Duos habet et bene pendentes (o cómo empecé a amar la historia y la enseñanza)

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La primera vez que escuché esta frase latina fue en cuarto del antiguo bachillerato elemental, que cursé en el Instituto Masculino de La Coruña (hoy IES Salvador de Madariaga). Estamos hablando de abril o mayo del año 1969, cuando acababa de cumplir 14 años o estaba a punto de cumplirlos. Había terminado la clase de matemáticas y estábamos esperando a que llegara el profesor de historia, seguramente haciendo un ruido de mil demonios, todos levantados y hablando a gritos, lo que era normal teniendo en cuenta que la disciplina era férrea durante las clases y los únicos momentos para que una pandilla de adolescentes se desfogara era en los intermedios entre clase y clase y a la hora del recreo. Yo me sentaba al lado de Casanova, un chicarrón que, a pesar de su enorme tamaño, iba siempre con unos pantalones cortos muy ajustados, cosa normal si era verano, pero que él llevaba durante todo el año y que dejaban ver una piernas que siempre estaban llenas de heridas y de costras. Yo le tenía un cierto respeto, por no decir miedo, ya que solía aprovecharse de su fuerza y de mi natural medroso para obligarme a decirle las soluciones de los ejercicios, susurrarle las respuestas en los exámenes  y cuando le preguntaba algún profesor o hacerle los deberes que casi nunca solía traer hechos. Ahora comprendo que para él sería casi imposible el estudio, pues vivía en una aldea a unos quince o veinte kilómetros de Coruña y teníamos clase mañana y tarde por lo que, cuando llegara a su casa, después de coger un par de autobuses, no creo que tuviera muchas ganas de estudiar ni de hacer deberes. Algunos años más tarde, cuando terminé los estudios de magisterio y comencé a trabajar, me lo encontré en un taller mecánico y me cambió las pastillas de freno mientras recordábamos viejos tiempos. Yo le eché en cara los malos momentos que me hizo pasar, pero, en realidad, terminé agradeciéndole que me ayudara a defenderme y a saber salir de situaciones comprometidas. Hace más de cuarenta y cinco años que no le veo, pero todavía recuerdo como si fuera ayer su tímida sonrisa de despedida y su mirada triste, mezcla de envidia y de nostalgia por un pasado que, seguramente, sería mejor que su futuro.

Además de Casanova, recuerdo a Cortón y a Cao, los más listos de la clase y que nos miraban por encima del hombro, como si fuéramos medio retrasados y no pudiéramos entender sus ingeniosos juegos de palabras y sus alusiones a científicos y escritores que nunca nos sonaban; a Ricardo y a Balsa, amigos inseparables y que continuamente estaban inventando bromas y trastadas, que siempre quedaban impunes pues nadie podía acusarlos si uno no quería ser considerado un chivato, el peor insulto que alguien podía recibir. También recuerdo a Carré y a Dequidt, dos grandes deportistas, el primero creo que llegó a ser campeón gallego de cuatrocientos metros vallas y después se hizo un excelente y reconocido fotógrafo, mientras que el segundo competía en esgrima. He perdido la pista de casi todos ellos, pues ninguno siguió la vocación de la enseñanza y se dedicaron a otros menesteres.

Menos los ya mencionados Cortón y Cao, que estarían hablando de filosofía o de literatura, los demás estábamos tirándonos bolas y aviones de papel, persiguiéndonos entre las mesas dando alaridos o haciendo cualquier otra tontería cuando, de pronto, se hizo un silencio sepulcral y todos corrieron a sentarse en sus respectivos asientos, todos menos Casanova y yo, que estábamos al final de la clase, él corriendo, como casi siempre, detrás de mí para darme alguna colleja o hacerme caer con una zancadilla. Y así fue como nos encontró un profesor que nunca habíamos visto en el Instituto, un hombre alto, de pelo largo y lacio que casi le llegaba a los hombros, barba recortada, con jersey negro de cuello subido y pantalones vaqueros, indumentaria que contrastaba vivamente con la que solían utilizar todos los profesores del instituto, que vestían con el típico uniforme docente de aquella época, traje o chaqueta y, por supuesto, corbata, y don Germán, el profesor de religión, con sotana, como no podía ser de otra manera.

Por mucho que mi compañero y yo intentamos pasar desapercibidos, fue inútil. Comenzamos a movernos despacio hacia nuestras sillas, pero él, con un gesto de la mano, ordenó que nos estuviéramos quietos. Se acercó lentamente a la tarima donde se encontraban la mesa y el sillón del profesor mientras en su rostro se apreciaban una mirada y una medio sonrisa que denotaban una mezcla de diversión y de sadismo, y eso provocó en toda la clase, y sobre todo en Casanova y en mí, una reacción de pánico que nos duró hasta que, tras un breve silencio que a nosotros nos pareció eterno, soltó su primera frase:

— A ver, el correcaminos y el coyote, que se acerquen.

En ese momento, el pánico se tornó en una carcajada general y todos, incluidos los aludidos, soltamos un suspiro de alivio. De pie, delante de toda la clase y con la pizarra detrás de nosotros, mi compañero y yo pudimos fijarnos mejor en el nuevo profesor mientras éste explicaba que en lo que quedaba de curso, que era apenas un par de meses, él iba a sustituir a don Alberto Cardona, el profesor de Historia, que había contraído una enfermedad (luego nos enteramos que era hepatitis) y tenía que guardar reposo. Muchos no se contuvieron y mostraron su alegría, ya que las clases de Historia, con la reconquista, los Reyes, Católicos, la relación de reinos y reyes, batallas, fechas, matrimonios, líneas del tiempo, mapas históricos, etc., nos habían dejado exhaustos y algunos teníamos la impresión de que algún día nos iba a estallar la cabeza. El problema era adivinar por dónde irían los tiros con el nuevo profesor. Mientras nos explicaba todo esto, pudimos comprobar que no se había sentado, sino que iba andando entre las mesas, abriendo algunos libros y  libretas, fijándose en el nombre que figuraba en la primera página de cada libro. Su voz era ronca, grave y hablaba despacio, como pensando bien lo que estaba diciendo. Cuando llegó al fondo de la clase, se dio la vuelta y desde allí se dirigió a los dos dibujos animados:

— Veamos. El coyote perseguidor, que borre la pizarra. Y que la deje bien limpia, no quiero ver ni una cifra. Por cierto, esa última ecuación está mal resuelta. Y cuando termine, haga el favor de sentarse.

Mientras mi compañero borraba la pizarra, yo intentaba imaginarme los tormentos que me tendría preparado el profesor, entre los que estaban escribir doscientas o trescientas  veces «me comportaré correctamente en clase», ser enviado al jefe de estudios para que su reprimenda llegara a oídos de todo el Instituto, bajarme puntos en la nota final o cualquier otro castigo, a cual peor. Pero se limitó a decirme:

— Según el jefe de estudios, ustedes comenzaron a estudiar la semana pasada a Carlos I de España y V de Alemania. Vamos a ver qué sabe Vd. de todo lo que le han explicado y dígaselo a sus compañeros. Ah, y espero que tenga buena memoria.

Esta última frase hizo que yo empezara a temblar como un poseso. La verdad es que me acordaba muy poco, así que, entre balbuceos, y observando cómo mis compañeros me miraban entre sonrisas, sobre todo Cortón y Cao, y caras muy serias todos los demás, por si les tocaba a ellos completar lo que yo decía, empecé con lo más simple: que si era hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, nieto de los Reyes Católicos, que había nacido y se había criado en Gante, que llegó a España siendo muy joven y casi sin saber hablar castellano, y poco más pude decir,  según creo recordar. Mientras yo hablaba, el profesor iba escribiendo en la pizarra algo que yo no veía. Cuando terminé y me di la vuelta para ver la reacción del profesor, éste me dijo que leyera en voz alta lo que había escrito: «Me llamo Adrián, igual que uno de los maestros de Carlos I. Ese maestro fue conocido posteriormente como el papa Adriano VI». Y más abajo había otra frase en latín: «Duos habet et bene pendentes».

— Espero que sepa algo más de latín que de historia. Traduzca esa frase, por favor.

Por suerte, no me pareció excesivamente difícil, ya que, aunque aunque no había aprendido demasiado latín en los dos cursos con el Sr. Ripoll, eso me sonaba algo, así que, con cierto aplomo, dije:

— Tiene dos y bien pendientes—, aunque esta última palabra con alguna duda, pues no tenía total seguridad.

— No está mal, aunque podría traducirse mejor por «tiene dos y le cuelgan bien» pero, ¿sabe a qué se refiere y quién la decía?—. Como mi cara debía ser el perfecto reflejo de mi ignorancia, se dirigió al resto de la clase por si alguien sabía la respuesta. Pero el silencio que siguió demostraba que nadie tenía ni idea.

Después de decirme que me sentara y de aconsejarnos a los dos cogidos «in fraganti» y al resto de la clase que no volviéramos a hacer tanto jaleo, comenzó la primera clase de historia que me gustó en mi vida y que, además, forjó mi posterior vocación docente. Habló de las intrigas y de los intereses que rodeaban la elección de los papas, del poder de la Iglesia y de las relaciones entre reyes y papas, de la leyenda de la Papisa Juana… A medida que iba hablando, con una voz bien modulada y que nos envolvía como si estuviéramos sumergidos en un mar cálido en el que las palabras nos acompañaran como si fueran peces de colores brillantes, se abría ante nosotros un mundo totalmente desconocido pero fascinante. De vez en cuando se detenía y nos hacía alguna pregunta o nos animaba a hacerla, y nos hizo ver que más importante que saber las respuestas, que eso se conseguía con un poco de atención o de interés, era hacer las preguntas adecuadas, porque demostraba que sabíamos lo que queríamos aprender o comprender. ¿Por qué nadie, nunca, nos había mostrado esa historia, que nos parecía mucho más divertida y real que la que aparecía en los libros, que nos obligaban a estudiar de memoria y que olvidábamos poco después de los exámenes? Las miradas de complicidad entre nosotros, hasta ese momento alumnos pasivos, desinteresados por la historia y por casi cualquier tema de los que estudiábamos por entonces, me convencieron de que estaba ante alguien que me marcaba un camino, el de la enseñanza, el de ayudar a los demás a entender las cosas, a ordenarlas o desordenarlas, a crear e impulsar la curiosidad. Entonces no fui realmente consciente de lo que me estaba sucediendo, pero al cabo de unos pocos años, cuando tuve que tomar una decisión al terminar el bachillerato, me acordé de don Adrián y de esta primera clase. Y no fue difícil hacer la elección.

Faltaban menos de diez minutos para finalizar y todavía no había hablado sobre la frase que nos tenía intrigados. ¿Qué eran esos dos que le colgaban bien? Y entonces, como el número final de circo que se presenta con un redoble de tambor, Adrián nos explicó que los papas tenían que ser examinados manualmente para demostrar su virilidad. Para ello se sentaban en una silla perforada, la sedia stercoraria, y un diácono se agachaba y tocaba los testículos, y cuando comprobaba fehacientemente la masculinidad del nuevo papa, enunciaba la citada frase y todos los asistentes respondían Deo Gratias (gracias a Dios).

Ni que decir tiene que los cuchicheos, risas y comentarios que siguieron a esta historia se convirtieron en algarabía, que Adrián permitió durante unos segundos pero que acalló con tres palabras, dichas en un tono muy bajo:

— Silencio, por favor.

Era la primera vez que un profesor del centro nos pedía de manera educada que nos calláramos y el efecto fue instantáneo. Lo normal era hacerlo mediante amenazas, castigos, gritos. Y todos comprendimos que algo nuevo iba a suceder de ahí en adelante en las clases de historia porque era la primera vez también que un profesor nos había seducido. Y para terminar, después de tenernos una hora prendidos de sus palabras y de sus gestos, nos regaló dos frases que todavía recuerdo casi literalmente:

— Espero que a lo largo de sus vidas contraigan suficientes méritos para que no tengan que hacer valer sus atributos sexuales. Estos vienen de nacimiento y, por tanto, no hay mérito alguno en poseerlos, como no hay mérito en ser guapo o alto. El mérito está en el esfuerzo, en la constancia, en el pundonor, en luchar para conseguir algo.

Y la última frase de ese día, uno de los más memorables que recuerdo de mi paso por el Instituto, fue la que decantó mi gusto y admiración por la Historia:

— La Historia es para la Humanidad lo que la Memoria es para el Hombre. Las personas somos fundamentalmente memoria, recuerdos, instantes vividos con los otros, con los que nos rodean, con los que queremos u odiamos. Recordamos momentos tristes y alegres, gestos, palabras, emociones; es decir, vivimos de y con nuestras experiencias pasadas porque nos permiten adivinar lo que nos queda por vivir, que es lo más importante. Por eso, lo peor que le puede pasar a alguien es perder los recuerdos porque dejará de disfrutar realmente de la vida. Y la Historia consiste en eso, en recordar lo que le ha ido ocurriendo a la Humanidad, comprender por qué le ha ocurrido, explicar las causas, las consecuencias de los hechos. Porque en el pasado está la base del futuro, de vuestro futuro, del mío y de todas las generaciones que nos sucederán.

Y con el final de esta frase, dicha casi en la puerta de la clase mientras sonaba la sirena, se despidió con un saludo y nos dejó mudos, mirándonos los unos a los otros y siendo conscientes de que algo muy hermoso había sucedido. Algo que, después de haber pasado más de cuarenta años, nunca se me ha olvidado.

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N del A: casi todos los personajes y situaciones son reales, aunque algunos nombres son inventados. Dejo a la imaginación del lector descubrir qué es realidad y qué ficción.

Ser realmente joven

He publicado en el Blog de Orientación del IES Hermanos Machado, en el que sigo escribiendo de manera ocasional, una entrada titulada Ser realmente joven, cuyo contenido no se circunscribe únicamente al ámbito de la orientación o de la educación, sino que puede inscribirse en uno más amplio de opinión, de reflexión sobre la juventud, esa etapa cada vez más larga de la vida debido, sobre todo, a la dificultad que tienen los más jóvenes de alcanzar una autonomía que les permita realizarse plenamente.

Reproduzco ese artículo.

Ser realmente joven

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Hace poco me recordaron el comienzo del discurso que Antonio Machado tenía pensado realizar en la Conferencia Nacional de Juventudes que se celebró en Valencia los días 15, 16 y 17 de enero de 1937. Por problemas de organización no lo pudo leer, pero fue incluido en su libro La guerra, publicado ese mismo año. Esa intervención fallida la tituló Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas.

En aquellos tiempos convulsos era imprescindible encontrar y lanzar al viento palabras e ideas que canalizaran e impulsaran las energías de los que iban a reconstruir el país, que se estaba desangrando y desmoronando por una cruel guerra civil. Si en todas las épocas la esperanza de mejorar el presente se encuentra en la juventud, que es la que tiene la fuerza, la pasión, la pureza y la rebeldía necesarias para luchar contra los problemas y contra las injusticias, es en momentos difíciles cuando hay que fomentar todos esos valores. No hay que centrarse en los errores, propios de la inexperiencia o de la impulsividad que son características de esas edades, sino aprovecharlos para que se analicen los fallos y para encontrar mejores soluciones. Esa es precisamente una de las principales labores de los docentes, la de ayudar a los estudiantes a reflexionar sobre los problemas de la sociedad, a buscar diferentes alternativas, a realizar preguntas y a encontrar respuestas.

Estamos en momentos complicados que afectan fundamentalmente a los jóvenes, pero debemos concienciarlos de que son ellos, su generación, los que con su esfuerzo, su disciplina, su preparación y su ilusión encontrarán los caminos, los senderos que permitirán salir de esta situación. Nosotros, los adultos, debemos acompañarlos, ayudarlos cuando tengan dudas, evitar que caigan en la desesperación y la apatía que también son compañeros indeseables de viaje. Nuestra labor es difícil: acompañar sin asfixiar, interferir y aconsejar lo menos posible, ayudar cuando nos lo soliciten o cuando sospechemos que necesitan nuestra ayuda, mantener las distancias adecuadas y suficientes, ni demasiado cerca ni excesivamente lejanas. No hay manuales perfectos porque nosotros tampoco lo somos y no podemos pedir su perfección cuando también somos imperfectos.

Dejo hablar al sabio, al poeta, al profesor y reproduzco algunos párrafos del mencionado discurso de Antonio Machado, ese canto ilusionado e ilusionante a la juventud, porque recoge en esencia lo que cualquier persona que se dedique a la enseñanza o a trabajar con adolescentes y jóvenes debería tener constantemente presente.

Acaso el mejor consejo que puede darse a un joven es que lo sea realmente. Ya sé que a muchos parecerá superfluo este consejo. A mi juicio, no lo es. Porque siempre puede servir para contrarrestar el consejo contrario, implícito en una educación perversa: procura ser viejo lo antes posible.

Se vela por la pureza de la niñez; se la defiende, sobre todo, de los peligros de una pubescencia anticipada. Muy pocos velan por la pureza de la juventud; a muy pocos inquieta el peligro, no menos grave, de una vejez prematura. Sabemos ya, y acaso lo hemos creído siempre, que la infancia no se enturbia a sí misma, y hemos adquirido un respeto al niño, loable, en verdad, si no alcanzase los linderos de la idolatría. Se sigue creyendo, en cambio, que toda la turbulencia que advertimos en los jóvenes es de fuente juvenil, y que al joven sólo puede curarle la vejez. Yo he pensado siempre lo contrario. Por ello he dicho siempre a los jóvenes: adelante con vuestra juventud. No que ella se extienda más allá de sus naturales límites en el tiempo, sino que, dentro de ellos, la viváis plenamente. Adelante, sobre todo, con vuestra faena juvenil: ella es absolutamente intransferible; nadie la hará, si vosotros no la hacéis.

Nada temo de la indisciplina juvenil, porque nunca he creído en ella. Mucho temo, mucho he temido siempre de la mansa indisciplina de la vejez, de esa vejez anárquica, en el sentido peyorativo de estas dos palabras —un hombre encanecido en actividades heroicas sabe guardar como un tesoro la llama íntegra de su juventud, y un anarquista verdadero puede ser un santo— de ese espíritu díscolo y rebelde a toda idealidad, siempre avaro de bienes materiales, codicioso de mando para imponer la servidumbre, que, en suma, sólo obedece a lo más groseramente individual: los humores, y apetitos de su cuerpo averiado, sus rencores más turbios, sus lujurias más extemporáneas. A eso, que es la vejez misma, he temido siempre.

El gran procrastinador y su serendipia

Comenzaré confesando que las palabras procrastinar y serendipia eran dos desconocidas para mí hasta hace unos pocos años. Es lo que tiene dedicarse a leer autores clásicos durante la mayor parte de tu vida. Ni Homero, Cervantes, Rosalía de Castro o Pérez Galdós, que yo sepa, utilizaron estos términos. Serendipia porque es una creación reciente, un neologismo del siglo XVIII y de origen inglés. Si buscáis en Internet, y más concretamente en la Wikipedia, comprobaréis que significa «un descubrimiento o un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta…  En términos más generales se puede denominar así también a la casualidad, coincidencia o accidente.» En castellano tenemos un término más coloquial y conocido que significa prácticamente lo mismo: chiripa. Como es lógico, a mí me gusta más este último, mucho más castizo y reconocible y sin tener que acudir a orígenes foráneos.

Procrastinar, aunque tiene un origen latino (proviene de procrastinare, diferir, aplazar) ha comenzado a utilizarse en castellano hace muy pocos años, concretamente entró en el DRAE en el año 1992, es decir, ayer por la mañana. La versión inglesa procastinate, de la que deriva el neologismo español, sí se usa con frecuencia en ese idioma, que se está convirtiendo en nuestra segunda lengua, sobre todo entre los más jóvenes. La procrastinación  es algo que solemos hacer con frecuencia por estos lares: vaguear, dejar las cosas para mañana, esperar que todo se resuelva por sí mismo. Cuando me dedicaba a mi última profesión conocida, la de orientador, una de las frases que repetía continuamente a los estudiantes era la de que dedicaran sus esfuerzos a planificar el trabajo, a priorizar las tareas y que no dejaran todo para última hora. Vanos consejos la mayor parte de las veces, porque debe estar en nuestros genes latino-árabes lo de intentar estirar el tiempo, aplazar las decisiones y, en definitiva, dedicarnos a la procrastinación. Darse atracones de estudiar un par de días antes de los exámenes o terminar los trabajos de prisa y corriendo es lo más habitual y lo que suelen encontrarse los docentes, aunque, si observamos a nuestro alrededor, también ocurre en otros aspectos de nuestras vidas, como esas obras que comienzan tarde y terminan convirtiéndose en chapuzas, esas llamadas o mensajes que teníamos que hacer y que los vamos dejando para cuando, en muchas ocasiones, ya no tienen sentido, dejar de fumar o de beber, hacer deporte, etc., etc.

Y ahora paso al meollo de la cuestión y a dar forma a lo que pretendo decir con el título de esta entrada, que también podría haber titulado «el gran vago y su chiripa», por ejemplo, pero hubiera sido mucho más prosaico y algunos de los que lean esto no hubieran aprendido las dos nuevas palabras. Me refiero, claro está, a nuestro ínclito presidente del gobierno, don Mariano Rajoy Brey, conocido por su afición al descanso, a ver el deporte por televisión en lugar de practicarlo (aunque casi mejor que verlo andar con esos movimientos que sus correligionarios califican como peculiares y otros, los malos de la película, como estrambóticos o ridículos), y a dejar que los problemas se pudran o se resuelvan por sí solos. A muchos de los que trabajan con él les saca de quicio esa forma de enfrentarse a situaciones que a otros los llevarían a pasarse noches y días enteros sin descansar. Porque a él lo caricaturizan tumbado y fumando un puro no por casualidad, sino porque es una persona tranquila, otros dirían que indecisa, confiada en que el tiempo pone las cosas en su sitio y que es mejor no hacer nada que hacer algo equivocado.

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¿Que la mitad de los dirigentes de su partido en Madrid o Valencia están imputados o en la cárcel por corrupción? No pasa nada, me callo, miro para otro lado y digo que la cosa no va conmigo porque, o bien ya no son miembros de mi partido o lo hacían a título personal. Y como la justicia ya sabemos que funciona como funciona, pasarán los días, meses y años, fuese y no hubo nada, como dijo el príncipe de los ingenios. Y si hubo, que lo habrá, como no sabía nada, pues ojos que no ven, corazón que no siente y no tiene culpa, claro.

¿Que la economía está de pena, que la deuda crece de forma imparable, que las desigualdades se hacen cada vez más grandes, que se han destruido miles de puestos de trabajo y los que quedan son precarios y mal pagados, que los jóvenes tienen que salir en masa de nuestro país a buscarse las habichuelas fuera, que la educación y la sanidad están peor que hace veinte o treinta años? Eso es una visión equivocada e interesada y si hay algo de eso es por culpa de los pésimos gestores anteriores que nos dejaron una herencia terrible, pero nuestro buen hacer, nuestro sentido común, nuestra seriedad, nuestra experiencia, conseguirán que dentro de unos años ya no haya paro y España se convierta en la segunda o tercera potencia europea. Los españoles son pacientes, sumisos, aguantarán lo que sea y, además, tienen miedo de que alcancen el poder los podemitas, que nos dejarán hechos unos zorros y peor que en Venezuela, que ya vemos cómo está y ya nos encargamos nosotros de airearlo convenientemente.

¿Que los catalanes quieren irse y que los independentistas han crecido un veinte o un treinta por ciento desde que está Rajoy en el poder? Tranquilos, poco a poco eso se irá desinflando cuando se den cuenta de que todo es una maniobra política que lo único que intenta es ocultar los tejemanejes de los Pujol y de CIU, que como se pongan flamencos no les compramos ni el cava ni la butifarra y a ver después de qué van a comer. Y si no, ahí está el señor Fernández Díaz, que lo tiene todo atado y bien atado, con un ángel de la guarda que, además de ayudarlo a aparcar, también vigila a los sediciosos separatistas, a los que les está buscando todas las faltas, delitos y tropelías para perseguirlos o desprestigiarlos. Y cuando las saque a la luz, ya verás cómo los catalanes de bien volverán al redil y rendirán pleitesía al que les quitó la venda de los ojos.

¿Que ningún partido político, excepto Ciudadanos y estos con muchas reticencias, quiere pactar con ellos porque durante los cuatro años con mayoría absoluta quemó todos los puentes y actuó con una soberbia y una desfachatez inusitadas? Ya se enterarán, ya. Como siga habiendo elecciones, que es lo que más le interesa, vuelve a arrasar y después será peor, que la siguiente mayoría absoluta será el chirriar y el crujir de dientes, os vais a enterar.

Y lo malo o lo peor, es que a esa falta de acción, que parece que le está dando buenos resultados, sobre todo si miramos lo que ocurrió en las dos elecciones anteriores y lo que dicen todos los entendidos que puede pasar si hay unas terceras, se le suma la torpeza de sus contrincantes. Y aquí entra la serendipia, la chiripa que tiene mi paisano orquestada por sus contrincantes políticos, esos dirigentes que ya perdieron una oportunidad y van camino de perder otra. Cada uno enrocado en sus posiciones. Cuando no es por el pasado de unos es por el presente de otros o por el posible futuro de los de más allá, por sus alianzas, por sus pretensiones, por su falta de visión, por su estrechez de miras. O conmigo o contra mí, no hay términos medios. ¿Pactar con independentistas, con chavistas, con sociatas de eme, con figuritas, con figurines o con figurones? Anda ya, faltaría más, yo me debo a mis votantes y mis votantes no me votaron para eso, que yo los conozco bien, que para eso me pateo las calles, leo todos los twits, manejo todas las redes sociales, hablo con mis paisanos, con los bases y con los barones, con todo quisque si hace falta. Y escucho las tertulias radiofónicas y los editoriales de los periódicos y escribo artículos y salgo en televisión, que para eso Bertín o Susana me entrevistan y digo cosas muy guays.

Y mientras tanto, Mariano serendipetea o chiripetea y se sienta a la puerta de la sede de su partido, que está medio embargada y contempla, con su tranquilo y barbudo semblante, con el puro en una mano y el Marca en la otra, cómo pasan los cadáveres de sus enemigos. No le hace falta más. Ni menos.

Volver

Para comenzar este nuevo curso, qué digo, este segundo año de jubileo, una preciosa canción, un tango que cantado por Estrella Morente en el tema principal de la película de Almodóvar Volver, recoge nostalgia, recuerdo, dolor…, pero también esperanza, deseo de avanzar hacia el futuro. No la he elegido al azar, sino porque pertenece a una de las películas que más me gustan de un director que, después de tantos años y de tantas películas, mantiene una frescura y una delicadeza en su cine que es envidiable (si no habéis visto su última obra, Julieta, os recomiendo que no la dejéis de ver). Y eso es lo que yo pretendo, mantener en este blog un tono fresco, divertido, poliédrico y, siempre que pueda, sorprendente. De todas formas, no prometo nada. Reconozco que el tiempo es traicionero y no se deja atrapar, por mucho que pretendo organizarme, planificar los días, cada vez me cuesta más.

La realidad que nos rodea tampoco ayuda. El bochorno atmosférico y el aún más bochornoso espectáculo político me tienen anonadado, así que tendremos que esperar a que venga el frío y se vayan estos estafermos, sobre todo mi paisano, para que la imaginación pueda trabajar sin sobresaltos.

Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo lejos
van marcando mi retorno.
 Son las mismas que alumbraron
con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor.
 Y aunque no quise el regreso
siempre se vuelve
al primer amor.
 La vieja calle
donde me cobijo
tuya es su vida
tuyo es su querer.
 Bajo el burlón
mirar de las estrellas
que con indiferencia
hoy me ven volver.
 Volver
con la frente marchita
las nieves del tiempo
platearon mi sien.
 Sentir
que es un soplo la vida
que veinte años no es nada
que febril la mirada
errante en las sombras
te busca y te nombra.
 Vivir
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez.
 Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.
 Tengo miedo de las noches
que pobladas de recuerdos
encadenen mi sonar.
 Pero el viajero que huye
tarde o temprano
detiene su andar.
 Y aunque el olvido
que todo destruye
haya matado mi vieja ilusión,
guardo escondida
una esperanza humilde
que es toda la fortuna
de mi corazón.
 Volver
con la frente marchita
las nieves del tiempo
platearon mi sien.
Sentir
que es un soplo la vida
que veinte años no es nada
que febril la mirada
errante en las sombras
te busca y te nombra.
 Vivir
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez.