Renovando el chiringuito

No me llaméis Juan Pedro, por favor, llamadme Juampe, porque ese es mi nombre artístico con el que pretendo hacerme rico y famoso. Dentro de unos años veréis titulares como éste: “El nuevo álbum de Juampe supera todas las expectativas y vende más de un millón de copias en la primera semana”. Por soñar que no sea. Ya sé que no soy muy agraciado físicamente, que tengo una estatura más bien baja, que mi nariz aguileña destaca excesivamente en un rostro demasiado vulgar y que mi pelo lacio está escaseando día a día, pero mis fans no se fijarán en mi aspecto porque estoy convencido de que mis canciones van a triunfar… Creo que me estoy adelantando a los acontecimientos, así que empecemos por el principio, como cualquier buena historia.

Hoy se cumple un mes desde que un fresco amanecer de marzo cerré silenciosamente la puerta de casa y, sin mirar atrás, abandoné un hogar que en el último año se había convertido casi en un infierno. Ya no podía aguantar los reproches, los gritos, las miradas insidiosas. El ambiente era irrespirable. No me gusta estudiar y sólo disfruto tocando la guitarra y componiendo canciones, pero eso no lo comprenden en casa, sólo quieren que me convierta en un hombre de provecho, en alguien como mi padre, un oscuro y aburrido funcionario que se conforma con cobrar un pequeño sueldo a final de mes, sentarse delante de la televisión y, de vez en cuando, salir a comer con la familia. Yo no soy igual que él. Lo siento por mi madre, que sufre en silencio las discusiones y los enfrentamientos. Yo vivía en un pequeño pueblo del Aljarafe sevillano y, aunque en un principio tuve la tentación de irme a Madrid, porque allí hay más oportunidades, decidí irme a Sevilla. No me arrepiento.

Los primeros días, con algún dinero que había ahorrado de los regalos de reyes, cumpleaños y santos, además de una pequeña paga que mi madre, sin que mi padre lo supiera, me daba de vez en cuando, me alojé en una pensión del centro de la ciudad. Mi habitación es pequeña, pero limpia, sin lujos de ningún tipo y con aseo compartido con otros clientes. En el precio está incluido el desayuno y la cena, las comidas las hago en cualquier sitio, a veces un bocadillo y, con suerte, algún menú del día en cualquier bar.

Actúo en la calle Sierpes, en la avenida de la Constitución, en la Puerta de Jerez, en los lugares donde sé que hay mucho turismo, ese que está haciendo del centro de Sevilla un lugar impracticable. No gano mucho, pero voy tirando y espero que, a partir de ahora, mi vida mejore por lo que os voy contar. Una tarde, cuando estaba tocando y cantando en la calle Sierpes, observé que tres hombres, que venían charlando animadamente, se detuvieron frente a mí y empezaron a escucharme. Uno de ellos, el mayor, de unos sesenta años, con una gran barriga y casi calvo, cuando terminé la canción y me disponía a cantar otra, empezó a cuchichear con los otros dos, uno muy trajeado, delgado, con el pelo engominado y de unos cuarenta o cuarenta cinco años y el otro, el más alto y fuerte, con grandes manos que movía nerviosamente, vestía un pantalón vaquero y una camisa azul bastante ajada. Seguí cantando varias canciones más y ellos, detenidos frente a mí, me escuchaban atentamente. Durante ese tiempo, los tres se fueron turnando y me echaban alguna moneda en el cesto que tenía a mis pies.

Cuando recogí el dinero, un billete de diez euros que me había dejado uno de los hombres y otras monedas más y me disponía a guardar la guitarra en su funda para irme, el mayor se acercó y comenzó a hablarme.

—Me gusta mucho cómo cantas y tus canciones me parecen muy buenas. ¿Son todas tuyas? —me preguntó.

Yo le dije que sí y entonces me hizo una propuesta.

—Mi nombre es Miguel. Soy el propietario de un chiringuito en Matalascañas, que he cerrado en invierno y que voy a reformar porque se ha quedado bastante anticuado y necesita urgentemente diversos cambios. Me he puesto en contacto con un carpintero, ese hombre alto que ves ahí, al que conozco desde hace años porque es cliente habitual, le he explicado lo que quería hacer y me ha hecho un presupuesto que he aceptado. Entre los cambios, pretendo incluir actuaciones por las tardes y por las noches. Me gusta tu estilo, así que te propongo lo siguiente: firmamos un contrato con un sueldo fijo, al que se añadiría lo que los clientes dejen de propina, además de alojamiento y comida. ¿Aceptas?

La verdad es que no me lo pensé mucho. La perspectiva en Sevilla no era demasiado halagüeña, así que le pregunté cuánto cobraría, la cantidad me pareció bien y le dije que en unos días, a finales de abril, me presentaría en Matalascañas. Miguel me presentó a los otros dos hombres: Andrés, el carpintero, tímido y callado, y Julio, el trajeado, que resultó ser un representante de bebidas que surtía al chiringuito de Miguel. Nos despedimos y al día siguiente Miguel se presentó muy temprano en la pensión, me mostró el contrato y como no vi nada raro, lo firmé. Durante un par de semanas seguí tocando por las calles y plazas de Sevilla, hasta que llegó la fecha acordada con mi jefe.

Y aquí estoy, en Matalascañas, sentado en la playa, frente a la Torre de la Higuera y detrás de mí, el chiringuito donde estoy ayudando a Miguel y a Andrés, el carpintero. Andrés es un auténtico manitas, capaz de transformar cualquier madera en una obra de arte, aunque también sabe de fontanería, albañilería y electricidad. A él lo que le gusta realmente es tallar figuras, hacer objetos de cocina como lebrillos, cucharas, tenedores, cunas o cualquier otro encargo que le hagan sus vecinos. Siempre tiene trabajo y el taller, según me cuenta, está lleno de herramientas, de tablones, de troncos de roble o de castaño y el suelo, alfombrado de serrín, que se encarga de recoger al final de la tarde, cuando termina el trabajo. Conoce hace muchos años a Miguel y éste, que sabe bien lo minucioso, serio y responsable que es Andrés, le pidió el favor de que le ayudara a reformar su chiringuito, El Chiringuito de Miguel, que así se llama el restaurante, un nombre poco original y que también debería cambiar. Hasta hace unos años era el más conocido y al que acudía una clientela fiel, pero últimamente, una serie de problemas, como averías eléctricas, temporales que arrancaron de cuajo el techo y el que pusieron demasiado deprisa estaba casi cayéndose, aseos pequeños que se atascaban continuamente, etc., obligaron a Miguel a plantearse la reforma, que está ya muy avanzada. Suelo, techo y paredes de madera, dos salones amplios, una barra que permite atender a más de veinte personas, un porche que se puede cerrar con ventanales de cristal que se deslizan para los días en los que el viento sopla con demasiada fuerza y, lo más importante para mí, una tarima ligeramente elevada, situada en uno de los extremos, donde voy a tocar y cantar cuatro días a la semana, siempre los sábados, domingos y festivos. Pero hasta que se inaugure el chiringuito todavía queda más de un mes, así que aprovecho para echarles una mano a Miguel, a sus dos hijos mayores y a Andrés. Me gano un sobresueldo, porque eso no figuraba en el contrato, que me permite ahorrar un poco de dinero y aprovecho el tiempo libre para seguir componiendo canciones, ensayarlas y para pasear por la playa y por el pueblo, que está casi desierto durante el invierno y empieza a animarse bien entrada la primavera.

Hoy ha venido Julio, el representante de bebidas con el que Miguel lleva trabajando hace un par de años. Julio, siempre trajeado con corbata y chaqueta, le está ofreciendo a Pedro un amplio surtido de vinos. “Hay que renovar la carta, Pedro; ahora la gente, además de la cerveza, pide buen vino, no se conforma con lo que antes llamábamos vino de garrafón; cada vez se entiende más y no puedes dar gato por liebre”. Miguel asiente y Andrés y yo le damos la razón a Julio. Paladear un buen vino, como el que traía mi padre a casa, es una experiencia muy agradable. Aquí en el chiringuito se pueden hacer cosas muy agradables, además de beber un buen vino, como disfrutar con la comida, charlar con las personas que queremos, contemplar la playa, el mar, el cielo, dejarse acariciar por la brisa o escuchar buena música, la mía, sin ir más allá.

No sé cuánto tiempo aguantaré aquí, si El Chiringuito de Miguel volverá a llenarse como antes, si Miguel me renovará el contrato o si, por casualidad y por suerte, alguien me escucha, me ofrece grabar un disco y me convierto en un cantante famoso. Pero, mientras tanto, disfruto de mañanas apacibles, paseos por playas solitarias de arena finísima, y atardeceres y puestas de sol que tiñen el cielo de tonos cálidos. Quizás este sea realmente mi lugar, para qué buscar la fama, el dinero, las multitudes, si aquí tengo casi todo lo que quiero y me gusta. Tengo que darle más vueltas a esta idea.

Los lugares de la infancia

A medida que vamos cumpliendo años y llegamos a lo que el lenguaje culto denomina edad provecta, seguramente para no utilizar términos como anciano o viejo, echamos la vista atrás y nos refugiamos en esos lugares de la infancia que atesoran recuerdos imborrables. No sé si todas las personas pueden decir lo mismo, pues a veces la infancia es la edad más cruel, sobre todo porque en esas edades no se tienen las herramientas para combatir la adversidad.

Mi primer recuerdo, mi primer lugar, aunque no sé si es real o soñado, es una calle solitaria por la que voy andando con mi madre, que me coge de la mano. Seguramente es invierno porque voy vestido con un abrigo y un gorro de lana. Árboles desnudos en la acera, casas bajas con pequeños jardines delanteros muy bien cuidados, ruidos apagados, como si yo estuviera nadando debajo del agua y una luz difusa, grisácea, porque en el norte y en invierno el gris es el color predominante.

Miro a mi madre y me sonríe. Siempre me ha gustado, y me sigue gustando todavía, su sonrisa fresca, alegre, luminosa, que se convierte en risa con gran facilidad. Tiene mucho mérito porque la vida no ha sido fácil para ella. Apenas recuerdo algo más, quizás un coche que pasa de vez en cuando, el saludo de algún vecino con el que mi madre se detiene a charlar, unos niños que juegan a la pelota en el descampado que hay al final de la calle.

Años más tarde los recuerdos son más nítidos. Cuando mi padre compró el Seat 600, todos los domingos nos íbamos a playas cercanas o a los bosques y prados que rodean la ciudad, con las sillas y la mesa plegable que mi hermano y yo éramos capaces de bajar de la baca del coche y que montábamos en muy poco tiempo. Mi padre, que falleció demasiado joven, era muy distinto a mi madre, más serio, más callado, más reflexivo, el típico gallego nacido en una aldea y hecho a sí mismo a base de mucho esfuerzo. A mi padre le gustaban los lugares solitarios, lejos del bullicio, sombríos, en los que reinara el silencio, la tranquilidad. Nos llevaba a arboledas susurrantes con la brisa, a bosques de carballos, hayedos, sauces, fresnos, nogales, castiñeiros, con arroyos de aguas frías en las que apenas podíamos mojarnos, pero rodeados de aromas y plantas que él nos iba explicando. Fieitos (helechos), fiunchos (hinojo), toxos, hierbaluisa, laurel, malva… Muchas de ellas servían para la fiesta de San Juan, dejándolas toda la noche en agua y lavándonos la cara al día siguiente con ese agua. Nos encantaba ir a recogerlas al campo con mis padres unos días antes, dejarlas en una bolsa de tela y esperar a la noche antes de la fiesta. Ya hemos perdido esa costumbre.

Mi padre también nos llevaba a las más lejanas costas de Arteixo, de Cayón, de Malpica, a las playas de Sabón, de Barrañán, de Valcovo. El paisaje allí era hermoso, se podría decir que majestuoso, fascinante. A mis padres les gustaba detenerse a contemplar la costa, repleta de pequeñas playas solitarias y silenciosas, en las que el azul del mar y del cielo y el verde de los prados y bosques se mezclaba con el blanco de las nubes de algodón y de la espuma del agua. Desde arriba apenas se escuchaba el rumor del mar, que rompía contra la arena y contra las rocas que la salpicaban. A las playas había que bajar por laderas escarpadas, por senderos abruptos y a veces peligrosos en los que había que tener mucho cuidado para no resbalar, pero a nosotros nos encantaba la aventura y mis padres eran jóvenes, fuertes y ágiles. Jugábamos entre las rocas y éramos capaces de escalar algunos metros por las laderas, agarrándonos a los matorrales que crecían en abundancia, cogíamos cangrejos en las charcas que dejaba la marea baja y también había lapas, minchas, mejillones, que servían para darnos una buena cena de marisco por la noche. También hacíamos castillos en la arena y jugábamos al fútbol con la pelota que todos los años pedíamos a los reyes y que nunca llegaba al final de año, pues se rompía antes. Si teníamos suerte y el mar no estaba demasiado embravecido, lo cual era raro, podíamos bañarnos en un agua helada, aunque el día fuera caluroso y salíamos tiritando y con los labios azules. Mi madre nos esperaba en la orilla con una toalla que nos permitía entrar en calor en pocos minutos. Esos días regresábamos a casa cantando en el coche, sin apenas tráfico, muy cansados, pero contentos y alegres y mis padres reían y también cantaban y se miraban a los ojos y callaban.

Pero mi padre no siempre conseguía llevarnos a donde él quería. Mi madre lo convencía para llevarnos a Riazor o al Orzán, las playas urbanas de Coruña a las que podíamos llegar andando, cargados con las toallas, las sombrillas y algo de comida, sobre todo tortilla de patatas y chuletas empanadas. Allí todo era distinto, ruidoso, todo era más transparente, más colorido, más brillante. Las sombrillas, los gritos de los vendedores de helados, de pipas o de patatas fritas, las carreras y los chillidos de los niños jugando en la orilla, los gritos de las madres llamando a sus hijos o advirtiéndoles del peligro de no bañarse hasta que no hicieran la digestión. A mi madre le gustaba mucho más ese ambiente, quizás porque venía del sur y estaba acostumbrada a ese bullicio, pues de joven había veraneado en Punta Umbría, a donde llegaba desde Huelva en la canoa que recorría la ría. La arena dura y más oscura de Riazor contrastaba con la arena fina y blanca del Orzán, que nos gustaba más, porque es más grande, aunque el agua rompe con más fuerza pues el mar apenas encuentra obstáculos, al contrario de la de Riazor, que tiene barreras naturales de roca que forman, con la marea baja, pequeños lagos de agua cristalina.

Después de tanto tiempo, todavía tengo presentes muchos de esos recuerdos, que me vienen a la memoria cuando regreso a Coruña, mi lugar de la infancia, seguramente el lugar más acogedor al que a veces tenemos que acudir para refugiarnos.