Quince meses y un día (y III)

Pasaron las semanas y, a finales de mayo o principios de junio, Sevilla, como las demás ciudades y pueblos de España, se llenó de carteles de propaganda electoral puesto que el BOE había publicado que el 15 de junio se celebrarían elecciones generales al congreso y al senado. Suárez. Fraga, Felipe, Carrillo, Tierno Galván. A esos nombres se unían otros menos conocidos entonces y más conocidos ahora: Ruiz-Jiménez, Eladio García Castro, Heribert Barrera, Jordi Pujol. La televisión, la radio y la prensa escrita se llenaban de artículos, de entrevistas, de noticias, casi todas relacionadas con unas elecciones que, por primera vez en más de cuarenta años, exactamente desde febrero de 1936, permitirían elegir democráticamente a los representantes del pueblo. Elecciones, democracia, pueblo. Tres palabras que, juntas, armonizaban con las ansias de renovación y de cambio, de ruptura con la dictadura anterior y de igualdad con los países de nuestro entorno que admirábamos y envidiábamos.

La vida en el cuartel, aunque seguía su ritmo de oficinas, guardias, saludos, toques de corneta, izado y arriado de bandera, había sufrido un pequeño cambio. La libertad que se vivía en el exterior se había convertido en más rigidez dentro del acuartelamiento, como una reacción que evitara que ese virus se instalara entre las cuatro paredes militares. Yo había pensado solicitar un permiso para visitar a mi familia en La Coruña, pero todos los que se habían presentado eran rechazados sin más explicaciones. De todas formas, entregué mi solicitud por si las moscas. Y entonces ocurrió un hecho que me facilitó las cosas.

A finales de mayo se publicaron las notas del graduado escolar y mis dos alumnos, el teniente y la hija del teniente coronel, aprobaron con buenas notas. En primer lugar, fui felicitado por el teniente y un par de días después un cabo primero que me conocía se presentó en la oficina y, dirigiéndose a mí, dijo en voz alta:

—Cabo Castro, tiene que presentarse al teniente coronel en su despacho. Acompáñeme.

A todo esto, tengo que decir que hacía unos meses había aprobado un pequeño examen que me permitió ascender a cabo rojo, denominación que se nos daba a aquellos que teníamos los galones rojos en las mangas de la guerrera, en la gorra y en los hombros. Era algo más simbólico que efectivo, pero me facilitaba algo más las cosas, sobre todo en el tema de las guardias porque los soldados hacían muchas más que los cabos.

Todos se volvieron hacia donde yo estaba, incluido el teniente que, desde su mesa, me interrogó con la mirada alzando la ceja derecha, que era un tic característico que unas veces significaba que estaba enfadado y otras que se divertía. No pude descifrar su significado esta vez, porque la situación y el miedo que me entró no me lo permitieron, pero mucho me temía que no podría ser nada bueno. Me levanté y, tras pedir permiso al teniente, como era reglamentario, seguí al cabo primero que, un paso por delante y sin volver la cabeza, me preguntó:

—Vamos a ver, Castro. ¿Has hecho algo malo?

Puedo asegurar que esas palabras no me tranquilizaron en absoluto, como se puede comprender. En los pocos segundos que pasaron  hasta que llegamos a la puerta cerrada del despacho de nuestro superior, intenté hacer memoria de los últimos días, intentando recordar qué había dicho, qué había hecho o qué había dejado de hacer. Pero no se me ocurría nada, a no ser que alguien se hubiera ido de la lengua y se hubiera chivado de lo que hacíamos en el piso, que tampoco era para tanto, ni siquiera para una sanción. Pero no las tenía todas conmigo. Entonces el cabo primero llegó al despacho del teniente coronel, y tras golpear suavemente la puerta, la abrió y solicitó permiso para entrar. Desde dentro se escuchó la voz que ya conocía y entré tras el cabo primero.

—Como ordenó usía, el cabo Castro.

El teniente coronel dejó de firmar unos papeles que estaban en una carpeta de piel y cerrándola, ordenó al cabo primero que saliera. Éste saludó y cerró la puerta, dejándome solo, confuso y envarado, muy tieso y mirando al frente por encima de la cabeza del teniente coronel, que dirigiéndose a mí, dijo:

—Descanse, cabo.

Durante unos segundos, que se me hicieron interminables, el teniente coronel buscó algo entre unas hojas que tenía encima del escritorio hasta que encontró un papel que leyó atentamente y después firmó. Entregándomelo, dijo:

—Vamos a ver. Desde hace unas semanas se han cancelado todos los permisos. De hecho, sólo he firmado dos por causas excepcionales que no vienen al caso; pero tú creo que te mereces un pequeño regalo por mi parte. He hablado con tu teniente y me ha asegurado que eres muy eficiente en tu trabajo. Yo también he quedado muy satisfecho con las clases que le has dado a mi hija, que nunca había sacado tan buenas notas. Así que aquí tienes el permiso que habías solicitado.

Sin saber apenas qué decir, balbuceé unas palabras de agradecimiento que el teniente coronel cortó diciendo:

—Puede retirarse cabo. Que disfrute de estos días con su familia.

Me retiré con un temblor de piernas que sólo desapareció cuando salí del despacho a la galería del primer piso que rodeaba la plaza central del cuartel. Me parecía mentira y miré la hoja con atención: ¡veinticinco días de permiso! Del 1 al 25 de junio. Siempre he sido una persona bastante comedida en la manifestación de mis emociones, pero di un salto enorme que hubiera podido ser récord olímpico o por lo menos de España. Salí corriendo como una exhalación hacia la oficina y, calmándome un poco, entré y me dirigí al teniente:

—Mi teniente, el teniente coronel ha autorizado el viaje a La Coruña que solicité hace unos días—. Y le entregué la hoja. La leyó durante unos segundos, y con una ligera sonrisa, que no era habitual en él, me dijo:

—Has tenido suerte, Castro, como siempre. Que te preparen los papeles. Y cuando los tengas listos, recoge tus cosas y puedes irte.

Así que en un par de horas ya tenía toda la documentación del viaje, había preparado el petate con mis cosas, me había despedido de mis compañeros y del teniente y había salido del cuartel, no sin antes haber escuchado varias veces las palabras enchufado, vendido, suertudo y cosas similares que, la verdad, me resbalaban. Cogí un taxi y me fui hasta la estación de Córdoba para saber a qué hora salía el tren hacia Madrid. Allí tenía pensado coger un avión hasta Coruña. Ahora todo es mucho más fácil, pero en aquella época, sin Internet ni teléfonos móviles, y con vuelos mucho más caros y sin tanta periodicidad como en estos tiempos, ya había comprobado que tren y avión era la forma más rápida, fácil y barata de ir desde Sevilla hasta mi ciudad.

Cuando pude organizar todos los traslados, que me ocuparon casi toda la tarde, y después de llamar a mis padres para comunicarles la noticia de mi viaje, acogida con las naturales muestras de sorpresa y alegría, fui a descansar al piso, que no quedaba lejos de la estación. El tren salía a las 10 y el viaje se hacía de noche, llegando, casi doce horas después, a Madrid. Esperaba que no hubiera ningún retraso, avería o similar, bastante frecuente en aquella época, porque el avión salía de Madrid a las cuatro de la tarde. No me detendré en más detalles porque no hubo ninguna incidencia digna de mención, a no ser el cansancio del viaje en tren, donde no pude pegar ojo y el miedo del viaje en avión, ya que se hacía en un cuatrimotor de hélice, con un ruido infernal y un aterrizaje en el aeropuerto de Alvedro digno de película de terror.

Aquellos días de junio de 1977 que pasé en Coruña los recuerdo como si hubiera estado dentro de un torbellino. Apenas retengo algunas imágenes de mítines de Santiago Carrillo en el Pabellón de Deportes y del PSP de Tierno Galván en una explanada en Mera, donde mi hermano tocó con su grupo para amenizar la fiesta, vestido con mi chupa militar con la que se fotografió y que casi me provoca un infarto, pues no sabía si eso estaría penado o no. Como es lógico, no pasó nada. Acompañado por mis amigos Antonio y Javier, a los que hace muchos años que no veo, recuerdo vagamente haber asistido a otros mítines pero sin figuras relevantes a nivel nacional, sino de los candidatos que se presentaban en la provincia. Era realmente emocionante mezclarse con los miles de personas que acudían a la llamada de los partidos, cantando la Internacional o el Himno Galego, que hasta hacía muy poco tiempo habían estado prohibidos. Más que los discursos, de los que no recuerdo nada, me acuerdo de la alegría y del enardecimiento de los asistentes, de las banderas, de las pancartas, del fervor, de los gritos a favor o en contra del gobierno o de los otros líderes. Todo era nuevo, vivificante, y mis veintidós años y el ambiente que se respiraba ayudaban a imaginar una España moderna, libre de prejuicios, de ataduras, igualitaria, justa.

Y llegó el día de las elecciones. El 15 de junio era miércoles, no como ahora, que todas las elecciones se celebran en domingo. Yo había comprobado que figuraba en las listas y podía votar, porque no las tenía todas conmigo ya que al estar realizando el servicio militar en Sevilla podría haber algún problema. Pero no lo hubo, así que, con auténtico nerviosismo y emoción me dirigí hacia el local donde tenía que votar. Ahora son colegios electorales, centros educativos que acondicionan algún salón donde se ubican las mesas, pero en los primeros años me tocó votar en una especie de almacén cercano a mi casa, donde por cierto fui presidente en dos elecciones que se celebraron el año 1979. Recuerdo que había una cola numerosa que salía del local y llegaba hasta la acera. Desde ese día, y ya han pasado muchos años y muchas elecciones, tengo la costumbre de votar a mediodía para tomar después un aperitivo con la familia. Aquella vez salí con Antonio y con Javier y fuimos a tomarnos unos vinos a la calle Barcelona, muy cerca de donde yo vivía, en el Agra del Orzán. El ambiente en la calle y en los bares era extraordinario y todo el mundo comentaba anécdotas que habían escuchado o vivido y que, desde entonces, se repiten: los que acuden sin documento de identidad y enseñan un carnet deportivo y discuten con el presidente para que los deje votar, los que se equivocan y meten el carnet en lugar de la papeleta, los que preguntaban si había que firmar el voto, y cosas similares. Pero nosotros lo único que hacíamos era intentar adivinar quién podía ganar. Y la verdad es que acertamos. Suárez fue elegido presidente y ahí comenzó una nueva historia que todavía no ha sido escrita en su totalidad aunque ahora, como suele hacerse en épocas de incertidumbre y crisis de valores e ideas, hay muchos que critican la forma en que se desarrolló la democracia española. No es el lugar ni el momento, pero es fácil hablar a toro pasado, sobre todo si no se ha vivido en esa época ni se tuvieron que tomar decisiones tan complejas, tan rápidas y poner de acuerdo a tantos que pensaban tan diferente y tenían intereses tan opuestos.

Y finalizo, que ya está bien con las batallitas del abuelo. Pasó el mes de junio. Regresé a Sevilla. Volvió la rutina del cuartel, los días interminables de verano, las mañanas de calor en la oficina sin aire acondicionado, las tarde soñolientas de julio y agosto en la cantina o en el dormitorio, porque dejamos el piso cuando regresé del permiso, las charlas en las cafeterías del centro comentando qué sería de nuestras vidas cuando regresáramos a nuestras casas, las promesas de seguir en contacto y escribirnos regularmente. No he vuelto a saber nada de mis compañeros. Años después, la foto de uno de los vascos apareció en la prensa. Era un integrante de un comando de apoyo de ETA y creo que fue absuelto o amnistiado. En la época que conocí su detención yo ya tenía otras preocupaciones y no seguí su caso.

Una mañana de mediados de octubre de 1977, quince meses y un día después de mi viaje desde La Coruña hasta Cerro Muriano, salí vestido de paisano por el portón del cuartel de Intendencia con mi cartilla blanca en la que el teniente coronel jefe rubricaba con su firma la evaluación que habían hecho mis superiores durante el tiempo de servicio:

  • Valor: Se le supone
  • Conducta: Buena
  • Carácter: Normal
  • Aplicación: Buena
  • Amor al servicio: Normal
  • Aseo y presentación: Bueno

O sea, que como no había participado en guerra alguna, se podía suponer que yo tenía valor para enfrentarme al enemigo. Qué poca psicología, yo que siempre he sido antimilitarista. Lo de amor al servicio normal habría que analizarlo porque no sé qué amor al servicio puede tener alguien que no pudo elegir y fue llevado en contra de su voluntad a pasar quince meses y un día haciendo algo que no le gustaba. Pero había que disimular. Y todavía no soy capaz de entender lo que significa tener un carácter normal. Es decir, que no sobresalía ni para bien ni para mal, que era una persona gris y aburrida, que no me ponía a discutir con los superiores o a dar gritos como loco. Pues vaya. Seré normal entonces.

Anduve despacio durante muchos minutos, horas quizás, con una pequeña bolsa de deportes en la que había metido las pocas pertenencias que tenía. Atravesé el barrio de Santa Cruz, desemboqué en la plaza del Triunfo y entré un momento en la catedral, no para rezar sino para aislarme y reflexionar sobre lo que había vivido y lo que me esperaba. Tantos momentos con amistades eternas que duraron unos meses, la diferencia entre el muchacho que salió un día de su ciudad y el hombre que regresaba a ella, los cambios que se habían producido en tan poco tiempo. Han pasado cuarenta años pero hay cosas que recuerdo como si hubieran ocurrido ayer. Quizás dentro de cuarenta años alguien escriba un pequeño relato de esta época en la que él tenía veintidós años. Y espero que sus recuerdos sean tan hermosos como los míos.

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Quince meses y un día (II)

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Y llegó el mes de abril de 1977. Y con él la semana santa, y seguramente sabréis lo que pasó el sábado santo, más conocido como el “sábado santo rojo”. Sí, eso es, se legalizó el Partido Comunista de España de Santiago Carrillo. Yo no estaba en el cuartel porque desde hacía unos meses los siete amigos, es decir, el madrileño, el catalán, el valenciano, los tres vascos y yo, habíamos alquilado un piso en la calle Torneo, una calle que estaba separada de las vías del ferrocarril de la estación de Córdoba, que corrían paralelas al río Guadalquivir, por un horrible muro lleno de pintadas poco estéticas. La exposición universal del 92 derribó el muro, eliminó las vías del tren y ahora la calle Torneo es una calle ancha y con excelentes vistas al río, no la calle triste y sucia de entonces. El piso era muy antiguo, de dos habitaciones, una de ellas interior, y un salón con un balcón que daba a la calle, una pequeña cocina y un cuarto de aseo, con desconchones y humedad en las paredes, muebles viejos y desvencijados, cuadros descoloridos y mucha suciedad que nosotros, que sólo pasábamos allí seis o siete días al mes, no teníamos ganas de limpiar. No recuerdo ni una sola vez que pasáramos una fregona por el suelo ni quitáramos el polvo a los muebles. Tampoco limpiábamos la cocina porque no hacíamos de comer. Sólo queríamos el piso para charlar con libertad, beber, fumar, escuchar música y tener un lugar donde dormir cuando teníamos algún día libre y nos dejaban pasar la noche fuera del cuartel. Para no tener que lavar sábanas y mantas, que el propietario no nos había proporcionado ni queríamos comprar, cada uno se llevó un saco de dormir.

Ahí fue cuando mis gustos musicales y literarios comenzaron a dar un giro radical. Hasta ese momento yo no pasaba de los Beatles, Serrat, Juan Pardo, Cervantes, Pardo Bazán o Baroja, todo muy convencional. En el piso de la calle Torneo, mientras el madrileño, un chaval alto y desgarbado, siempre sonriente y gastando bromas, con unas pequeñas gafitas a lo Jonh Lennon, me descubría a grupos como Black Sabbat o The Who, a David Bowie y a Janis Joplin, entre otros, los vascos, que a pesar de la fama de hombretones eran más bajos que yo aunque bastante más fuertes, y el catalán, rubio y con una cara ancha y llena de granos, con un fuerte acento que intentaba disimular en el cuartel pero que asomaba cuando hablaba con nosotros en el piso o por la calle, me acercaron a la canción protesta de Llach, Paco Ibáñez o Labordeta y a las canciones sudamericanas de Violeta Parra, Víctor Jara o Quilapayún. El catalán tocaba la guitarra estupendamente y se conocía casi todas las canciones, que cantaba con una voz de barítono que llegué a envidiar, yo, que siempre había tenido fama de ser un buen cantante. El valenciano, que tenía un pequeño bigote y unas gafas que lo asemejaban a un funcionario de hacienda, era el más callado y siempre con un libro en la mano me abrió las puertas a un mundo de lecturas que, aunque había oído hablar de él nunca hubiera sospechado que me pudiera gustar: Walt Whitman, Cernuda, Sartre, Borges, Neruda. Todo era nuevo, refrescante, auténtico, libre de ataduras. Yo, que me creía una persona formada, culta, con inquietudes, me di cuenta de que había vivido en un ambiente cerrado, con horizontes muy limitados. Nada sabía de música, de política, de literatura y ahora se me abría un mundo totalmente diferente a lo que conocía y que, además de prohibido o censurado, mostraba una fuerza y un poder que cambió mi forma de pensar y de afrontar la vida en muchos aspectos. Las discusiones políticas, la crítica a lo que estaba haciendo la izquierda en ese momento, cómo plantear la lucha al franquismo, las aspiraciones nacionalistas, los derechos de los trabajadores… Todo eso que ahora puede exponerse con tranquilidad y sin temor a represalias, centraba nuestras charlas y discusiones mientras fumábamos y bebíamos y comíamos unos bocadillos y cuando nos cansábamos el catalán se ponía a cantar, el madrileño ponía música en un reproductor de cassette o el valenciano nos recitaba unos poemas de Neruda o de Alberti. Tardes y noches inolvidables, sensación de estar rompiendo con un mundo viejo y que, como una crisálida, nacería una nueva estructura, un nuevo país, una atmósfera más limpia y menos opresiva.

Y llegó, repito, la Semana Santa de 1977. Aunque intentamos conseguir algunos días libres y poder hacer alguna escapada, no hubo manera. La superioridad no consideró conveniente dejar abandonado el cuartel y, teniendo en cuenta que no era solo yo el enchufado ni el más poderoso pues no era hijo, sobrino o nieto de un oficial de alta graduación, otros consiguieron los correspondientes permisos y los demás nos tuvimos que quedar. Menos mal que los siete magníficos solo teníamos que estar durante el día en el cuartel y a partir de las siete u ocho de la tarde podíamos salir con el llamado “pase de pernocta”, que consistía en dormir en tu casa o donde quisieras y regresar por la mañana temprano. Lo malo es que los únicos que lo teníamos éramos el valenciano, el madrileño y yo, así que los demás tenían que esperar al fin de semana, en el que algunas ocasiones los demás también podían dormir fuera del cuartel. Esa semana santa comencé a admirar con la ayuda de un cabo nazareno, no uno que hace estación de penitencia con su hábito y su capirote, sino uno que era de Dos Hermanas, las procesiones de Sevilla. Sus explicaciones nos gustaban y nos permitían admirar situaciones y circunstancias que nos podían pasar desapercibidas y que él explicaba con verdadero fervor y apasionamiento. Pero al tercer día ya estábamos cansados de ver cofradías, imágenes, pasos y miles de nazarenos, así que decidimos dedicarnos a recorrer los alrededores de Sevilla en autobús: Carmona, Alcalá de Guadaira, Écija, Utrera. En todas ellas huíamos de las procesiones y nos centrábamos en visitar los monumentos, pasear por las calles, comer en tascas y tabernas, descansar en los parques. Hasta que llegó el sábado. Ese día nos quedamos en Sevilla y, después de dar algún paseo y comprarnos unos bocadillos, nos fuimos a pasar la tarde en el piso. La verdad es que nos habíamos quedado sin un duro y teníamos que ahorrar. Así que nos acostamos relativamente temprano y nos dormimos pronto mientras en la calle se escuchaban gritos, cantos, bocinas de coches y mucho ruido, que achacamos a que, según la tradición católica, Cristo había resucitado y la gente sevillana mostraba así su alegría.

El domingo de resurrección nos levantamos sobre las siete de la mañana pues teníamos que llegar antes de las ocho al cuartel y, callejeando por Sevilla, nos encontramos a un grupo de jóvenes que portaban banderas rojas con la hoz y el martillo y cantaban a voz en grito la Internacional. Paramos a uno de ellos y nos dio la noticia que ya se sabía desde la noche anterior y que nosotros aún no conocíamos: Adolfo Suárez había legalizado el Partido Comunista. Nos abrazamos a ellos, aunque ya estábamos vestidos de soldados y eso podía haber sido peligroso en aquellos tiempos, y dándonos mucha prisa para no llegar tarde, llegamos al cuartel cuyo portón estaba cerrado a cal y canto. Llamamos al cabo de guardia, que nos abrió la puerta peatonal y nos instó a que subiéramos rápido a los dormitorios para que bajáramos cuando sonara el toque de diana, que los domingos se hacía una hora más tarde. Todos los soldados ya estaban despiertos, incluidos nuestros amigos vascos y el catalán, y el tema único de conversación era la legalización del PCE y qué harían los militares. Sonó el quinto levanta y bajamos presurosos a formar en el patio. Adivinamos que algo inusual pasaba porque, además del cabo primero y el sargento que solían pasar revista, también había varios tenientes y un comandante. Este último se dirigió a nosotros con un tono mucho más serio de lo habitual. Sin hacer mención a lo que había sucedido la noche anterior, nos dijo que se cancelaban todos los permisos y que se doblaban las guardias. El portalón de entrada permanecería cerrado durante todo el día y sólo se abriría la puerta de peatones cuando algún militar tuviera que entrar o salir por algo excepcional. Debía evitarse, a toda costa, que se concentraran demasiadas personas delante del cuartel y no se tolerarían provocaciones.

Cuando nos mandaron romper filas y antes de dirigirnos al comedor para desayunar, nos reunimos los siete magníficos y decidimos no mostrar demasiada alegría pues el horno no estaba para bollos. Y el catalán comentó, asustado, si cuando pasaran unos días no irían a registrar la casa que teníamos alquilada y encontrarían alguna propaganda subversiva que allí teníamos y varios ejemplares de la revista Ajoblanco, Cambio 16, Cuadernos para el Diálogo. Como no sabíamos cuándo podríamos salir decidimos que nos desharíamos de todo eso en la primera ocasión. Pero no hubo necesidad pues una semana después se convocaron elecciones generales y casi todo lo que hasta entonces era subversivo y peligroso dejó de serlo. Aunque algunos partidos trotskistas, leninistas, estalinistas, maoístas y otros istas más fueron legalizados más tarde, se presentaron bajo diferentes siglas y pudieron participar en las elecciones. Los militares no podríamos manifestar expresamente nuestra ideología, sobre todo si era de izquierdas, pero no sería delito, nos dijimos, tener en nuestra casa escritos que defendieran la democracia desde diferentes perspectivas. Nunca ocurrió nada, pero la desazón, sobre todo a mí, poco dado a heroicidades, no me abandonó en unas semanas.

En el cuartel se produjo una auténtica conmoción. En esos días tuve que hacer un par de guardias y los comentarios que escuché de los oficiales podrían ser considerados, vistos en perspectiva, abiertamente golpistas. Que si “España se va al carajo”, “los que asesinaron en Paracuellos ahora son héroes”, “si se me pusiera por delante Carrillo se le iba a borrar las sonrisa de golpe” y otras lindezas por el estilo. Eran otros tiempos, el cambio había sido muy rápido y drástico y la costumbre de influir de manera decisiva en la vida política durante los últimos cuarenta años no se iba a diluir de un plumazo. De hecho, cuatro años después, un 23 de febrero, se demostró que el ejército todavía quería mantener el protagonismo. La sociedad ya había cambiado y no había un caldo de cultivo adecuado para que triunfaran. Pero esa es otra historia.

Quince meses y un día (I)

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En junio de 1977 tenía yo 22 años y estaba haciendo el servicio militar en el cuartel de Intendencia de Sevilla, en la Puerta de la Carne, que recibe su nombre de una de las puertas que permitían la entrada y la salida de la ciudad cuando ésta estaba amurallada. Se llama así porque hace siglos la puerta estaba frente al matadero municipal. Y para completar la información diré que parte del cuartel se construyó sobre un antiguo cementerio judío, lo que explicaría algunos fenómenos paranormales que ocurrieron durante mi estancia allí y que quizás describa en otra ocasión. Hace ya muchos años que el edificio dejó de ser cuartel y se convirtió en sede de la Diputación; es decir, que antes se dedicaba a la gestión y aprovisionamiento de los recursos militares y ahora se dedica al aprovisionamiento de muchos políticos y, según dicen, a la gestión y al reparto de recursos entre los pueblos de la provincia. No entremos en más detalles y no discutamos sobre la necesidad de la existencia o no de este organismo que genera tantas controversias.  Mentes más agudas y preparadas se han encargado de cuestionar o alabar su existencia.

Aunque el edificio no llama la atención por su belleza arquitectónica, quizás sí por su tamaño ya que ocupa una hectárea de superficie, su situación es magnífica: enfrente están los Jardines de Murillo, que flanquean una de las murallas del Alcázar; se encuentra muy cerca del barrio de Santa Cruz, del edificio de la Real Fábrica de Tabacos, hoy Rectorado de la Universidad de Sevilla, del Parque de María Luisa, de la Plaza de España… Si en lugar de estar cumpliendo con la obligación que, felizmente para las nuevas generaciones aunque esto podría ser objeto de una acalorada discusión en la que se pueden encontrar pros y contras de todo tipo, se imponía en aquellos tiempos, de levantarse y acostarse a golpe de corneta, saludos marciales y continuos a todo el que llevara insignias o estrellas, amenazas de castigo por cualquier tontería como no tener bien los botones de la camisa o la guerrera, guardias de 24 horas, mañanas en la oficina rellenando oficios y escritos absurdos y tardes interminables que se sobrellevaban gracias a la camaradería y buen ambiente que reinaba entre los soldados, frío indescriptible en invierno —sí, frío en Sevilla aunque no os lo creáis—  y calor insufrible en verano, si en lugar de todo eso, repito, estuviera en un apartamento o en un hotel ubicado en el mismo lugar que el cuartel, podría llegar a los principales monumentos y lugares de interés en muy poco tiempo y me hubiera dedicado a menesteres más placenteros, interesantes o productivos. Pero no, estaba haciendo el servicio militar en una época que, vista desde la perspectiva del tiempo, fue realmente histórica e irrepetible y que se conoce como Transición española. Hacía menos de dos años que se había muerto Franco, ese hombre, que el Rey Juan Carlos había nombrado presidente del gobierno a Adolfo Suárez, el osado, después de defenestrar a Arias Navarro, el triste, que se había aprobado mediante referéndum, en el que no pude participar porque la superioridad no dio permiso para votar, no fuera que dicho acto se hiciera costumbre, la Ley para la Reforma Política que derogó el sistema franquista y que conmocionó a un país acostumbrado al ordeno y mando y al no rechistes que te denuncio y te enchirono. Una época que merece ser recordada y admirada porque generó una ilusión y un entusiasmo como pocas veces se vivió ni creo que pueda vivirse en este país, y porque, con todos los errores y fallos que se cometieron, el resultado no fue tan malo. Y si no, fijaos en lo que ha ocurrido con la primavera árabe, por ejemplo. Sé que esto es también motivo de discusión y revisionismo por algunos, ahora que se revisa todo y se critica y cuestiona lo que se hizo en esos años. Los que vivimos el sobresalto, el tumulto, el apasionamiento, la esperanza, el miedo y el torbellino que nos rodeaba y amenazaba, damos por bueno lo alcanzado. Por lo menos yo.

Meses de vértigo que no pude vivir plenamente porque en julio de 1976 me llevaron con algunos cientos de jóvenes más, no diré como borregos pero algo parecido, desde Coruña a Córdoba en un viaje en tren que duró cerca de 24 horas porque todavía no había ave ni los trenes eran rápidos y no teníamos prioridad y parábamos para dejar pasar otros trenes de mercancías o viajeros, y después en un camión militar de Córdoba a Cerro Muriano, en la sierra cordobesa, donde pasé dos meses de instrucción haciendo mucho ejercicio, con comida que seguramente hoy no pasaría los más elementales controles sanitarios, ejercicios de tiro, gritos y amenazas de cabos y sargentos, clases teóricas y prácticas sobre cómo reconocer a los diferentes mandos, leyes militares, cómo desmontar y montar un rifle y lo que más me gustaba, clases para enseñar a reclutas que no sabían leer ni escribir ni nunca habían salido de sus aldeas o pueblos y que se asombraban y amedrentaban con cualquier circunstancia que se saliera un poco de lo normal. Y calor, mucho, mucho calor con restricciones de agua debido a la sequía. Recuerdo compañeros que se desmayaban en plena marcha de veinte o treinta kilómetros por los montes cordobeses, subiendo y bajando cuestas por caminos polvorientos y con el sonido ensordecedor de las cigarras, cargados con más de veinte kilos de peso a nuestras espaldas, azuzados por los gritos de los suboficiales que exigían más rapidez o marcialidad. Todo el tiempo ensayando cómo desfilar con y sin fusil para mostrar el día de la jura de bandera la excelente preparación del soldadito español.

Cuando faltaban unos días para el solemne acto, que estuvo presidido por el capitán general de la II Región Militar Pedro Merry Gordon (que más parece por sus apellidos un general americano o inglés que español; pero es lógico, dado que nació en Jerez y ya se sabe la estrecha relación entre la pérfida Albión y la capital del Sherry) tristemente conocido por algunos hechos ocurridos unos años después, nos informaron a dónde nos iban a destinar. A mí me tocó la lotería de continuar el servicio a la Patria durante once meses más en Sevilla, casi en el centro de una ciudad que visité por primera vez cuando tenía unos tres años, según me contaron mis padres y he podido comprobar en alguna foto que se guarda en casa y que, cosas del destino y de circunstancias que también debería contar, pero en otra ocasión, continúa siendo la ciudad en la que vivo. Todos me felicitaron porque, según las referencias, era el mejor destino. Y lo fue, lo reconozco, como contaré más adelante. Nos volvieron a trasladar en camiones militares y llegamos al cuartel creo recordar que a mediados de septiembre. Aunque ya éramos soldados y no reclutas y se nos suponía una cierta experiencia, la llegada al destino nos causaba una cierta desazón pues los veteranos del campamento nos habían descrito las novatadas que solían realizarse en los cuarteles y algunas ponían los pelos de punta. Falsa alarma porque en ningún momento sufrimos vejaciones, torturas o hechos similares.

Los primeros días en el cuartel fueron de tanteo y reconocimiento del terreno. En primer lugar los cuarenta o cincuenta soldados que habíamos llegado por la mañana formamos perfectamente alineados en el gran patio central mientras nos contemplaban con curiosidad algunos soldados desde la galería de la primera planta. Un joven oficial, en un tono jovial y no exento de ironía, nos dio la bienvenida y nos explicó el horario y otros pormenores de nuestra estancia. A continuación subimos al dormitorio, una enorme nave  con techos altos y algunas ventanas que daban al patio central y a otro patio situado en la parte trasera, en la que había varias decenas de literas. Cada uno eligió el catre y la taquilla donde dormir y guardar las escasas pertenencias que cabían en el petate y que habíamos podido traer desde el campamento. Desde el primer instante me hice amigo de un valenciano, un madrileño, un catalán y tres vascos, dos de ellos mellizos y el tercero…, bueno, del tercero es mejor no hablar porque años después vi su foto y su nombre en un periódico y no porque hubiera recibido un premio, precisamente. Todos teníamos estudios superiores e inquietudes intelectuales y políticas, aunque estas últimas apenas podían expresarse en el recinto cuartelario porque las paredes oían y había fantasmas que podían no ser amigos y porque cualquier desliz podía costarte un disgusto.

Por las mañanas nos dedicábamos a trabajar en la oficina, bajo la supervisión de un teniente bastante menos simpático que el que nos había recibido, al que teníamos que entregar diariamente cuatro o cinco escritos dirigidos a diferentes destinos militares, dar entrada y salida y archivar documentos de todo tipo y, sobre todo, la mayor parte del tiempo se destinaba a darle clase al susodicho teniente que estaba preparando el examen de graduado escolar. Problemas de matemáticas, redacciones, análisis de texto, geografía, historia… Diariamente el madrileño y yo teníamos que preparar ejercicios, explicar contenidos y corregir los exámenes que le hacíamos todos los viernes (por cierto, algunos elaborados con muy mala idea, para disfrutar viendo cómo el teniente sudaba y maldecía por lo bajo cuando no era capaz de resolverlos a plena satisfacción). Tan contento quedó nuestro teniente que se lo comentó al Teniente Coronel Jefe, la máxima autoridad del cuartel, que me llamó a su despacho y me propuso darle clase a su hija que también estaba preparando dicho examen. Como es lógico acepté encantado, aunque tampoco podría haberle dado otra respuesta, claro, y todas las tardes salía vestido de paisano, todo un privilegio reservado a los enchufados, y yo me había convertido en uno de ellos. Poder entrar y salir del cuartel con una autorización así provocaba la envidia de mis compañeros y el respeto de mis superiores. Más no se podía pedir en situación tan precaria.

Como acabo de decir, todas las tardes salía del cuartel y me iba dando un paseo hasta los Remedios, el barrio donde vivía el teniente coronel. Como nadie preguntaba a qué hora tenía la clase y nunca se preocuparon de hacerlo, me cambiaba la ropa, salía un poco después de comer y disfrutaba de esos momentos de libertad. Pocas veces he tenido esa sensación, después de traspasar el cuerpo de guardia y salir a la avenida, de poder respirar llenándome los pulmones sin sentir ningún tipo de opresión. Andaba despacio, atravesaba el parque de María Luisa recreándome en el frescor y el sonido del agua y de los pájaros, cruzaba el puente sobre el río y, poco después, tras más de media hora de paseo, llegaba a mi destino. El primer día me esperaba la familia, padre, madre e hija y me recibieron con cordialidad y educación, aunque con un cierto distanciamiento, sobre todo la madre. Lo primero que vi en el recibidor fue una enorme fotografía a tamaño casi natural en la que el general Franco, serio y circunspecto como casi siempre, saludaba al teniente coronel, que bajaba la cabeza en señal de respeto y yo diría que sumisión. Esa imagen inicial de la casa me impactó de tal manera que todavía la recuerdo. A continuación, y sin más preámbulos, alumna y profesor pasamos a la cocina, que desde aquel día fue nuestra zona de estudio. Y a partir del día siguiente, en lugar de abrirme la puerta principal, era recibido por la puerta de servicio que daba directamente a la cocina, no fuera yo a pensar que podía tomarme confianzas. Como eso quedó meridianamente claro y teniendo en cuenta quién era el padre, jamás se me ocurrió iniciar algún tipo de acercamiento galante a pesar de que la muchacha estaba de buen ver. Durante un par de horas diarias seguí casi al pie de la letra las mismas actividades, ejercicios y contenidos que preparaba por la mañana al teniente. Reconozco que ambos, teniente e hija (fijaos que no digo sus nombres porque no los recuerdo; y aunque los recordara tampoco lo diría para no dar pistas por si acaso, ya que quizás sigan viviendo por estos lares), eran estudiantes aplicados e inteligentes, así que, cuando llegaron los exámenes en el mes de mayo los superaron con facilidad y buena nota, lo que, como se podrá comprobar más adelante, contribuyó a mejorar mi situación en el cuartel, que ya de por sí era relativamente buena.

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Un nuevo personaje

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Hoy ha aparecido de manera silenciosa, sin avisar, casi a traición, un personaje nuevo. Me he asustado porque no esperaba una presencia tan contundente, tan real, a trasmano de todo lo que me rodeaba. Ni el lugar, ni la hora, ni siquiera la forma, me indujeron a pensar que ocurriría. Todo estaba perfectamente planificado, medido, pesado. La situación no presagiaba nada fuera de lo normal. En la habitación se estaba desarrollando una escena habitual, tranquila. Roberto y Ángela estaban charlando como otras veces, como las últimas tardes de ese otoño interminable, quejándose y alejándose poco a poco, de manera imperceptible, como dos navíos que han seguido el mismo rumbo y ahora eligen su derrota en busca de destinos distantes. La única diferencia es que Roberto estaba algo distraído, como sopesando una idea que iba a expresar de un momento a otro y Ángela se estaba dando cuenta.

—Tú no puedes ir por la vida esperando que ésta te reciba siempre con los brazos abiertos. Despierta, Roberto,  porque mañana puede ser el comienzo o el fin de todo—, dijo Ángela elevando el tono de voz a medida que iba hablando.

—Sé que tienes razón, Ángela, pero cada uno afronta las circunstancias de manera diferente—, respondió Roberto mientras miraba por la ventana. —Tú siempre has tenido el apoyo de tu familia, de tus amigos, pero sabes que llevo demasiado tiempo solo, alejado del mundo y me cuesta trabajo entender lo que pasa a mi alrededor. Todo es demasiado complejo y las relaciones sociales contienen demasiadas normas, demasiados sobreentendidos. que los demás comprendéis y yo no entiendo—.

La tarde se iba apagando y el ruido de los coches llegaba en sordina, como si un manto de nieve comenzara a caer y se posara lentamente en las calles de la ciudad. Las cortinas estaban descorridas y los cristales sucios de la ventana dejaban entrever los altos edificios que rodeaban la plaza, una plaza pequeña pero acogedora, con bancos donde las madres se sentaban a hablar y vigilar cómo los niños jugaban entre los árboles y las farolas. Ángela y Roberto se miraron y ella contempló, en la mirada perdida de su compañero, un punto de tristeza, de nostalgia, y también de rabia contenida. Sabía que iba a seguir hablando y que no le iba a gustar.

En ese momento llamaron a la puerta, con los nudillos, pues el timbre estaba estropeado. Tres golpes espaciados, el último casi imperceptible, como si escondiera una duda, como si no quisiera sonar, como si contuviera un arrepentimiento en el último momento. Ángela y Roberto se miraron sorprendidos, pues no esperaban a nadie y nadie, teóricamente, sabía que estaban allí..

Yo también me sobresalté, como si esa llamada se produjera en ese mismo instante en la puerta de mi estudio. La historia continuaba con una fuerte discusión, en la que Roberto acusaba a Ángela de infidelidad, de falta de paciencia, de orgullo. Sus cinco años en la cárcel los habían distanciado. Él sospechaba que en todo ese tiempo ella lo había engañado con Miguel, su amigo de la infancia, su correligionario, el número dos del partido que habían creado en la clandestinidad con otros estudiantes de la facultad, entre ellos Ángela. Sus ideas extremistas los habían llevado a luchar contra la dictadura, primero con pintadas y carteles en los que exigían libertad y justicia, después con asaltos a bancos para conseguir dinero con el que financiar más propaganda y comprar armas con las que luchar contra las fuerzas represivas. Mientras tanto, la relación entre Roberto y Ángela se fue estrechando y llegaron a convivir durante unos meses en un piso que habían alquilado cerca de la facultad de derecho.

Cuando ya habían decidido dar un salto cualitativo y pasar a la acción armada, uno de los estudiantes resultó ser un chivato de la policía y los denunció. En poco tiempo todos fueron detenidos y encarcelados. Él, como cabecilla y máximo responsable, fue juzgado y condenado a más de diez años de cárcel. Miguel, Ángela y los otros compañeros sufrieron condenas menos severas y pudieron salir en un par de años. Cuando murió el dictador y después se aprobó la Ley de Amnistía, Roberto salió de la cárcel una húmeda mañana de octubre. Sólo fueron a recibirlo Miguel, Ángela y María, la compañera de Miguel, con la que vivía desde que ambos terminaron la carrera y pudieron crear un bufete de abogados laboralistas.

Toda la novela giraba en torno a la vida de los cuatro personajes, sus ilusiones, su lucha durante la dictadura, sus amores y desencuentros, la nostalgia de una infancia y una adolescencia feliz y sin preocupaciones, aunque la de Roberto, con la ausencia del padre, que los había abandonado sin dejar rastro, había sido más complicada. Pero el trasfondo era el desamparo, la amargura de las personas insatisfechas con su vida, desencantadas con una sociedad que se había adormecido, anestesiado con promesas que al poco tiempo se mostraban crudamente vacías de contenido. Era mi vida, la vida de mis semejantes la que se exponía en las trescientas páginas que ya había escrito. La novela se desarrollaba en una ciudad del norte de España. El clima húmedo y frío, las calles tristes, el silencio de las personas que transitaban alrededor de los protagonistas, la miseria moral de aquellos que habían medrado durante la dictadura y ahora también habían sabido adaptarse sin pudor a los nuevos tiempos, aprovechándose de su experiencia y de sus amenazas. Todo era muy sabido, ya había sido tratado en otras novelas de autores de mi generación. Pero yo necesitaba expresarlo con mis propias palabras, con mi experiencia personal, con mis dudas, con las miserias de las situaciones que yo había vivido y conocido. El previsible final era el del acomodamiento de los cuatro protagonistas, la aceptación de sus complejos, de sus culpas, de sus miserias. Y el distanciamiento definitivo de Roberto y Ángela, que terminarían su relación y unirían su futuro a otras causas más pragmáticas. Un final amargo y acorde con el ánimo con el que había afrontado la novela porque yo tampoco me encontraba en mi mejor momento personal. La novela se componía de capítulos cortos, cada uno de los cuales, a partir de noticias de las diferentes épocas y con saltos atrás en el tiempo para definir y colocar a los personajes en su sitio, mostraba a unos seres que afrontaron sus vidas con coraje, con ilusión, con ganas de cambiar una sociedad gris que despertaba poco a poco, pero demasiado despacio para sus aspiraciones y deseos.

El presente de la obra se desarrollaba a mediados de los noventa, cuando los protagonistas Roberto, Ángela, Miguel y María tenían alrededor de cuarenta años, una edad alejada de la pasión, del torbellino y de los ideales que los habían impulsado en su juventud pero que los había curtido y preparado para afrontar cualquier revés, cualquier situación complicada. Habían vivido intensamente, arriesgando, atesorando experiencia, cayendo y levantándose continuamente, pero siempre con la ilusión y el objetivo de ser mejores y hacer mejor la vida de los que los rodeaban. El final se iba prefigurando porque no quería sorprender al lector. No era un argumento tramposo ni pretendía ser original. La amistad, el amor, la lucha política, la cotidianidad, la evolución de los personajes y del país. Todo muy previsible, medido y argumentado, aderezado con anécdotas reales que me habían ocurrido, que había escuchado o que había leído en la prensa. La imaginación se quedaba a un lado, quería desplazarla de la novela, desnudarla de artificio, de complejidad. La única licencia eran los saltos en el tiempo porque contenían la explicación de lo que ocurría en el presente; cada anécdota o suceso del pasado tenía su correlato en la actualidad, se trataba de ir componiendo un puzle de emociones, de contradicciones, de vidas que discurrían muchas veces al margen de los deseos de los personajes.

Pero ahora aparecía algo nuevo. Alguien llamaba a la puerta sin estar previsto. Yo no lo había previsto. Ni siquiera los personajes de la novela lo habían previsto. Porque no tenía sentido que después de trescientas páginas la historia cambiara, porque eso podría significar dar un vuelco innecesario o modificar un final que yo deseaba, porque, y eso era lo peor y lo que me aterrorizaba, quizás tuviera que cambiarlo todo, empezar de nuevo, reescribir desde la primera página lo que me había costado más de un año organizar, planificar, argumentar, investigar y vivir dentro de mí. Yo me había identificado con Roberto, un héroe anónimo, un esforzado defensor de la igualdad y la justicia, un inconfesable romántico que se jugó todo el futuro a una carta y perdió.

Miré la pantalla del ordenador, mis dedos posados sobre el teclado. Últimamente escribía más rápido, más seguro, sin mirar apenas las teclas, siempre a la pantalla, comprobando cómo las palabras y las frases se deslizaban con fluidez, fuente Calibri, tamaño 12, alineación justificada, interlineado sencillo, sin sangrías, el cursor parpadeando al final de los puntos suspensivos. Y continué escribiendo.

Roberto se levantó y abrió la puerta. De pie, con un traje gris impecable y una pequeña maleta de viaje, se encontraba un hombre de unos sesenta años, con pelo cano, una barba recortada y unos ojos azules que le recordaban a alguien. Era un poco más bajo que él y más delgado, aunque el traje dejaba adivinar un cuerpo fibroso y atlético. Tenía un rostro agradable y la sonrisa revelaba unos dientes blancos y perfectamente alineados. El hombre lo miró de arriba abajo durante unos instantes sin dejar de sonreír y preguntó con un acento que denotaba un origen sudamericano:

—¿Tú eres Roberto, verdad? Yo también me llamo Roberto y, si no me engaño, soy tu padre.

A partir de ese momento, y como me temía, tuve que rehacer la novela y la historia cambió radicalmente. Ya no se centró en la lucha antifranquista, ni en el amor y los desencuentros de Ángela y Roberto, ni en las utopías perseguidas y perdidas, ni en el desencanto de la generación que vivió entre dos regímenes antitéticos, dictadura y democracia. Ahora el hilo conductor giraba sobre el padre desaparecido y su búsqueda, la desesperación de una madre sola que tiene que luchar por salir adelante, el hijo que crece sin el referente paterno y que soporta las burlas y los comentarios hirientes de sus amigos.

¿Quién dijo que escribir una historia era fácil y que sólo había que buscar un buen argumento, encontrar el lenguaje y el tono adecuados o crear unos personajes creíbles y que sean capaces de conectar con los futuros lectores? El problema es que en demasiadas ocasiones los personajes nacen y crecen a espaldas del escritor y son capaces de vivir independientemente de lo que quieren sus creadores. Y si para colmo el escritor no es capaz ni de manejar a su antojo la presentación, el nudo y el desenlace porque hay un nuevo personaje que aparece cuando menos se lo espera, mejor dedicarse a preparar oposiciones a bibliotecario. Por lo menos tendrás en tus manos historias acabadas y conocidas y podrás organizarlas a tu antojo y sin sobresaltos.