Una mañana en la consulta del médico

Hacía tiempo que las enfermedades me respetaban y no tenía que acudir al médico. Pero ya se sabe que el invierno es traicionero, sobre todo si previamente el otoño ha sido una continuación del verano y la ropa de abrigo sigue colgada en la parte menos accesible del armario. O simplemente, no la has bajado de los altillos donde suele guardarse cuando llegan los primeros calores. De pronto, una mañana, cuando menos te lo esperas y ya te has convencido de que este país se ha trasladado de forma misteriosa a una zona tropical cercana al golfo de Guinea o al Caribe, cual ocurre en La balsa de piedra de Saramago, abres la ventana y el frío te da una bofetada. Así, sin previo aviso, sin encomendarse ni a dios ni al diablo. Antes de que me dé cuenta estoy tiritando. El frío se me ha colado en los huesos y no hay manera de quitármelo de encima. Acudo al armario y no tengo ni un jersey gordito, ni un chaquetón a la vista. En mis pies, unas chanclas de verano. Así que, antes de hacer el café o tomarme mi zumo de naranja y mi fruta, sin hacer demasiado ruido para no despertar al resto del personal que vive conmigo, descuelgo la escalera y me encaramo a uno de los altillos donde supongo que hace meses se guardó la ropa de invierno. Empiezo a bajar bolsas y a colocarlas encima de la cama de mi hijo, que como ya no vive aquí se utiliza como improvisada tabla de salvación para múltiples actividades: para colocar la ropa planchada y sin planchar, bolsas de compras varias de El Corte Inglés, almohadas o cojines que apenas se usan, etc. Empiezo a abrir las bolsas del altillo y encuentro de todo menos mi ropa de invierno: edredones, sábanas, cortinas, zapatos, ropa de invierno de mi mujer, mantas (aparto un par de ellas para poner en la cama esta noche)… pero ni rastro de mi ropa de invierno, que estará en los altillos de la habitación donde duerme mi hija. Pero no voy a despertarla que todavía no son las nueve de la mañana. Mi mujer sigue dormida en el sofá del salón con la televisión encendida; después me dirá que ha pasado mala noche y que por eso se levanta tarde. Así que con las chanclas y mi pijama de verano, empiezo a hacer el café. Mientras está pasando el agua, el primer estornudo que seguro ha despertado a toda la vecindad; en primer lugar a mi mujer, claro, que con cara de sueño entra en la cocina, me da los buenos días y comenta lo obvio: ¡hay que ver qué frío hace! La miro con cara de circunstancias y le explico lo que he estado haciendo hasta ahora. Pues habrá que despertar a la niña… pero antes de que termine la frase, aparece mi hija en la cocina, también con cara de sueño, los pelos como si hubiera visto una aparición y abriendo la boca. ¡Hay que ver qué frío hace! No, si esta mañana la conversación va a girar en torno al frío. Segundo y tercer estornudos seguidos. Me empieza a picar la garganta y tengo que acudir a los pañuelos de papel pues se me está cayendo la moquilla.

Entre estornudo y estornudo, toses varias, sorbos de café y mordiscos a la tostada, organizamos la búsqueda de la ropa de invierno. Yo me subiré a la escalera, iré bajando las bolsas y mi mujer y mi hija la irán sacando y apartando. Además, aprovecharemos para guardar la ropa de verano, cómo no. Me empieza a doler la cabeza y no paro de toser y estornudar. Mala señal, ¿será gripe? Mujer e hija se apartan. ¡Claro, como estás con el pijama y las chanclas de verano, vas a coger una pulmonía! Las miro con cara de odio: ¿acaso tengo yo la culpa de que ayer hiciera un día de verano y hoy estemos en Siberia? Me callo por no liarla, porque, además, saldría perdiendo. Me entran escalofríos, ¿tendré fiebre? Se me ha debido poner mala cara porque ambas, mujer e hija, me miran de forma rara. ¡José, bájate de la escalera y ya te estás poniendo otra ropa, que has cogido frío! Sí, bwana, pienso y no replico.

La mañana pasa muy lentamente. Cada vez me siento peor. Me he tomado un frenadol pero no hace efecto. ¡Ya estamos yendo a urgencias, que esto va a ser gripe y ya no eres un niño! ¡Mira que te dije que te pusieras la vacuna, pero nada, ni caso! Me callo otra vez, pero los pensamientos asesinos se acumulan en mi mente. ¿Cómo iba a ponerme la vacuna si hace un par de días estuvimos bañándonos en la playa? Pienso en Psicosis, en La matanza de Texas, en el estrangulador de Boston. Frena, José Manuel, que vas por mal camino y la cabeza ya no te rige bien. Entre otras cosas, porque parece que me va a estallar. Y sigo tosiendo, moqueando, doliéndome la garganta. Al final, decidimos ir a urgencias. ¿Quieres que te acompañe o puedes ir solo? La b, la b. El ambulatorio está cerca, así que me visto en condiciones, bien abrigado con la ropa arrugada de estar varios meses doblada, pero más calentito. Salgo a la calle. Todavía hay gente que pasea en pantalón corto y camiseta. Hace falta estar loco. El camino hasta el ambulatorio es un sufrimiento. Cada vez me encuentro peor. Esto va a ser neumonía o el virus del ébola, vaya usted a saber, pero gripe seguro que no.

Entro en el ambulatorio y todavía tienen puesto el aire acondicionado porque, claro, dice una celadora, es que ayer hacía más de treinta grados y no se paraba. Cuando no se para es ahora, le replico. Qué pasa, ¿es que quieren cargarse a todos los pensionistas para ahorrarle un dinero al gobierno? Haga usted el favor de no gritar, me dice una señora que ha venido en bata a la consulta. ¿Gritar yo? Usted no sabe lo que es gritar, señora. Me calmo porque no he podido seguir hablando por un ataque de tos. Me dirijo a la máquina que da el turno y consigo un asiento lejos de la puerta de entrada, aunque no sé si hace más frío dentro que fuera, pero por lo menos evitaré las corrientes de aire. Ya dijo Napoléon que tenía más miedo a una corriente de aire que una bala. La verdad es que no sé si lo dijo él u otro personaje histórico, pero alguien lo dijo alguna vez. O lo dirá. A mi lado hay dos gitanas que no paran de hablar. Las dos llevan unas zapatillas de estar en casa con calcetines de lunares, un moño en todo lo alto de la cabeza y chaquetas de lana. ¡Hay que ver qué frío hace hoy! dice una de ellas. Eso mismo dijeron esta mañana mi mujer y mi hija, les digo. Y lo mismo dijo mi Manué, dice la otra. Entablamos una animada conversación hasta que me da un ataque de tos, me pongo rojo como un tomate y las dos gitanas se levantan como un resorte. A ver si nos va a contagiar usté algo malo, dicen. Ah, ¿pero ellas no están malas? Cuando se alejan, un hombre con un poblado bigote que está sentado enfrente me dice que seguramente no, que las ve muy a menudo por aquí y se ponen a charlar. A lo mejor es que han venido al mercado, que está al lado del ambulatorio, y vienen a descansar. ¿A usted que le pasa?, me pregunta. Habré cogido frío esta mañana, le digo, porque me encuentro para el arrastre. Sí, es que ¡hay que ver el frío que hace hoy! me suelta mi enfrentado acompañante. Me hago el loco mirando para mi móvil. No tengo ganas de hablar del tiempo.

Cerca hay una pareja joven con un niño casi recién nacido en un carrito de bebé. El niño parece dormido. Ellos no dejan de mirar sus móviles y no paran de reírse. ¿Has visto el vídeo del perro? No, ahora estoy hablando por whatsapp con mi prima, que está de viaje por el extranjero. Pues cuando puedas ve el vídeo del perro que ha mandado el Yonni, es pa mearse, dice él. Ahora no, Paco, que mi prima me está diciendo que hay una tormenta y que no pueden salir del hotel, vaya mala suerte, para una vez que viaja y llevan dos días sin poder ver nada. A quién se le ocurre viajar en estas fechas, dice el Paco, lo mejor es el verano. Claro, dice la Vanessa, que es así como la ha llamado él hace un rato, como que la gente puede viajar cuando quiere. Con lo caro que es viajar en verano. Ahora, ahora es cuando se pueden coger buenas ofertas. Si no tuviéramos a la niña (resulta que es una niña, no un niño) podríamos haber ido con ella. ¿Y con el trabajo, qué hago con el trabajo? dice el Paco, ¿me lo llevo también de viaje? Desconecto de la pareja y miro a la pantalla y al papelito que me ha dado la máquina de turnos. Tengo más de diez personas delante. Voy a estar toda la mañana aquí.

¿Pero es que no se puede quitar el aire acondicionado? grita alguien al fondo de la sala de espera. Apoyo lo moción, me digo para mí mismo. No quiero hablar en voz alta para no señalarme ante la celadora, que en ese momento coge el teléfono y habla con alguien. Después de unos segundos de charla, informa de que se va a poner la calefacción, pero que todavía tardará un rato porque ese cambio lleva tiempo. Explica no sé qué de unas turbinas, de una palanca y de un responsable (no sé si de la palanca o de las turbinas, pero responsable de algo). Gritos de alivio en el personal. Vuelvo a desconectar y me fijo en una señora que está sentada al lado del hombre del bigote. Lleva un abrigo largo y una carpeta abultada de la que ha sacado un par de hojas que mira con atención. Debe ser profesora porque parece que está corrigiendo ejercicios con un rotulador rojo. De vez en cuando mueve la cabeza, tacha frases de las hojas y escribe en los márgenes. Sí, es profesora porque la he visto poner una nota y rodearla con un círculo. Como yo he sido profesor, me solidarizo con ella. Me dan ganas de ponerme a hablar de la educación, pero no quiero molestarla porque está concentrada en su labor. De vez en cuando comenta algo en voz baja y dice algo así como «mira que lo he explicado veces, pues nada, que no se enteran, estarán pensado en las musarañas, cada vez se estudia menos…» Más solidaridad.

La mañana va pasando y los números se van acercando al mío. La consulta está casi vacía. El teléfono  vibra y compruebo que mi mujer me ha enviado un mensaje. ¿Cómo te encuentras, te falta mucho? Estoy mu malito, ya me falta poco para entrar, escribo y pongo un emoticono de pena, con una lágrima. Eres un quejica, ya verás como no es nada, recibo por respuesta. Ajolá, respondo. Te estoy haciendo un caldito, para que el cuerpo te entre en caja, leo en la pantalla. Muchas gracias, reina, qué haría yo sin tí. Te dejo que ya voy a entrar.

Cuando mi número aparece en la pantalla, me levanto con dificultad ya que los músculos se me han agarrotado (engarrotado, que dice la muchacha que viene a casa). Golpeo suavemente la puerta de la consulta, en la que está escrito el nombre del médico, doctor Nwelati Ahmed. Vaya, un médico sirio o árabe. ¿Este hombre sabrá algo de resfriados? porque en su país seguro que verá pocos, con el calor que hará allí. Escucho una voz que dice pasen y entro. Son casi las dos de la tarde. En la consulta ya no queda nadie. Soy el último paciente de la mañana.

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Algunas lecturas de 2017

Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.
El tiempo. Ocnos. Luis Cernuda

Después de releer ese maravilloso párrafo de Cernuda, rompí en mil pedazos la hoja en la que había comenzado a escribir un pequeño relato. Pero después me dije, José Manuel, no seas tan duro contigo mismo, no estás aspirando a vivir en el Parnaso de las letras, sólo eres un humilde escribidor como los miles y miles que en el mundo han sido y serán y que también tenemos derecho a poner nuestro granito de arena, sin más aspiración que leernos dentro de unos años, disfrutar imaginando historias, sonreír ante nuestra falta de pudor y ejercitar las neuronas que nos van quedando.

En mi anterior entrada escribí sobre mi falta de criterio para seleccionar las lecturas. Efectivamente, no tengo criterios, ni prioridades, ni nada que suponga un mínimo de planificación u organización. Repaso mi biblioteca, que tiene unos 700 u 800 libros, y me encuentro con muchos que compré hace tiempo porque me llamaron la atención o porque me los recomendaron y resulta que todavía no los he leído. Entre otras cosas porque no me apetece hacerlo, bien porque ya han cambiado mis gustos, porque el tema o el argumento o el autor ya no me interesa o porque le he cogido manía, vaya usted a saber por qué.

Pero una cosa es falta de criterio y otra muy diferente carecer de motivos, de la necesidad de leer. Con el tiempo me he dado cuenta de que esa necesidad nace de fuentes muy diferentes. A veces, la lectura de la novela de un autor que nunca había leído con anterioridad pero que alguien que sí lo ha hecho y del que te fías y te lo recomienda, te descubre facetas, estilos o temas que te gustan. Me pasó, por ejemplo, con Carlos Ruiz Zafón y su primer gran éxito, La sombra del viento. He leído su tetralogía de El cementerio de los libros olvidados y, aunque ya ha cerrado el círculo de esa serie, seguro que escribirá otra y volveré a engancharme sin remisión. Una vez que te aficionas a un escritor, ya no puedes dejar de leerlo. Es lo que me pasa con otros tres escritores actuales más: Dolores Redondo, Almudena Grandes y Arturo Pérez-Reverte. Cada vez que publican un libro tengo que comprarlo. Y rara vez me arrepiento, porque han sabido crear mundos y lenguajes que, por alguna misteriosa razón, han conseguido interesarme. Sé que en esto de las lecturas hay mucho hooligan, aprecios y desprecios que no se basan en criterios racionales, sino en afinidades o enemistades que pueden provenir de ámbitos muy diversos. Por ejemplo, nunca se me olvidará el razonamiento que me dio una compañera de trabajo, doctora en lengua castellana y literatura, que me espetó, así, sin anestesia, que ella no había leído y nunca leería a Mario Vargas Llosa, «por ser un facha». Toma del frasco, Carrasco. Y estoy seguro de que otros y otras, personas todas ellas formadas y educadas, tampoco leerán a Gabriel García Márquez, por «ser izquierdista». Ellos se lo pierden. Si leemos o dejamos de leer a alguien por su adscripción política es que el mundo se ha vuelto realmente loco (aquí tampoco me dejo de acordar de alguien que llamó machista a Aristóteles: hay gente que no es más tonta porque no entrena).

Durante este año 2017 podréis comprobar que mi bagaje lector no ha sido demasiado extenso. Aunque según un estudio del CIS estoy en la parte alta de la clasificación, pues me encuentro dentro del 5,5% de españoles que lee entre 9 y 12 libros al año, eso no me consuela, pues estoy seguro que podría organizarme mejor y leer más. Ahora que tengo mucho tiempo libre, resulta que lo malgasto, o no, que no estoy demasiado seguro, de mala manera. Cuando no estoy jugando una partida de ajedrez o de Apalabrados con mis amigos estoy viajando, escribiendo chorradas como ésta, viendo series de televisión, haciendo deporte, caminando por las calles de Sevilla, escuchando la radio y, sobre todo, cabreándome mucho con lo de Cataluña. La de horas que le habré dedicado a las tertulias sobre este tema tan cansino. Menos mal que ya sólo quedan un par de días para las elecciones. Lo malo es que eso no va a mejorar mi dedicación a menesteres más sensatos, como sería entregarme en cuerpo y alma a escribir una novela que ganara el Planeta y me sacara de pobre. Porque luego viene la noche electoral, el análisis de los resultados, las opiniones de los políticos y de los tertulianos, las posibles coaliciones, las coaliciones reales, el cabreo del gobierno con los independentistas y de los indepes con el gobierno, la frustración de la mayoría que ha ganado pero no va a resolver el problema, etc., etc.

Así que antes de que vuelva a perder más tiempo os voy a decir qué es lo que he leído este año y me dejo de otras tonterías. La verdad es que no sé a quién le puede interesar esto, como no sea a una empresa que se dedique a analizar los gustos lectores de los españoles, pero así me acuerdo de las lecturas y, quizás, a alguien le entre el gusanillo de leer alguno de los libros que aquí reflejo. El orden no significa nada, ni preeminencia porque me hayan gustado más, porque los recuerde mejor o porque hayan sido los últimos en llegar a mis manos. Seguro que me he dejado alguno, sobre todo los que leí a comienzos de año, pero será porque no han dejado huella o porque la memoria ya no es todo lo fiable que debiera ser. Los años no pasan en balde. Además, he añadido alguna relectura de libros a los que merece la pena volver de vez en cuando.

El laberinto de los espíritus, de Carlos Ruiz Zafón. Final de la serie El cementerio de los libros olvidados. Junto con el primero, La sombra del viento, el mejor para mi gusto. La recreación de ambientes y personajes es insuperable y, como toda buena novela, los últimos capítulos los fui leyendo con premura, paladeando las palabras, pues sabía que cuando lo terminara me iba a dar mucha pena, como así fue.

El monarca de las sombras, de Javier Cercas. Tiene cierta similitud con Soldados de Salamina. En la búsqueda de la verdad sobre la muerte en la guerra civil de un tío abuelo suyo, Javier Cercas se desenvuelve con auténtica maestría, acercando el pasado investigado con datos, fechas, documentos y entrevistas con personas que lo conocieron, y el presente, la duda entre realizar un relato novelado o reflejar sin más un hecho que fue historia de su familia y la de muchas familias más.

El lector de Julio Verne, de Almudena Grandes. Esta escritoria se desenvuelve con una facilidad que pasma por el mundo de la guerra civil y de la posguerra. La mirada de un niño que vive en un cuartel de la guardia civil en un pueblo de la sierra jiennense se desliza entre aquellos que han ganado la guerra pero no tienen motivos para celebrarlo y aquellos otros que la han perdido pero muestran su orgullo y su dignidad sin abdicar de sus ideas.

Rabos de lagartija, de Juan Marsé. Hacía muchos años que no leía a Juan Marsé y en esta novela se muestra como uno de los grandes escritores del siglo XX. Ahora que ha sido uno de los damnificados por su postura ante el independentismo recomiendo su lectura para que admiremos su dominio del lenguaje y su amor por todo lo catalán.

A Sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales. Todo un descubrimiento. A partir de unas jornadas celebradas en Sevilla sobre la literatura y la guerra civil, coordinadas por Arturo Pérez-Reverte, he conocido a este extraordinario periodista y escritor. El prólogo de este libro debería ser lectura obligatoria en ESO y Bachillerato. Pocas veces he leído un texto que con tanta claridad y certeza describa lo que, seguramente, sentiría la mayoría silenciosa de españoles que se vieron arrastrados a una guerra tan despiadada.

Todo esto te daré, de Dolores Redondo. No sé si será porque la novela se desarrolla en mi tierra, concretamente en la Ribeira Sacra, pero reconozco que me mantuvo enganchado durante toda su lectura. Se nota que domina, como ya lo demostró en su trilogía del Baztán, que también me encantó, el mundo de la investigación policial. Sin grandes aspiraciones, esta novela es una digna ganadora del Premio Planeta.

Patria, de Fernando Aramburu. Me la habían recomendado muchas personas y, realmente, no decepciona. Inquieta saber hasta qué punto puede llegar a degradarse el ser humano y cómo el ambiente opresor de un pequeño pueblo puede destrozar las vidas de las familias y las amistades. Sin embargo, a pesar de todo el sufrimiento que viven los protagonistas o la obsesión por mantener unas ideas que en el fondo saben que son injustas y equivocadas, nos queda la esperanza de que, al final, siempre podemos encontrar una salida

Gog, de Giovanni Papini. Extraña novela que describe a un multimillonario eogísta, sin escrúpulos y que sólo busca su felicidad a cualquier precio, que se entrevista con los personajes más importantes de su época: Gandhi, Freud, Einstein, Edison…, con objeto de conocer cuáles son los males y problemas de la sociedad. Aunque late un curioso  sentido del humor a lo largo de toda la novela, reconozco que su lectura dejó en mí un regusto amargo y que no sé si volvería a leer.

Africanus, el hijo del cónsul, de Santiago Posteguillo. Es la novela que estoy leyendo actualmente. Me gusta la novela histórica y ésta contiene todo lo que busco en este tipo de lecturas: personajes bien trazados y perfilados, hechos que he estudiado en los libros de historia pero que aquí se describen de una manera mucho más cercana, lenguaje sencillo pero bien estructurado, etc. Los dos personajes principales, Aníbal y Publio Cornelio Escipión, el Africano, muestran su valor y su inteligencia a lo largo de setecientas páginas que se leen con gran facilidad.

Olas de levante, de Magdalena Gómez Amores. Dejo para el final esta novela de mi amiga Magdalena. Con su primera obra, El temblor de las estrellas, la escritora reflejó la sociedad española de los años veinte y treinta del pasado siglo en un pequeño pueblo de Castellón. Mientras que «las dos Españas» van enconando sus posiciones hasta desembocar en la guerra civil, las mujeres tienen que enfrentarse a un mundo hostil en el que ellas tienen que luchar y demostrar su valía sin ayuda de ningún tipo. En su segunda novela, Olas de levante, las mujeres vuelven a ser las protagonistas. La acción se desarrolla durante los años 30 en Ceuta, ciudad que ella conoce bien pues allí nació y vivió durante su adolescencia y a la que vuelve cada vez que puede. Con un estilo ágil y un lenguaje cada vez más sólido, fluido y maduro a medida que va adquiriendo la experiencia del escritor, Magdalena desentraña la historia de dos mujeres que bien pueden ser la cara y cruz de dos vidas que, en el fondo, no son tan diferentes, sino que los acontecimientos y las circunstancias, además de la personalidad, van marcando a fuego. En una, la utopía y la valentía, en otra, la tradición y el pragmatismo, pero siempre la lucha, la resistencia, el dolor.

Relecturas. Casi nunca releo un libro completo, sino que lo abro al azar y dejo que la casualidad o la suerte me lleve a algún párrafo que me evoque otros instantes de feliz lectura. Y casi siempre la suerte me acompaña.

Ocnos, de Luis Cernuda. Hacía años que no volvía a leer a este extraordinario poeta sevillano. Ocnos es autobiografía lírica, poesía en prosa, llena de nostalgia porque fue escrita en el exilio. Una infancia y una juventud que se desarrollaron en una Sevilla, en un ambiente, que ya casi no reconocemos. Imprescindible.

Algunos capítulos de El Quijote, de Cervantes. Siempre hay que volver al caballero de la triste figura y a su compañero Sancho. Cada frase encierra un mundo literario que nunca ha sido superado.

También he vuelto a un maestro, Juan de Mairena, de Antonio Machado. No deja de sorprenderme su capacidad para la «filosofía práctica» que subyace en cualquier sentencia de este profesor. Abro el libro por cualquier página y me encuentro, por ejemplo, con perlas como estas:

«El reloj es, en efecto, una prueba indirecta de la creencia del hombre en su mortalidad. Porque sólo un tiempo finito puede medirse».

«─Hay hombres, decía mi maestro, que van de la poética a la filosofía; otros que van de la filosofía a la poética. Lo inevitable es ir de lo uno a lo otro, en esto, como en todo».

«Aprendió tantas cosas –escribía mi maestro, a la muerte de un amigo erudito–, que no tuvo tiempo para pensar en ninguna de ellas»

«Ayudadme a comprender lo que os digo, y os lo explicaré más despacio».

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Yo no sé leer ni escribir

Cuando yo nací, a mediados de los años cincuenta del pasado siglo, tres de cada diez personas de la edad que yo tengo actualmente eran analfabetas. En Galicia, país de emigrantes por excelencia, era frecuente que, cuando alguien quería comunicarse con un familiar que trabajaba allende los mares o más allá de los Pirineos, tuviera que acudir al cura o al maestro para que le escribiera las últimas novedades de la aldea: el parto de una vaca, la muerte de algún vecino, la compra o la venta de una leira, el viaje a la capital… Eran cartas sencillas, como sencillas eran las personas y las ideas. En muchas ocasiones, el cura o el maestro tenían que inventarse las frases, porque los vecinos apenas sabían comunicar lo que pensaban o sentían, entre otras cosas porque su lengua era el gallego y no podían expresarse en castellano, el idioma de los poderosos.

Han pasado más de sesenta años y yo me siento como aquellos aldeanos, porque me doy cuenta de que aunque leo mucho y escribo algo, no soy buen lector ni alcanzo a expresar con mediana claridad lo que pienso. Ahora que tengo mucho tiempo libre, una de mis ilusiones era la de dedicarme a escribir pequeños relatos, cuentos, historias basadas en experiencias personales o inventadas. Comencé con entusiasmo, pero me temo que en lugar de haber ido mejorando, los resultados son cada vez más flojos. Leo y releo las líneas que con trabajo fui capaz de pergeñar y no me dicen nada, como si las hubiera escrito alguien ajeno a mí, alejado de lo que pienso, de lo que siento, de lo que veo, de lo que imagino.

Y lo sé sin que nadie me haya escrito una crítica en algún suplemento cultural que apenas leen unos pocos. No hace falta ser un perspicaz o avieso buscador de gazapos, un frustrado cazador de recompensas o un manirroto embaucador de avecillas incautas que gorgotean felices ante cualquier pretendida originalidad en panfletos, artículos o discursos. No sé escribir. Repaso las pocas líneas que, con excesivo entusiasmo, me he atrevido a publicar en las redes sociales. Y no encuentro una sola frase, ni una, que merezca la pena. Como casi siempre ocurre en casos similares, la causa está en una deficiente selección de las lecturas que he realizado a lo largo de los años. En realidad, nunca he seleccionado los libros. Todo aquello que caía en mis manos lo leía con fruición. Y ahí está el error, porque ahora me gusta cualquier libro, cualquiera. Apenas sé distinguir un clásico de un best seller. Y  aquí surgen un montón de dudas y me hago muchas preguntas:

¿Qué es un clásico? ¿Todos los clásicos tienen calidad? ¿Lo que es clásico ahora será clásico dentro de unos siglos o lo fue en siglos pasados? ¿Todos los libros de éxito actuales son malos? ¿Se escribe demasiado o se publica demasiado a la ligera? ¿Ganar mucho dinero escribiendo es sinónimo de falta de calidad literaria?

Como no hay nadie que me conteste y yo no tengo una respuesta clara, aunque alguna sí podría dar, seguramente equivocada, continúo con mi lamento. No sé escribir, y bien que me pesa. Lo he intentado todo. En primer lugar, apuntarme a cursos de escritura creativa y poco más me han enseñado que lo que en su momento utilicé en las aulas: la Gramática de la Fantasía o los Cuentos para jugar, de Gianni Rodari. Puedo saber todo sobre el ritmo del discurso, la composición, el tratamiento del tema, el punto de vista del narrador, los personajes, los géneros… Mucha teoría, pero cuando me siento delante de una página en blanco, cuando creo que tengo un argumento que me gusta, lo desarrollo, describo las diferentes escenas y capítulos, los personajes que van a aparecer o cualquier otro material que se necesita en una novela, un relato o una obra de teatro (de la poesía ni hablo, porque está en un ámbito en el que ni siquiera me atrevo a pensar), todo se difumina.

Y me pregunto: ¿cuando Cervantes comenzó a escribir el Quijote, de verdad que ya tenía todo eso en su cabeza? ¿Pensó a grandes rasgos cómo quería que se desarrollaran las aventuras de un loco y de un analfabeto o comenzó a escribir sin más, dejando que su enorme imaginación, sus experiencias y su dominio del lenguaje hicieran todo lo demás, improvisando sobre la marcha? Supongo que habrá eruditos estudios que lo expliquen, pero no tengo ganas de leerlos.

Así que no es preciso que calléis ante mí, que miréis para otro lado. Seguiré leyendo, a veces a Tirso de Molina, a Delibes o a Bécquer y otras a Stephen King, a Dolores Redondo o a Carlos Ruiz Zafón, por ejemplo. No hace mucho fui a la consulta de un conocido médico sevillano y me llamó la atención la cantidad de diferentes ediciones que tenía del Quijote. Comenzamos a hablar de literatura y comentamos las últimas lecturas que habíamos hecho cada uno. Él me confesó que ya sólo se dedicaba a releer a los grandes escritores griegos y latinos y a los clásicos españoles, comenzando, claro está, por Cervantes, porque, según me dijo «lo que se escribe ahora es como la comida basura: entra por los ojos, tiene un agradable sabor y es barata, pero se digiera muy mal y, a largo plazo, sus efectos son perniciosos». Apenas me atreví a balbucear que mis últimas lecturas eran de Pérez-Reverte y Dolores Redondo. Me miró con conmiseración y tuve que bajar los ojos, avergonzado.

Pero después, pasado el tiempo, me rebelé contra esas opiniones que, en el fondo, creo que ocultan una cierta envidia y frustración de escritores poco reconocidos y conocidos. Así que ya paso de críticas sesudas sobre la poca calidad de los escritores actuales, de su falta de profundidad en argumentos y personajes, en su escaso dominio del lenguaje, entre otras cosas, porque no me lo creo. Ahora hay mucha más cantidad de escritores, es cierto, se publica como nunca se ha publicado y entre tanto libro es lógico que haya mucha paja y poco trigo. Pero sigo disfrutando con los libros de éxito, con los que se venden a cientos de miles.

Y perdonad si, de vez en cuando, os castigo con alguna de esas tonterías que se me ocurre escribir y me atrevo a publicar. Ya sabéis que la ignorancia es muy osada.

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