¡Cómo se estropean los cuerpos!

Hasta este año de cuyo número prefiero no acordarme ni nombrar, solía programar las visitas a los médicos especialistas a lo largo de los meses para realizar los chequeos que, como comprenderéis con los años que llevo a mis espaldas y sobre los hombros, son necesarios, imprescindibles, yo diría que obligatorios. Los coches, cuando cumplen cuatro años, tienen que pasar una ITV, primero cada dos años y después una vez al año, hasta que, cumplida su misión, se llevan al desguace. Y la visita a su último destino se puede dilatar dependiendo de cómo lo hayamos cuidado. Las personas no somos tan previsibles ni somos todas iguales; las hay que apenas visitan médicos y hospitales a lo largo de su vida y otros los visitan constantemente, en ocasiones por necesidad y otras por hipocondría. Pero llegados a una edad, que suele rondar la cincuentena, a veces antes, nuestro chasis, el motor, los amortiguadores y otras piezas, comienzan a desgastarse más o menos, dependiendo del trato que les hayamos dado y tenemos que empezar a preocuparnos y, seguramente, a notar los síntomas del desgaste, con lo que comenzamos a pasar las correspondientes ITV. No sé si la comparación de nuestro cuerpo con un coche es la más original o adecuada pero no se me ocurre otra. Y no digamos comparar la ITV del coche con los chequeos médicos periódicos, eso sí que es una metáfora y no las de Góngora. Los que habéis leído algo de lo que escribo ya habréis comprobado que soy poco amigo de frases ampulosas y menos aún de descripciones prolijas, adjetivos innecesarios, oraciones subordinadas, anáforas, alegorías, hipérboles y otras virguerías del lenguaje. Eso lo dejo para los que saben escribir, ya sabéis.

Así que, debido a eso que todos conocemos y que tampoco quiero nombrar, meigas fora, no he tenido más remedio que concentrar todas las revisiones en los últimos meses. Os haré un breve resumen, por si os puedo dar ideas de cómo organizarse y qué hacer. Si os duele algo o tenéis alguna sospecha, no lo dudéis, acudid al médico. Y ahora porque no se permite que en las esperas de las consultas haya mucha gente, pero os puedo asegurar que es uno de los lugares más divertidos que uno puede visitar. Si sois observadores, lo podréis comprobar. Empecemos con las revisiones.

Comencé en septiembre por la visita a mi querida dermatóloga, que tiene nombre de personaje de Don Juan Tenorio, Inés. Es una mujer muy simpática, todavía joven, pero con experiencia y con un notable sentido del humor, además de ser una gran especialista. El año pasado me diagnosticó una queratosis actínica y el tratamiento consiguiente me dejó la frente y parte del cuero cabelludo como un campo de minas. Hay fotos que lo demuestran, pero, como es lógico, no voy a mostrarlas aquí. Además, me aconsejó que utilizara un sombrero que me protegiera del sol, así que, a partir de ese momento, el mencionado adminiculo me acompaña en los meses de verano y me proporciona una figura que es la envidia de todos aquellos que me contemplan y que acuden presurosos a comprarse uno similar. Este año, nada más verme y tras los saludos de rigor, me espetó, así, sin anestesia: me parece, José Manuel, que se te está cayendo el pelo (sí, pensé, se me cayó en el verano, cuando recibí una llamada de Hacienda que me dejó la cuenta corriente temblando, pero no comenté nada, como comprenderéis). Sí, contesté, ya me había dado cuenta, pero pensaba que eran figuraciones mías. Se levantó de la silla, rodeó la mesa, se acercó a mí y me observó los cabellos con una lupa durante unos instantes que me parecieron eternos. Tiró de algunos de ellos y los arrancó con cierta facilidad. Pues sí, me temo que tienes una alopecia frontal fibrosante, algo que es más propio de las mujeres que de los hombres, pero esta vez te ha tocado a ti. Lo que me faltaba, me digo, una enfermedad propia de mujeres, no es sólo que me vaya a quedar calvo, lo que ya de por sí es bastante frustrante, teniendo en cuenta que en mi familia no hay calvos. Bueno, dice con una medio sonrisa irónica, pero también cada vez hay más hombres que la padecen, debe de ser cosa de la alimentación, del tipo de vida, de la contaminación, vaya usted a saber, todavía no hay estudios que lo confirmen, me dice viendo mi rostro abochornado. Vuelve a sentarse, escribe algo en una hoja y me la da. Este es el tratamiento, a ver si podemos evitar que se te quede la cabeza como a los payasos, que ese suele ser el resultado de la enfermedad. Lo que me faltaba, vuelvo a decirme una y otra vez. Me levanté alicaído y me despedí con una breve frase que no recuerdo. La verdad es que no sé siquiera si me despedí. Nos vemos dentro de seis meses, a ver si ha dado resultado el tratamiento. Como no dé resultado va a venir tu abuela, que yo no vengo con la cabeza así. Primero me voy a Turquía, a que me hagan un trasplante capilar.

El siguiente especialista fue el cardiólogo, al que tengo que visitar cada seis meses, no por gusto, claro, sino porque la última vez me descubrió un prolapso en la válvula mitral, es decir, que la válvula no se cierra adecuadamente. Ea, a rebajar el nivel del ejercicio, pensé, tendré que dejar para mi siguiente vida lo de volver a correr maratones, dije en voz alta. Y por qué, me dice el médico, yo no te he dicho que tengas que dejar de hacer ejercicio. Pero es que el corazón es una cosa muy seria, volví a decir. Ya, pero esto no tiene demasiada importancia, este prolapso lo tiene mucha gente, incluso deportistas de élite, y hacen una vida normal, lo único es que hay que vigilarlo. Además, di la verdad, tú ya no estás para correr maratones. Maratones no, digo, pero salgo a correr dos o tres veces por semana unos seis o siete kilómetros. Sin problema, me dice, no intentes batir récords y sigue con tu vida normal. Pues nada, mejor, porque lo de dejar de correr no me apetecía nada. Todo eso ocurrió la primera vez que me vio, ahora me dijo que todo seguía igual, ni mejor ni peor, así que a seguir con las mismas pautas de vida. Menos mal, podré seguir comprando mis maravillosas zapatillas Asics, cosa que suelo hacer casi todos los años en verano, aprovechando las rebajas.

A continuación, el dentista, que vive debajo de mi casa. Limpieza de boca y ya está, no hay caries ni ninguna cosa rara. Hasta la próxima. Salgo más alegre que unas castañuelas, porque las últimas veces salía con cincuenta o cien euros menos. No me extraña que haya tantas clínicas dentales, que cuando vas por la calle te encuentras una cada cincuenta metros.

Cuarto especialista, el oftalmólogo. En las últimas revisiones todo había ido muy bien, ni me había aumentado la miopía ni el astigmatismo, no tuve que cambiar gafas ni cristales, más ahorro. Esta vez, después de un exhaustivo análisis del fondo del ojo, de la córnea, del humor vítreo, etc., me dice que tengo la tensión ocular alta y que tengo que hacerme diversas pruebas, a ver si está dañada la retina. Acongoje general, sudoración, incremento de las pulsaciones. Al cabo de tres días me hago las pruebas y nada, está todo normal. Ven dentro de un mes, para controlar esa tensión. Regresé y ya había bajado a dieciocho en cada ojo (antes la tenía a veintiuno). A partir de ahora tengo que ir cada tres o cuatro meses. Otra preocupación más, o menos, según se mire.

La penúltima visita, al urólogo. Este personaje, no la persona, que sí me cae bien, no me gusta demasiado. Estudia una zona delicada, que cuando eres joven da mucho juego pero que, a partir de ciertas edades, entre las que me encuentro, más que goce da dolores de cabeza. Las personas humanas hombres tenemos un órgano denominado próstata que tiene diversas funciones necesarias e imprescindibles en la juventud y en la edad adulta, pero que, en estos momentos apenas la necesito, o la necesito en un grado digamos que mínimo. Sin embargo, puede ser muy puñetera porque, no sé bien por qué, suele aumentar de tamaño con el paso de los años y obligarte a visitar el cuarto de baño más veces de las que uno quisiera, sobre todo por las noches, no sé si debido a la posición horizontal durante el sueño. El caso es que hasta ahora no tengo demasiados problemas y el tamaño de mi glandulita sigue prácticamente igual que cuando era un adolescente, o por lo menos eso es lo que me dice mi especialista. Lo único malo es que todos los años me receta una ecografía de abdomen y un análisis de sangre y de orina, que me lo hago unas semanas antes de ir a verle y llevarle los resultados. La ecografía, bien, pero esta vez los análisis son regulares: 235 de colesterol, ha subido bastante desde el año pasado. Y la glucemia, 100, lo que tampoco me tranquiliza ya que hace un par de años la tenía en 80. No le da demasiada importancia y lo achaca al estrés y al menor ejercicio provocado por…, lo que todos habéis adivinado.

Por último, el traumatólogo, que no es una visita que yo realice habitualmente pero que este año estoy obligado, porque hace unas semanas que me duele la rodilla derecha. Así que, medio cojeando, me acerco a la consulta. Y digo que medio cojeando porque me niego a utilizar el coche, primero porque aparcar en donde está ubicada es una tarea ímproba y casi imposible, y segundo porque hay que hacer ejercicio, que tengo que bajar el colesterol y el azúcar. Saludo al doctor, al que conozco desde hacer 23 años, según me comenta al leer mi expediente, y me tiende en la camilla. Esperemos que no sea una rotura de menisco o el ligamento cruzado, le digo, que no soy Messi ni Cristiano. Sonríe, manipula pierna y rodilla y, tras una pequeña opresión en determinada zona, suelto un medio aullido de dolor. El puñetero médico sabe dónde hacer daño, siempre hace lo mismo, no tendría precio como torturador nazi. Creo que ya sé lo que es, me dice, un problema en la rótula, pero vamos a confirmarlo, hazte esta resonancia magnética.

Cojeando más que cuando llegué, porque ha debido romperme algún hueso con la manipulación en la rodilla, pido cita en una clínica a la que he ido muchas veces. No voy a contar la odisea de la recogida de los resultados porque, además de enfadarme cada vez que lo recuerdo y subirme la tensión, me dan ganas de regresar y pegarle fuego. Sólo informar de que tuve que ir cuatro veces y esperar cada una de ellas cerca de dos horas. Problemas con la informática, me decían cada vez. Y un cuerno, me digo yo. Inútiles, sería la palabra que mejor los definiría. Pero dejaremos eso para mejor ocasión. El resultado de la prueba es, según el radiólogo: cambios degenerativos y condromalacia rotuliana grado III. O sea, en lenguaje llano y comprensible, o en román paladino, como prefiráis, que mi rótula es una degenerada debido a la mala vida que le he dado durante cincuenta años de carreras, que he calculado, así por encima, que he entrenado y corrido unos 50.000 kilómetros. Y de andar, ni hablamos. Ya lo dice mi médico de cabecera, que es bético y sabe mucho de esto: correr es de cobardes, dedícate al golf, cosa que también me recomienda mi amigo José Enrique. El traumatólogo, sin embargo, no es tan tajante. Unas pastillas para intentar regenerar lo que se pueda y ejercicios de rehabilitación que comenzaré pasadas las fiestas.

Como decía la gran Lina Morgan: ¡cómo se estropean los cuerpos!

Ya queda poco para que empecemos a preparar la cena de fin de año, a ver si le podemos dar una fuerte patada a este que termina y entramos con buen pie, aunque sea cojeando, en el próximo. ¡Feliz año!

Mentes hechas pedazos | Iconoclasta. La provocación en estado puro

Si yo supiera escribir historias…

Encima de la mesa del estudio he desplegado álbumes de fotos y varios documentos que podrían servir como base para escribir la historia de mi familia. Pero yo no sé escribir historias.

Un escritor tiene una idea, pergeña un argumento, una trama, crea unos personajes, inventa o describe ambientes, busca estilos y lenguajes y se imagina el final. Ese proceso puede durar unos pocos minutos, horas, días o semanas. Puede plasmarlo en el papel, en el ordenador o, quizás, lo vaya madurando poco a poco en su imaginación. Hará y deshará, recorrerá caminos llenos de trampas, llegará a bifurcaciones, dará marcha atrás, romperá hojas o borrará líneas y páginas en el procesador de textos, cambiará argumentos, se encontrará con muros que le impedirán proseguir y tendrá que saltarlos o rodearlos. Pero, si es constante y cree en sí mismo, si tiene experiencia y capacidad, finalizará su obra. He comenzado varios relatos con la intención de convertirlos en alguna novela, pero se han quedado en eso, en intentos infructuosos, porque yo no soy escritor ni sé escribir historias.

Hasta ahora, me he limitado a escribir algunos cuentos de pocas páginas como distracción, como entretenimiento, comenzando por alguna frase ocurrente o alguna idea surgida por casualidad que me ha llevado a seguir desarrollándola durante algún tiempo hasta que, agotado, termino el relato de manera abrupta, casi sin sentido. No tengo paciencia para detenerme a pensar en grandes frases, en ideas profundas. Quizás porque yo no tengo ideas profundas y me quedo en la superficie. Siempre me pasa lo mismo y es porque, seguramente, yo no soy escritor ni sé escribir historias.

Por eso me da mucha pena no saber escribir la historia de mi familia porque está llena de personajes admirables que han vivido experiencias irrepetibles o eso es lo que me parece. Porque la casualidad o el destino quisieron unir dos pequeños pueblos alejados mil kilómetros y la historia se volvió a repetir unas décadas después en sentido inverso, creo que ya lo he contado alguna vez. Porque he podido reunir una extensa documentación sobre mi abuelo materno que podría servir para rellenar cientos de páginas. Imaginaos un maestro republicano y masón, antimonárquico, que el día 19 de abril de 1931 escribió una carta dirigida al ministro de Instrucción Pública Marcelino Domingo que comenzaba así: “Respetable Jefe: quiso el Destino que pudiéramos paladear las mieles de la Justicia, arrojando del seno de nuestra Patria la peste inmunda de la realeza”.  Amante de la música, entró a formar parte del Triángulo masón “Hijos de la Luz”, de Aroche, con el nombre simbólico de Beethoven. Fue alcalde de su pueblo durante nueve meses, durante el denominado bienio negro. A finales de 1934 se fue con toda la familia a Carmona, donde le sorprendió el comienzo de la guerra civil y donde se inició su odisea que duró diez años, hasta su muerte: detención y entrada en la cárcel y en el campo de concentración de Tablada, procesamiento, condena a doce años de cárcel, aunque sólo cumplió una pequeña parte, separación definitiva del cargo de maestro, intentos infructuosos de rehabilitación… Una lástima que yo no sea escritor ni tenga paciencia ni aptitudes para escribir su historia.

Y también es una pena porque mi madre tiene una memoria prodigiosa y me ha contado muchas anécdotas de su vida y de la vida de los que la rodearon y que yo he ido apuntando para que no se me olvidaran. Porque conocí a mi abuela andaluza, a mis abuelos gallegos y guardo muchos y agradables recuerdos de ellos. Porque un tío arocheno que hizo la guerra cuando apenas tenía dieciocho años, vivió después en África, en Madrid y en La Coruña, fue miembro de un grupo musical, bodeguero, mayordomo de un rico matrimonio norteamericano, gerente de una conocida cafetería y una de las personas más graciosas y simpáticas que he conocido. Porque otro tío, bastante más serio, dejó un buen puesto de trabajo y emigró a Brasil en busca de aventuras y de un futuro mejor, pero volvió sin haber logrado cumplir sus sueños.

Porque mi abuelo gallego, como otros muchos, emigró a Cuba a principios de los años 20 del siglo XX. Pero tuvo que regresar al poco tiempo porque mi abuela le comunicó que estaba embarazada. Quizás perdió la oportunidad de volver millonario y mi vida también hubiera cambiado. Trabajó duro toda su vida, yendo y viniendo de Arteixo a Coruña en bicicleta durante años para trabajar de peón y de albañil. A mi abuelo gallego estuvieron a punto de matarlo en la guerra y se salvó gracias a la intervención de un sacerdote, que llegó a casa cuando los falangistas le estaban dando una tremenda paliza y querían llevárselo para darle el “paseo”. Una pena que yo no sea capaz de reflejar esa vida llena de aventuras.

Porque mi padre dejó en mí una gran huella y no puedo olvidarlo y me gustaría que su recuerdo no se perdiera. Dicen que me parezco a él y me siento orgulloso de ese parecido. Recuerdo nuestros paseos por los campos y playas de Arteixo, su respiración fatigosa cuando la silicosis se agarró a sus pulmones y ya no lo soltó. Los viajes en seiscientos de Coruña a Aroche, las excursiones domingueras a Barrañán y Valcobo. Su seriedad y su buen humor, sus gestos cariñosos. Una pena que mis hijos no lo hayan conocido (Carmen era muy pequeña cuando se murió).

Me gustaría que no se perdiera el recuerdo de ninguno de mis antepasados. Y porque creo que todas las familias, generación a generación, deberían hacer lo mismo, intentar salvaguardar su memoria, recopilar no sólo las fotos que permanecen olvidadas en cajas y en álbumes que paulatinamente van perdiendo el color y diluyéndose en el pasado, sino leer y recordar todo aquello que, de alguna y otra manera, nos ha ido forjando y haciendo que seamos como ahora somos y seremos.

Pero yo no sé escribir historias. Leo con envidia a esos novelistas que en dos frases son capaces de atraparte, de hipnotizarte con palabras llenas de sentido y de belleza. Que crean personajes de la nada o son capaces de componerlos de su propia experiencia o de las experiencias de los demás, que se inventan argumentos o los recrean de argumentos ya leídos y escritos por otros, que buscan en su interior, que investigan en bibliotecas, que viajan a lugares recónditos, que se entrevistan con diferentes personas y que, después, saben plasmarlos sobre el papel de forma admirable. Pienso en Galdós, en Delibes, en Almudena Grandes, en Arturo Pérez-Reverte, en Carlos Ruiz Zafón, en Paul Auster y en tantos otros que te enganchan y te mantienen pegados a los libros durante horas y horas. No me atrevo a hablar de Cervantes, claro, el más grande.

Vuelvo a mirar los documentos. “Escuela Normal Superior de Maestras de Sevilla. Expediente personal de la alumna Florentina Fernández Salazar”. Lo abro y leo varias páginas escritas con una letra que conozco, clara y pulcra, la de mi abuela, dirigida a la directora, solicitando su admisión en la citada Escuela. En otras páginas se certifica su buena conducta, su preparación y su buena salud. Es el año 1903. Mi abuela tenía entonces quince años. Se fue a vivir a Sevilla, a una escuela de señoritas, donde estuvo los dos años siguientes. Siguen otras páginas con las notas de las diferentes asignaturas, casi todas Notables y Sobresalientes. Terminó los estudios elementales de magisterio, pero no se sacó el título ni llegó a ejercer porque sus padres la reclamaron para que se fuera a vivir con ellos, para que los acompañara y cuidara. Seguramente se malogró una maestra extraordinaria.

Podría seguir con mis tías abuelas gallegas que emigraron a Uruguay cuando apenas eran unas adolescentes y que me contaban cómo era su vida en tierras tan lejanas. Y muchos otros familiares que componen una saga deliciosa de vidas y de anécdotas cuyos recuerdos ya se han ido desvaneciendo. También mi vida, una vida mucho más anodina y normal, sin grandes experiencias, con algunos hechos graciosos y curiosos, como los ha tenido todo el mundo, que en algunas ocasiones tuvo momentos de brillantez o de originalidad. Y no se me olvida la familia de los Lobo, la familia de mi mujer, pero eso es harina de otro costal, porque entonces ya no se podría hablar de saga, sino que los Episodios Nacionales de Galdós se quedarían pequeños.

Pero ya sabéis que yo no soy escritor ni lo pretendo, lo he repetido muchas veces. Sin embargo, si yo supiera escribir historias, os aseguro que la de mi familia os podría llegar a fascinar. Quizás algún día…

El Quijote y la misa

Don Quijote de La Mancha | Don quijote dibujo, Frases de don quijote,  Quijote de la mancha

Hace ya mucho tiempo que C no sale de casa para escuchar misa en la parroquia. Mejor dicho, hace ya mucho tiempo que C no sale de casa. No es que padezca agorafobia, trastorno de la personalidad, reniegue de las relaciones sociales ni nada por el estilo, pero parece que la actual situación la ha paralizado, rechaza todo aquello que suponga pisar la calle. Desde el mes de octubre, se pueden contar con los dedos de una mano las veces que ha salido. Antes de que empezara la pandemia, teníamos la costumbre de acercarnos hasta el centro de la ciudad dando un largo paseo. Avenida Ramón y Cajal, la Enramadilla, el Prado de San Sebastián, calle San Fernando, avenida de la Constitución, Plaza Nueva y calle Tetuán hasta llegar a la Iglesia del Santo Ángel. Era un paseo agradable, aprovechando que las mañanas de domingo en Sevilla suelen ser muy luminosas, incluso cuando está el cielo cubierto o llueve. Es una luz que pinta las casas y las calles, los jardines y los parques con una paleta de colores muy definidos y reconocibles, diferentes a otros lugares. Mientras que en Coruña, mi otra ciudad, en esta época las líneas y las formas se difuminan como si mirásemos a través de un velo que suavizara los objetos o se fundieran en un abrazo, en Sevilla cada cosa se distingue con nitidez, se individualiza, se destaca de los otros y brilla con luz propia. Son dos paletas de colores distintas, cada una con su belleza, con su encanto, las dos admirables. C entraba en la iglesia y yo aprovechaba para dar un paseo o sentarme en una terraza a tomar un café y leer el periódico. Y cuando terminaba la misa, yo la recogía y nos íbamos al Salvador o a cualquiera de las muchas tabernas que hay en Sevilla a beber un vino o una cerveza. La mayoría de las veces terminábamos comiendo con un par de tapas y regresábamos a casa caminando o cogiendo el tranvía.

Pero todo eso terminó cuando la pandemia cambió nuestra forma de vivir. C no quiere entrar en una iglesia por muchas restricciones, medidas de seguridad, distancia, gel y mascarillas que se utilicen. No se fía ni siquiera de andar al aire libre por un parque solitario, así que, desde entonces, a pesar de que ya no estamos confinados desde hace muchos meses, C decidió no ir a misa, quedarse en casa y verla por televisión. Así que suelo quedarme sentado en el salón leyendo mientras ella ve y escucha la misa. Sigue la liturgia realizando todos los ritos establecidos: se levanta, se sienta, se persigna y reza cuando es menester. A mí no me molesta. De vez en cuando levanto la vista del libro y me fijo en lo que emite la televisión. La misa se retransmite cada día desde lugares diferentes. Hoy se celebra el Día de la Inmaculada Concepción y la televisión pública se ha desplazado hasta un pueblo de la provincia de Toledo. No me he fijado en el nombre, pero compruebo que la iglesia es amplia, de paredes blancas, con una nave central y dos naves laterales. Las columnas son rectangulares y se unen mediante arcos de medio punto. Está decorada con austeridad, apenas se ven imágenes, aunque el retablo que la preside destaca por su color dorado, cuatro o cinco santos y una virgen con un niño en brazos. Parece que se respetan las medidas de seguridad establecidas por el gobierno, sólo dos personas en cada banco. En total debe haber unos cincuenta fieles en la iglesia, pero me llama la atención el número tan grande que puebla el altar mayor, doce, entre sacerdotes, diáconos y monaguillos, todos con mascarilla, pero sin mantener ni la más mínima distancia social. Mal ejemplo.

Es una misa concelebrada y cantada. Los sacerdotes visten casulla de color azul celeste, como corresponde a tan señalado día. Hay un coro en el lateral con instrumentos de cuerda y de percusión. Cuando entran los celebrantes, precedidos por una nube de incienso que sale del incensario que mueve el diácono, el coro comienza a cantar. Esto va para largo, me digo, así que abro el Quijote que comencé a leer hace una semana. Este Quijote es la versión traducida al castellano actual por Andrés Trapiello. Después de haber leído las primeras páginas llego a la conclusión de que si nuestros estudiantes se hubieran acercado al Quijote en esta versión, el número de lectores se habría multiplicado, porque reconozco la dificultad de leer el libro en un castellano del siglo XVII, más alejado del nuestro de lo que se cree. Deslizo la vista por el comienzo del capítulo XXV, aquel en que Don Quijote, a imitación de Amadís de Gaula, comienza a realizar la penitencia que él mismo se ha impuesto.

Este es el lugar, oh cielos, que destino y escojo para llorar la desventura en que vosotros mismos me habéis puesto. Este es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas de este pequeño arroyo, y mis continuos y profundos suspiros moverán sin cesar las hojas de estos montaraces árboles, en testimonio y señal de la pena que padece mi asendereado corazón.

Continúo leyendo y admirándome del dominio, de la precisión, del humor, del lenguaje de Cervantes, cuando levanto la vista y compruebo que el diácono está leyendo una epístola. En este momento viene a mi memoria un pasado ya lejano, cuando durante un año mis amigos y yo nos hicimos catequistas. Don José, el párroco de San Antonio, me conocía por haber estudiado yo en el Ventorrillo, donde él decía misa y muchas veces yo le ayudaba de monaguillo porque la señorita Lola, la directora, me había recomendado por mi buen comportamiento. Muchos años después, la señorita Lola fue mi compañera de claustro en Camariñas (alguna vez debería escribir algo sobre mi paso por las escuelas del Ventorrillo y mis experiencias en Camariñas, que fueron muchas y muy variadas, pero no sé si me atreveré, porque algunas anécdotas no son para ser contadas ni para ser leídas por personas decentes y de buenas costumbres). Las misas se decían en latín y a mí me gustaba ser protagonista, estar en el altar y que viera todo el mundo lo bien que tocaba la campanilla cuando el sacerdote levantaba la hostia y lo bien que lo acompañaba durante toda la ceremonia. Por eso, cuando el Jueves Santo se realizaba el lavatorio de pies, yo era el primero en apuntarme de voluntario. Los actos litúrgicos de la Semana Santa se celebraban en el patio del colegio y asistían todos los alumnos y sus padres. Era un auténtico espectáculo y yo no cabía en mí de orgullo, sentado en primera fila y siendo observado por cientos de personas mientras don José nos lavaba los pies. Años después, cuando ya estaba estudiando primero o segundo de magisterio, el sacerdote se dirigió a mí al final de la misa, porque entonces yo iba todos los domingos y fiestas de guardar, no como ahora, que sólo voy a entierros, funerales, bodas o bautizos, quién me ha visto y quién me ve, y me planteó la posibilidad de que me hiciera catequista. Yo había sido un buen feligrés, un buen alumno y, encima, estudiaba magisterio. Tenía todas las papeletas para no negarme. Y así fue. JA, J, F y yo nos hicimos catequistas, yo por compromiso con Don José y los demás porque había unas chicas catequistas que eran guapas y simpáticas. Como se comprenderá, esto último también jugó a favor de que yo me decidiera. Nos dieron una breve charla, un pequeño libro y durante aquel año dedicábamos un día a la semana a enseñar los preceptos del cristianismo. Yo seguía poco el libro, y más bien me dedicaba a charlar con los niños, a contarles cuentos sobre historia sagrada, que es muy jugosa y poco más. Pero lo que más nos gustaba eran las reuniones y los guateques que celebrábamos una vez terminadas las charlas. Aquí lo dejo.

Sigo con mi lectura del Quijote. En esa página, El Caballero de la Triste Figura está diciéndole a Sancho quién era Dulcinea del Toboso y la sorpresa que se llevó el escudero cuando supo que era en realidad Aldonza Lorenzo, a la que describe, en contra de las perfecciones que se figura D. Quijote, como una campesina fuerte y decidida.

La conozco bien, dijo Sancho, y sé decir que lanza el fierro en el juego de la barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador que es moza con arrestos, hecha y derecha y de pelo en pecho!

Vuelvo a dejar la lectura y escucho con atención el canto en latín que hace el coro. La directora es extranjera, polaca quizás, y lo hace muy bien. En el altar, ni distancia social ni nada por el estilo. Sacerdotes, diáconos y monaguillos campan a sus anchas, Illa y Fernando Simón se deben estar haciendo cruces, nunca mejor dicho. Pero el movimiento acompasado de los oficiantes, las genuflexiones, las bendiciones, las palabras de los concelebrantes, el cántico de los sacerdotes y de los fieles, el movimiento del incensario, todo como si estuviera perfectamente ensayado, me hipnotiza y no puedo dejar de mirar. Cierro el libro por unos instantes. Y aquí me vuelve a venir a la memoria una anécdota que me contaron alguna vez pero que yo no he leído. Según parece, durante la República, Azaña o algún otro ministro, fue invitado a unirse a la masonería y él aceptó. Cuando se produjo el acto de iniciación, una especie de bautismo mediante el que la persona se convierte en francmasón, con una serie de ritos que podrían asemejarse de algún modo a los rituales cristianos, le preguntaron al final que qué le había parecido y él contestó: “Prefiero una misa” y no volvió a asistir nunca más a las reuniones. Vuelvo al Quijote porque a la misa todavía le queda todavía un buen rato.

En el capítulo XXVI, Sancho deja a D. Quijote con su penitencia y se apresta a llevar la carta que le ha dado su amo para llevársela a su amada, al pueblo del Toboso. Llega a la venta donde había sido manteado y se encuentra con el cura y el barbero, que lo convencen para volver a buscar a D. Quijote y hacerle regresar a su casa con una estratagema. Es un capítulo corto y paso al XXVII, donde los tres personajes se encuentran con Cardenio, que está recitando sus famosos versos:

¿Quién menoscaba mis bienes?

Desdenes.

Y ¿quién aumenta mis duelos?

Los celos.

Y ¿quién prueba mi paciencia?

Ausencia.

De ese modo, en mi dolencia

ningún remedio se alcanza,

pues me matan la esperanza

desdenes, celos y ausencia.

Me sumerjo en la lectura y dejo de mirar la televisión. Cardenio cuenta al cura, al barbero y a Sancho su desventura, el engaño del que fue objeto por parte de Fernando, que mediante mentiras fue capaz de convencer a Cardenio de que se alejara de su pueblo mientras él se dedicaba a seducir a su amada Luscinda, casándose con ella y sumiendo en la desesperación y la desdicha al joven enamorado, que, casi enloquecido, fue a parar a lo más profundo del bosque en Sierra Morena.

Cuando estoy a punto de terminar ese capítulo, compruebo que la misa ya ha finalizado, que C se ha levantado para trastear en la cocina y que el día está muy bueno para salir a dar un paseo, por lo que cierro el libro y aprovecho para concluir yo también porque, como diría Sancho “Lo poco agrada y lo mucho cansa”.