Cuarenta años

El 4 de julio de 1981 Carmen y yo unimos nuestro futuro. Yo tenía veintiséis años y Carmen era un poco mayor. Tres años de noviazgo separados por mil kilómetros, sin teléfonos móviles, tiempos aquellos en que las llamadas semanales eran controladas por las telefonistas de Aroche y de Camariñas, cartas de novios que todavía conservamos, encuentros en vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano. Si contamos los días, nos vimos poco más de cinco meses en esos tres años, es decir, ciento cincuenta días de noviazgo. Pero la distancia no fue un obstáculo y quiero creer que, quizás, nos unió más. Es mentira eso de que la distancia es el olvido. Y eso que, algunas veces, pasábamos el tiempo juntos enfadados y sin hablarnos, los típicos enfados de novios que sirven para comprobar hasta qué punto el amor es capaz de vencer las dificultades. Visto en la distancia, todavía no entiendo cómo conseguimos llegar al 4 de julio y unir nuestros destinos hasta ahora. Cuarenta años, que se dice pronto.

Cambié el azul del mar, el gris del cielo, la luz suave y el verde de campos y bosques de mi Galicia natal por el azul del cielo, la luz intensa y los campos de variados colores de Andalucía. Ya sabéis que no soy amigo de las palabras grandilocuentes, ni de esas frases pseudofilosóficas a lo Paulo Coelho que pretenden mostrar unas emociones y sentimientos que sólo los grandes y buenos escritores, sobre todo los poetas, son capaces de reflejar. Así que únicamente diré que el tiempo ha pasado deprisa, que cuando uno tiene veintiséis años no puede ni debe intentar adivinar cómo será cuarenta años después porque eso es una temeridad y, seguramente, se equivocará. Pero echando la vista atrás, no imagino un tiempo mejor ni más feliz que el que he pasado junto a Carmen y a mis dos hijos. En la balanza, el platillo de la felicidad y de los buenos momentos está lleno y pesa mucho más que el de las penas o las frustraciones. No todo el mundo puede decir lo mismo ni todos han tenido la misma suerte.

Cuarenta años de matrimonio dan para muchas anécdotas y momentos inolvidables, sobre todo el nacimiento de los hijos, los viajes, las celebraciones de todo tipo con la familia y los amigos. Y también los disgustos, la tristeza por la pérdida de seres queridos, las decepciones por no haber podido cumplir todos los deseos. Siempre hay que mirar por el retrovisor sin nostalgia, con agradecimiento por todo lo bueno recibido y sin olvidar lo malo, pero con la vista fija en el futuro con la fuerza y la ilusión que nos proporciona lo vivido en la mejor compañía.

Gracias por todo.

Si yo supiera escribir historias…

Encima de la mesa del estudio he desplegado álbumes de fotos y varios documentos que podrían servir como base para escribir la historia de mi familia. Pero yo no sé escribir historias.

Un escritor tiene una idea, pergeña un argumento, una trama, crea unos personajes, inventa o describe ambientes, busca estilos y lenguajes y se imagina el final. Ese proceso puede durar unos pocos minutos, horas, días o semanas. Puede plasmarlo en el papel, en el ordenador o, quizás, lo vaya madurando poco a poco en su imaginación. Hará y deshará, recorrerá caminos llenos de trampas, llegará a bifurcaciones, dará marcha atrás, romperá hojas o borrará líneas y páginas en el procesador de textos, cambiará argumentos, se encontrará con muros que le impedirán proseguir y tendrá que saltarlos o rodearlos. Pero, si es constante y cree en sí mismo, si tiene experiencia y capacidad, finalizará su obra. He comenzado varios relatos con la intención de convertirlos en alguna novela, pero se han quedado en eso, en intentos infructuosos, porque yo no soy escritor ni sé escribir historias.

Hasta ahora, me he limitado a escribir algunos cuentos de pocas páginas como distracción, como entretenimiento, comenzando por alguna frase ocurrente o alguna idea surgida por casualidad que me ha llevado a seguir desarrollándola durante algún tiempo hasta que, agotado, termino el relato de manera abrupta, casi sin sentido. No tengo paciencia para detenerme a pensar en grandes frases, en ideas profundas. Quizás porque yo no tengo ideas profundas y me quedo en la superficie. Siempre me pasa lo mismo y es porque, seguramente, yo no soy escritor ni sé escribir historias.

Por eso me da mucha pena no saber escribir la historia de mi familia porque está llena de personajes admirables que han vivido experiencias irrepetibles o eso es lo que me parece. Porque la casualidad o el destino quisieron unir dos pequeños pueblos alejados mil kilómetros y la historia se volvió a repetir unas décadas después en sentido inverso, creo que ya lo he contado alguna vez. Porque he podido reunir una extensa documentación sobre mi abuelo materno que podría servir para rellenar cientos de páginas. Imaginaos un maestro republicano y masón, antimonárquico, que el día 19 de abril de 1931 escribió una carta dirigida al ministro de Instrucción Pública Marcelino Domingo que comenzaba así: “Respetable Jefe: quiso el Destino que pudiéramos paladear las mieles de la Justicia, arrojando del seno de nuestra Patria la peste inmunda de la realeza”.  Amante de la música, entró a formar parte del Triángulo masón “Hijos de la Luz”, de Aroche, con el nombre simbólico de Beethoven. Fue alcalde de su pueblo durante nueve meses, durante el denominado bienio negro. A finales de 1934 se fue con toda la familia a Carmona, donde le sorprendió el comienzo de la guerra civil y donde se inició su odisea que duró diez años, hasta su muerte: detención y entrada en la cárcel y en el campo de concentración de Tablada, procesamiento, condena a doce años de cárcel, aunque sólo cumplió una pequeña parte, separación definitiva del cargo de maestro, intentos infructuosos de rehabilitación… Una lástima que yo no sea escritor ni tenga paciencia ni aptitudes para escribir su historia.

Y también es una pena porque mi madre tiene una memoria prodigiosa y me ha contado muchas anécdotas de su vida y de la vida de los que la rodearon y que yo he ido apuntando para que no se me olvidaran. Porque conocí a mi abuela andaluza, a mis abuelos gallegos y guardo muchos y agradables recuerdos de ellos. Porque un tío arocheno que hizo la guerra cuando apenas tenía dieciocho años, vivió después en África, en Madrid y en La Coruña, fue miembro de un grupo musical, bodeguero, mayordomo de un rico matrimonio norteamericano, gerente de una conocida cafetería y una de las personas más graciosas y simpáticas que he conocido. Porque otro tío, bastante más serio, dejó un buen puesto de trabajo y emigró a Brasil en busca de aventuras y de un futuro mejor, pero volvió sin haber logrado cumplir sus sueños.

Porque mi abuelo gallego, como otros muchos, emigró a Cuba a principios de los años 20 del siglo XX. Pero tuvo que regresar al poco tiempo porque mi abuela le comunicó que estaba embarazada. Quizás perdió la oportunidad de volver millonario y mi vida también hubiera cambiado. Trabajó duro toda su vida, yendo y viniendo de Arteixo a Coruña en bicicleta durante años para trabajar de peón y de albañil. A mi abuelo gallego estuvieron a punto de matarlo en la guerra y se salvó gracias a la intervención de un sacerdote, que llegó a casa cuando los falangistas le estaban dando una tremenda paliza y querían llevárselo para darle el “paseo”. Una pena que yo no sea capaz de reflejar esa vida llena de aventuras.

Porque mi padre dejó en mí una gran huella y no puedo olvidarlo y me gustaría que su recuerdo no se perdiera. Dicen que me parezco a él y me siento orgulloso de ese parecido. Recuerdo nuestros paseos por los campos y playas de Arteixo, su respiración fatigosa cuando la silicosis se agarró a sus pulmones y ya no lo soltó. Los viajes en seiscientos de Coruña a Aroche, las excursiones domingueras a Barrañán y Valcobo. Su seriedad y su buen humor, sus gestos cariñosos. Una pena que mis hijos no lo hayan conocido (Carmen era muy pequeña cuando se murió).

Me gustaría que no se perdiera el recuerdo de ninguno de mis antepasados. Y porque creo que todas las familias, generación a generación, deberían hacer lo mismo, intentar salvaguardar su memoria, recopilar no sólo las fotos que permanecen olvidadas en cajas y en álbumes que paulatinamente van perdiendo el color y diluyéndose en el pasado, sino leer y recordar todo aquello que, de alguna y otra manera, nos ha ido forjando y haciendo que seamos como ahora somos y seremos.

Pero yo no sé escribir historias. Leo con envidia a esos novelistas que en dos frases son capaces de atraparte, de hipnotizarte con palabras llenas de sentido y de belleza. Que crean personajes de la nada o son capaces de componerlos de su propia experiencia o de las experiencias de los demás, que se inventan argumentos o los recrean de argumentos ya leídos y escritos por otros, que buscan en su interior, que investigan en bibliotecas, que viajan a lugares recónditos, que se entrevistan con diferentes personas y que, después, saben plasmarlos sobre el papel de forma admirable. Pienso en Galdós, en Delibes, en Almudena Grandes, en Arturo Pérez-Reverte, en Carlos Ruiz Zafón, en Paul Auster y en tantos otros que te enganchan y te mantienen pegados a los libros durante horas y horas. No me atrevo a hablar de Cervantes, claro, el más grande.

Vuelvo a mirar los documentos. “Escuela Normal Superior de Maestras de Sevilla. Expediente personal de la alumna Florentina Fernández Salazar”. Lo abro y leo varias páginas escritas con una letra que conozco, clara y pulcra, la de mi abuela, dirigida a la directora, solicitando su admisión en la citada Escuela. En otras páginas se certifica su buena conducta, su preparación y su buena salud. Es el año 1903. Mi abuela tenía entonces quince años. Se fue a vivir a Sevilla, a una escuela de señoritas, donde estuvo los dos años siguientes. Siguen otras páginas con las notas de las diferentes asignaturas, casi todas Notables y Sobresalientes. Terminó los estudios elementales de magisterio, pero no se sacó el título ni llegó a ejercer porque sus padres la reclamaron para que se fuera a vivir con ellos, para que los acompañara y cuidara. Seguramente se malogró una maestra extraordinaria.

Podría seguir con mis tías abuelas gallegas que emigraron a Uruguay cuando apenas eran unas adolescentes y que me contaban cómo era su vida en tierras tan lejanas. Y muchos otros familiares que componen una saga deliciosa de vidas y de anécdotas cuyos recuerdos ya se han ido desvaneciendo. También mi vida, una vida mucho más anodina y normal, sin grandes experiencias, con algunos hechos graciosos y curiosos, como los ha tenido todo el mundo, que en algunas ocasiones tuvo momentos de brillantez o de originalidad. Y no se me olvida la familia de los Lobo, la familia de mi mujer, pero eso es harina de otro costal, porque entonces ya no se podría hablar de saga, sino que los Episodios Nacionales de Galdós se quedarían pequeños.

Pero ya sabéis que yo no soy escritor ni lo pretendo, lo he repetido muchas veces. Sin embargo, si yo supiera escribir historias, os aseguro que la de mi familia os podría llegar a fascinar. Quizás algún día…