios, porque generalmente la calidad deja mucho que desear, pero sí me gusta el ambiente, los gritos de los vendedores, la variedad de productos que se venden. Pero éste supera a todos los que conozco, no sólo por los cientos de puestos en los que se puede encontrar prácticamente de todo, desde los más corrientes souvenirs hasta los más sofisticados abrigos de visón (aprovechamos para comprar casi todos los regalos que teníamos pensado llevar a nuestros hijos y a mi madre), sino porque tiene unos precios muy asequibles. Intentamos regatear, porque la guía nos había dicho que, con un poco de suerte, podríamos rebajar el precio inicial, pero apenas tuvimos suerte. Nos llamó la atención la gran cantidad de antigüedades, objetos de arte y de la antigua Unión Soviética, desde pistolas (supongo que fuera de uso) pasando por insignias, gorros, ropa militar, hasta viejas fotografías y libros de y sobre los mandatarios soviéticos.
El mercado se encuentra dentro de un recinto llamado el Kremlin de Izmailovo, una construcción amurallada en la que hay edificios de madera pintada con cúpulas encebolladas, torres puntiagudas, pasillos, puentes y calles que, a diferentes alturas, organizan los cientos de puestos, así como restaurantes, plazas donde se suceden actuaciones, fuentes… Y muchas bodas. Estos rusos se casan mucho y muy jóvenes, eneso no nos parecemos los españoles, que nos casamos cada vez más tarde, y aprovechan que allí se encuentra el Palacio de Bodas, que se complementa con la gran cantidad de salones donde terminar la celebración.
Comencé a sentirme mal, con retortijones y náuseas, y tuve que salir de prisa y volver al hotel donde habíamos comido. Lo achacamos a algo que habíamos desayunado, porque había pasado muy poco tiempo de la comida para que el efecto fuera tan rápido. El autobús nos llevó otra vez a nuestro hotel, que estaba relativamente cerca de la estación. Allí se estaban celebrando otras dos bodas, o sea, una auténtica epidemia. Y allí aprendimos otra cosa de los rusos. La guía nos comentó que en lugar de gritar a los recién casados «¡que se besen, que se besen! como es costumbre en España, se dice «¡gorku, gorku!» que significa amargo, para indicar que, fuera de los besos, todo es amargo y conseguimos que, tras varios intentos y con todos los turistas gritando, los novios se besasen.
El final del día en Moscú y el viaje en el tren rápido a San Petersburgo fue casi una pesadilla. Entre los miles de chinos que también viajaban con nosotros, sus empujones y gritos, el control de equipajes, la caminata hasta nuestro vagón, que era uno de los más alejados, el continuo trasiego hasta los baños, etc., la despedida de la capital rusa no fue la más apropiada ni la deseada. Menos mal que en uno de los momentos de tranquilidad, salí a uno de los descansillos entre los vagones y tuve una charla muy animada con uno de los argentinos y un salvadoreño. Hablamos de política, tanto de la nuestra como de la suya, que está pasando por unos momentos delicados y también de fútbol, cómo no. Cuando llegamos a San Petersburgo, ya de noche cerrada, salimos sin problemas de la estación y pudimos admirar la ciudad, sus grandes avenidas iluminadas, sobre todo la Perspectiva Nevski, de más de cuatro kilómetros que recorrimos prácticamente en su totalidad y la gran cantidad de plazas, canales y puentes que recorreríamos en los próximos días. A pesar del mal cuerpo, la visión me reconfortó y cuando llegamos al hotel, céntrico y no demasiado alejado del Palacio de Invierno, mi humor había cambiado y esperaba que los próximos días mejorara mi salud.