Ser un héroe que posee poderes extraordinarios, con una máscara y un traje que impiden que lo reconozcan y ser admirado por defender a los débiles contra los malvados que intentan apoderarse o destruir el mundo, es muy fácil, muy sencillo y no tiene mérito alguno. Normalmente esos poderes son adquiridos sin esfuerzo, por una casualidad o por un conjunto de circunstancias ajenas a su voluntad, por lo que sólo tienen que luchar contra el mal y hacer el bien. Porque si no lo hicieran, no sé para qué querrían esos superpoderes, digo yo, estarían aburridos todo el día. Si pueden volar, levantar pesos enormes, correr a la velocidad del rayo o hacerse invisibles y sólo lo utilizan para divertirse o para presumir delante de los demás, llegaría un momento que tanto él como los otros se aburrirían y se plantearían qué hacen en este mundo, para qué sirven.
Por regla general, cada héroe tiene un antihéroe, un villano que también posee superpoderes y que se divierte haciendo el mal, asustando y haciendo sufrir a los pobres mortales que carecen de antídotos contra sus fechorías. Si no tuvieran un personaje que se enfrentara a ellos podrían ocurrir varias cosas: hacerse el amo del mundo y esclavizar a toda la humanidad o acabar con ella y quedarse solo. Más aburrimiento todavía o peor aún, tendría que luchar contra sí mismo lo que podría acarrearle graves consecuencias.
Pero hay otro tipo de héroes y de villanos de carne y hueso, con habilidades y herramientas adquiridas con esfuerzo, con paciencia y con inteligencia, y es de estos de quien quiero hablar.
Aquella mañana, como había ocurrido en las tres últimas, nuestro héroe no pudo salir de su casa para defender a los débiles, a los oprimidos, a los incautos, a los desvalidos. Tenía un ligero dolor de cabeza, los párpados hinchados y un malestar general, en el que se incluía también un cierto sentido de culpabilidad o de remordimiento (no era capaz de reconocer si era sólo uno o ambos los sentimientos que hacía tres días que lo inquietaban).
Llamó por teléfono al despacho, para comunicarle a su secretaria que todavía no se había recuperado y que si había algún problema grave lo llamara al móvil. Notó en las breves respuestas de la muchacha un tono de preocupación, pero prefirió no preguntar la causa, porque cada vez que lo hacía tenía que salir corriendo o volando a resolver situaciones casi desesperadas.
Era un héroe sin capa, ni máscara, ni prendas ajustadas. Volaba en una rápida berlina o en el tren de cercanías que lo acercaba al centro de la ciudad, donde tenía su despacho. Vestía elegante traje gris marengo y portaba habitualmente una cartera negra de piel. Los asuntos los resolvía a base de denuncias y defensas numantinas en el juzgado, entrevistas ante las cámaras y comunicados en prensa y radio. Había evitado en los últimos meses que muchos poderosos, ruines, sórdidos y mezquinos personajes o instituciones se aprovecharan de los desfavorecidos.
El último caso había sido el más sonado, el que lo había llevado a las portadas de los periódicos que, con grandes titulares, lo calificaban como un Robin Hood moderno, como un luchador incansable contra las grandes empresas y corporaciones que explotaban a sus trabajadores, como un líder de los desahuciados o de los inmigrantes sin papeles, y que podía tener un gran futuro si se dedicaba a la política. Esto ya lo había pensado varias veces, sobre todo en el último curso de la carrera, cuando, con otro grupo de compañeros, se había enfrentado al decano y al profesor de Filosofía del Derecho. Después de varias tormentosas reuniones, consiguió que anularan las notas de uno de los exámenes, que había sido programado, precisamente, un día de huelga. A partir de ese momento, cuando terminó los estudios con brillantes notas, pudo colocarse en uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad, cuyo responsable era un antiguo abogado laboralista. Poco a poco se fue haciendo un nombre, a base de ganar causas complejas y escribir artículos en periódicos y revistas, con contenidos que trataban, sobre todo, de la defensa de los derechos de los trabajadores.
Pero hacía tres días que el secretario de organización de uno de los nuevos partidos políticos emergentes se había puesto en contacto con él. Quería contar con su experiencia, con su carisma, con su popularidad, con su facilidad de palabra y con su capacidad para argumentar y desmontar las teorías de los adversarios. Le gustaba su entusiasmo, su buena presencia ante las cámaras y su aplomo ante las preguntas de los periodistas. Era una figura popular, los ciudadanos apreciaban su honradez y su lucha frente a los poderosos y si se unía al partido, éste le garantizaba más recursos y posibilidad de acceder a muchas más personas.
Aunque la vanidad nunca había sido uno de sus defectos, en el fondo le gustaba que le admiraran, que lo llenaran de elogios. Seamos sinceros, a todo el mundo le gusta que hablen bien de uno. Además, el reto le atraía, la posibilidad de intervenir en la vida pública, de mejorar la vida de los ciudadanos, de cambiar el rumbo de un país que se alejaba cada vez más deprisa de la igualdad, de la justicia, de la tolerancia… Pero si aceptaba el reto eso implicaría el abandono, aunque fuera temporal, de su trabajo como abogado, dejar varios casos que podrían suponer la liberación de personas detenidas por realizar huelgas o protestas, quizás la pérdida de contacto con la realidad y con los problemas diarios. como solía ocurrirle a la mayor parte de los políticos. Sabía que la política absorbía de tal manera que ya casi no tendría vida privada, que se granjearía muchos más enemigos de los que tenía ahora, que sería envidiado y vilipendiado, que intentarían sobornarle…
¿Soborno? Dejó de pensar y leyó el mensaje que le habían enviado a su teléfono el día anterior: “No lo dudes y acepta. La honestidad no existe, sólo la apariencia de honestidad; la igualdad no existe, sólo la armonía; la verdad no existe, sólo la inteligencia. Tú tienes una gran apariencia, toda tu persona desprende armonía y eres inteligente. Con estas armas, vencerás siempre y seguirás siendo un héroe. Yo te ayudaré y formaremos un gran equipo, te lo prometo”.
Habían intentado sobornarlo muchas veces y nunca había aceptado. Pero no cabía ninguna duda de que el mensaje lo había halagado, aunque en el fondo sabía que lo estaban comprando, si no a él, a lo que representaba. No era vanidad, ni orgullo, ni soberbia. Quizás fuera curiosidad, saber hasta dónde podía llegar, si era tan querido y tan admirado como decían los que lo rodeaban.
Después de meditarlo, de pensar los pros y los contras, de imaginarse qué pasaría tanto si triunfaba como si fracasaba, marcó el número de teléfono y dijo: «Sólo aceptaré con dos condiciones: si voy de número dos y si puedo votar en conciencia cuando no me convenzan las propuestas del partido». Pasaron varios días sin obtener respuesta. Mientras tanto, continuó estudiando casos, trabajando en su despacho y concediendo entrevistas. Hasta que una mañana sonó su móvil y vio en la pantalla que era la llamada que estaba esperando. Después de escuchar la respuesta, cortó la comunicación y respiró aliviado. El otro no admitía imposiciones. Era un partido nuevo, sin demasiada experiencia, todavía no estaban contaminados por el poder, por la corrupción, por la burocracia, pero si de algo estaban seguros es de que era muy arriesgado aceptar a alguien que, en algún momento podía poner en cuestión las decisiones y la disciplina que emanaba de su comité de dirección.
Muy bien, se dijo, seguiría siendo un héroe sin capa ni máscara y ya tenía otro villano más contra quien luchar.