Llevaba más de una hora buscando las palabras adecuadas y precisas para cerrar la frase y el discurso, pero nada le parecía suficientemente claro o rotundo. Y lo peor es que todavía no había tomado una decisión. Si el final era demasiado blando, tanto sus conciudadanos como los dirigentes contrarios, o incluso sus propios compañeros de partido, podrían tacharlo de cobarde o apocado; pero si se excedía, las consecuencias podrían ser nefastas, incluso podría llegarse al conflicto armado, como ya había ocurrido hacía no demasiados lustros.
Sólo eran tres páginas, menos de diez minutos, de un discurso leído delante de los diputados, que sería televisado a todo el país y a muchos otros países, incluido el adversario (todavía no quería llamarlo enemigo). Quedaba menos de media hora y seguía encerrado en su despacho del congreso. Antes había hablado con sus asesores, a todos había escuchado con atención, pero les había ordenado que lo dejaran solo. Él era el presidente y la última palabra a él le correspondía.
El texto estaba sembrado de alusiones, directas o indirectas, al incidente acaecido hacía una semana entre los dos países. Estaba acostumbrado a redactar él mismo sus discursos, sobre todo los más trascendentes. Su pasado como profesor universitario, su fama de orador, su dominio del lenguaje, su claridad de ideas y su precisión conceptual le habían proporcionado una bien merecida fama y no pocas victorias parlamentarias sobre la oposición. Pero no era lo mismo enfrentarse en una contienda electoral o en la defensa de los intereses económicos del país, que estar al borde de la guerra.
Y todo por un terreno deshabitado en medio de la nada, del que apenas había oído hablar, en el que solo había piedras, algunos árboles y los restos de un minúsculo edificio semiderruido. Por desgracia, la dignidad nacional y el orgullo patrio, esas ideas que hasta entonces le habían parecido antiguas y caducas, eran enarboladas por todos, incluso por sus compañeros de partido y por sus más íntimos amigos, como una espada amenazadora. Él mismo se había sentido engañado por el otro presidente, que le había prometido en múltiples ocasiones que nunca reivindicaría ningún territorio ni invocaría antiguos derechos.
Como hacía siempre que no encontraba la frase o la idea que rondaba su cabeza, acudió a los clásicos. En las estanterías había varias decenas de libros que él mismo se había encargado de seleccionar. Eligió una conocida tragedia griega y después de leer un par de páginas le llegó la inspiración. Volvió a repasar todo lo que había escrito y redactó la frase final, que como un epitafio, cerraba de una manera abrupta el discurso: “Si quieren guerra,…tendrán…”. Cogió un papel y escribió LA PAZ. Lo cortó en dos mitades iguales, en cada una de las cuales estaba una de las dos palabras. Dobló cada trozo cuatro veces y guardó los dos papeles en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. En el derecho guardó el discurso. En ese momento llamaron a la puerta y le anunciaron que faltaban tres minutos. Y también en ese momento se acordó de la frase de Einstein: “Dios no juega a los dados”.
A medida que iba leyendo el discurso, con su mano izquierda iba moviendo los dos papeles dentro del bolsillo. Cada vez estaba más tranquilo, porque sabía que su destino y el de su país dependían de una sola palabra elegida al azar. Un humilde artículo y el nombre más deseado. Solo faltaban dos líneas de discurso. Eligió uno de los papeles, lo abrió, le echó un vistazo de manera disimulada y comenzó a leer la última frase: «Si quieren guerra…»