La primera vez que escuché esta frase latina fue en cuarto del antiguo bachillerato elemental, que cursé en el Instituto Masculino de La Coruña (hoy IES Salvador de Madariaga). Estamos hablando de abril o mayo del año 1969, cuando acababa de cumplir 14 años o estaba a punto de cumplirlos. Había terminado la clase de matemáticas y estábamos esperando a que llegara el profesor de historia, seguramente haciendo un ruido de mil demonios, todos levantados y hablando a gritos, lo que era normal teniendo en cuenta que la disciplina era férrea durante las clases y los únicos momentos para que una pandilla de adolescentes se desfogara era en los intermedios entre clase y clase y a la hora del recreo. Yo me sentaba al lado de Casanova, un chicarrón que, a pesar de su enorme tamaño, iba siempre con unos pantalones cortos muy ajustados, cosa normal si era verano, pero que él llevaba durante todo el año y que dejaban ver una piernas que siempre estaban llenas de heridas y de costras. Yo le tenía un cierto respeto, por no decir miedo, ya que solía aprovecharse de su fuerza y de mi natural medroso para obligarme a decirle las soluciones de los ejercicios, susurrarle las respuestas en los exámenes y cuando le preguntaba algún profesor o hacerle los deberes que casi nunca solía traer hechos. Ahora comprendo que para él sería casi imposible el estudio, pues vivía en una aldea a unos quince o veinte kilómetros de Coruña y teníamos clase mañana y tarde por lo que, cuando llegara a su casa, después de coger un par de autobuses, no creo que tuviera muchas ganas de estudiar ni de hacer deberes. Algunos años más tarde, cuando terminé los estudios de magisterio y comencé a trabajar, me lo encontré en un taller mecánico y me cambió las pastillas de freno mientras recordábamos viejos tiempos. Yo le eché en cara los malos momentos que me hizo pasar, pero, en realidad, terminé agradeciéndole que me ayudara a defenderme y a saber salir de situaciones comprometidas. Hace más de cuarenta y cinco años que no le veo, pero todavía recuerdo como si fuera ayer su tímida sonrisa de despedida y su mirada triste, mezcla de envidia y de nostalgia por un pasado que, seguramente, sería mejor que su futuro.
Además de Casanova, recuerdo a Cortón y a Cao, los más listos de la clase y que nos miraban por encima del hombro, como si fuéramos medio retrasados y no pudiéramos entender sus ingeniosos juegos de palabras y sus alusiones a científicos y escritores que nunca nos sonaban; a Ricardo y a Balsa, amigos inseparables y que continuamente estaban inventando bromas y trastadas, que siempre quedaban impunes pues nadie podía acusarlos si uno no quería ser considerado un chivato, el peor insulto que alguien podía recibir. También recuerdo a Carré y a Dequidt, dos grandes deportistas, el primero creo que llegó a ser campeón gallego de cuatrocientos metros vallas y después se hizo un excelente y reconocido fotógrafo, mientras que el segundo competía en esgrima. He perdido la pista de casi todos ellos, pues ninguno siguió la vocación de la enseñanza y se dedicaron a otros menesteres.
Menos los ya mencionados Cortón y Cao, que estarían hablando de filosofía o de literatura, los demás estábamos tirándonos bolas y aviones de papel, persiguiéndonos entre las mesas dando alaridos o haciendo cualquier otra tontería cuando, de pronto, se hizo un silencio sepulcral y todos corrieron a sentarse en sus respectivos asientos, todos menos Casanova y yo, que estábamos al final de la clase, él corriendo, como casi siempre, detrás de mí para darme alguna colleja o hacerme caer con una zancadilla. Y así fue como nos encontró un profesor que nunca habíamos visto en el Instituto, un hombre alto, de pelo largo y lacio que casi le llegaba a los hombros, barba recortada, con jersey negro de cuello subido y pantalones vaqueros, indumentaria que contrastaba vivamente con la que solían utilizar todos los profesores del instituto, que vestían con el típico uniforme docente de aquella época, traje o chaqueta y, por supuesto, corbata, y don Germán, el profesor de religión, con sotana, como no podía ser de otra manera.
Por mucho que mi compañero y yo intentamos pasar desapercibidos, fue inútil. Comenzamos a movernos despacio hacia nuestras sillas, pero él, con un gesto de la mano, ordenó que nos estuviéramos quietos. Se acercó lentamente a la tarima donde se encontraban la mesa y el sillón del profesor mientras en su rostro se apreciaban una mirada y una medio sonrisa que denotaban una mezcla de diversión y de sadismo, y eso provocó en toda la clase, y sobre todo en Casanova y en mí, una reacción de pánico que nos duró hasta que, tras un breve silencio que a nosotros nos pareció eterno, soltó su primera frase:
— A ver, el correcaminos y el coyote, que se acerquen.
En ese momento, el pánico se tornó en una carcajada general y todos, incluidos los aludidos, soltamos un suspiro de alivio. De pie, delante de toda la clase y con la pizarra detrás de nosotros, mi compañero y yo pudimos fijarnos mejor en el nuevo profesor mientras éste explicaba que en lo que quedaba de curso, que era apenas un par de meses, él iba a sustituir a don Alberto Cardona, el profesor de Historia, que había contraído una enfermedad (luego nos enteramos que era hepatitis) y tenía que guardar reposo. Muchos no se contuvieron y mostraron su alegría, ya que las clases de Historia, con la reconquista, los Reyes, Católicos, la relación de reinos y reyes, batallas, fechas, matrimonios, líneas del tiempo, mapas históricos, etc., nos habían dejado exhaustos y algunos teníamos la impresión de que algún día nos iba a estallar la cabeza. El problema era adivinar por dónde irían los tiros con el nuevo profesor. Mientras nos explicaba todo esto, pudimos comprobar que no se había sentado, sino que iba andando entre las mesas, abriendo algunos libros y libretas, fijándose en el nombre que figuraba en la primera página de cada libro. Su voz era ronca, grave y hablaba despacio, como pensando bien lo que estaba diciendo. Cuando llegó al fondo de la clase, se dio la vuelta y desde allí se dirigió a los dos dibujos animados:
— Veamos. El coyote perseguidor, que borre la pizarra. Y que la deje bien limpia, no quiero ver ni una cifra. Por cierto, esa última ecuación está mal resuelta. Y cuando termine, haga el favor de sentarse.
Mientras mi compañero borraba la pizarra, yo intentaba imaginarme los tormentos que me tendría preparado el profesor, entre los que estaban escribir doscientas o trescientas veces «me comportaré correctamente en clase», ser enviado al jefe de estudios para que su reprimenda llegara a oídos de todo el Instituto, bajarme puntos en la nota final o cualquier otro castigo, a cual peor. Pero se limitó a decirme:
— Según el jefe de estudios, ustedes comenzaron a estudiar la semana pasada a Carlos I de España y V de Alemania. Vamos a ver qué sabe Vd. de todo lo que le han explicado y dígaselo a sus compañeros. Ah, y espero que tenga buena memoria.
Esta última frase hizo que yo empezara a temblar como un poseso. La verdad es que me acordaba muy poco, así que, entre balbuceos, y observando cómo mis compañeros me miraban entre sonrisas, sobre todo Cortón y Cao, y caras muy serias todos los demás, por si les tocaba a ellos completar lo que yo decía, empecé con lo más simple: que si era hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, nieto de los Reyes Católicos, que había nacido y se había criado en Gante, que llegó a España siendo muy joven y casi sin saber hablar castellano, y poco más pude decir, según creo recordar. Mientras yo hablaba, el profesor iba escribiendo en la pizarra algo que yo no veía. Cuando terminé y me di la vuelta para ver la reacción del profesor, éste me dijo que leyera en voz alta lo que había escrito: «Me llamo Adrián, igual que uno de los maestros de Carlos I. Ese maestro fue conocido posteriormente como el papa Adriano VI». Y más abajo había otra frase en latín: «Duos habet et bene pendentes».
— Espero que sepa algo más de latín que de historia. Traduzca esa frase, por favor.
Por suerte, no me pareció excesivamente difícil, ya que, aunque aunque no había aprendido demasiado latín en los dos cursos con el Sr. Ripoll, eso me sonaba algo, así que, con cierto aplomo, dije:
— Tiene dos y bien pendientes—, aunque esta última palabra con alguna duda, pues no tenía total seguridad.
— No está mal, aunque podría traducirse mejor por «tiene dos y le cuelgan bien» pero, ¿sabe a qué se refiere y quién la decía?—. Como mi cara debía ser el perfecto reflejo de mi ignorancia, se dirigió al resto de la clase por si alguien sabía la respuesta. Pero el silencio que siguió demostraba que nadie tenía ni idea.
Después de decirme que me sentara y de aconsejarnos a los dos cogidos «in fraganti» y al resto de la clase que no volviéramos a hacer tanto jaleo, comenzó la primera clase de historia que me gustó en mi vida y que, además, forjó mi posterior vocación docente. Habló de las intrigas y de los intereses que rodeaban la elección de los papas, del poder de la Iglesia y de las relaciones entre reyes y papas, de la leyenda de la Papisa Juana… A medida que iba hablando, con una voz bien modulada y que nos envolvía como si estuviéramos sumergidos en un mar cálido en el que las palabras nos acompañaran como si fueran peces de colores brillantes, se abría ante nosotros un mundo totalmente desconocido pero fascinante. De vez en cuando se detenía y nos hacía alguna pregunta o nos animaba a hacerla, y nos hizo ver que más importante que saber las respuestas, que eso se conseguía con un poco de atención o de interés, era hacer las preguntas adecuadas, porque demostraba que sabíamos lo que queríamos aprender o comprender. ¿Por qué nadie, nunca, nos había mostrado esa historia, que nos parecía mucho más divertida y real que la que aparecía en los libros, que nos obligaban a estudiar de memoria y que olvidábamos poco después de los exámenes? Las miradas de complicidad entre nosotros, hasta ese momento alumnos pasivos, desinteresados por la historia y por casi cualquier tema de los que estudiábamos por entonces, me convencieron de que estaba ante alguien que me marcaba un camino, el de la enseñanza, el de ayudar a los demás a entender las cosas, a ordenarlas o desordenarlas, a crear e impulsar la curiosidad. Entonces no fui realmente consciente de lo que me estaba sucediendo, pero al cabo de unos pocos años, cuando tuve que tomar una decisión al terminar el bachillerato, me acordé de don Adrián y de esta primera clase. Y no fue difícil hacer la elección.
Faltaban menos de diez minutos para finalizar y todavía no había hablado sobre la frase que nos tenía intrigados. ¿Qué eran esos dos que le colgaban bien? Y entonces, como el número final de circo que se presenta con un redoble de tambor, Adrián nos explicó que los papas tenían que ser examinados manualmente para demostrar su virilidad. Para ello se sentaban en una silla perforada, la sedia stercoraria, y un diácono se agachaba y tocaba los testículos, y cuando comprobaba fehacientemente la masculinidad del nuevo papa, enunciaba la citada frase y todos los asistentes respondían Deo Gratias (gracias a Dios).
Ni que decir tiene que los cuchicheos, risas y comentarios que siguieron a esta historia se convirtieron en algarabía, que Adrián permitió durante unos segundos pero que acalló con tres palabras, dichas en un tono muy bajo:
— Silencio, por favor.
Era la primera vez que un profesor del centro nos pedía de manera educada que nos calláramos y el efecto fue instantáneo. Lo normal era hacerlo mediante amenazas, castigos, gritos. Y todos comprendimos que algo nuevo iba a suceder de ahí en adelante en las clases de historia porque era la primera vez también que un profesor nos había seducido. Y para terminar, después de tenernos una hora prendidos de sus palabras y de sus gestos, nos regaló dos frases que todavía recuerdo casi literalmente:
— Espero que a lo largo de sus vidas contraigan suficientes méritos para que no tengan que hacer valer sus atributos sexuales. Estos vienen de nacimiento y, por tanto, no hay mérito alguno en poseerlos, como no hay mérito en ser guapo o alto. El mérito está en el esfuerzo, en la constancia, en el pundonor, en luchar para conseguir algo.
Y la última frase de ese día, uno de los más memorables que recuerdo de mi paso por el Instituto, fue la que decantó mi gusto y admiración por la Historia:
— La Historia es para la Humanidad lo que la Memoria es para el Hombre. Las personas somos fundamentalmente memoria, recuerdos, instantes vividos con los otros, con los que nos rodean, con los que queremos u odiamos. Recordamos momentos tristes y alegres, gestos, palabras, emociones; es decir, vivimos de y con nuestras experiencias pasadas porque nos permiten adivinar lo que nos queda por vivir, que es lo más importante. Por eso, lo peor que le puede pasar a alguien es perder los recuerdos porque dejará de disfrutar realmente de la vida. Y la Historia consiste en eso, en recordar lo que le ha ido ocurriendo a la Humanidad, comprender por qué le ha ocurrido, explicar las causas, las consecuencias de los hechos. Porque en el pasado está la base del futuro, de vuestro futuro, del mío y de todas las generaciones que nos sucederán.
Y con el final de esta frase, dicha casi en la puerta de la clase mientras sonaba la sirena, se despidió con un saludo y nos dejó mudos, mirándonos los unos a los otros y siendo conscientes de que algo muy hermoso había sucedido. Algo que, después de haber pasado más de cuarenta años, nunca se me ha olvidado.