Renovando el chiringuito

No me llaméis Juan Pedro, por favor, llamadme Juampe, porque ese es mi nombre artístico con el que pretendo hacerme rico y famoso. Dentro de unos años veréis titulares como éste: “El nuevo álbum de Juampe supera todas las expectativas y vende más de un millón de copias en la primera semana”. Por soñar que no sea. Ya sé que no soy muy agraciado físicamente, que tengo una estatura más bien baja, que mi nariz aguileña destaca excesivamente en un rostro demasiado vulgar y que mi pelo lacio está escaseando día a día, pero mis fans no se fijarán en mi aspecto porque estoy convencido de que mis canciones van a triunfar… Creo que me estoy adelantando a los acontecimientos, así que empecemos por el principio, como cualquier buena historia.

Hoy se cumple un mes desde que un fresco amanecer de marzo cerré silenciosamente la puerta de casa y, sin mirar atrás, abandoné un hogar que en el último año se había convertido casi en un infierno. Ya no podía aguantar los reproches, los gritos, las miradas insidiosas. El ambiente era irrespirable. No me gusta estudiar y sólo disfruto tocando la guitarra y componiendo canciones, pero eso no lo comprenden en casa, sólo quieren que me convierta en un hombre de provecho, en alguien como mi padre, un oscuro y aburrido funcionario que se conforma con cobrar un pequeño sueldo a final de mes, sentarse delante de la televisión y, de vez en cuando, salir a comer con la familia. Yo no soy igual que él. Lo siento por mi madre, que sufre en silencio las discusiones y los enfrentamientos. Yo vivía en un pequeño pueblo del Aljarafe sevillano y, aunque en un principio tuve la tentación de irme a Madrid, porque allí hay más oportunidades, decidí irme a Sevilla. No me arrepiento.

Los primeros días, con algún dinero que había ahorrado de los regalos de reyes, cumpleaños y santos, además de una pequeña paga que mi madre, sin que mi padre lo supiera, me daba de vez en cuando, me alojé en una pensión del centro de la ciudad. Mi habitación es pequeña, pero limpia, sin lujos de ningún tipo y con aseo compartido con otros clientes. En el precio está incluido el desayuno y la cena, las comidas las hago en cualquier sitio, a veces un bocadillo y, con suerte, algún menú del día en cualquier bar.

Actúo en la calle Sierpes, en la avenida de la Constitución, en la Puerta de Jerez, en los lugares donde sé que hay mucho turismo, ese que está haciendo del centro de Sevilla un lugar impracticable. No gano mucho, pero voy tirando y espero que, a partir de ahora, mi vida mejore por lo que os voy contar. Una tarde, cuando estaba tocando y cantando en la calle Sierpes, observé que tres hombres, que venían charlando animadamente, se detuvieron frente a mí y empezaron a escucharme. Uno de ellos, el mayor, de unos sesenta años, con una gran barriga y casi calvo, cuando terminé la canción y me disponía a cantar otra, empezó a cuchichear con los otros dos, uno muy trajeado, delgado, con el pelo engominado y de unos cuarenta o cuarenta cinco años y el otro, el más alto y fuerte, con grandes manos que movía nerviosamente, vestía un pantalón vaquero y una camisa azul bastante ajada. Seguí cantando varias canciones más y ellos, detenidos frente a mí, me escuchaban atentamente. Durante ese tiempo, los tres se fueron turnando y me echaban alguna moneda en el cesto que tenía a mis pies.

Cuando recogí el dinero, un billete de diez euros que me había dejado uno de los hombres y otras monedas más y me disponía a guardar la guitarra en su funda para irme, el mayor se acercó y comenzó a hablarme.

—Me gusta mucho cómo cantas y tus canciones me parecen muy buenas. ¿Son todas tuyas? —me preguntó.

Yo le dije que sí y entonces me hizo una propuesta.

—Mi nombre es Miguel. Soy el propietario de un chiringuito en Matalascañas, que he cerrado en invierno y que voy a reformar porque se ha quedado bastante anticuado y necesita urgentemente diversos cambios. Me he puesto en contacto con un carpintero, ese hombre alto que ves ahí, al que conozco desde hace años porque es cliente habitual, le he explicado lo que quería hacer y me ha hecho un presupuesto que he aceptado. Entre los cambios, pretendo incluir actuaciones por las tardes y por las noches. Me gusta tu estilo, así que te propongo lo siguiente: firmamos un contrato con un sueldo fijo, al que se añadiría lo que los clientes dejen de propina, además de alojamiento y comida. ¿Aceptas?

La verdad es que no me lo pensé mucho. La perspectiva en Sevilla no era demasiado halagüeña, así que le pregunté cuánto cobraría, la cantidad me pareció bien y le dije que en unos días, a finales de abril, me presentaría en Matalascañas. Miguel me presentó a los otros dos hombres: Andrés, el carpintero, tímido y callado, y Julio, el trajeado, que resultó ser un representante de bebidas que surtía al chiringuito de Miguel. Nos despedimos y al día siguiente Miguel se presentó muy temprano en la pensión, me mostró el contrato y como no vi nada raro, lo firmé. Durante un par de semanas seguí tocando por las calles y plazas de Sevilla, hasta que llegó la fecha acordada con mi jefe.

Y aquí estoy, en Matalascañas, sentado en la playa, frente a la Torre de la Higuera y detrás de mí, el chiringuito donde estoy ayudando a Miguel y a Andrés, el carpintero. Andrés es un auténtico manitas, capaz de transformar cualquier madera en una obra de arte, aunque también sabe de fontanería, albañilería y electricidad. A él lo que le gusta realmente es tallar figuras, hacer objetos de cocina como lebrillos, cucharas, tenedores, cunas o cualquier otro encargo que le hagan sus vecinos. Siempre tiene trabajo y el taller, según me cuenta, está lleno de herramientas, de tablones, de troncos de roble o de castaño y el suelo, alfombrado de serrín, que se encarga de recoger al final de la tarde, cuando termina el trabajo. Conoce hace muchos años a Miguel y éste, que sabe bien lo minucioso, serio y responsable que es Andrés, le pidió el favor de que le ayudara a reformar su chiringuito, El Chiringuito de Miguel, que así se llama el restaurante, un nombre poco original y que también debería cambiar. Hasta hace unos años era el más conocido y al que acudía una clientela fiel, pero últimamente, una serie de problemas, como averías eléctricas, temporales que arrancaron de cuajo el techo y el que pusieron demasiado deprisa estaba casi cayéndose, aseos pequeños que se atascaban continuamente, etc., obligaron a Miguel a plantearse la reforma, que está ya muy avanzada. Suelo, techo y paredes de madera, dos salones amplios, una barra que permite atender a más de veinte personas, un porche que se puede cerrar con ventanales de cristal que se deslizan para los días en los que el viento sopla con demasiada fuerza y, lo más importante para mí, una tarima ligeramente elevada, situada en uno de los extremos, donde voy a tocar y cantar cuatro días a la semana, siempre los sábados, domingos y festivos. Pero hasta que se inaugure el chiringuito todavía queda más de un mes, así que aprovecho para echarles una mano a Miguel, a sus dos hijos mayores y a Andrés. Me gano un sobresueldo, porque eso no figuraba en el contrato, que me permite ahorrar un poco de dinero y aprovecho el tiempo libre para seguir componiendo canciones, ensayarlas y para pasear por la playa y por el pueblo, que está casi desierto durante el invierno y empieza a animarse bien entrada la primavera.

Hoy ha venido Julio, el representante de bebidas con el que Miguel lleva trabajando hace un par de años. Julio, siempre trajeado con corbata y chaqueta, le está ofreciendo a Pedro un amplio surtido de vinos. “Hay que renovar la carta, Pedro; ahora la gente, además de la cerveza, pide buen vino, no se conforma con lo que antes llamábamos vino de garrafón; cada vez se entiende más y no puedes dar gato por liebre”. Miguel asiente y Andrés y yo le damos la razón a Julio. Paladear un buen vino, como el que traía mi padre a casa, es una experiencia muy agradable. Aquí en el chiringuito se pueden hacer cosas muy agradables, además de beber un buen vino, como disfrutar con la comida, charlar con las personas que queremos, contemplar la playa, el mar, el cielo, dejarse acariciar por la brisa o escuchar buena música, la mía, sin ir más allá.

No sé cuánto tiempo aguantaré aquí, si El Chiringuito de Miguel volverá a llenarse como antes, si Miguel me renovará el contrato o si, por casualidad y por suerte, alguien me escucha, me ofrece grabar un disco y me convierto en un cantante famoso. Pero, mientras tanto, disfruto de mañanas apacibles, paseos por playas solitarias de arena finísima, y atardeceres y puestas de sol que tiñen el cielo de tonos cálidos. Quizás este sea realmente mi lugar, para qué buscar la fama, el dinero, las multitudes, si aquí tengo casi todo lo que quiero y me gusta. Tengo que darle más vueltas a esta idea.

Los lugares de la infancia

A medida que vamos cumpliendo años y llegamos a lo que el lenguaje culto denomina edad provecta, seguramente para no utilizar términos como anciano o viejo, echamos la vista atrás y nos refugiamos en esos lugares de la infancia que atesoran recuerdos imborrables. No sé si todas las personas pueden decir lo mismo, pues a veces la infancia es la edad más cruel, sobre todo porque en esas edades no se tienen las herramientas para combatir la adversidad.

Mi primer recuerdo, mi primer lugar, aunque no sé si es real o soñado, es una calle solitaria por la que voy andando con mi madre, que me coge de la mano. Seguramente es invierno porque voy vestido con un abrigo y un gorro de lana. Árboles desnudos en la acera, casas bajas con pequeños jardines delanteros muy bien cuidados, ruidos apagados, como si yo estuviera nadando debajo del agua y una luz difusa, grisácea, porque en el norte y en invierno el gris es el color predominante.

Miro a mi madre y me sonríe. Siempre me ha gustado, y me sigue gustando todavía, su sonrisa fresca, alegre, luminosa, que se convierte en risa con gran facilidad. Tiene mucho mérito porque la vida no ha sido fácil para ella. Apenas recuerdo algo más, quizás un coche que pasa de vez en cuando, el saludo de algún vecino con el que mi madre se detiene a charlar, unos niños que juegan a la pelota en el descampado que hay al final de la calle.

Años más tarde los recuerdos son más nítidos. Cuando mi padre compró el Seat 600, todos los domingos nos íbamos a playas cercanas o a los bosques y prados que rodean la ciudad, con las sillas y la mesa plegable que mi hermano y yo éramos capaces de bajar de la baca del coche y que montábamos en muy poco tiempo. Mi padre, que falleció demasiado joven, era muy distinto a mi madre, más serio, más callado, más reflexivo, el típico gallego nacido en una aldea y hecho a sí mismo a base de mucho esfuerzo. A mi padre le gustaban los lugares solitarios, lejos del bullicio, sombríos, en los que reinara el silencio, la tranquilidad. Nos llevaba a arboledas susurrantes con la brisa, a bosques de carballos, hayedos, sauces, fresnos, nogales, castiñeiros, con arroyos de aguas frías en las que apenas podíamos mojarnos, pero rodeados de aromas y plantas que él nos iba explicando. Fieitos (helechos), fiunchos (hinojo), toxos, hierbaluisa, laurel, malva… Muchas de ellas servían para la fiesta de San Juan, dejándolas toda la noche en agua y lavándonos la cara al día siguiente con ese agua. Nos encantaba ir a recogerlas al campo con mis padres unos días antes, dejarlas en una bolsa de tela y esperar a la noche antes de la fiesta. Ya hemos perdido esa costumbre.

Mi padre también nos llevaba a las más lejanas costas de Arteixo, de Cayón, de Malpica, a las playas de Sabón, de Barrañán, de Valcovo. El paisaje allí era hermoso, se podría decir que majestuoso, fascinante. A mis padres les gustaba detenerse a contemplar la costa, repleta de pequeñas playas solitarias y silenciosas, en las que el azul del mar y del cielo y el verde de los prados y bosques se mezclaba con el blanco de las nubes de algodón y de la espuma del agua. Desde arriba apenas se escuchaba el rumor del mar, que rompía contra la arena y contra las rocas que la salpicaban. A las playas había que bajar por laderas escarpadas, por senderos abruptos y a veces peligrosos en los que había que tener mucho cuidado para no resbalar, pero a nosotros nos encantaba la aventura y mis padres eran jóvenes, fuertes y ágiles. Jugábamos entre las rocas y éramos capaces de escalar algunos metros por las laderas, agarrándonos a los matorrales que crecían en abundancia, cogíamos cangrejos en las charcas que dejaba la marea baja y también había lapas, minchas, mejillones, que servían para darnos una buena cena de marisco por la noche. También hacíamos castillos en la arena y jugábamos al fútbol con la pelota que todos los años pedíamos a los reyes y que nunca llegaba al final de año, pues se rompía antes. Si teníamos suerte y el mar no estaba demasiado embravecido, lo cual era raro, podíamos bañarnos en un agua helada, aunque el día fuera caluroso y salíamos tiritando y con los labios azules. Mi madre nos esperaba en la orilla con una toalla que nos permitía entrar en calor en pocos minutos. Esos días regresábamos a casa cantando en el coche, sin apenas tráfico, muy cansados, pero contentos y alegres y mis padres reían y también cantaban y se miraban a los ojos y callaban.

Pero mi padre no siempre conseguía llevarnos a donde él quería. Mi madre lo convencía para llevarnos a Riazor o al Orzán, las playas urbanas de Coruña a las que podíamos llegar andando, cargados con las toallas, las sombrillas y algo de comida, sobre todo tortilla de patatas y chuletas empanadas. Allí todo era distinto, ruidoso, todo era más transparente, más colorido, más brillante. Las sombrillas, los gritos de los vendedores de helados, de pipas o de patatas fritas, las carreras y los chillidos de los niños jugando en la orilla, los gritos de las madres llamando a sus hijos o advirtiéndoles del peligro de no bañarse hasta que no hicieran la digestión. A mi madre le gustaba mucho más ese ambiente, quizás porque venía del sur y estaba acostumbrada a ese bullicio, pues de joven había veraneado en Punta Umbría, a donde llegaba desde Huelva en la canoa que recorría la ría. La arena dura y más oscura de Riazor contrastaba con la arena fina y blanca del Orzán, que nos gustaba más, porque es más grande, aunque el agua rompe con más fuerza pues el mar apenas encuentra obstáculos, al contrario de la de Riazor, que tiene barreras naturales de roca que forman, con la marea baja, pequeños lagos de agua cristalina.

Después de tanto tiempo, todavía tengo presentes muchos de esos recuerdos, que me vienen a la memoria cuando regreso a Coruña, mi lugar de la infancia, seguramente el lugar más acogedor al que a veces tenemos que acudir para refugiarnos.

El becario

Odriozola es el jefe de redacción de La Voz de Aragón, el diario más importante que se publica en Zaragoza. Fue nombrado por el anterior director del periódico hace diez años y ratificado por el actual, que sólo lleva tres en el cargo. Todos le llaman por su apellido, ya que su nombre, Agapito, siempre le dio bastante apuro y por el que fue objeto de muchas burlas cuando era niño y adolescente, así que desde el primer día que comenzó a trabajar como periodista siempre firma como A.Odriozola y se presenta ante todo el mundo mediante el apellido. Odriozola llegó hoy temprano a la redacción, el primero, como casi todos los días. Va a entrevistar a un becario recomendado por un familiar y pretende hacerle las preguntas de siempre, a ver si Luis Martínez, que así se llama el interfecto, tiene madera de periodista.

Odriozola está sentado en su despacho, desde el que se contempla la gran sala donde se ubican las mesas de los redactores, pues las paredes tienen grandes ventanales. Mira el reloj y cuando van a dar las cuatro de la tarde ve acercarse por el pasillo a un joven alto, con una coleta y un par de pendientes en sus orejas. Según su opinión, viste de forma desaliñada, con una camiseta negra y unos pantalones vaqueros rotos por las rodillas, como los que llevan muchos jóvenes en la actualidad. “Por lo menos es puntual”, se dice mientras Luis llama a la puerta, que él ha dejado cerrada a propósito.

—Adelante —dice Odriozola con su voz de bajo, muy apreciada en el coro de la basílica del Pilar donde ensaya tres veces por semana.

—¿Puedo pasar? —pregunta con timidez el posible becario mientras abre la puerta.

—Puedes pasar y sentarte. Mi cuñado Alberto me ha hablado muy bien de ti, no te importa que te tutee, ¿verdad? Tú también puedes hacerlo, claro.

Después de unos segundos de silencio, en los que Odriozola lee un par de hojas que tiene encima de la mesa, sigue hablando.

—He leído tu currículum y compruebo que tienes unas notas excelentes en la Universidad, que también comenzaste a estudiar Comunicación Audiovisual, que lo dejaste antes de empezar segundo y que has colaborado con un periódico digital, pero como lo que a ti te gusta es el periodismo tradicional, también lo has dejado. ¿Estoy en lo cierto?

Antes de que Luis empiece a hablar, el móvil de Odriozola comienza a sonar, éste mira la pantalla un momento y le hace un gesto con la mano para que no hable. Escucha durante unos segundos a alguien que debe estar hablando muy alto, pues Luis oye casi toda la conversación.

—¿Dices que acaba de ocurrir en la calle Doctor Iranzo, en la tienda Frutos Secos El Rincón? —le dice Odriozola a su interlocutor—. Eso está cerca del periódico. Ahora envío a alguien para que cubra la noticia.

Odriozola se queda pensativo unos segundos, mira hacia la sala, comprueba que todavía no ha llegado ninguno de los redactores y se decide.

—Has tenido suerte, Luis, o mala suerte, según se mire. Acaba de ocurrir un atraco aquí cerca, en la calle doctor Iranzo. Yo no puedo cubrir la noticia porque estoy esperando al director y a otros compañeros para montar las planas del periódico de mañana. Así que acércate al Rincón, que así se llama la tienda, entérate de lo que ha pasado, entrevista a todas las personas que puedas, incluida la policía, que ya estará allí, y vuelve lo antes posible para ver si podemos insertar lo que escribas en el número de mañana.

Luis, que no ha podido hablar todavía, mira asombrado a Odriozola, balbucea algo, lo que parece ser una frase de agradecimiento, se da media vuelta y sale disparado del despacho.

Odriozola ve alejarse la figura de Martínez (así lo llamará a partir de entonces) y sonríe. Recuerda cuando él comenzó hace ya mucho, demasiado tiempo. Tenía veintitrés años y llegó al periódico también por recomendación de su abuelo, que era un empresario que se gastaba bastante dinero en la publicidad del diario. Pasó con nota la prueba que le hizo el jefe de redacción de aquella época, ya jubilado hace muchos años y aquí estaba, en un puesto que le encantaba, rodeado de periodistas cada vez más jóvenes y que lo apreciaban por su buen criterio, por la calidad de sus escritos y por la cercanía y confianza que mostraba.

Pasaron varias horas, la redacción se fue llenando poco a poco, los teléfonos y los móviles no paraban de sonar y cuando Odriozola ya casi lo había olvidado, vio llegar a Martínez, que se acercaba apresuradamente al despacho. La puerta estaba abierta y antes de que pidiera permiso le dijo a Martínez que entrara. Tenía en la mano varios folios escritos y se los entregó. Odriozola leyó las hojas, tachó muchas líneas, corrigió algunas palabras y con una sonrisa, se las devolvió. Después le preguntó qué tal había ido todo. Martínez, ya sentado y más tranquilo, comenzó a hablar

—Muy bien, sin problemas. Las empleadas, la policía y las personas que habían visto lo ocurrido han colaborado.

Siguió hablando durante unos minutos más. Odriozola se levantó, le dio un apretón de manos y le confirmó que, a partir de ese momento, formaba parte del equipo.

Al día siguiente, en la sección local del periódico, en la página 16 y con una foto de la tienda, apareció la siguiente noticia:

Atraca una tienda de Zaragoza y acaba en el mostrador vendiendo croissants

El detenido esgrimió un cuchillo y encerró en el almacén a las dependientas. A una vecina de Zaragoza le atendió y le cobró 2 euros por un zumo y bollería.

Sara lleva a sus espaldas varios atracos, pero el último que ha vivido no lo podrá olvidar. Un hombre entró en la tienda de Zaragoza en la que trabaja, esgrimió un arma y la encerró en un almacén, junto a su compañera. Cuando consiguieron salir de la trastienda vino la sorpresa: estaba detrás del mostrador atendiendo a una mujer que le había pedido dos croissants y un zumo. No se lo podían creer.
El asalto se produjo pasadas las 09.00 horas. Llevaba escasamente media hora abierto este establecimiento situado en el zaragozano barrio de Las Fuentes, cuando el sospechoso accedió al local vestido de negro, con mascarilla y con una especie de bufanda al cuello para taparle lo máximo posible.
Rápidamente esgrimió un cuchillo que, según Sara, «parecía un cuchillo de cocina, era enorme». «Yo estaba colocando unas chocolatinas y mi compañera el pan. Vi que se acercaba a ella, le ponía el arma en la cadera y nos pedía el dinero de la caja registradora», recuerda. Poco iba a sacar de ahí puesto que acababan de abrir y porque los sistemas de seguridad que tiene esta cadena de establecimientos impide esta clase de robos.
«En un momento dado decidió meternos por la fuerza en el almacén, pensaba que nos encerraba ahí, pero nosotros tenemos las taquillas y, por lo tanto, acceso al teléfono móvil con el que llamamos a la sala del 091 de la Policía Nacional», afirma esta dependienta que reconoce que el miedo aún lo tenía en el cuerpo porque «nunca se sabe cómo termina».
El supuesto autor de este insólito robo con intimidación ocurrido en el Frutos Secos El Rincón de la calle doctor Iranzo fue detenido por el Grupo de Robos con Violencia de la Jefatura Superior de Policía de Aragón, tras una investigación basada, principalmente, en las cámaras de seguridad. Ayer pasó a disposición del Juzgado de Instrucción número 5 de Zaragoza, cuyo magistrado acordó la libertad provisional. Ante él, el hombre J. A. C. R., de 47 años, negó los hechos, asistido por la abogada Silvia Benedicto. Tiene antecedentes por hechos similares y hace un año salió de prisión.
El ahora detenido no contaba con que la trastienda del establecimiento tenía una puerta trasera que daba a la calle. Las dos mujeres hicieron todo lo posible para poder salir por ahí, ya que es de seguridad, y volvieron a ver la luz de la calle. En ese momento estaba llena. Avisaron a sus compañeras del establecimiento Martín Martín que tenían enfrente y entraron a su tienda, cuando vieron que este hombre estaba detrás del mostrador atendiendo a una clienta. Ella ya estaba pagando, 2 euros, en concreto, después de haberle servido dos croissants y un zumo. No se sabía el precio, así que él fijó cuánto costaba eso.
Ante la presencia de las dos dependientas, el hombre saló corriendo del lugar con un botín bastante pobre, los dos euros que había cobrado a la mujer. No había conseguido el dinero que en ese momento había recaudado en la caja fuerte. Ya disfruta de la libertad provisional. La investigación continúa, ya que las dependientas no pudieron identificarle en la rueda fotográfica que les hicieron. La Policía sí por ser «un viejo conocido».

El cubo de la basura

Cántico doloroso al cubo de la basura

Tu curva humilde, forma silenciosa,

le pone un triste anillo a la basura.

En ti se hizo redonda la ternura,

se hizo redonda, suave y dolorosa.

Cada cosa que encierras, cada cosa

tuvo esplendor, acaso hasta hermosura.

Aquí de una naranja se aventura

su delicada cinta leve y rosa.

Aquí de una manzana verde y fría

un resto llora zumo delicado

entre un polvo que nubla su agonía.

¡Oh!, viejo cubo sucio y resignado,

desde tu corazón la pena envía

el llanto de lo humilde y lo olvidado.

Rafael Morales (1919-2005)

Los veranos en casa de los abuelos eran una fiesta interminable. Mi hermano y yo, cuando estudiábamos primaria, estábamos deseando que terminaran las clases y comenzaran las vacaciones, pues sabíamos que en un par de días, después de meter lo imprescindible en un pequeña maleta, nos llevarían al pueblo, que estaba cerca de la ciudad, a menos de media hora. La aldea en la que había nacido mi padre y donde todavía vivían mis abuelos, tíos y primos eran apenas diez o quince casas de piedra con huertas, campos alrededor y una sola calle, que en aquella época no estaba asfaltada y tenía el firme muy irregular. La llegada a la aldea era una fiesta, pues todos nos esperaban en las puertas y nada más aparcar nosotros salíamos corriendo del coche, les dábamos un par de besos muy rápidos y nerviosos a los abuelos y nos mezclábamos con los amigos y primos, que ya nos tenían preparadas una gran cantidad de excursiones y aventuras que nos iban explicando mientras caminábamos por la calle y nos adentrábamos en los campos de los alrededores. Ese día comíamos en el gran comedor, además de mis abuelos, mis padres y nosotros, algún tío y algunos primos, para que los más pequeños no nos aburriéramos con las charlas de los mayores.

Recuerdo la gran mesa rectangular de madera y el olor al caldo y a la carne asada con patatas y verduras, que era el menú con el que todos los años éramos recibidos. Por la tarde, mis padres regresaban a la ciudad, previas advertencias de mi madre:

—No le deis mucho castigo a los abuelos, lavaos bien la cara por las mañanas y las manos antes de comer, ayudarla a poner y a quitar la mesa, no estéis demasiado tiempo fuera de casa para que abuela no se asuste y avisarla a dónde vais. No os acostéis sin asearos bien antes, lavaos los dientes después de comer y rezad vuestras oraciones antes de dormiros.

Ya nos sabíamos de memoria las instrucciones porque siempre decía lo mismo. De comer nunca decía nada, porque sabía que la abuela nos hartaba y terminábamos el verano con unos kilos de más, a pesar de que no parábamos ni un momento.

Las horas, los días y las semanas pasaban sin darnos cuenta. Cuando mis padres venían de la ciudad los fines de semana, nos contaban noticias de nuestros amigos, aquellos que no tenían la suerte de poder veranear fuera de la ciudad, que eran la mayoría.

Una de las cosas que más nos gustaba era sacar el cubo de la basura por la noche, pues nos permitía seguir hablando con nuestros vecinos y amigos cuando ya había anochecido. El silencio en la aldea sólo era roto por algún pájaro nocturno o por el rumor de los pinos cuando soplaba el viento. Las conversaciones con los amigos se hacían en voz baja, al contrario que durante el día, que siempre hablábamos a gritos. El cubo de la basura estaba fuera, en el patio, al lado de la puerta de la cocina. Era un cubo redondo y alto, negro, con dos asas que cogíamos mi hermano y yo, cada uno por un lado, ya que pesaba bastante. El cubo no lo sacábamos todas las noches, sino sólo dos o tres por semana. Antes se aprovechaban mucho más las cosas, apenas se tiraba comida. Incluso los huesos y los desperdicios se apartaban para dar de comer a los dos cerdos que criaban los abuelos en el campo, cerca de la casa. En aquella época sólo había un cubo de basura en cada hogar y ahí se tiraba todo, comida, papeles, pequeños trastos, algún plástico, cosa rara porque entonces apenas se utilizaba el plástico. Reciclar era una palabra desconocida.

Nunca me fijé en los cubos de basura, como estoy seguro de que nadie se fija, hasta que, algunos años después, una profesora de Lengua Española en cuarto de Bachillerato Elemental nos recitó un poema de Rafael Morales, autor del que nadie había oído hablar. El poema se titulaba Cántico doloroso al cubo de la basura y nos impactó por la belleza de los versos dedicados a un objeto tan poco atractivo, sucio y maloliente. “Todo en la naturaleza, en nuestras vidas, en lo que nos rodea, tiene belleza, nos dijo la profesora; sólo hay que saber mirar”. Nunca se me olvidó la frase e intento aplicarla desde entonces. Y un par de años después, como ejercicio de redacción libre y recordando el poema, elaboré un pequeño texto cuyo título era, precisamente, El cubo de la basura.

En un rincón de la cocina yace un cubo de la basura, un guardián silencioso de los desechos del hogar. Lleno de restos de comida, envoltorios vacíos y otros despojos del día, el cubo espera pacientemente su destino final. Aunque a menudo ignorado, su presencia es imprescindible para mantener la limpieza y el orden en el hogar. A medida que se llena, el cubo de la basura se convierte en un testigo mudo de la vida doméstica, acumula historias efímeras de las actividades de sus habitantes. Finalmente, cuando su carga se vuelve demasiado pesada, el cubo cumple su propósito último al ser vaciado, dejando espacio para un nuevo ciclo de desechos, renovando su papel como humilde, pero esencial componente del hogar.

La profesora, que era la misma que me había leído el poema de Rafael Morales un par de años antes, me dio un aprobado raspado y me dijo:

—José Manuel, tu redacción, además de ser muy corta, es una burda copia del poema que leímos en cuarto. Tienes que espabilarte, leer más y escribir mejor.

Y aquí estoy, intentando aprender lo que no aprendí en su momento.

El poeta

Hace muchas semanas que al poeta no se le ocurre nada, ni un mal verso que llevarse a la pluma. Todas las mañanas, cuando se levanta, después de desayunar con su mujer y sus dos hijas y despedirlas, una a su trabajo y las niñas al Instituto, se dice que hoy va a ser el día, que parece que ha soñado con una buena idea, con una frase, con un par de palabras que pueden ser el comienzo de un buen poema. Se encierra en su escritorio, coge un folio en blanco y su pluma de la suerte, la que le regaló su mujer en su cincuenta cumpleaños y espera que esta vez sí, las musas llamen a su puerta y que él se la abra lleno ilusión. En ese momento, vaya casualidad, llaman a la puerta y él, jubiloso, corre raudo y casi se cae en el pasillo antes de abrirla. Pero cuando abre, contempla a un mensajero de Amazon, que trae un paquete para su mujer. “Seguramente, piensa, serán los cuadros que le enseñó hace unos días en el ordenador y que servirán para colgar en el cuarto de las chicas, porque, como ella dice, ese cuarto tiene una decoración demasiado infantil y es hora de cambiarla”. Firma el recibí, deja el paquete en el salón y vuelve a encerrarse en el estudio.

Después de romper cinco o seis folios con frases inconexas, se levanta, va hasta el salón donde tiene una buena biblioteca y elige varios libros: uno de Walt Whitman, de Bécquer, de Cernuda y también “Los 25.000 mejores versos de la lengua castellana”, publicada por el Círculo de Lectores, del que había sido asiduo lector durante sus años de adolescencia y juventud, aprovechando la suscripción de su padre. Recordó las tardes de invierno sentado al lado de la chimenea, sumergiéndose en el océano de palabras lo transportaban, que le subyugaban y que muchas veces arrasaban sus ojos de lágrimas ante la belleza de las metáforas, de las frases encendidas dedicadas al ser amado o el dolor de la ausencia del ser querido. Y leyó y leyó. Primero a Rodrigo Caro:

Estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

Después a Lope de Vega:

A mis soledades voy,

de mis soledades vengo.

Siguió leyendo a Bécquer, a Rosalía de Castro, a Antonio Machado, a Cernuda. Después siguió con Neruda:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche

Y terminó con Walt Witmann:

Yo me celebro y me canto,

Y de lo que me apropie te debes apropiar

Pues cada átomo mío te pertenece.

Después de un par de horas de lectura, dejó cada libro en su lugar y regresó al estudio. Contempló un momento el paisaje que se divisaba desde la ventana y volvió a intentar escribir algo en el folio en blanco que descansaba sobre la mesa. Pero nuevamente, ni la mano ni la imaginación acompañaron al deseo. Así que se levantó y puso en el equipo de música uno de los discos del concierto de Paco Ibáñez en el Olimpia de París y después otro de Serrat, cantautor que él admiraba. Las horas pasaban lentamente. Miró el reloj y comprobó que tanto su mujer como sus hijas tardarían todavía bastante en regresar. Estaba cansado y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados en la mesa. Antes de quedarse dormido pensó, sin saber por qué, que siempre se regresa a la infancia, al lugar donde se refugian los sueños, la memoria de los momentos alegres, las risas de los hermanos y de los amigos, las caricias de la madre y la mirada orgullosa del padre, la urgencia de la calle en la que se viven y se cuentan aventuras fantásticas. Y pensó que ese lugar de los sueños vuelve cada vez con más fuerza a medida que la edad avanza, abre las puertas de la ilusión y cierra las ventanas de una realidad que nos aplasta.

Se despertó de repente, sin saber bien dónde estaba, aunque al instante recordó todo lo que había pasado en las últimas horas. Comprobó que sólo habían transcurrido unos minutos, pero que le sirvieron para despejar la mente y comenzó a escribir, sin apenas dudar, un poema sobre su infancia, sobre las calles en las que jugó con sus amigos, sobre el tiempo detenido, sobre el asombro que le producía todo lo que iba descubriendo día a día, sobre su juventud; en definitiva, sobre su vida. Y comenzó así:

Aquellos sueños de niño,

cuando jugaba en la calle

riendo con sus amigos.

Siguió escribiendo, incansable e inspirado, reflejando la alegría de su infancia, los anhelos de la juventud y los desengaños de la vida. Y finalizó el poema regresando a la realidad (a la manera de mi amigo Víctor Jiménez):

El niño supo, con los años,

que los golpes de la vida

lo arrastran todo a su paso.

Paul, el mentalista

La historia de la humanidad cambió radicalmente aquella mañana de primavera de 2024, cuando el periodista Paul Schneider estaba entrevistando al líder ruso Vladimir Putin en su despacho del Kremlin. Todo empezó treinta y cuatro años antes, en un barrio humilde de Barcelona. Esta es la historia.

Paul Schneider nació en mayo de 1990, hijo de un electricista de origen alemán y de una dependienta de comercio irlandesa, que se habían conocido a finales de los sesenta, cuando se dedicaban a recorrer el Mediterráneo en autoestop, hasta que decidieron que en España y en Barcelona se vivía muy bien. Los primeros años convivieron en una comuna cerca de Tossa de Mar, pero cuando aquella se deshizo por desavenencias entre sus miembros, decidieron casarse a pesar de sus reticencias al matrimonio, pues si querían alquilar y más tarde comprar un piso y hacer vida normal, no podían hacer otra cosa en aquella época. De vender baratijas en las Ramblas, pasaron a ejercer trabajos más estables y que les permitían afrontar los gastos que, a pesar de su frugalidad, se iban incrementando. Así que él se apuntó a varios cursos de electricista y ella, gracias a hablar inglés, se colocó en una de las mejoras tiendas de ropa de la Vía Layetana. Poco a poco, fueron mejorando su vida y, sin que se dieran cuenta, se convirtieron en clase media, la clase que unos años antes despreciaban.

Paul fue recibido con enorme alegría, pues el matrimonio llevaba cerca de una década intentando tener hijos. La madre había tenido que mantener reposo durante casi todo el embarazo debido a sus abortos anteriores y aprovechaba el tiempo para hablarle a su hijo en inglés, en español, en gaélico, contándole historias fantásticas, cuentos tradicionales de su país y de todo el mundo. Era una voz dulce, acariciadora, melodiosa. A la madre tuvieron que hacerle una cesárea y Paul nació sin arrugas, sin apenas haber sufrido. Quizás fue una premonición, pues a partir de entonces, la vida de Paul Schneider fue, por así decirlo, un camino de rosas. La mejor amiga de su madre, una andaluza que había emigrado desde Almería, siempre le decía: Paul, has nacido con estrella; espero que no te estrelles, y se reía, aunque en su mirada se reflejaba un punto de temor.

Desde pequeño, Paul demostró tener unas aptitudes extraordinarias para el lenguaje. Empezó a decir sus primeras palabras cuando apenas cumplió su primer año y, a partir de ese momento causaba asombro a familiares y amigos de la familia, sobre todo a los irlandeses y alemanes, que venían de vez en cuando a verlos, pues era capaz de hablar en español, catalán, alemán, inglés y gaélico, casi una atracción de feria. En el colegio siempre destacó, no sólo por su dominio en todas las asignaturas, sino también por su capacidad de persuasión, de convencer a sus compañeros y amigos, e incluso a los profesores, de hacer casi siempre lo que él quería.

Dada su facilidad para las lenguas y después de un paso brillante por el Instituto, decidió estudiar idiomas y periodismo, esta última carrera debido a su enorme curiosidad y porque le atraía la posibilidad de trabajar en un periódico como corresponsal en el extranjero y así recorrer el mundo. Consiguió una beca para estudiar en diferentes países, uno de los cuales, Rusia, le atraía profundamente. El paso de la dictadura comunista a un capitalismo casi despiadado le fascinaba. De joven había leído a los grandes escritores rusos, Dostoievski, Tolstoi y, sobre todo, Chéjov. Lo que más le gustaba, y lo que había hecho hasta entonces, era leer en el idioma original, francés, inglés, alemán o italiano. Ahora, tras un convenio con la embajada rusa en España, pudo lograr una beca en la embajada española en Moscú, una especie de intercambio entre ambos países. Y allí se fue, lleno de ilusión, que se convirtió en realidad cuando pudo recorrer el enorme país y aprender ruso durante los dos años que allí permaneció. Regresó a España para terminar los estudios y comenzó a trabajar de becario en el periódico El País. En apenas unos meses, el jefe de redacción se dio cuenta de la gran capacidad y de las aptitudes de Paul y comenzó a enviarlo a cubrir, acompañado de otros periodistas de más experiencia, los grandes acontecimientos que se producían a lo largo del planeta: conflictos armados, revueltas, grandes catástrofes o tomas de posesión de jefes de estado y presidentes de gobierno. En pocos años, Paul se hizo muy conocido entre sus compañeros y también entre los lectores, que veían en él una nueva forma de mostrar y analizar las diferentes situaciones. Lo que nadie sabía es que Paul, sin darse apenas cuenta, había ido desarrollando la capacidad de persuasión hasta convertirse en un poder que, bien utilizado podría acarrearle muchos beneficios. En su adolescencia había leído la saga Fundación de Isaac Asimov y le fascinó el poder de los mentalistas, personas que podían influir en las mentes sin que se dieran cuenta, como tocando un teclado silencioso en los cerebros, manipulando ideas, emociones e incluso sentimientos.

—¿Y si yo fuera capaz de desarrollar ese poder? —se preguntaba Paul.

Poco a poco, con muchos fracasos, pero cada vez con más éxitos, ese poder se fue agrandando y lo probaba con más frecuencia, primero con las personas que conocía, para que dijeran o hicieran lo que a él le interesaba. Desde pequeño había tenido un gran corazón y no se había aprovechado demasiado de aquella capacidad de persuasión, pero esto era otra cosa, ya que, pensándolo fríamente, podría alcanzar metas insospechadas, objetivos que parecían inalcanzables hacía años. El único problema es que tenía que estar cerca de las personas y tocarlas, aunque sólo fuera un instante. No tenía ambiciones políticas ni materiales, porque entonces podría haber sido prácticamente todo lo que quisiera. Poco a poco se planteó intentar que aquellos que estaban a su alrededor fueran más felices, pensaran de forma positiva, se hicieran mejores personas. Y lo consiguió. A partir de entonces, cada vez que lo enviaban a un conflicto armado intentaba entrevistarse con los líderes de los ejércitos, con los presidentes o jefes de gobierno para que cambiaran su postura y desearan lograr la paz. No siempre lo conseguía, fundamentalmente porque en demasiadas ocasiones no le permitían hablar con los máximos responsables. Gracias a su poder, cuatro conflictos en África y uno en Sudamérica finalizaron y se resolvieron con acuerdos de paz.

Sin embargo, todo cambió un día. Sus padres y la amiga de la madre, las personas que más quería, fallecieron cuando estaban de viaje en Ucrania, debido a una bomba que cayó en el hotel en el que estaban alojados en Kiev, justo cuando iban a salir camino de la estación que los llevaría fuera del país. Fue un auténtico mazazo y se prometió que cuando pudiera, se vengaría. Un año después, cuando llevaba una semana cubriendo la guerra en Gaza y comprobó con horror las matanzas de palestinos a manos de los israelíes con el apoyo de los Estados Unidos y la tibia reacción europea, analizó en profundidad lo que estaba ocurriendo en el mundo: las enormes desigualdades, las hambrunas, las guerras permitidas y ocultadas por los países más ricos en los países más pobres, que eran esquilmados sin misericordia, los desastres ambientales producidos por la ambición, la falta de esperanza y de futuro de miles de millones de seres humanos. ¿Todo eso tenía sentido? Ninguno, se dijo.

A comienzos de 2024, Paul convenció al jefe de redacción para realizar una serie de reportajes con los tres principales líderes mundiales, que conformaran una visión global de lo que ocurría en el planeta. Después de muchos intentos. consiguió una entrevista en exclusiva con Biden, que estaba en plena campaña electoral, otra, pocos días después, con Xi Jinping, el líder chino y la última, en el mes de abril, con Vladimir Putin, en el Kremlin. Había perfeccionado su poder mental y después de todas entrevistas no tenía ninguna duda: la guerra mundial definitiva comenzaría en cuestión de semanas y la humanidad desparecería del planeta. Sólo los seres vivos más fuertes y con mayor capacidad de adaptación sobrevivirían y comenzaría una nueva era. La humanidad se lo había buscado y él sería el instrumento de la ira de Dios, si es que éste existe.

Mañana de jubilado

A Alejandro le gusta remolonear, quedarse en la cama un buen rato después de despertarse, escuchando el transistor que tiene en la mesilla de noche, los ruidos que proceden de la calle o las conversaciones de su mujer, que siempre se levanta antes que él, con las vecinas a través del patio. Hace un año que se jubiló y los primeros días seguía despertándose a las seis de la mañana, como hizo durante los cerca de cincuenta años que trabajó, primero con su padre y después con la pequeña empresa de construcción que creó con un par de socios y cuya parte ha dejado a su único hijo. Pero, poco a poco, fue acostumbrándose a levantarse cada día un poco más tarde. Ahora se despierta sobre las ocho y permanece en la cama una media hora más. Después de asearse, vestirse y tomar una taza de café, charla un poco con su mujer, casi siempre sobre los mismos temas, el calentador que no funciona bien, las manchas de humedad en el cuarto de baño, los dolores de huesos, la lista de la compra…, se pone la gorra, le da un beso y sale a la calle. Nunca decide hacia dónde dirigirá sus pasos, le gusta improvisar, dejarse llevar. Vive en un barrio de casitas bajas, no demasiado lejos del centro de la ciudad. Cuando sale por las mañanas le gusta desayunar en alguna cafetería, sentado, si puede ser, en una terraza y contemplar a los viandantes, imaginando qué irán pensando o cómo serán sus vidas. Es una buena manera de pasar el tiempo, mucho más divertida que leer el periódico o un libro. Así, piensa él, se desarrolla mucho más la imaginación y se mantiene la mente más despierta. Los libros, para los intelectuales y los perezosos.

Hoy, cuando está en la puerta de la casa, ve a un grupo de muchachas, seguramente estudiantes de bachillerato, que pasan riéndose y contando una anécdota de una de ellas con un chico que había conocido hacía unos días. Le gusta que ninguna de ellas tenga un móvil en la mano, que es lo que ahora está de moda, andar y escribir al mismo tiempo en el teléfono, sin apenas mirar lo que ocurre a su alrededor, no saben lo que se pierden. Hace unos días comprobó que un joven venía andando hacia él, mirando el móvil y escribiendo. Pensó “yo no voy a cambiar de dirección, a ver qué pasa”. Y cuando estaban a punto de tropezar, dijo en voz alta “¡cuidado!” y el chico frenó en seco, mirándole con asombro y a uno y otro lado, como sin saber dónde estaba. Murmuró una disculpa y siguió andando, perdido en su mundo digital y volviendo a escribir en el teléfono, sin importarle lo que ocurría a su alrededor.

Alejandro siguió durante unos minutos a las tres chicas hasta que llegó a la avenida que terminaba en una gran plaza donde se sentaría a desayunar. La avenida era amplia, con naranjos que en primavera llenaban el aire del olor a azahar que tanto le gustaba. La avenida ya estaba llena de coches que, de vez, en cuando, impacientes, tocaban las bocinas o daban frenazos o acelerones que rompían la monotonía o la tranquilidad que le permitía ensimismarse en sus pensamientos. Los comercios ya estaban abriendo las puertas y los escaparates y los empleados se dedicaban a colocar bien las mercancías. Pasó por la panadería donde compraría el pan cuando regresara del paseo. Conocía al panadero desde hacía muchos años y solía hablar con él de política y de fútbol, los dos únicos temas que le gustaban. El olor del pan recién hecho siempre le recordaba su niñez en el pueblo, donde vivió hasta los diez años. Su abuela tenía un pequeño horno en la habitación que estaba al lado de la cocina (“como te portes mal, te encerraré en la habitación del horno” era la amenaza que más temía de su madre y de su abuela) y le gustaba ayudar a amasar la harina mezclada con el agua, la sal y la levadura, y su abuela le decía que lo hacía muy bien. Lo que menos le gustaba era madrugar tanto cuando había que hacer el pan, esperar a la fermentación y después el tiempo de la cocción en el horno. Pero el olor nunca se le había olvidado y el sabor, tampoco. Nunca había comido un pan como aquel.

Saludó al panadero con la mano y siguió andando. Tuvo que pararse en el semáforo que estaba en la esquina donde una vez vio un accidente de tráfico que nunca olvidó y, entonces, decidió cambiar el rumbo y torcer a la derecha. No recordaba la última vez que había pasado por esa calle, llena de bares y restaurantes con nombres como “La mesa redonda”, “La buena tortilla” o “Sabores de la tierra”. Decidió sentarse a desayunar en “Mesón Casa Manuela”, ya que se llama como su abuela y su bisabuela, menos mal que su madre no se llamaba así, porque no le gustaba ese nombre.

Consiguió una mesa en la terraza y se dedicó a observar a los que pasaban, como hacía siempre. Esa señora mayor, unos setenta años, con el carro de la compra, ama de casa sufrida durante toda su vida, sin apenas alicientes, que se sentará por las tardes a ver la televisión al lado de un marido con el que apenas cruza ya unas palabras. Ese hombre trajeado, apuesto, hablando por el móvil, con un maletín, que irá a cerrar algún negocio y después se verá con su amante, amiga de su mujer con la que mantiene una relación secreta desde hace dos años. Ese grupo de mujeres de edad indefinida que han salido a andar, a hacer ejercicio, con ropas deportivas y que después se sentarán a tomar unas cervezas, a reírse, a disfrutar de la vida. El anciano que se detiene delante de él, pidiendo con la mano extendida sin decir nada; busca en los bolsillos y le da una moneda de un euro y el anciano, con una pequeña sonrisa, murmura un tímido “gracias” y sigue su camino.

Alejandro toma su desayuno, un café descafeinado y una tostada con aceite y tomate. Todo está muy bueno, tengo que desayunar aquí más veces, se dice. Entra en el mesón, paga dejando una propina y sale a la calle. Continúa su paseo y adelanta al anciano, que sigue pidiendo a las personas con las que se cruza, con la mano extendida, sin decir nada. Por un instante siente la tentación de pararse, charlar con él para que le cuente su vida, pero siente pudor, quizás le avergüence decirle que antes era una persona feliz, con mujer e hijos, pero que la mala suerte, malas decisiones, engaños, discusiones, peleas, malos tratos o cualquier otra circunstancia lo llevaron a esta situación. Sigue andando. Mira el reloj y comprueba que van a dar las doce de la mañana. Es buena hora para regresar a casa, comprar el pan, darle un beso a su mujer y hablar con ella, ayudarle en la cocina, comer y sentarse a ver juntos las noticias de la televisión o alguna serie. Una mañana más de jubilado, qué delicia.

La política y los políticos

«Puedo escribir los versos más tristes esta noche» (Pablo Neruda). «Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario» (Amanece que no es poco, película de José Luis Cuerda).

Algunos se preguntarán qué tienen que ver Los veinte poemas de amor y una canción desesperada con el humor absurdo y surrealista de la película rodada en un pueblo de Albacete y con la que disfruto cada vez que la veo. La verdad es que confieso que no lo sé, pero se me ha ocurrido unirlas para hablar de lo que sucede en la actualidad y lo que pasó hace ya 43 años.

El 23 de febrero de 1981 hacía cinco meses que yo vivía en Sevilla -mejor dicho, entre Sevilla y Dos Hermanas, en Montequinto-, tenía 25 años, vivía solo y faltaban poco más de cinco meses para que Carmen y yo uniéramos nuestros destinos (algo de poesía, que no se diga, Neruda). Yo había llegado hacía poco del colegio, porque entonces había jornada partida, me estaba duchando y aprovechaba para escuchar en el transistor la votación para la investidura como Presidente del Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo. Cuando estaba a punto de salir de la bañera, empecé a escuchar los gritos y los disparos. No me resbalé del susto de auténtico milagro. Secarme, vestirme y seguir escuchando las noticias fue lo siguiente que hice. Me senté en el salón, puse la televisión y ya no hice nada más en todo lo que restaba de tarde y noche. Ni siquiera me acuerdo si llegué a cenar. Toda la noche en blanco, esperando con angustia y deseando que todo terminara felizmente, como así ocurrió al día siguiente. Seguro que todos los que vivieron aquello recuerdan con nitidez esas horas y cada 23F vuelvo a recordarlo.

Regresando al presente confesaré algo: estoy cada vez más desilusionado con los políticos y los partidos de nuestro país. Siempre me ha gustado la política porque creo que es imprescindible para el buen funcionamiento de un estado. Aunque nunca he sido militante de ningún partido, confieso que desde que puedo votar, y lo hice por vez primera en 1977, las primeras elecciones libres desde 1936 y las primeras elecciones libres después de la muerte de Franco, siempre lo he hecho a partidos de izquierda. Esa primera vez voté al Partido Socialista Popular de Enrique Tierno Galván (ya no quedan políticos de su talla ni de su preparación). Recuerdo la emoción de ese gesto de elegir la papeleta, introducirla en el sobre, esperar a que me llegara el turno en la fila y votar. Después no he faltado a ninguna cita electoral. Pero confieso que cada vez tengo más dudas y menos ganas.

Lo que ha ocurrido en España en los últimos años se ha producido de manera vertiginosa: crisis económica de 2008, reforma laboral de 2010 de Rodríguez Zapatero, el movimiento 15M de 2011 y la Acampada de Sol, las Asambleas Populares que trajeron un soplo de aire fresco a la política española, el nacimiento de las Mareas y de Podemos, la corrupción del PP y los numerosos casos juzgados y los que todavía están a la espera de juicio, la moción de censura contra Rajoy en 2018, la crisis del PP de Casado y la llegada desde Galicia de Feijóo, la Presidencia del Gobierno de Pedro Sánchez, la pérdida de poder del PSOE en Andalucía y otras comunidades… Sé que hay muchos más acontecimientos, pero tampoco quiero extenderme demasiado.

Lo que sí quiero reflejar es el cansancio y la desilusión que se está instalando en mi percepción y en mis opiniones sobre los políticos. ¿Es que nuestros partidos no tienen mecanismos para conocer los casos de corrupción que hay dentro de ellos? ¿Es que los partidos políticos no saber hacer autocrítica? ¿Es que ningún político sabe o quiere dimitir y/o reconocer sus errores y sus fracasos? ¿Es que los políticos piensan realmente en los ciudadanos o se piensan que somos tontos? Podría seguir haciéndome preguntas de este tipo hasta mañana.

Ni el PP ni el PSOE ni tampoco Podemos, Sumar, Junts…, pueden dar lecciones de  coherencia, de transparencia, de generosidad. El cesarismo se ha instalado en las cúpulas de los partidos y el que se mueva en la foto ya sabe lo que le va a ocurrir. Echo de menos las corrientes críticas, las voces discordantes (García Page, es una excepción), las lógicas discrepancias, tan necesarias en los partidos para evitar su anquilosamiento. Pero observo que eso ya no existe. El último caso, el de Koldo García Izaguirre, parece un esperpento que si viviera Valle-Inclán podría ponerse las botas. No sé qué estudios o qué preparación tendrá Koldo García, pero en su currículum figuran varias detenciones y condenas por violencia, ser portero de un club nocturno, vigilante jurado, escolta, chófer, asesor y escolta de José Luis Abalos hasta hace un par de días . Eso le permitió, entre otras cosas, ser consejero de Renfe Mercancías, además de tener múltiples contactos con empresarios y, según parece, enriquecerse con la venta de mascarillas (creo que es un experto en billetes de 500 euros). Su mujer, además, fue nombrada secretaria en el Ministerio de Transportes. A pesar de las denuncias de miembros de su propio partido, José Luis Ábalos, que no sé qué hace todavía en el Congreso o cómo no ha sido fulminantemente dado de baja en el PSOE, nunca hizo nada y lo mantuvo a su lado. Lo de ver la paja en el ojo ajeno, ya se sabe. ¡Qué decepción! Estoy ya harto del «y tú más».

Voy terminando: la política es necesaria, los políticos son contingentes y, muchas veces, innecesarios, prescindibles totalmente. Los partidos se han convertido en agencias de colocación en ayuntamientos, diputaciones, empresas públicas y privadas, etc., por eso apenas hay ya crítica (¿Qué hay de los mío? es la pregunta que más se escucha en las sedes de esos partidos).

Para terminar, eso sí que es necesario hacerlo, vaya mi recuerdo a las víctimas de la tragedia de Valencia, a las víctimas de Gaza, a las víctimas de la guerra en Ucrania y de otras guerras menos conocidas en lugares recónditos, a los millones de víctimas del hambre, de la codicia, de la violencia machista, de la explotación. Llevamos unos siglos en los que nunca ha sido tan real la locución latina Homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre (y para la mujer, más, añadiría yo).

Y un 23 de febrero de 1837, casi se me olvida,  nació en Santiago de Compostela Rosalía de Castro, a la que dedicaré alguna entrada y muchas más líneas.

Todo comenzó en León

Todo comenzó en León. El camino hasta allí, lleno de dudas, de recuerdos dolorosos, de los gritos y reproches que nos habíamos dirigido ella y yo, mi amor de adolescencia y juventud que se había roto en un instante, sin saber por qué, ese camino, desde una pequeña ciudad de Levante, que se reflejaba en el mar, había finalizado en León. Y ahí comenzó mi nueva vida. Todos me decían que debía romper con el pasado, olvidar, dirigir el futuro, mi futuro, con un nuevo sentido. Decidí, entonces, aconsejado por mi mejor amigo, hacer el camino de Santiago, solo, pensando en lo que me podía deparar el destino, desprendiéndome de las escamas que habían cubierto mi piel, mi vida, con una capa que yo creía sólida y que se deshizo de repente, dejándome desvalido y desorientado. En ese camino tendría que encontrar respuesta a preguntas que ni siquiera me había formulado, pero que, seguramente, estaban ahí y me ayudarían a entenderme mejor.

Hablé con mi jefe y le expliqué lo que me pasaba y lo que quería hacer. Como tenía muy buen concepto de mí, me adelantó mi mes de vacaciones y comencé los preparativos del viaje, que sólo me llevaron una tarde. Al día siguiente cogí el tren, más adelante un autobús, y después de un par de días de viaje, siempre pensando en lo que me había ocurrido, llegué a León. Yo ya conocía la ciudad porque había estado con mis padres cuando tenía unos diez años y me acordaba algo de sus calles empedradas, de sus casas de piedra y, sobre todo, de la catedral. Después de recorrer despacio el interior, deteniéndome en algunas capillas y admirando sus cristaleras y la luz que se filtraba por ellas, salí a la plaza y me acerqué a la Plaza Mayor. Allí me senté en un banco a descansar, bebí un poco de agua y dejé la mochila en el suelo. Saqué un pequeño plano de la ciudad y cuando estaba buscando el albergue en el que tenía pensado pasar la primera noche antes de comenzar el camino al día siguiente, alguien se puso delante de mí y me preguntó:

—Por favor, ¿podría decirnos dónde se encuentra el albergue de los peregrinos? Creo que se llama Los Carbajales (esta última palabra le costó mucho decirla, pues su inconfundible acento francés casi le impedía pronunciar la “r”).

Miré hacia arriba y vi a dos mujeres algo mayores que yo, que había cumplido treinta años hacía un par de meses, y las mujeres calculé que tendrían alrededor de cuarenta o cuarenta y cinco, aunque en esas edades es difícil acertar.

—Precisamente me dirigía hacia allí ̶ les dije ̶ , así que, si quieren, iremos juntos. Está muy cerca de aquí.

Recogí la mochila y fuimos dando un pequeño paseo, aprovechando para presentarnos. La que me había preguntado, que efectivamente era francesa, de Lyon, se llamaba Camille. Era profesora y se había cogido una excedencia de dos años para recorrer Europa. El camino de Santiago era uno de sus primeros destinos. Había salido de Roncesvalles hacía unas semanas y después de varios días se le unió la otra mujer, una irlandesa que, según me contó en un castellano bastante fluido, había superado una grave enfermedad y como agradecimiento y promesa, estaba haciendo el camino. Ella había empezado en Somport. Tanto una como otra eran bastante atractivas, aunque después de tantos días de camino, se les notaba el cansancio. Y todavía, pensaba yo, les quedan al menos quince días desde aquí. La irlandesa, que se llamaba Olivia, era más callada e introvertida, más distante, o eso me pareció a mi en un primer momento.

Desde el principio sentí una cierta atracción hacia Camille, una mujer morena y de buen tipo, con una melena que llevaba recogida en dos trenzas que terminaban en un lacito que cambiaba de color cada día. Olivia, de pelo castaño claro, algo más baja y más delgada, trabajaba en la empresa de su padre, que era el que la había animado a realizar el camino. Era menos habladora, seguramente por timidez o porque prefería concentrarse en los paisajes o en su mundo interior.

Cuando llegamos al albergue, las dos fueron dirigidas por unas monjas hacia un ala del monasterio y a mí me llevaron hasta una sala donde había unas veinticinco o treinta literas, aunque en ese momento sólo estaban ocupadas la mitad. Como todavía no era hora de acostarse, aproveché para asearme un poco y tomar alguna ración y un buen vino en uno de los numerosos mesones de la ciudad. Poco después del atardecer, regresé al albergue, me acosté en una de las literas vacías y no tardé en quedarme dormido.

Al día siguiente me levanté muy temprano, una hora antes de amanecer, desayuné en el mismo albergue y salí siguiendo las indicaciones de la guía que me había comprado. Durante un par de días hice el camino solo, pensando a menudo en las dos mujeres, sobre todo en Camille. No había tenido la previsión de quedar con ellas, por si no les importaba que hiciéramos el camino juntos. Quizás fuera mejor así, pensé, tenía miedo de volver a enamorarme, pero el caso es que la francesa tenía algo que…

La segunda etapa terminaba en Astorga, a la que llegué antes del mediodía. Como en todas las demás etapas, lo primero que hice fue buscar el albergue y dejar allí la mochila. Justo cuando estaba a punto de salir para buscar un sitio donde comer algo, vi a las dos mujeres que entraban y, según parece, se alegraron de verme. Esperé a que se instalaran y salimos juntos a comer. Entonces fue cuando me atreví:

—No sé qué os parecerá a vosotras, pero a mí me gustaría que hiciéramos el camino juntos. Eso no significa que tengamos que ir al mismo ritmo, ni que estemos hablando todo el tiempo, pero sí pude ser una buena idea por si alguno tiene un problema y los otros pueden ayudarlo.

Las dos se miraron, sonrieron, y me dijeron:

—La verdad es que ya lo habíamos hablado. Nos caíste muy bien en León y pensamos lo mismo que tú. Siempre es mejor hacer el camino en compañía. Y tú, que eres español, nos puedes facilitar la comunicación.

A partir de ese momento, y durante los trece días siguientes, salíamos a la misma hora, comíamos juntos y visitábamos, cuando había algo que ver, los los pueblos y los lugares donde nos alojábamos. Hasta que no llegamos a O Cebreiro, los días transcurrían con normalidad. Camille y yo, que estábamos mejor preparados, solíamos hacer parte del camino juntos y dejábamos a Olivia atrás, charlábamos sobre cualquier cosa, comentábamos el paisaje o nos hacíamos algunas confidencias. Pero la mayoría de las horas caminábamos solos, en silencio, dejando que los sonidos de la naturaleza, la luz y el paisaje, nos llenaran y calmaran nuestras angustias, nuestros deseos. De vez en cuando, Camille y yo coqueteábamos, aunque nunca llegamos a ir más allá, porque me di cuenta de que para Camille yo sólo era una pieza que cobrar, un nombre más perdido entre los muchos hombres que, según me comentó, habían pasado por su vida. Pero yo no estaba dispuesto a ser uno más. Bastante había sufrido con una mujer hacía poco como para volverme a enamorar y que después me dejaran tirado en la cuneta. También me di cuenta de que, en algunas ocasiones, Camilla se quedaba atrás a propósito con cualquier excusa y hablaba con Olivia, gesticulando y gritando y después intentaba llegar hasta mi lado, más zalamera e insinuante, cogiéndome del brazo o acercándose mucho. No había que ser muy perspicaz para saber que las dos discutían sobre mí. Sabía que Camille intentaba seducirme a mí, un hombre joven que hacía el camino para olvidar una larga relación y que, según ella creería, me serviría de consuelo y se aprovecharía de mi fragilidad. Olivia, por el contrario, aunque no se sentía especialmente atraída por mí, no quería que su compañera me hiciera daño y le decía que estaba jugando conmigo, precisamente en un momento en que lo que necesitaba era tranquilidad, sosiego, para plantearme el futuro sin nada que lo distorsionara. Todo eso me lo comentó después.

Lo que al principio me gustaba, después se convirtió en un fastidio, en un problema, porque me di cuenta de que a Olivia y mí nos unían muchas cosas y a medida que nos acercábamos a Santiago, Olivia y yo también nos acercábamos. Cada vez era más consciente de qué nos parecíamos mucho en cuanto a gustos y sentimientos y esas últimas etapas nos ayudaron a superar, a ella sus miedos productos de la enfermedad y a mí la angustia del amor y de los años perdidos junto a una mujer que, con el tiempo, me estaba dando cuenta de que no me merecía.

Los días fueron pasando y cuando Camille comprobó que yo, aunque seguía siendo amable con ella y me gustaba charlar y que me comentara los viajes que tenía pensado hacer y cómo era su trabajo de profesora, se fue alejando y haciéndose más distante y fría.

Al final, Olivia y yo entramos juntos, cogidos de la mano, en la Plaza del Obradoiro y juntos le dimos el abrazo al Apóstol. A Camille le habíamos perdido la pista tres días antes de llegar, pues se unió a otros peregrinos que iban más rápido.

—¿Te acuerdas, Olivia? ̶ le dije al oído unos años después, sentados frente al mar el día que nos casamos ̶ . Todo comenzó en León.

Dos hermanas

La señora Elena se había quedado viuda durante la guerra y para sacar adelante la casa y sus dos hijas, todavía muy pequeñas cuando se murió el padre, se puso a trabajar de cocinera con los señores de Casanova, dueños de algunas propiedades que habían sido expropiadas durante la República y después devueltas a sus propietarios al finalizar el conflicto. La madre y sus hijas se fueron a vivir con los Casanova, que tenían un caserón con diez habitaciones y un gran jardín en las afueras del pueblo. El marido de Elena, Gonzalo, había dado la vida por la Patria y por eso la acogieron con cariño y porque, además, tenía fama de cocinar bien. Las penurias de la posguerra, la falta de productos y la carestía de la vida habían desarrollado su ingenio y era capaz de sacar partido a cualquier cosa que encontraba por el campo, a donde salía todas las mañanas muy temprano: bellotas, tagarninas, algarrobos, espárragos camperos, setas cuando era la época… La sopa de ajo era una de sus especialidades, así como la tortilla de patatas sin patatas ni huevos, las gachas o los calamares de campo. Por eso, cuando comenzó a cocinar para los Casanova y se encontró con carne de cerdo y de pollo, con aceite y con una serie de productos que ella ya casi no recordaba, el primer día se le saltaron las lágrimas. En el hogar de los Casanova no se necesitaban cartillas de racionamiento.

Elvira, la mayor de las hijas, se parecía mucho a su padre, no sólo físicamente, alta y delgada , sino también en cuanto a temperamento e ideas, más tradicionales y cercanas al nuevo Régimen. Estefanía, por el contrario, era casi calcada a su madre, baja y rellenita, libre y abierta, y que, a pesar del ambiente opresor que se respiraba en el pueblo y en todo el país, era capaz de mostrarse alegre y ajena a las normas que la mayor parte de las niñas del pueblo seguían al pie de la letra. Estefanía apenas se acordaba de su padre, un hombre callado y reservado, casi siempre serio y poco amigo de mostrar cariño a sus hijas, al contrario que su mujer, alegre, cariñosa, zalamera y habladora.

Desde pequeñas, las diferencias de temperamento y de carácter provocaron que los enfrentamientos fueran cada vez mayores entre las hermanas. Elvira, seria, retraída y tímida, dedicaba la mayor parte del tiempo a leer los libros de la gran biblioteca de los Casanova, matrimonio sin hijos y que las acogieron como si fueran sus propias hijas. Elvira acudía a la escuela con enormes ganas de aprender, aunque la maestra sólo se dedicaba a poner cuentas enormes y copias en la pizarra, a rezar y mantener el silencio en la clase, sin hacer caso ni interesarse por sus alumnas. Elvira, sin embargo, fue capaz de aprender gracias, sobre todo, a la señora Casanova, una mujer muy culta y que se dedicó en cuerpo y alma a educar a una niña ávida de conocimiento. No sólo le enseñó matemáticas, gramática o historia, sino que también le mostró cómo comportarse en sociedad, cómo llevar una conversación o cómo vestirse con elegancia. Cuando cumplió diez años comenzó a estudiar Bachillerato elemental con el objetivo de dedicarse a la enseñanza y con catorce, entró en la Escuela de Magisterio de la capital y se alojó en una residencia de señoritas. Todos esos gastos fueron sufragados por los Casanova, que tenían puestas grandes esperanzas en Elvira.

A la pequeña Estefanía, por el contrario, no le gustaban los estudios y, como su madre, era más alegre y curiosa. Ayudaba a matar los pollos, a recoger hierbas aromáticas en el campo, el tomillo, el romero o la hierbabuena, aprendió a distinguir las setas comestibles y las venenosas y, sobre todo, le encantaba aprender todos los secretos que su madre, poco a poco, le iba enseñando. Le gustaba andar descalza por la casa, siempre correteando, despeinada y sudorosa y, al contrario que su hermana, sabía poco más que las cuatro reglas y leía y escribía con dificultad. Se reía de su hermana, siempre tan repeinada y con cara de tener dolor de estómago. Le escondía el cuaderno, el pizarrín o el libro de lectura y se ponía a cantar cuando Elvira intentaba memorizar los ríos o las montañas de España. Lo que en principio eran travesuras propias de la edad, se convirtió en animadversión y quizás también envidia, cuando, al cabo de los años, Elvira regresó al pueblo totalmente cambiada. Vestida con gusto y sobriedad, resaltaban su altura y sus movimientos, lentos, pausados, que denotaban una gran elegancia y control. Todos la recibieron con alegría, sobre todo su madre y los Casanova, que vieron cumplidas las esperanzas puestas en ella. Estefanía, por el contrario, se mostró distante y su natural alegría se fue convirtiendo, poco a poco, en apatía, en mal humor, en contestaciones abruptas y en silencios cada vez más frecuentes. Ahora se daba cuenta de las diferencias y de la admiración que Elvira causaba cuando paseaba por el pueblo ya que, aunque no demasiado agraciada físicamente, lo compensaba con su elegancia y con su saber estar. Al poco tiempo de llegar, el alcalde le propuso que se quedara a trabajar en el pueblo, que hablaría con el delegado provincial de educación para que ocupara provisionalmente la plaza de maestra hasta que aprobara las oposiciones. Elvira aceptó encantada y comenzó a preparar material con toda la ilusión del mundo.

Estefanía pasaba mucho tiempo con su madre en la cocina o cuidando el pequeño huerto donde cultivaba casi todo lo que necesitaba y saliendo sola al campo a recoger setas, espárragos, rúcula o menta. Uno de los platos de su especialidad eran los revueltos de setas y tagarninas, el plato que más le gustaba a su hermana Elvira. Y poco a poco, sin que ella fuera consciente, fue tomando forma una idea que se introdujo en lo más profundo de su mente y que, en los primeros meses del curso escolar, cuando Elvira llegaba contenta y contando anécdotas de su clase, por fin cuajó un día.

—Mamá, voy a salir a buscar setas para hacerle el revuelto a Elvira, que ya me ha dicho un par de veces que se lo haga.

La madre la miró y sonrió. Por fin parecía que Estefanía había superado los celos y quería congraciarse con su hermana.

Cerca del pueblo había un pinar donde solían crecer níscalos y boletus, sobre todo. Pero también había amanitas y, qué casualidad, amanitas phaloides, una de las setas más venenosas y mortales. Su madre y su amigo Fernando le habían enseñado a distinguirlas.

Con cuidado, para no mezclarlas, separó las setas comestibles de varias amanitas phaloides en dos cestas distintas. Y cantando y con una sonrisa alegre, se presentó en la casa de los Casanova y le dijo a su madre que ella se encargaba de terminar los guisos y las carnes y que descansara, que ya había trabajado mucho. Sin sospechar nada, Elena le dio un beso y se fue a su cuarto. La verdad es que sí, que cada vez le costaba más trabajo permanecer tantas horas de pie en la cocina. Era una suerte que Estefanía fuera tan buena hija y la ayudara tanto.

Estefanía miró el reloj colgado en una de las paredes de la cocina y comprobó que ya no faltaba mucho para que su hermana Elvira llegara del colegio. Se acercaba la hora de comer y, con mucha delicadeza y cuidado comenzó cocer las tagarninas y a limpiar y trocear las setas, separando las comestibles de las venenosas. Eligió dos sartenes y echó aceite en ambas, un par de ajos picados y comenzó a freír las tagarninas y las setas. Cuando alcanzaron su punto, estrelló los huevos e hizo los revueltos.

Ella se encargaría de preparar la mesa y de llevar los platos. Su hermana, en unos días, habría dejado de ser el centro de atención y ella, quién sabe, podría buscarse la vida en cualquier lado, porque su fama de cocinera la precedería.