Hacía tiempo que las enfermedades me respetaban y no tenía que acudir al médico. Pero ya se sabe que el invierno es traicionero, sobre todo si previamente el otoño ha sido una continuación del verano y la ropa de abrigo sigue colgada en la parte menos accesible del armario. O simplemente, no la has bajado de los altillos donde suele guardarse cuando llegan los primeros calores. De pronto, una mañana, cuando menos te lo esperas y ya te has convencido de que este país se ha trasladado de forma misteriosa a una zona tropical cercana al golfo de Guinea o al Caribe, cual ocurre en La balsa de piedra de Saramago, abres la ventana y el frío te da una bofetada. Así, sin previo aviso, sin encomendarse ni a dios ni al diablo. Antes de que me dé cuenta estoy tiritando. El frío se me ha colado en los huesos y no hay manera de quitármelo de encima. Acudo al armario y no tengo ni un jersey gordito, ni un chaquetón a la vista. En mis pies, unas chanclas de verano. Así que, antes de hacer el café o tomarme mi zumo de naranja y mi fruta, sin hacer demasiado ruido para no despertar al resto del personal que vive conmigo, descuelgo la escalera y me encaramo a uno de los altillos donde supongo que hace meses se guardó la ropa de invierno. Empiezo a bajar bolsas y a colocarlas encima de la cama de mi hijo, que como ya no vive aquí se utiliza como improvisada tabla de salvación para múltiples actividades: para colocar la ropa planchada y sin planchar, bolsas de compras varias de El Corte Inglés, almohadas o cojines que apenas se usan, etc. Empiezo a abrir las bolsas del altillo y encuentro de todo menos mi ropa de invierno: edredones, sábanas, cortinas, zapatos, ropa de invierno de mi mujer, mantas (aparto un par de ellas para poner en la cama esta noche)… pero ni rastro de mi ropa de invierno, que estará en los altillos de la habitación donde duerme mi hija. Pero no voy a despertarla que todavía no son las nueve de la mañana. Mi mujer sigue dormida en el sofá del salón con la televisión encendida; después me dirá que ha pasado mala noche y que por eso se levanta tarde. Así que con las chanclas y mi pijama de verano, empiezo a hacer el café. Mientras está pasando el agua, el primer estornudo que seguro ha despertado a toda la vecindad; en primer lugar a mi mujer, claro, que con cara de sueño entra en la cocina, me da los buenos días y comenta lo obvio: ¡hay que ver qué frío hace! La miro con cara de circunstancias y le explico lo que he estado haciendo hasta ahora. Pues habrá que despertar a la niña… pero antes de que termine la frase, aparece mi hija en la cocina, también con cara de sueño, los pelos como si hubiera visto una aparición y abriendo la boca. ¡Hay que ver qué frío hace! No, si esta mañana la conversación va a girar en torno al frío. Segundo y tercer estornudos seguidos. Me empieza a picar la garganta y tengo que acudir a los pañuelos de papel pues se me está cayendo la moquilla.
Entre estornudo y estornudo, toses varias, sorbos de café y mordiscos a la tostada, organizamos la búsqueda de la ropa de invierno. Yo me subiré a la escalera, iré bajando las bolsas y mi mujer y mi hija la irán sacando y apartando. Además, aprovecharemos para guardar la ropa de verano, cómo no. Me empieza a doler la cabeza y no paro de toser y estornudar. Mala señal, ¿será gripe? Mujer e hija se apartan. ¡Claro, como estás con el pijama y las chanclas de verano, vas a coger una pulmonía! Las miro con cara de odio: ¿acaso tengo yo la culpa de que ayer hiciera un día de verano y hoy estemos en Siberia? Me callo por no liarla, porque, además, saldría perdiendo. Me entran escalofríos, ¿tendré fiebre? Se me ha debido poner mala cara porque ambas, mujer e hija, me miran de forma rara. ¡José, bájate de la escalera y ya te estás poniendo otra ropa, que has cogido frío! Sí, bwana, pienso y no replico.
La mañana pasa muy lentamente. Cada vez me siento peor. Me he tomado un frenadol pero no hace efecto. ¡Ya estamos yendo a urgencias, que esto va a ser gripe y ya no eres un niño! ¡Mira que te dije que te pusieras la vacuna, pero nada, ni caso! Me callo otra vez, pero los pensamientos asesinos se acumulan en mi mente. ¿Cómo iba a ponerme la vacuna si hace un par de días estuvimos bañándonos en la playa? Pienso en Psicosis, en La matanza de Texas, en el estrangulador de Boston. Frena, José Manuel, que vas por mal camino y la cabeza ya no te rige bien. Entre otras cosas, porque parece que me va a estallar. Y sigo tosiendo, moqueando, doliéndome la garganta. Al final, decidimos ir a urgencias. ¿Quieres que te acompañe o puedes ir solo? La b, la b. El ambulatorio está cerca, así que me visto en condiciones, bien abrigado con la ropa arrugada de estar varios meses doblada, pero más calentito. Salgo a la calle. Todavía hay gente que pasea en pantalón corto y camiseta. Hace falta estar loco. El camino hasta el ambulatorio es un sufrimiento. Cada vez me encuentro peor. Esto va a ser neumonía o el virus del ébola, vaya usted a saber, pero gripe seguro que no.
Entro en el ambulatorio y todavía tienen puesto el aire acondicionado porque, claro, dice una celadora, es que ayer hacía más de treinta grados y no se paraba. Cuando no se para es ahora, le replico. Qué pasa, ¿es que quieren cargarse a todos los pensionistas para ahorrarle un dinero al gobierno? Haga usted el favor de no gritar, me dice una señora que ha venido en bata a la consulta. ¿Gritar yo? Usted no sabe lo que es gritar, señora. Me calmo porque no he podido seguir hablando por un ataque de tos. Me dirijo a la máquina que da el turno y consigo un asiento lejos de la puerta de entrada, aunque no sé si hace más frío dentro que fuera, pero por lo menos evitaré las corrientes de aire. Ya dijo Napoléon que tenía más miedo a una corriente de aire que una bala. La verdad es que no sé si lo dijo él u otro personaje histórico, pero alguien lo dijo alguna vez. O lo dirá. A mi lado hay dos gitanas que no paran de hablar. Las dos llevan unas zapatillas de estar en casa con calcetines de lunares, un moño en todo lo alto de la cabeza y chaquetas de lana. ¡Hay que ver qué frío hace hoy! dice una de ellas. Eso mismo dijeron esta mañana mi mujer y mi hija, les digo. Y lo mismo dijo mi Manué, dice la otra. Entablamos una animada conversación hasta que me da un ataque de tos, me pongo rojo como un tomate y las dos gitanas se levantan como un resorte. A ver si nos va a contagiar usté algo malo, dicen. Ah, ¿pero ellas no están malas? Cuando se alejan, un hombre con un poblado bigote que está sentado enfrente me dice que seguramente no, que las ve muy a menudo por aquí y se ponen a charlar. A lo mejor es que han venido al mercado, que está al lado del ambulatorio, y vienen a descansar. ¿A usted que le pasa?, me pregunta. Habré cogido frío esta mañana, le digo, porque me encuentro para el arrastre. Sí, es que ¡hay que ver el frío que hace hoy! me suelta mi enfrentado acompañante. Me hago el loco mirando para mi móvil. No tengo ganas de hablar del tiempo.
Cerca hay una pareja joven con un niño casi recién nacido en un carrito de bebé. El niño parece dormido. Ellos no dejan de mirar sus móviles y no paran de reírse. ¿Has visto el vídeo del perro? No, ahora estoy hablando por whatsapp con mi prima, que está de viaje por el extranjero. Pues cuando puedas ve el vídeo del perro que ha mandado el Yonni, es pa mearse, dice él. Ahora no, Paco, que mi prima me está diciendo que hay una tormenta y que no pueden salir del hotel, vaya mala suerte, para una vez que viaja y llevan dos días sin poder ver nada. A quién se le ocurre viajar en estas fechas, dice el Paco, lo mejor es el verano. Claro, dice la Vanessa, que es así como la ha llamado él hace un rato, como que la gente puede viajar cuando quiere. Con lo caro que es viajar en verano. Ahora, ahora es cuando se pueden coger buenas ofertas. Si no tuviéramos a la niña (resulta que es una niña, no un niño) podríamos haber ido con ella. ¿Y con el trabajo, qué hago con el trabajo? dice el Paco, ¿me lo llevo también de viaje? Desconecto de la pareja y miro a la pantalla y al papelito que me ha dado la máquina de turnos. Tengo más de diez personas delante. Voy a estar toda la mañana aquí.
¿Pero es que no se puede quitar el aire acondicionado? grita alguien al fondo de la sala de espera. Apoyo lo moción, me digo para mí mismo. No quiero hablar en voz alta para no señalarme ante la celadora, que en ese momento coge el teléfono y habla con alguien. Después de unos segundos de charla, informa de que se va a poner la calefacción, pero que todavía tardará un rato porque ese cambio lleva tiempo. Explica no sé qué de unas turbinas, de una palanca y de un responsable (no sé si de la palanca o de las turbinas, pero responsable de algo). Gritos de alivio en el personal. Vuelvo a desconectar y me fijo en una señora que está sentada al lado del hombre del bigote. Lleva un abrigo largo y una carpeta abultada de la que ha sacado un par de hojas que mira con atención. Debe ser profesora porque parece que está corrigiendo ejercicios con un rotulador rojo. De vez en cuando mueve la cabeza, tacha frases de las hojas y escribe en los márgenes. Sí, es profesora porque la he visto poner una nota y rodearla con un círculo. Como yo he sido profesor, me solidarizo con ella. Me dan ganas de ponerme a hablar de la educación, pero no quiero molestarla porque está concentrada en su labor. De vez en cuando comenta algo en voz baja y dice algo así como «mira que lo he explicado veces, pues nada, que no se enteran, estarán pensado en las musarañas, cada vez se estudia menos…» Más solidaridad.
La mañana va pasando y los números se van acercando al mío. La consulta está casi vacía. El teléfono vibra y compruebo que mi mujer me ha enviado un mensaje. ¿Cómo te encuentras, te falta mucho? Estoy mu malito, ya me falta poco para entrar, escribo y pongo un emoticono de pena, con una lágrima. Eres un quejica, ya verás como no es nada, recibo por respuesta. Ajolá, respondo. Te estoy haciendo un caldito, para que el cuerpo te entre en caja, leo en la pantalla. Muchas gracias, reina, qué haría yo sin tí. Te dejo que ya voy a entrar.
Cuando mi número aparece en la pantalla, me levanto con dificultad ya que los músculos se me han agarrotado (engarrotado, que dice la muchacha que viene a casa). Golpeo suavemente la puerta de la consulta, en la que está escrito el nombre del médico, doctor Nwelati Ahmed. Vaya, un médico sirio o árabe. ¿Este hombre sabrá algo de resfriados? porque en su país seguro que verá pocos, con el calor que hará allí. Escucho una voz que dice pasen y entro. Son casi las dos de la tarde. En la consulta ya no queda nadie. Soy el último paciente de la mañana.