Hace 25 años, Djukic

Resultado de imagen de deportivo temporada 93-94

Hoy hace 25 años que dejó de gustarme el fútbol. Yo nunca había sido un gran aficionado, pero disfrutaba con partidos a los que iba de vez en cuando, sobre todo si el Deportivo jugaba contra el Madrid, el Barcelona o el Celta. Recuerdo haber ido de pequeño alguna vez con mi padre o con mi tío Narciso a Riazor y con los amigos a los partidos del Teresa Herrera. Mi padre sí era muy aficionado, fue socio del Deportivo durante muchos años y conocía a Arsenio Iglesias «O bruxo de Arteixo», que fue jugador y entrenador del Deportivo. Una vez, cuando iba paseando con mi padre, yo tendría apenas siete u ocho años, se encontraron y se saludaron, recordando su infancia en Arteixo, cuando el único entretenimiento era darle patadas a un balón en los prados. Mi padre era un poco mayor, pero se acordaba perfectamente de los regates y de la velocidad de Arsenio. Fuimos paseando los tres, yo en medio y cogido de la mano de Arsenio y de mi padre, andando por la Avenida de Finisterre, mientras ellos hablaban de fútbol y yo le daba patadas a cualquier cosa tirada en el suelo. Arsenio me animaba diciendo «Tes unha boa esquerda, rapaz».  Aquello no fue una premonición ya que nunca fui capaz de jugar ni medianamente bien al fútbol.

En los años sesenta y primeros setenta del siglo XX el Deportivo, el Dépor, subía y bajaba continuamente de primera a segunda división. Nos llevábamos grandes alegrías cuando ascendía. Recuerdo sobre todo un partido contra el Rayo Vallecano, el último de la temporada, con un gol de Beci. Yo tendría 15 o 16 años. En aquellos años jugaban Seoane, Belló, Reija, Sertucha, Domínguez, Loureda, Pellicer… Me sabía las alineaciones de memoria. Al año siguiente, decepción, otra vez a segunda. Así una y otra vez. Por ello recibió el nombre de «equipo ascensor». Mis amigos y yo comprábamos, cuando éramos capaces de ahorrar algo del dinero que nos daban nuestros padres, las entradas más baratas, las de la Torre de Maratón, lo que en otros campos sería el gol norte. Eran gradas de cemento y, a no ser que hubiera poca gente, no podíamos sentarnos, teníamos que ver todo el partido de pie. Y la mayor parte de las veces terminábamos empapados, ya que era una grada descubierta y como el cambio climático todavía no se había producido, llovía desde el mes de septiembre hasta el mes de mayo, como tiene que ser. No sé a quién se le ocurriría la idea de hacer un campo de fútbol al lado de una playa, por donde entran todos los vientos del norte y del oeste. Arreciaba la lluvia, pero no caían los goles. Los paraguas apenas nos dejaban ver el partido y muchas veces nos perdimos alguna buena jugada. Pero el ambiente merecía la pena ser vivido y comentado.

Todos los partidos se jugaban los domingos por la tarde y cuando terminaba el fútbol, los aficionados salíamos y nos dispersábamos por el paseo de la playa de Riazor, por Rubine hacia la plaza de Pontevedra, por Ciudad Jardín… Nosotros nos íbamos a la plaza de Pontevedra, al café Unión, y solíamos tomarnos un café o un refresco mientras estábamos rodeados de jugadores de ajedrez. Comentábamos en voz baja las incidencias del partido y observábamos las partidas rápidas donde Merino o Prada ganaban siempre. Poco a poco me fui aficionando y dejé de lado el fútbol, donde nunca destaqué y me dediqué a jugar al ajedrez, donde tampoco brillé y no pasé de principiante o poco más.

Muchos coruñeses, además de deportivistas éramos también del Real Madrid. Sobre todo porque bastantes jugadores de la cantera del Dépor llegaron a jugar en el club blanco: Amancio, Veloso, Buyo… Y también muchos del Madrid jugaron en el Deportivo: Aldana, Martín Vázquez, Víctor González, Amavisca, Arbeloa… Así que teníamos el corazón partío, sobre todo cuando se enfrentaban ambos equipos. Lo bueno era que nunca salíamos decepcionados del todo, perdiera quien perdiera. Por otro lado, en La Coruña siempre veraneaban muchos madrileños y el Real Madrid jugaba en numerosas ediciones del Terresa Herrera. Había una buena hermandad y camaradería entre ambas aficiones. Hasta que le Deportivo se convirtió en el Súper Dépor. De la mano, mejor dicho, de los pies de jugadores como Bebeto, Donato, Mauro Silva, Fran, Liaño, López Rekarte o Claudio y con la sabiduría de un modesto entrenador, Arsenio Iglesias, el Deportivo de La Coruña fue capaz de tratar casi como a iguales a los todopoderosos Madrid y Barcelona. Y ahí cambió todo, porque ahora los dos grandes, sobre todo el Madrid, el equipo más grande de Europa, ya eran rivales a los que durante algún tiempo el Deportivo trató de tú a tú y llegó a luchar con ellos por el campeonato de Liga. Así que la amistad y la camaradería se convirtió en rivalidad, en enfrentamientos a cara de perro. El Madrid ya no era el amigo, sino un enemigo declarado, casi como el Celta, aunque esto son palabras mayores.

Pero las grandes alegrías vienen acompañadas, sobre todo cuando no se está acostumbrado a ellas, de grandes decepciones. La peor de todas, con mucha diferencia, se produjo hace exactamente 25 años, al final de la temporada 1993/94. El Súper Dépor había estado casi toda la temporada de líder de la Liga, con un juego muy seguro en defensa y eficaz en el ataque. La rapidez y capacidad goleadora de Bebeto, la fuerza, potencia y determinación de Donato y Mauro Silva, la calidad de Fran, la seguridad de  Liaño en la portería y la clase de Djukic en la defensa; todo ello hizo que prácticamente toda la España aficionada al fútbol deseara que el Deportivo de La Coruña, por primera vez en su historia, se proclamara campeón de Liga. Llegó el fatídico 14 de mayo de 1994, último partido del campeonato en Riazor, contra el Valencia, que no se jugaba nada. El Barcelona, que estaba entrenado por Cruyf, jugaba contra el Sevilla.

Reconozco que yo estaba muy nervioso. Que un equipo modesto, mi equipo, fuera capaz de lograr un trofeo tan valioso me parecía casi imposible. Así que decidí no ver el partido. Nos fuimos Carmen y yo a Sevilla (entonces vivíamos en Montequinto) y nos metimos en el cine, a ver la película Lo que queda del día, protagonizada por Antony Hopkins y Emma Thompson. Casi no me enteré del argumento ni me fijé en lo que ocurría en la pantalla. En aquella época no había teléfonos móviles y no podía ir sabiendo el resultado. Los minutos fueron pasando muy lentamente y mi nerviosismo fue aumentando. Así que cuando salimos, nos metimos en el primer bar que encontramos y nada más entrar escuché los comentarios de algunos parroquianos. El corazón me dio un vuelco. Estaban repitiendo las jugadas del partido y pude ver cómo Djukic fallaba el penalti en el último minuto, la desesperación de jugadores y aficionados, la fuente de Cuatro Caminos vacía. Se me hizo un nudo en la garganta y se me saltaron las lágrimas de rabia, de pena. No fui capaz de tomarme ni una cerveza y le dije a Carmen que nos fuéramos para casa. No tenía el cuerpo para farolillos. Lo peor es que Carmen, que no entendía aquello, se enfadó y me dijo que se alegraba de lo que había pasado. Prefiero no recordar la amargura de la derrota y las crueles palabras de mi mujer. Lo malo es que nos enteramos de que el Barcelona había pagado muy bien a los jugadores valencianistas, que lo reconocieron unos años después. El poderoso, como casi siempre, había vencido al débil. Lo de David y Goliat se ve muy pocas veces. 

A partir de aquello decidí que no valía la pena tomarse semejantes sofocones por el fútbol, ni por ningún deporte. Poco a poco me fui apartando y dejé de seguir a mis equipos. Me alegraba algo si ganaban pero apenas me conmovía si perdían. Ahora veo algún partido de fútbol, baloncesto o tenis con mucha placidez, relajado, disfrutando del espectáculo pero sin agobiarme por el resultado. Quizás el que menos me atrae es el fútbol. Lo único que me molesta es que mi hijo Santiago es del Barcelona. ¿A quién habrá salido este niño?

Están a punto de cumplirse 25 años del penalty fallado por Djukic