—La humanidad es sólo un algoritmo de Dios. O, para aquellos que no sean excesivamente dados a creer en la magia o en seres extraterrenales o en divinidades que controlan y vigilan nuestros actos, se podría decir que hombres y mujeres son el producto, uno más, de un plan que nadie sabe y no creo que se sepa jamás, quién o qué ha diseñado. Si es que existe ese diseño o, por el contrario, el Universo es producto de la casualidad, de miles de millones de casualidades que se producen a lo largo del tiempo. Si las últimas teorías de la física son ciertas, lo que hoy existe, espacio, materia y tiempo, surgieron de la nada, exactamente de la nada. Y seguramente, el espacio, la materia y el tiempo se contraerán y se convertirán en nada.
Las palabras del viejo profesor, que hoy se despedía de su cátedra con un discurso sobre la Metafísica y las Matemáticas, se elevaban con claridad desde hacía más de media hora sobre las filas de estudiantes que escuchaban con atención y con un silencio expectante. El aula magna de la Facultad estaba repleta y pasillos y escaleras servían también para reunir a muchos profesores, compañeros suyos y de otras facultades y especialidades que querían rendirle un homenaje, además de la placa, el regalo sorpresa y la cena que tendría lugar en el mejor restaurante de la ciudad. El profesor era una auténtica institución e incluso había sido propuesto un par de veces para el Premio Nobel, aunque no lo había ganado, quizás por ideas similares a las que hoy estaba desgranando y que solía introducir en sus clases, siempre amenas por los comentarios irónicos y mordaces con los que salpicaba las explicaciones. A veces demasiado irónicos, demasiado mordaces, demasiado excéntricos para una institución centenaria acostumbrada a la seriedad y a la tradición.
En lugar de complicadas fórmulas y problemas casi irresolubles que con letra clara escribía en la pizarra del aula, el anciano catedrático hablaba hoy con palabras comprensibles, con ideas que, hoy sí, todos entendían. Al comienzo había echado la vista atrás y, con un punto de nostalgia, pero también con alegría, repasó una vida dedicada a las matemáticas, primero en un Instituto de un barrio madrileño y después en la Universidad. Ahora, el discurso se había concentrado en un tema que, a lo largo de su vida académica, había expuesto algunas veces, pero nunca se había atrevido a profundizar.
—He dedicado mi vida a realizar cálculos y, últimamente, a ayudar a bancos, compañías de seguros y a empresas de informática, a resolver problemas que permitieran mejorar resultados y crear nuevas herramientas. En realidad, para eso sirven las matemáticas, para ayudar a comprender mejor el mundo. También para dominarlo y controlarlo, como sabéis. Cada vez que utilizáis ese artefacto que alguno tiene en sus manos, el móvil, miles de fórmulas y de complejos cálculos sitúan dónde estáis, qué hacéis, qué os gusta y dirigen vuestras vidas, vuestras emociones. Me temo que yo también he contribuido, sin ser consciente, a recortar vuestra libertad. Nadie es libre, no existe el libre albedrío, eso es una patraña que los poderosos de todas las épocas han inculcado e inculcan en las mentes humanas desde que nacen. Ya os lo he explicado y creo que lo recordáis: los hombres que poseen el conocimiento poseen el poder. Los sacerdotes sumerios, asirios, babilónicos o egipcios guardaban celosamente sus secretos para atemorizar al pueblo. Capaces de calcular movimientos de astros, eclipses, inundaciones de ríos o distancias, capaces de escribir en tablillas o en papiros, sólo unos pocos tenían acceso a ese conocimiento que podían utilizar en su propio beneficio. Así se fue creando, poco a poco, una casta que, con diferentes manifestaciones, aún pervive. La religión es una de ellas, quizás la más antigua.
“Ya empezamos”, susurró un compañero de departamento a otro, “si no se mete con la religión, no se queda tranquilo. Ganas me dan de levantarme, pero sería demasiado evidente y, además, no podría pasar porque es materialmente imposible, esto está repleto, nunca había visto el aula magna tan abarrotada. Hay que reconocerlo, tiene carisma”. Algunos alumnos y compañeros lo miraron y le hicieron gestos de que se callara, lo que hizo con una mueca de fastidio.
—Tengo muchos amigos filósofos —continuó el viejo profesor— que me han acompañado a lo largo de los años y me han ayudado a plantearme preguntas que intenté responder con fórmulas matemáticas, pero, llegado un punto, ni la física, ni las matemáticas ni siguiera la filosofía son capaces de llegar a encontrar respuestas. Eso no significa que no las haya. El hombre lleva demasiado poco tiempo sobre la tierra como ser pensante, así que no perdamos la esperanza o la fe, como diría un buen amigo, el párroco de mi barrio. No sonriáis, yo también tengo amigos en la religión. Pongo por encima a las personas, que, si son buenas, carece de importancia el papel que juegan en la sociedad. La religión ha hecho mucho daño, lo digo siempre, sobre todo cuando es radical, intransigente. Pero si delante de mí hay un sacerdote, una monja o un creyente que no intentan imponerme sus creencias y sus palabras y hechos redundan en bien de la sociedad, me tienen a su lado.
La conferencia continuó por similares derroteros, hasta que, después de leer el último folio, ordenarlos todos con unos golpecitos sobre el atril y después de un segundo en el que nadie sabía si comenzar a aplaudir, el matemático dijo:
—No quiero que mi última intervención en esta facultad sea recordada por haber molestado a alguien. No tengáis en cuenta mis palabras sobre el algoritmo y Dios, cada uno que crea en lo que le dé la gana. Sé que a lo largo de mi carrera me he ganado a pulso la fama de ser intransigente, pero sólo lo he sido con aquellos que son realmente intransigentes, con los que es imposible debatir, con los violentos, con los intolerantes, con los que usan el poder, sea cual sea, para intimidar y aprovecharse. Hubo una época en la que intenté encontrar un algoritmo, una fórmula que explicara esos comportamientos para eliminarlos o, por lo menos, darles una réplica adecuada. La sociología, la psicología, la antropología, la filosofía o las ciencias políticas también lo han intentado, pero sin éxito. Se ha avanzado, no demasiado, porque las sociedades son cada vez más desiguales, la insolidaridad y el egoísmo se han incrementado de manera alarmante. Creo que estuve a punto de encontrar ese algoritmo, pero al final siempre tropezaba con el mismo problema: el hombre o la mujer como individuos quizás puedan explicarse al ochenta o al noventa por ciento, pero cuando empiezan a relacionarse con otros, y eso es inevitable porque el ser humano es sociable por naturaleza, las variables son tan complejas que no creo que se pueda explicar nunca. Y esa es mi gran esperanza y con ello el último consejo que quiero transmitiros: confiad siempre en el hombre, confiad en las matemáticas y en todas las ciencias y que éstas sirvan siempre para mejorar a la sociedad. Buscad e intentad encontrar un algoritmo, unos algoritmos, que eliminen a aquellos otros que esclavizan, que controlan, que manipulan. Espero que alguno de vosotros lo consiga. Entonces es cuando realmente las matemáticas habrán cumplido una misión trascendental. Gracias y hasta siempre.
Con una pequeña inclinación de cabeza, el profesor bajó del estrado entre aplausos y vítores de todos los que asistieron a su última clase. En primera fila, su mujer le envió un beso y se acercó a él para ayudarlo a salir del aula.