¡Cómo se estropean los cuerpos!

Hasta este año de cuyo número prefiero no acordarme ni nombrar, solía programar las visitas a los médicos especialistas a lo largo de los meses para realizar los chequeos que, como comprenderéis con los años que llevo a mis espaldas y sobre los hombros, son necesarios, imprescindibles, yo diría que obligatorios. Los coches, cuando cumplen cuatro años, tienen que pasar una ITV, primero cada dos años y después una vez al año, hasta que, cumplida su misión, se llevan al desguace. Y la visita a su último destino se puede dilatar dependiendo de cómo lo hayamos cuidado. Las personas no somos tan previsibles ni somos todas iguales; las hay que apenas visitan médicos y hospitales a lo largo de su vida y otros los visitan constantemente, en ocasiones por necesidad y otras por hipocondría. Pero llegados a una edad, que suele rondar la cincuentena, a veces antes, nuestro chasis, el motor, los amortiguadores y otras piezas, comienzan a desgastarse más o menos, dependiendo del trato que les hayamos dado y tenemos que empezar a preocuparnos y, seguramente, a notar los síntomas del desgaste, con lo que comenzamos a pasar las correspondientes ITV. No sé si la comparación de nuestro cuerpo con un coche es la más original o adecuada pero no se me ocurre otra. Y no digamos comparar la ITV del coche con los chequeos médicos periódicos, eso sí que es una metáfora y no las de Góngora. Los que habéis leído algo de lo que escribo ya habréis comprobado que soy poco amigo de frases ampulosas y menos aún de descripciones prolijas, adjetivos innecesarios, oraciones subordinadas, anáforas, alegorías, hipérboles y otras virguerías del lenguaje. Eso lo dejo para los que saben escribir, ya sabéis.

Así que, debido a eso que todos conocemos y que tampoco quiero nombrar, meigas fora, no he tenido más remedio que concentrar todas las revisiones en los últimos meses. Os haré un breve resumen, por si os puedo dar ideas de cómo organizarse y qué hacer. Si os duele algo o tenéis alguna sospecha, no lo dudéis, acudid al médico. Y ahora porque no se permite que en las esperas de las consultas haya mucha gente, pero os puedo asegurar que es uno de los lugares más divertidos que uno puede visitar. Si sois observadores, lo podréis comprobar. Empecemos con las revisiones.

Comencé en septiembre por la visita a mi querida dermatóloga, que tiene nombre de personaje de Don Juan Tenorio, Inés. Es una mujer muy simpática, todavía joven, pero con experiencia y con un notable sentido del humor, además de ser una gran especialista. El año pasado me diagnosticó una queratosis actínica y el tratamiento consiguiente me dejó la frente y parte del cuero cabelludo como un campo de minas. Hay fotos que lo demuestran, pero, como es lógico, no voy a mostrarlas aquí. Además, me aconsejó que utilizara un sombrero que me protegiera del sol, así que, a partir de ese momento, el mencionado adminiculo me acompaña en los meses de verano y me proporciona una figura que es la envidia de todos aquellos que me contemplan y que acuden presurosos a comprarse uno similar. Este año, nada más verme y tras los saludos de rigor, me espetó, así, sin anestesia: me parece, José Manuel, que se te está cayendo el pelo (sí, pensé, se me cayó en el verano, cuando recibí una llamada de Hacienda que me dejó la cuenta corriente temblando, pero no comenté nada, como comprenderéis). Sí, contesté, ya me había dado cuenta, pero pensaba que eran figuraciones mías. Se levantó de la silla, rodeó la mesa, se acercó a mí y me observó los cabellos con una lupa durante unos instantes que me parecieron eternos. Tiró de algunos de ellos y los arrancó con cierta facilidad. Pues sí, me temo que tienes una alopecia frontal fibrosante, algo que es más propio de las mujeres que de los hombres, pero esta vez te ha tocado a ti. Lo que me faltaba, me digo, una enfermedad propia de mujeres, no es sólo que me vaya a quedar calvo, lo que ya de por sí es bastante frustrante, teniendo en cuenta que en mi familia no hay calvos. Bueno, dice con una medio sonrisa irónica, pero también cada vez hay más hombres que la padecen, debe de ser cosa de la alimentación, del tipo de vida, de la contaminación, vaya usted a saber, todavía no hay estudios que lo confirmen, me dice viendo mi rostro abochornado. Vuelve a sentarse, escribe algo en una hoja y me la da. Este es el tratamiento, a ver si podemos evitar que se te quede la cabeza como a los payasos, que ese suele ser el resultado de la enfermedad. Lo que me faltaba, vuelvo a decirme una y otra vez. Me levanté alicaído y me despedí con una breve frase que no recuerdo. La verdad es que no sé siquiera si me despedí. Nos vemos dentro de seis meses, a ver si ha dado resultado el tratamiento. Como no dé resultado va a venir tu abuela, que yo no vengo con la cabeza así. Primero me voy a Turquía, a que me hagan un trasplante capilar.

El siguiente especialista fue el cardiólogo, al que tengo que visitar cada seis meses, no por gusto, claro, sino porque la última vez me descubrió un prolapso en la válvula mitral, es decir, que la válvula no se cierra adecuadamente. Ea, a rebajar el nivel del ejercicio, pensé, tendré que dejar para mi siguiente vida lo de volver a correr maratones, dije en voz alta. Y por qué, me dice el médico, yo no te he dicho que tengas que dejar de hacer ejercicio. Pero es que el corazón es una cosa muy seria, volví a decir. Ya, pero esto no tiene demasiada importancia, este prolapso lo tiene mucha gente, incluso deportistas de élite, y hacen una vida normal, lo único es que hay que vigilarlo. Además, di la verdad, tú ya no estás para correr maratones. Maratones no, digo, pero salgo a correr dos o tres veces por semana unos seis o siete kilómetros. Sin problema, me dice, no intentes batir récords y sigue con tu vida normal. Pues nada, mejor, porque lo de dejar de correr no me apetecía nada. Todo eso ocurrió la primera vez que me vio, ahora me dijo que todo seguía igual, ni mejor ni peor, así que a seguir con las mismas pautas de vida. Menos mal, podré seguir comprando mis maravillosas zapatillas Asics, cosa que suelo hacer casi todos los años en verano, aprovechando las rebajas.

A continuación, el dentista, que vive debajo de mi casa. Limpieza de boca y ya está, no hay caries ni ninguna cosa rara. Hasta la próxima. Salgo más alegre que unas castañuelas, porque las últimas veces salía con cincuenta o cien euros menos. No me extraña que haya tantas clínicas dentales, que cuando vas por la calle te encuentras una cada cincuenta metros.

Cuarto especialista, el oftalmólogo. En las últimas revisiones todo había ido muy bien, ni me había aumentado la miopía ni el astigmatismo, no tuve que cambiar gafas ni cristales, más ahorro. Esta vez, después de un exhaustivo análisis del fondo del ojo, de la córnea, del humor vítreo, etc., me dice que tengo la tensión ocular alta y que tengo que hacerme diversas pruebas, a ver si está dañada la retina. Acongoje general, sudoración, incremento de las pulsaciones. Al cabo de tres días me hago las pruebas y nada, está todo normal. Ven dentro de un mes, para controlar esa tensión. Regresé y ya había bajado a dieciocho en cada ojo (antes la tenía a veintiuno). A partir de ahora tengo que ir cada tres o cuatro meses. Otra preocupación más, o menos, según se mire.

La penúltima visita, al urólogo. Este personaje, no la persona, que sí me cae bien, no me gusta demasiado. Estudia una zona delicada, que cuando eres joven da mucho juego pero que, a partir de ciertas edades, entre las que me encuentro, más que goce da dolores de cabeza. Las personas humanas hombres tenemos un órgano denominado próstata que tiene diversas funciones necesarias e imprescindibles en la juventud y en la edad adulta, pero que, en estos momentos apenas la necesito, o la necesito en un grado digamos que mínimo. Sin embargo, puede ser muy puñetera porque, no sé bien por qué, suele aumentar de tamaño con el paso de los años y obligarte a visitar el cuarto de baño más veces de las que uno quisiera, sobre todo por las noches, no sé si debido a la posición horizontal durante el sueño. El caso es que hasta ahora no tengo demasiados problemas y el tamaño de mi glandulita sigue prácticamente igual que cuando era un adolescente, o por lo menos eso es lo que me dice mi especialista. Lo único malo es que todos los años me receta una ecografía de abdomen y un análisis de sangre y de orina, que me lo hago unas semanas antes de ir a verle y llevarle los resultados. La ecografía, bien, pero esta vez los análisis son regulares: 235 de colesterol, ha subido bastante desde el año pasado. Y la glucemia, 100, lo que tampoco me tranquiliza ya que hace un par de años la tenía en 80. No le da demasiada importancia y lo achaca al estrés y al menor ejercicio provocado por…, lo que todos habéis adivinado.

Por último, el traumatólogo, que no es una visita que yo realice habitualmente pero que este año estoy obligado, porque hace unas semanas que me duele la rodilla derecha. Así que, medio cojeando, me acerco a la consulta. Y digo que medio cojeando porque me niego a utilizar el coche, primero porque aparcar en donde está ubicada es una tarea ímproba y casi imposible, y segundo porque hay que hacer ejercicio, que tengo que bajar el colesterol y el azúcar. Saludo al doctor, al que conozco desde hacer 23 años, según me comenta al leer mi expediente, y me tiende en la camilla. Esperemos que no sea una rotura de menisco o el ligamento cruzado, le digo, que no soy Messi ni Cristiano. Sonríe, manipula pierna y rodilla y, tras una pequeña opresión en determinada zona, suelto un medio aullido de dolor. El puñetero médico sabe dónde hacer daño, siempre hace lo mismo, no tendría precio como torturador nazi. Creo que ya sé lo que es, me dice, un problema en la rótula, pero vamos a confirmarlo, hazte esta resonancia magnética.

Cojeando más que cuando llegué, porque ha debido romperme algún hueso con la manipulación en la rodilla, pido cita en una clínica a la que he ido muchas veces. No voy a contar la odisea de la recogida de los resultados porque, además de enfadarme cada vez que lo recuerdo y subirme la tensión, me dan ganas de regresar y pegarle fuego. Sólo informar de que tuve que ir cuatro veces y esperar cada una de ellas cerca de dos horas. Problemas con la informática, me decían cada vez. Y un cuerno, me digo yo. Inútiles, sería la palabra que mejor los definiría. Pero dejaremos eso para mejor ocasión. El resultado de la prueba es, según el radiólogo: cambios degenerativos y condromalacia rotuliana grado III. O sea, en lenguaje llano y comprensible, o en román paladino, como prefiráis, que mi rótula es una degenerada debido a la mala vida que le he dado durante cincuenta años de carreras, que he calculado, así por encima, que he entrenado y corrido unos 50.000 kilómetros. Y de andar, ni hablamos. Ya lo dice mi médico de cabecera, que es bético y sabe mucho de esto: correr es de cobardes, dedícate al golf, cosa que también me recomienda mi amigo José Enrique. El traumatólogo, sin embargo, no es tan tajante. Unas pastillas para intentar regenerar lo que se pueda y ejercicios de rehabilitación que comenzaré pasadas las fiestas.

Como decía la gran Lina Morgan: ¡cómo se estropean los cuerpos!

Ya queda poco para que empecemos a preparar la cena de fin de año, a ver si le podemos dar una fuerte patada a este que termina y entramos con buen pie, aunque sea cojeando, en el próximo. ¡Feliz año!

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