Me había prometido no pisar este año el albero de los Remedios, pero ya se sabe, el hombre propone y la familia, sobre todo la mujer de uno, dispone. Porque, vamos a ver, qué se le ha perdido a un gallego, medio andaluz, eso sí, en un lugar donde miles, qué digo miles, millones de personas se apretujan en pocos metros cuadrados, sudan a chorros durante horas, no pueden beber ni comer a gusto en su caseta -sí, para más inri tengo caseta desde hace más de treinta años en la calle Pascual Márquez-, se gastan un dineral en una jarra de rebujito y una tortilla seca (de jamón ni hablamos porque entonces el montante se iría por la estratosfera), apenas pueden hablar porque la música de sevillanas, si hay suerte, o de reguetón, si tienes esa desgracia, te impiden dialogar con tus amigos, observas con envidia a los que van en coches de caballo, tienes que reírte porque si no dicen que eres un sieso, un malaje o un esaborío (para los que no son de estos lares, dícese de la persona antipática o aburrida, que no tiene gracia ni sentido del humor).
Porque para risas y juergas estoy yo. Este año no es que haga calor, es que el infierno ha querido participar de la fiesta y nos da un adelanto de lo que nos ocurrirá a los pecadores cuando la palmemos. Y para terminar con el cuadro, que ya me gustaría a mí ser Velázquez para pintarlo, no se nos ha ocurrido otra cosa que reformar la cocina completamente, ahora, y no dentro de seis o siete meses, con la fresquita, y ahí me tenéis, toda la casa llena de cajas, que todavía no me explico de dónde han salido tantos chismes y cachivaches, de electrodomésticos, de polvo, mucho polvo, polvo en todos y cada uno de los rincones de la vivienda, desayunando, comiendo y cenando fuera, un pastón, oiga. Porque lo que iba a terminar el viernes antes de Feria, ha continuado hasta ayer jueves, todo el día luchando con los albañiles, sorteando cajas y acordándome de la madre o el padre que inventó las reformas, seguro que ya en el Paleolítico se dedicaban a mover piedras de un lado para otro de la cueva. Y hasta dentro de un mes, como mínimo, no traen los muebles. Así que ya me diréis si tengo el cuerpo para farolillos.
Pues sí, tenga o no tenga ganas, aquí me tenéis, a punto de salir de casa, llamando a un cabify o a un taxi, otra pasta, porque no quiero imaginarme tener que coger el metro o el autobús, como en latas de sardinas. Así que, con el uniforme de la feria, chaqueta, corbata, pantalón de vestir, un clavel en la solapa y sudando a chorros, pongo mi mejor sonrisa, canto por lo bajini unas sevillanas de María del Monte para irme entonando y acompañado de mi mujer y de mi hija, bajo en el ascensor y espero a que llegue el taxi que he encargado por Free Now.
En el cielo, unas nubes amenazan lluvia, pero no caerá esa breva. De todas formas, estoy seguro de que cuando llegue al recinto ferial nada de lo que acabo de decir tendrá sentido. Veré bailar sevillanas a mis hijos, que bailan como los ángeles, no como su padre, que parece un pato amaneado, beberé un rebujito, comeré algo y, si se tercia, hasta me tomaré también una cerveza. O dos, que hoy a lo mejor se me da por tirar la casa por la ventana.
Feliz fin de feria, amigos. Y recordad que los gallegos tenemos mucha retranca.
En los años 60 del pasado siglo el Mar de Aral era uno de los cuatro lagos más grandes del mundo, con una superficie de 68.000 kilómetros cuadrados. En la actualidad, el Mar de Aral se ha reducido a menos del 10% de su tamaño original. Tras los trasvases de agua realizados por la Unión Soviética de los ríos Amu Daria y Sir Daria que en él confluyen, el lago se redujo de manera drástica. Se pretendía desviar agua para regar cultivos, principalmente de algodón, en Uzbekistán y Kazajistán. Además, como resultado de proyectos industriales y vertidos de residuos de fertilizantes durante todo el siglo XX, el Mar tiene un alto índice de contaminación.
Mar de Aral en 1960 y en 2006
Con el lago Chad, en el centro de África, ha ocurrido algo parecido. La causa principal de la drástica disminución del agua es la captación de aguas para irrigación de cultivos, aunque el proceso de desertificación también ha influido. De 26.000 kilómetros cuadrados ha pasado a 900. La reducción del lago ha tenido efectos devastadores en Nigeria y la aparición de conflictos entre los países ribereños del lago: Chad, Níger, Nigeria y Camerún.
Evolución de la superficie del lago Chad
En Doñana se está produciendo una catástrofe similar. La última laguna de agua dulce de Doñana se ha secado. De un total de 3.000 registradas se ha perdido por completo el 60%, cubierto por vegetación terrestre. Hay animales que mueren al no encontrar dónde beber.
Además de la falta de lluvia y de algún incendio devastador como el ocurrido en 2017, la extracción de agua para uso agrícola y humano es una causa directa del estado actual: hay más de 3.000 hectáreas de cultivos ilegales y más de 1.000 pozos también ilegales, que están llevando al acuífero a una situación crítica. Con este escenario, el Parlamento andaluz ha aprobado la toma en consideración de la ley de regadíos de Doñana. Pan para hoy y hambre para mañana. La catástrofe está servida.
Los problemas del agua en el mundo son los que producen, en su mayor parte, las inmigraciones, los desplazamientos humanos. Esperemos que los habitantes del entorno de Doñana no se vean obligados hasta ese extremo.
En junio de 1980 las tardes eran perfectas. Yo saboreaba cada momento, esperando que las horas transcurriesen raudas, pero también lentas. Era difícil explicar la contradicción. Por un lado, ese era mi último curso en Camariñas, el pueblo donde había trabajado como maestro los tres últimos cursos, un muchacho que llegó con veintidós años, recién terminado el servicio militar. Y ahora, recién cumplidos los veinticinco, me iba a embarcar en una nueva aventura, en una nueva tierra, Andalucía y con la perspectiva de casarme al año siguiente. Habían sido tres años intensos, durante los cuales conocí a compañeros maravillosos, recorrí aldeas y pueblos, costas escarpadas y playas de arena blanca, limpia, casi virgen. El camino hasta el faro Vilán, unas veces en coche y otras caminando, sobre todo en las largas tardes de septiembre o de junio, a principios y a final de curso, cuando el aire es más claro y el olor a toxo, xesta, pino o eucalipto, impregna el aire. De ahí la contradicción, el deseo de llegar a Andalucía y, por otro, la pena, el desasosiego por abandonar un lugar que me había acogido con cariño. Allí iba a dejar muchos amigos, muchos recuerdos. Morriña, saudade, por un lado, esperanza en el porvenir, en un prometedor y feliz futuro, por otro.
Una de las veces que caminaba a buen ritmo y había pasado ya la ermita de la Virxe do Monte, en donde otras veces me había detenido, me alcanzó Anxo, un marinero con el que había entablado una buena amistad y con el que pasé tardes enteras charlando de política, de mujeres, de pesca, de libros. Anxo, a pesar de tener sólo estudios primarios, era un lector empedernido y devoraba libros durante las temporadas que pasaba en tierra. Anxo tenía el pelo largo y una barba cerrada, vestía, verano e invierno, un pantalón vaquero desgastado y una camisa de manga corta. A veces, cuando el frío o la lluvia arreciaba, se ponía un chubasquero amarillo y un gorro. Anxo era mayor que yo, frisaba los cuarenta años, pero, a pesar de la dureza de su trabajo y de su piel curtida, duro, fibroso, un poco más bajo que yo, parecía más joven, quizás porque su mirada era la mirada de un niño, ojos que se sorprendían con cualquier comentario que yo hacía. Seguramente contemplar el mar, el horizonte y el cielo durante años de trabajo en el barco, había conseguido que su mirada fuera limpia ensoñadora. Yo le podía enseñar poco, porque él leía libros y autores que yo apenas conocía entonces: Kavafis, Cernuda, José Hierro o Blas de Otero. A veces paseábamos por los alrededores del pueblo, nos sentábamos en alguna roca frente a la ría y leíamos poemas o frases que nos había impresionado con nuestras últimas lecturas. He conocido a pocas personas tan cultas y amantes de los libros como Anxo.
Mi amigo tenía un hermano mellizo, Suso, que nunca conocí. Cuando eran apenas unos adolescentes comenzaron a faenar con su padre, patrón de uno de los barcos que salían a la sardina, al jurel o cualquier otro pez que podía pescarse en la bajura. Según Anxo, fueron años duros, sacrificados, pero eran felices. Padre e hijos trabajando juntos, las tardes y las noches luchando contra las redes, las olas, las tempestades, la soledad, las penurias de rachas sin ver un banco de peces, pero eran felices contemplando el cielo azul, las nubes, las estrellas, el faro en la lejanía, las luces de otros barcos, contando historias de tesoros hundidos, de sirenas, de naufragios. Horas y horas en las que también aprendieron a jugar con el silencio, con la brisa, con la soledad, con el mar.
Todo eso terminó cuando Suso se encontró con la droga. En aquella época, fumarse un porro era algo que dotaba a la persona de un halo de inconformismo, de modernidad, de estar en contra de lo establecido. El problema es que Suso comenzó a frecuentar ámbitos y amistades poco recomendables. Anxo lo sabía e intentó que su hermano lo dejara, pero el carácter de Suso comenzó a cambiar, dejó de salir a pescar con su padre y con su hermano y empezó su largo viaje hacia un mundo del que nunca pudo ya regresar. Fue detenido varias veces por la Guardia Civil, pasaba pequeñas temporadas en prisión hasta que, finalmente, lo condenaron a varios años de cárcel. Y ahí empezó el calvario de la familia. Cuando llegué a Camariñas y conocí a Anxo, su hermano llevaba ya más de un año en la cárcel. Y todavía le quedaban cuatro o cinco años más. Según mi amigo, las cartas de Suso rezumaban tristeza, abatimiento, pena, nostalgia. Anxo se temía lo peor, porque su hermano era demasiado frágil, poco maduro para su edad. Es un niño adulto, me decía, nunca supo adaptarse. Por desgracia, tenía razón.
La tarde en la que Anxo me alcanzó cuando yo caminaba hacia el faro, estaba hecho un mar de lágrimas. Le habían comunicado que su hermano se había suicidado en la cárcel. No supe cómo reaccionar ni qué decirle. Hay momentos en los que sólo el silencio o un abrazo pueden servir. La tarde, que era luminosa y alegre, se ensombreció de repente. Parecía como si el sol se hubiera escondido tras las nubes, que los pájaros enmudecieran y que las flores dejaran de perfumar el aire. Sin apenas hablar, regresamos al pueblo y llegamos a la casa de los padres, destrozados por la noticia. No recuerdo mucho más porque la memoria, que a veces es cruel, también se apiada y se borra para que el dolor no nos traspase. Aquella misma tarde los padres y Anxo alquilaron un taxi y se fueron a la cárcel, donde Suso se había suicidado. Aquellos días no se hablaba de otra cosa en el colegio y en el pueblo. A los pocos días, pudieron trasladar el cuerpo de Suso y, después de algunas gestiones ante el párroco y el obispado, que en principio se negaban a enterrarlo en el cementerio, lo pudieron hacer. Casi todo el pueblo acudió a acompañar a la familia. Sigo sin recordar bien lo que hablamos Anxo y yo, seguramente poco, incluso quizás ni estuviera a su lado, pues los familiares arroparon y rodearon en todo momento a padres y hermano.
Pero sí recuerdo una cosa. Cuando finalizó la ceremonia y regresamos a casa, Anxo me hizo un gesto para que esperara fuera. Al poco rato salió a la puerta y me entregó una pequeña caja.
—No la abras todavía, por favor. Son las cartas que me fue enviando mi hermano durante los últimos meses que estuvo en prisión. Yo no soy capaz de tenerlas aquí, ni tampoco quiero romperlas ni quemarlas, ni dejárselas a mis padres. Ellos no podrían soportarlo. Llévatelas a Andalucía y guárdalas. Léelas, para que también conozcas como era mi hermano. Verás que era una gran persona.
Un par de semanas después me fui de Camariñas y a finales de agosto llegué a Sevilla. Entre las pertenencias que llevé en mi 127 estaban las cartas de Suso, que leí varias veces. Efectivamente, tenía que ser una gran persona.
Nunca más volví a ver a Anxo ni tuve más noticias de él. Cuando varios años después visité Camariñas, me dijeron que había emigrado a Venezuela y que los padres se habían ido del pueblo para vivir en Santiago. Una familia rota por el destino, por la desgracia. Esta vez no fue el mar la causa como en otras muchas ocasiones en los pueblos marineros. Pero el mar, como lo demuestran las cartas que reproduzco a continuación, seguramente siempre estará presente en sus vidas. Yo tampoco fui capaz de deshacerme de ellas.
CARTAS DE SUSO
7 de febrero de 1979
Querido hermano:
Hoy por fin he llegado a esta isla, una más de las que he visitado, una de las que salpican mi vida. Más bien he naufragado. Quizás deba ser más exacto, aquí me han abandonado y aquí me tienes, sin barco para huir, sin velas, sin brújula, sólo con un horizonte en el que se confunden cielo y mar, aunque esto no es el mar.
¿Has visto un gran banco de peces entre las redes? Pasan de la tranquilidad de lo grande, de lo sublime, a la angustia de lo pequeño; de tener por barreras agua y agua, a estar todos juntos, pegados, rodeados de telas absurdas. Así me siento: tenía todo el mar para mí y ahora me estoy ahogando entre barrotes cruzados de obediencias absurdas y estupidez, de órdenes y castigos.
Hoy me han quitado las escamas, me han roto las branquias, me han sacado del mar y dicen que sigo siendo pez.
Cada vez añoro más el mar. Yo aquí y tú marinero
2 de marzo de 1979
Ayer, al leer tu carta, me llegó un olor a mar salado, una bocanada de libertad tan grande que, en un momento, me vi en nuestro barco, en nuestro mar, gritando fuerte al viento, fuerte, dormido en cubierta entre el mecerme de las olas y el cantar de las gaviotas, henchido de alegría. Y de mi corazón salieron las últimas gotas de mar que llevaba dentro, lágrimas saladas.
No sé porqué hoy me acordé del delfín aquel que siguió días y días nuestro barco en busca de no sé qué. Ahora soy yo el que sigo mis memorias, mis recuerdos, queriendo encontrar el mar.
No dejes de escribirme porque tus palabras son lo único que merece la pena, el único eslabón que impide que me hunda más de lo que estoy.
23 de marzo de 1979
Hoy me he sentido a gusto, tranquilo, hoy me ha gustado la absurdez, la contradicción, el pozo donde me encuentro.
Hoy casi he olvidado el mar, nuestro mar.
¿Será que han matado mi ilusión, mis ansias, mis sueños?
¿Te acuerdas que te decía: siempre seré yo? Ya no lo sé.
Quiero que me cuentes del mar, que me cuentes todo, que me recuerdes el mar para no conformarme con el cieno que me ahoga.
15 de abril de 1979
¿Sabes? Ya ha pasado tanto tiempo sin vivir en el mar, sin vivir del mar, que he construido mi mar en mi corazón. Tal como lo veo, tal como lo siento, tal como quiero que sea, tal como quizás será, tal como quizás es.
Llevo tanto tiempo en esta isla rodeada de tierra, de sinsentido, de angustia… y llevo tan poco tiempo.
Es mentira que el tiempo es igual para todos: a mí se me ha parado, no anda, los minutos se me hacen años, mares de tierra, océanos de arena, sed, infinitos de nada.
Hace tan poco tiempo que salí del mar y hace tanto que casi, casi no me acuerdo.
3 de mayo de 1979
El lunes llegó tu carta como la voz de ¡Alerta! Sonó fuerte, muy fuerte en mis oídos, sonó como una voz frente al peligro. Has hecho, con tus palabras, que infle mis velas, que construya de nuevo mi barco hundido por aquel viento que me arrastró, por aquel imposible.
He colocado el palo mayor alto, muy alto.
He puesto a otear mis pensamientos.
Con mi alma en proa y mi ilusión de timonel he recorrido palmo a palmo, ola a ola, el mar, nuestro mar de siempre.
Espero, hermano, que impidas la muerte de mis sueños.
8 de junio de 1979
No quiero perder nunca más mi mar.
Me han enseñado a tenerlo entre rejas, entre hierros y miserias, entre palabras absurdas. Me han enseñado a tenerlo en un agujero inmenso, infinito, en el agujero de la alegría, donde se pierden las penas y los dolores, donde se confunde todo y todo es hermoso como mi mar.
No quiero perder nunca más mi mar.
Me han enseñado a guardarlo en la memoria, entre los poros de las tablas de este cajón, entre las brechas de miseria de este inmenso edificio, entre la esclavitud, entre el odio.
Me lo han enseñado las estrellas al mirarlas, las estrellas inmensas, las solitarias y las que dibujan formas extrañas que nos hablan. Me lo han enseñado las estrellas y en silencio me lo han repetido bajito la otra noche entre el rumor furioso de las olas rompiendo en los tajamares de mi ilusión.
Espero con impaciencia tus cartas, que cada vez se espacian más. Ya sé, ya sé que tienes una vida complicada, que lo que te rodea te impide tener demasiado tiempo libre, pero, aunque sean unas líneas, devuélveme la ilusión que hace ya demasiado tiempo dejé olvidada en la orilla de esta isla.
5 de julio de 1979
A mi hermano, labrador de mares
Hoy sentía más que nunca ansias de contaros a ti y al mar, mis penas.
Me he puesto a escribir y he roto, una a una, todas las cuartillas, todas mis ideas. No sabía cómo haceros creer que aquí tengo el MAR, todo entero.
Hoy he encontrado marineros de mi mar.
Estoy reclutando, no, más bien estoy marinando marineros uno a uno y mar a mar.
¿Has pensado qué pasará cuándo los mares no quepan en los pensamientos y se desborden en gritos fieros, en grandes olas los sueños? ¡Qué inundación más hermosa! Hasta el carbón negro se lavará en el mar y parecerá sal; hasta la tierra se romperá en gotas de mar y todo, todo, srán olas, grandes olas. Todo será mar.
¿Lo imaginas? Imagina el egoísmo bañado de bondad, el odio envuelto en amor. Imagina cadenas y celosías arrastradas por la libertad, ahogadas de mar. Todo mar.
Hoy quiero luchar.
Tu próxima carta, hermano, quiero que la firmes, que la inundes de olor a marea.
28 de septiembre de 1979
Perdona el retraso de esta carta, pero la apatía me ha llenado, estoy ahogado en pereza. He vuelto a la desilusión del primer día, ya tan lejano.
¿Ves esas olas tontas que llegan y se van y vuelven? Así está mi ilusión, mi alegría.
Antes creía tener el mar, todo el mar, y ahora veo tan sólo unas cuantas gotas en mis manos, que se escapan y no sé cómo retenerlas, cómo guardarlas al menos para no olvidarme, para demostrarme a mí mismo que tuve todo el mar.
Quizás al leer mi carta, en cubierta, con el ruido del viento azotando las velas y con olor a mar y con mar, te parezca mentira, falsa mi tristeza, pero cierra los ojos e imagina el mar seco, tú en el fondo de una tierra, llagada por el sol, como con bocas abiertas pidiendo agua, sin viento, sin ruido, sin vida, sin nada, solo.
¿Qué harías sino llenar tu vida de nostalgia y bañar, ahogar, tu desierto de esperanza?
Ahora piensa que te roban la esperanza… ¿Qué hacer?
14 de noviembre de 1979
He construido piedra a piedra, tabla a tabla, todas las murallas en mi mente, todo el cajón repetido poro a poro, exacto.
He construido piedra a piedra todas mis penas, una a una, iguales. Y las coloqué todas como islas de mi mar, las rodeé de olas y dejé libre el viento.
Comenzó la lucha entre prisión y libertad, entre bueno y malo. Asómbrate marinero, ¡la libertad ataca!
He construido piedra a piedra todo lo que me ata. Y se han hundido en el mar. Se ha perdido.
Ya no me asusta la caja en la que me han metido, la he ahogado en mar, el mar la ha matado.
Ya soy libre aunque me rodeen cadenas frías y muros de mentiras, aunque me rodeen maliciosas verdades, aunque me entierren. Soy libre. En mi mente soy la mar.
8 de enero de 1980
Cuántos días sin decirte mis penas y cuántas penas almacenadas en los escondrijos de mi alma.
Cuántas ganas de contarte cosas y cuánta pereza, cuánta.
Todo, sin embargo, es como siempre, es como nunca. Se me hacen infinitos los segundos entre esta cárcel de absurdos.
Quisiera, te parecerá sueño de niño, quizás de loco, como cuando padre nos contaba sus aventuras en mares que nunca ya podremos navegar porque nunca existieron, sólo en nuestra mente de niños marineros, que el mar fuera nube y lloviera, lloviera mar en mi alma.
Quisiera ahogar mis penas en aguas de mar como otros las ahogan en licores perversos.
Quisiera ahogarme en mar, en nuestro mar, en el mar que tú y yo soñamos navegando
Quisiera ser mar.
23 de marzo de 1980
Hoy es uno de esos días tontos en los que no sé qué escribirte.
¿Ves esos criaderos de peces en los que viven todos juntos en unos pocos litros de agua, que apenas respiran, que apenas se mueven? Cuando pasa cierto tiempo los sueltan al mar. Hoy han soltado a un par de ellos. Apenas los conocía, me los encontraba en el patio, callados, paseando siempre juntos. Yo nunca estoy con nadie, no quiero estar con nadie, nadie es mi mejor compañía, no podría tener otra en este islote en el que hace ya más de un año que me encuentro. Y todavía me quedan muchas noches sin estrellas, sin luna, sin nubes que corran raudas hasta el horizonte, perseguidas por nuestras miradas.
Apenas los conocía, es verdad, pero sé que los han maltratado, los han enterrado, como nos han enterrado a todos, los han ahogado en tierra pestilente, en cieno. Y ahora, hoy, les dejan irse, hoy reviven.
¿Comprendes mi alegría y mi dolor?
¿Comprendes eso que siento, eso que no sé qué es y que me estruja el corazón, que hace que mi corazón sangre, que ría por dentro como un loco, sin saber por qué?
18 de mayo de 1980
Hoy me han dicho que en unas semanas voy a ser libre, que el abogado ha conseguido una revisión de mi caso y que, con toda seguridad, en un par de meses como mucho volveremos a vernos. No quiero hacerme ilusiones, hermano, porque ya me conoces, puedo caer en un pozo sin fondo, en un abismo del que ya nunca podría salir. Pero una ligera brisa con olor a yodo ha entrado entre las rejas y he escrito un pequeño poema que, seguro, intentarás dibujar.
El mar, transparente en olas de luz
Tiembla en un instante de armonía con el aire
Y rompe contra las rocas, impasibles a las húmedas caricias.
El viento azota mi cuerpo, instrumento
Que resuena en la tarde.
Mis ojos se abren al horizonte
Que se despliega en sinfonías de rojo y azul.
Todo es perfecto, luminoso, suave.
Cierro los ojos y te veo, hermano,
Casi aire
Casi mar
Casi cielo
Y navego hacia el momento
Hacia el eterno instante perfecto
Unión del aire, del mar y del cielo
Juntos otra vez, como siempre
Como nunca, sobre las olas, en la luz.
Unas semanas después de esta última carta, denegaron la libertad a Suso, que no pudo superarlo.
Volver, el tango de Carlos Gardel, es una de las canciones más nostálgicas y melancólicas que se han escrito. «Volver con la frente marchita… Que es un soplo la vida, que veinte años no es nada». Pocas letras reflejan con tanto sentimiento el paso de los años, el regreso a un lugar, a una etapa de la vida.
Hoy, cuando bajaba por la Ronda de Outeiro camino del mesón donde me iba a reencontrar con mis amigos de hace cincuenta años y con mi adolescencia, canturreaba el tango de Gardel. Veía mi reflejo en los escaparates, la frente marchita, mucho más despejada que a principios de los años setenta, la espalda más encorvada y el caminar quizás menos resuelto.
Las estrellas no me miraban burlonamente, como en el tango, porque es un mediodía radiante, el cielo despejado y el aire muy frío, una de las mañanas más frías que recuerdo en Coruña. Miro el reloj y compruebo que voy a llegar demasiado pronto, así que aminoro el paso al llegar a la estación de San Cristóbal, no quiero llegar el primero. Y recuerdo, claro que recuerdo, aunque han pasado cincuenta años, que no es nada, que es un soplo la vida.
Instituto Masculino de La Coruña a mediados de los años sesenta, en la ciudad escolar, cerca del estadio de Riazor. Como su propio nombre indica, sólo estudiábamos chicos, adolescentes de 10 a 17 años. El Instituto Femenino, el Eusebio da Guarda, estaba en la Plaza de Pontevedra. Para entrar en el Instituto había que realizar una prueba, el ingreso, y si se aprobaba, comenzaban los cuatro cursos del bachillerato elemental. Al finalizar esta etapa se hacían otros exámenes, la reválida, que concedían el título de bachiller elemental, que permitía el acceso a los estudios del bachillerato superior, dos cursos, al final del cual se realizaba otra reválida, aprobada la cual se conseguía el título de bachiller superior.
Yo entré en el Instituto en segundo curso, en el año 1966, pues el primero lo estudié en Madrid, ya que… Pero esta es otra historia que contaré en otra ocasión. Tenía 11 años y algo de miedo por entrar en un aula en la que ya se habrían creado grupos de amigos el curso anterior y la fama de duros que tenían muchos profesores. La disciplina en aquella época distaba mucho de ser permisiva, así que me imaginaba mi aislamiento, las miradas de desprecio de mis compañeros de clase, los gritos y las amenazas de los docentes, la dureza de las asignaturas… Como siempre me ocurría, prefería ponerme en lo peor para no llevarme un chasco después.
En realidad, no me costó demasiado trabajo ni demasiado tiempo adaptarme a la situación. Nos sentábamos por orden alfabético, así que durante tres años tuve como compañero de pupitre a Modesto Casanova, un fornido y rubicundo muchacho oriundo de una aldea de Lugo, que me contaba anécdotas y aventuras que me partían de risa y que en más de una ocasión nos costaron castigos. No era un estudiante brillante, pero sí un buen y noble muchacho del que guardo muy buenos recuerdos.
Los que realmente formamos pandilla y un grupo que duró todo el bachillerato fueron los que nos vimos en la comida. Faltaban un par de ellos, Formoso y Balsa. El primero no pudo venir y nos lo comunicó, pero al segundo fue imposible localizarlo. Hace años que no se sabe nada de él, a pesar de haberlo intentado en las redes sociales. José Luis Cortón, el que ha conseguido la hazaña de juntarnos después de tanto tiempo, Ricardo, Carlos, José Luis Álvarez, José Antonio Casal, José Manuel Pardo, Benito, el único que yo no conocía porque se unió cuando me fui del Instituto, y yo.
Alrededor de un cocido gallego con todos sus ingredientes, un tinto mencía y unos postres propios de estas fechas, oreja y filloas junto café y licores, la comida transcurrió como no podía ser de otra manera -aunque en tan poco tiempo fue imposible ponernos al día después de tantos años- contando anécdotas del Instituto, de los profesores, de las excursiones, de las chicas que nos gustaban, de las discotecas donde no nos dejaban pasar pues éramos demasiado jóvenes y muchas, muchas más cosas. Todo un lujo, todo un placer rememorar una época de la vida llena de ilusiones, de risas, de alegría.
Como todavía era de día, aunque terminamos de comer cerca de las seis, salimos del mesón y nos sentamos en una terraza a tomarnos un cubata. La temperatura era agradable al sol, aunque cuando se puso tuvimos que meternos dentro. Seguimos recordando aquellos tiempos, o tempora, o mores, como si nos acabáramos de ver hacía sólo unos días. Eso fue lo que más me gustó, la confianza, la camaradería, el buen humor que siempre nos acompañó y que sigue exactamente igual.
No, el tango Volver es demasiado triste, nostálgico, melancólico. No, nosotros no vivimos con «el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez». Estos reencuentros son alegres, optimistas, necesarios, nos ponen frente a nosotros mismos y nos permiten rejuvenecer. Gracias, amigos, tenemos que repetirlo más a menudo. Por lo menos, no dejar pasar otros cincuenta años, creo que no lo aguantaría.
Hace casi seis meses que me he venido a vivir a Sevilla, mejor dicho, a una zona que está entre Sevilla y Dos Hermanas, llamada Montequinto. Vivo solo, en un octavo piso de un bloque que forma parte de una urbanización todavía poco habitada. Una mujer es el motivo de que haya dejado mi Coruña natal y de que me haya embarcado en una aventura que, como todas las que giran alrededor del amor, están llenas de emoción, de vértigo y de ilusión. Tengo 25 años y en unos meses me casaré.
Ella vive en Aroche, un pueblo del norte de la provincia de Huelva y es maestra como yo. Además, es prima segunda mía y la conozco desde que tengo 13 años. Pero entonces ella apenas me miraba porque era un poco mayor que yo y en esas edades se nota mucho la diferencia de madurez y de intereses. Sólo unos años después, cuando hice el servicio militar en Sevilla y coincidimos algunas veces, comenzó a fijarse un poco más en mí. Pero esa es otra historia.
Estoy solo en un piso que hemos comprado en septiembre de 1980. Está casi vacío, apenas una cama, una pequeña salita con televisor y una cocina que sólo utilizo para hacerme el desayuno, calentar la comida de Carmen y poco más. Carmen me trae comida cuando viene a verme cada dos fines de semana (el intermedio yo voy a verla a Aroche, no podemos estar tantos días sin vernos). Estamos amueblando el piso poco a poco, haciendo muchas cuentas, la hipoteca, el coche, las letras… Antes los novios casi ni se planteaban alquilar un piso, había que comprarlo, sobre todo si tenían dos nóminas como nosotros, escasas, pero dos. Los tiempos han cambiado, ahora las parejas se van a vivir juntas antes de casarse, si se casan, claro.
Hoy es lunes, 23 de febrero de 1981. Trabajo como maestro en un colegio de Dos Hermanas, con jornada partida. Salgo a las cinco de clase y en mi 127 amarillo llego a Montequinto antes de las cinco y media. Me gusta hacer ejercicio, sobre todo correr, pero hoy no me apetece. Hago algo de gimnasia y empiezo a ducharme sobre las seis y cuarto. Siempre pongo la radio para escuchar música mientras me ducho, pero hoy se está votando en el Congreso de los Diputados la investidura del candidato Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, ya que Adolfo Suárez presentó la dimisión y me interesa, aunque ya se sabe de antemano, el resultado. El secretario del Congreso va leyendo uno a uno el nombre de los Diputados, que en voz alta van dando su voto afirmativo o negativo. Estoy totalmente enjabonado, sin echar demasiada cuenta en lo que está ocurriendo en el Congreso, cuando me llaman la atención unos gritos lejanos y el comentario del locutor que dice que unos guardias civiles han entrado.
Sin ser consciente todavía de la gravedad de lo que está ocurriendo, cuando me estoy enjuagando se escuchan unas ráfagas y es entonces cuando me entra un escalofrío y me seco a toda velocidad. En la radio apenas hay ya novedad, el locutor no puede hablar y se escuchan gritos de fondo. Lo que ocurrió después, ya es historia. Pero las horas que pasé solo en el piso, sin teléfono y sin salir de casa por la incertidumbre de lo que estaba pasando y de lo que podría ocurrir, nunca se me olvidarán. Una noche de insomnio, puedo asegurarlo.
Frente a la esquina del viento sentado mirando el parque, va transcurriendo el tiempo y nada ya es como antes ¡las hojas ya van cayendo los recuerdos me acompañan!. Maldigo el viento que viene y se lleva mis pensamientos, se lleva mis añoranzas y transforma mis lamentos. ¡El viento lo barre todo y se lleva mis recuerdos! Maldigo el tiempo que pasa porque la vida se acaba.
Medina Azahara
Carmen entra en la Iglesia de Nuestra Señora de la O para escuchar la misa de doce y yo la acompaño un momento mientras empieza la liturgia. Hace muchos años que no voy a misa, pero me gusta entrar en las iglesias, sobre todo cuando están vacías y puedo recorrerlas contemplando el interior, las imágenes y los cuadros en silencio, deambulando sin prisa y deteniéndome de vez en cuando. Quizás encienda alguna vela, no por fervor religioso, sino por recordar mi niñez, cuando en los meses de mayo niños y niñas rezábamos y cantábamos en el patio del colegio acompañados por las monjas, que observaban si lo hacíamos con el suficiente recogimiento. “El trece de mayo, la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iría…”. Recuerdo todavía casi todas las canciones religiosas y suelo cantarlas en susurro mientras contemplo retablos o imágenes. Los años cincuenta y sesenta del siglo pasado marcaron a fuego religioso a mi generación y es difícil, aunque tampoco lo deseo realmente, olvidarme de ellas.
Mientras Carmen espera sentada en el último banco, yo paseo tranquilamente por el lateral de la gran nave, al fondo de la cual se observa el ábside y el coro, con sillería de caoba y la imagen de un Cristo crucificado y de la Virgen de la O. Entro en alguna de las capillas laterales, la de la Virgen del Rosario, la Virgen del Carmen o Nuestro Padre Jesús Nazareno. En todas ellas hay alguna mujer que reza de rodillas delante de las imágenes. Mientras que la nave central es gótica, las capillas son barrocas. Me gusta la combinación, la mezcla de estilos, aunque reconozco que me identifico más con las pequeñas iglesias románicas que salpican el norte de Castilla y muchos pueblos y aldeas gallegas. Esta vez no enciendo ninguna vela porque no llevo monedas encima. Alguna tos rompe el encanto que forman el olor a incienso, la luz de las velas y el órgano que suena, ensayando alguna pieza que seguramente se tocará durante la misa. Compruebo que la iglesia se ha ido llenando poco a poco y salgo por la fachada que da a la plaza Bartolomé Pérez. Me detengo delante de la puerta y observo el azulejo que se encuentra a la izquierda de la misma, una imagen de Jesús Nazareno con el texto:
“En la pertinaz sequía del año 1917, el pueblo de Rota, acongojado ante la perspectiva de tremenda miseria, imploró la clemencia de N.P. Jesús Nazareno con fervoroso triduo; y en la noche del último día, 21 de diciembre, se sacó en procesión de penitencia su venerada imagen oscuresiéndose (sic) de pronto el cielo, cayendo providencialmente copiosa lluvia durante el curso de aquella y días sucesivos hasta remediar la calamidad reinante. Para perpetua memoria, los hijos de esta villa dedican este recuerdo de gratitud a su amorosísimo Padre”.
Los adjetivos que salpican el texto me sacan una pequeña sonrisa.
Cuando salgo el viento ha arreciado y pienso que Rota es la esquina del viento, recordando el título de una canción de Medina Azahara. Hace años que no la escucho, pero siempre me gustó la música y la letra, una letra nostálgica, triste, la vida que transcurre de forma imparable y el viento, como un enemigo que borra la memoria, los recuerdos. El viento en Rota es un compañero inseparable, a veces inclemente. Desde una leve brisa, que refresca el ambiente en las tardes de verano, sobre todo cuando es poniente, hasta el vendaval de levante que encierra a la gente en sus casas y amarra a los barcos en el puerto, todo un repertorio de fuerza, dirección y temperatura que los lugareños saben apreciar, pero que a los foráneos nos subleva. Una relación de amor y odio que hace más de quince años que sufro. Aunque yo debería estar acostumbrado, porque tres años en Camariñas, arrostrando los temporales en el Cabo Vilán, tendrían que haberme vacunado, pero prefiero la lluvia, lo reconozco.
Cuando salgo a la plaza Bartolomé Pérez, el intrépido navegante roteño que acompañó a Cristóbal Colón en sus viajes y que llegó a pilotar una de las naves en la segunda travesía a América, contemplo el Castillo de Luna, construido por Alonso Pérez de Guzmán, Guzmán el Bueno, en el siglo XIII, hoy sede del Ayuntamiento. Hace años que no lo visito y me prometo hacerlo cuanto antes. Atravieso la plaza, camino del paseo marítimo por la calle Carmen. En todos los pueblos costeros, Carmen es el nombre más repetido, barcos, casas, calles, colegios, nombres de mujeres… Es como convocar a la suerte, a la buena suerte que debe acompañar a los marineros. En mi familia no hay marineros ni marinos, pero es el nombre más repetido, mi madre, mi mujer, mi hija, dos tías abuelas nacidas en dos pueblos separados por mil kilómetros, una tatarabuela nacida en la primera mitad del siglo XIX. Toda una saga de Cármenes.
Después de pasar bajo el arco ojival abierto en la muralla que rodeaba la ciudad y de la que todavía se conservan algunos lienzos, llego al paseo marítimo y contemplo el espigón y la estatua que se inauguró hace poco tiempo dedicada a las víctimas de la guerra civil y del franquismo, una mujer sobre una barca de nombre Libertad, con una placa en la que se puede leer un verso de Rafael Alberti: «Es Rota, la marinera, la primera en levantar la llama de la libertad». En el espigón comienza la playa de la Costilla. El aire es limpio, transparente, brillante, pero el viento arrastra nubes que, seguramente, cubrirán el cielo durante la tarde. Paseo un poco contemplando a los turistas que se hacen fotos en el rincón donde se lee “Bésame en esta esquina”. Las parejas tienen ya una edad y se ríen divertidas mientras sus amigos hacen comentarios graciosos. Sigo un poco y salgo del paseo por unas escaleras que me llevan por la calle Blas Infante hasta el cruce de Higuereta con Fermín Salvochea. Allí comienza una de las zonas más recogidas y que más me gustan de Rota. Rota, además de viento tiene poetas. Unos son autóctonos y otros son acogidos por un pueblo que tiene una relación especial e intensa con la poesía. De hecho, hay carteles que señalan en diversos puntos cercanos al Ayuntamiento: la Senda de la Poesía. Felipe Benítez Reyes, Benjamín Prado, José Manuel Caballero Bonald, Ángel García López, Joaquín Sabina, Luis García Montero, Ángel González y Almudena Grandes, estos dos últimos ya fallecidos, forjaron una amistad a base de versos. El club de Rota, los llaman. Por aquí también pasan Javier Ruibal o el Gran Wyoming, que cantan en el chiringuito Las Dunas, donde también he visto a Miguel Ríos. Tuve la suerte de asistir a la presentación de libros de Almudena Grandes y de García Montero, suelo acudir, como en peregrinación, a la casa que ambos tienen, Almudena ya no, en Rota, cerca del hotel Playa de la Luz y de la playa Punta Candor, donde me la encontraba a veces. Ella, como nadie, supo reflejar el viento y el ambiente de Rota en su libro Los aires difíciles. He disfrutado con las Noches de Literatura en la calle, donde estos poetas nos regalaban momentos inolvidables. Ya no será lo mismo sin Almudena, claro, la que unía con su presencia, su humor y sus comidas a todo el grupo. Cualquier pérdida es irreparable, pero Almudena Grandes deja un vacío desmesurado.
Recuerdo todo esto mientras leo en las esquinas de las calles de Rota, aledañas al Castillo de Luna, los poemas que han escrito estos y otros poetas roteños. Son calles estrechas, encaladas, con macetas colgadas sembradas de geranios. Muchas de ellas, extraña costumbre, tienen las caras de los propietarios de las viviendas, hombres y mujeres que miran al frente, coronados con flores que semejan pelucas. A mí no me gusta esta moda, lo reconozco. En casi todas las esquinas hay un poema y me detengo a leerlo. Cuando termino le hago una foto que guardaré en el teléfono para leerlo de vez en cuando. El tiempo pasa muy despacio, o eso me parece, pero cuando miro el reloj me doy cuenta de que la misa debe estar a punto de terminar, así que me oriento y deshago parte del recorrido para regresar a la Iglesia de Nuestra Señora de la O. Llego casi en punto, pues compruebo que ya están saliendo algunas personas. Carmen me busca con la mirada y cuando llego a su lado, decidimos llamar a mi hija para que veamos alguna actuación de las comparsas y chirigotas que durante estos días animarán las calles y plazas de esta villa. Aunque Rota se hizo famosa por ubicarse aquí una de las bases de la OTAN en los años cincuenta y que convocaba a muchos manifestantes para gritar la famosa consigna “OTAN no, Bases fuera”, los tiempos han cambiado. Ahora Rota es conocida por sus poetas, sus playas, su ambiente, sus carnavales y por la pacífica convivencia entre españoles y americanos, que encuentran aquí un lugar donde trabajar y vivir y mezclarse sin problemas. Cogidos de la mano, Carmen y yo llegamos paseando a la Plaza de las Canteras, donde ya hay mucha gente esperando delante del palco donde actuarán las agrupaciones. Una mañana muy bien aprovechada. Como dijo Obama cuando visitó a los marines que están aquí, “si tenéis que estar lejos de casa, no hay un lugar mejor que éste”,
Venid, los que nunca fuisteis a Granada (Rafael Alberti)
Dos días en Granada dan para mucho, pero saben a poco. Regalo de Reyes de mi mujer. Ahora que, por suerte, tenemos de casi todo, acumular más ropa, más juguetes electrónicos, más colonias, apenas supone una pequeña emoción, una frase de agradecimiento, la alegría de compartir momentos de ilusión con la familia. Así que ya lo único que me gusta regalar o que me regalen son libros y viajes. Pensándolo bien, libros y viajes son casi la misma cosa. Con los libros se viaja con la imaginación, con el espíritu, con la mente. Es un viaje placentero al que nos invitan los escritores, creando y definiendo paisajes, personas, situaciones. Y si nos embarcamos en ese viaje, regresaremos a la infancia o a la juventud y nos moveremos por lugares y caminos que recorren otras muchas personas, acompasando sentimientos y emociones. Viajar es lo mismo, es leer paisajes, abrir los sentidos para que se llenen de color, de olores, de sonidos que nos inundan y en los que nos sumergimos con deleite.
Aunque ya no es lo mismo viajar en estos tiempos, porque la multitud de turistas que invaden cualquier rincón asfixia e impide disfrutar en silencio de los atardeceres, de las esquinas, de las fachadas o de los salones de los palacios o de las catedrales. He visitado Granada seis o siete veces. La primera vez, cuando tenía catorce o quince años, con mis padres, a finales de los años sesenta. Todavía no me puedo explicar cómo éramos capaces de recorrer mil kilómetros desde Coruña en un Seat 850 cuatro personas con el equipaje y las sillas y la mesa de camping en la baca del coche que bajábamos para comer en cualquier lugar, al lado de la carretera, cuando las carreteras no eran autopistas y los ríos y los árboles servían como refugio y compañía. La economía no permitía detenerse en los restaurantes de carretera, así que mis padres llevaban bolsas con comida y cuando ésta se terminaba, compraban cualquier cosa, pan, queso, fiambres, empanada… Eran viajes gloriosos, únicos, irrepetibles, alegres, muy alegres. Mi madre cantaba muy bien y cuando empezaba nosotros la seguíamos. Mi padre no, mi padre bastante tenía con respirar, la maldita silicosis lo apresó cuando sólo tenía 37 años y no lo soltó hasta veinticuatro años después, cuando su cansado corazón dijo ¡basta! Ese y otros muchos viajes a Aroche, en los felices sesenta y principios de los setenta, los hicimos con un 600, el ya citado 850, un Renault 7, un Fiat Regata, el último que mi padre condujo. Tengo muchas cosas que contar de esos viajes por Galicia, por Extremadura, por Andalucía, por Portugal. Me gustaría escribirlos, porque eran realmente aventuras cargadas de anécdotas. Mi adolescencia y mi primera juventud viajando con mis padres, lo que yo he hecho también con mis hijos. Estoy seguro de que ellos también recuerdan con mucho cariño y con alegría esos viajes y espero que, si alguna vez tienen hijos, sigan con la tradición familiar.
Los dos días que pasamos en Granada fueron intensos. Hacía muchos años que no visitaba la ciudad y pude comprobar que, en lo sustancial, sigue igual que como yo la recordaba. La principal diferencia: la enorme cantidad de turistas que, como una plaga, la invaden, la invadimos, todos los días. En la Alhambra y el Generalife, a pesar de la lluvia y del frío que nos acompañaron durante casi todo el día, apenas se podía dar un paso. En el Mirador de San Nicolás, japoneses y norteamericanos copaban la primera fila y tuvimos que esperar un buen rato hasta que pudimos sentarnos delante y contemplar la Alhambra sin ninguna cabeza que nos impidiera la vista. A pesar de todo, Granada sigue asombrando y emocionando. Pero empecemos por el principio.
Salimos de Sevilla el lunes 16 por la mañana. Mucho tráfico hasta pasado El Arahal y después, a disfrutar del paisaje y de la música que suelo elegir cuando salgo de viaje. Esta vez, Joaquín Sabina y Pink Floyd, una buena combinación. Después de tomarnos un café en un área de servicio cerca de Osuna, continuamos sin prisa; cada vez me gusta menos correr con el coche. Gracias al GPS, qué gran invento, entramos en Granada y llegamos al hotel sin dificultad. La ubicación del hotel en la calle Cárcel Baja, el Aurea Catedral, cerca de dos grandes arterias de la ciudad, la Gran Vía de Colón y la Avenida de los Reyes Católicos, no podía ser mejor. Como su propio nombre indica, está pegado a la catedral granadina. Además de las instalaciones, el hotel hace un homenaje a García Lorca, llenando las paredes de pasillos y habitaciones con textos y poemas del poeta granadino. En nuestra habitación, una suite desde la que se contempla un lateral de la catedral, Arbolé… Arbolé. Un acierto, desde mi punto de vista.
Aprovechando que estábamos junta a la Catedral, visita ineludible a la misma y a la Capilla Real. Apenas recordaba nada de ambos monumentos, pues mi primera y única visita fue la que realicé con mis padres, hace más de cincuenta años, como para acordarse. En las otras ocasiones que fui a Granada no lo hice, así que Carmen y yo entramos. La catedral, como ocurrió en muchas veces, se construyó sobre la la mezquita después de la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos. Durante un tiempo, la antigua mezquita todavía se utilizaba como catedral. Durante casi 200 años, diferentes arquitectos trabajaron en su construcción lo que hace que la catedral de Granada sea una mezcla de estilos gótico y renacentista. Lo que más llama la atención es el coro circular, rodeado de una serie de capillas. La Capilla Real, anexa a la Catedral, se visita aparte, cosa que no recordaba que se hiciera cuando fui con anterioridad. Tampoco antes se pagaba por entrar y ahora hay que pagar por hacerlo en ambos lugares, así se colabora al mantenimiento y se da trabajo al personal. Si tenéis interés en saber más cosas, aquí dejo los enlaces: Catedral de Granada y Capilla Real.
Salimos de la visita cultural y entramos a comer en un restaurante de la Plaza Nueva. Después de tomarnos un café en una cafetería cercana, quedamos con una prima de Carmen, Ana María, que nos acompañó toda la tarde. Anduvimos tranquilamente por la Carrera del Darro y por el Paseo de los Tristes, deteniéndonos a hacer fotos y a contemplar la Alhambra y los edificios de la zona, porque otra cosa no, pero Granada es un lugar único para los amantes de la fotografía. Menos mal que ahora se pueden hacer cientos de fotos con las cámaras de los móviles y con las cámaras digitales, porque con los antiguos carretes, no me quiero imaginar el gasto que supondría. Recuerdo cuando cargaba con mis cámaras réflex Carena y Minolta, los diferentes objetivos y los carretes de 24 o 36 exposiciones, teniendo que elegir entre los 125 o 200 ISO. Se quisiera o no terminaba uno haciéndose un experto en fotografía. El paseo a orillas del Darro es todo un homenaje a los sentidos, los olores, los colores, los sonidos, todo nos envuelve como una capa mágica que nos transporta a otros ámbitos, a otras épocas. El Darro apenas se ve debido a la abundante vegetación. El camino es estrecho, empedrado, con un pequeño murete a nuestra derecha, puentes que cruzan el cauce, edificios en piedra y encalados, muchas tiendas, teterías, bares, restaurantes, hoteles. El turismo lo ha invadido todo. A veces es difícil andar debido a la cantidad de personas que están haciendo lo mismo que nosotros. A nuestra izquierda, el Albaicín y el Sacromonte, a la derecha, presidiéndolo todo, la Alhambra y el Generalife, con una ladera que llega hasta el Darro poblada de matorrales, quejigos, pinos, cipreses…
Cuando llegamos al final del paseo, regresamos y subimos por una empinada cuesta (en el Albaicín todo son cuestas) y callejeando llegamos hasta el Mirador de San Nicolás. Estamos en enero, hace un frío que pela y, sin embargo, aquí hay una multitud de turistas, cómo no. Sentados en el pequeño muro, de pie o haciéndose fotos y selfis, el turismo nos apabulla. Tenemos que esperar un buen rato hasta poder llegar a primera fila y contemplar, sin nadie que se interponga, la vista más bonita de Granada, o eso dicen, porque también hay otros miradores como el de San Cristóbal o el de San Miguel Alto, que no conocemos pero en los que seguramente habrá menos visitantes.. Al fondo Sierra Nevada, todavía con poca nieve. Bill Clinton le hizo un flaco favor a este mirador cuando dijo que en el Albaicín había asistido a la «puesta de sol más maravillosa del mundo». Desde entonces, el número de visitantes se ha multiplicado y contemplar tranquilamente una puesta de sol aquí es prácticamente imposible. Pero merece la pena intentarlo.
Después de un buen rato, visitamos la Iglesia de San Nicolás y poco más tarde bajamos por otra cuesta empinada. Como es una hora prudencial, entramos en una tetería que también tiene unas bonitas vistas, cómo no, de la Alhambra. El ambiente invita a la charla, a hablar bajo, música suave, conversaciones apagadas. La tarde está saliendo redonda, pero ya estamos cansados. La edad es la edad y las cuestas pesan lo suyo. Menos mal que llevamos calzado cómodo y los pies no han sufrido.
Como todavía anochece pronto, decidimos regresar. Ana María nos acompaña hasta cerca de nuestro hotel y Carmen y yo, después de tomar una cerveza con una tapa (ya sabéis que en Granada te ponen siempre una tapa con la consumición, a ver si toman nota aquí en Sevilla), decidimos regresar al hotel. Son sólo las diez de la noche, pero el día ha sido largo e intenso y estamos cansados. Leyendo en la pared los poemas de Lorca, nos dormimos como benditos.
Al día siguiente desayunamos en el hotel y andando por Reyes Católicos llegamos a una calle que nos lleva directamente hasta la Alhambra. Las cuestas ya no nos dan miedo, a mi andar me gusta y Carmen también se decide a subir andando, aunque a mitad de la cuesta se arrepiente de la decisión, pero ya es tarde. Comienza a caer una lluvia muy fina, pero traemos paraguas. A un gallego de Coruña ni las cuestas ni la lluvia lo atemorizan, faltaría más. Llegamos al lugar donde nos encontraremos con la guía que nos acompañará en la visita. El regalo de Reyes es completo y visitar Alhambra y Generalife con guía es una gran idea. La chica, muy joven, estudió Turismo y seguro que ha leído mucho sobre estos monumentos, porque durante las tres horas que dura la visita, las explicaciones históricas y artísticas son muy completas. Somos un grupo de unas quince personas que venimos de prácticamente los cuatro puntos cardinales de nuestro país. Para entrar en el Generalife tenemos que esperar un poco, no demasiado, porque los grupos con guía tienen preferencia. Aunque la lluvia desluce la visita a los jardines y los paraguas molestan en algunos momentos, apenas nos damos cuenta de que nos mojamos en ocasiones. La belleza de los jardines y las vistas, la majestuosidad de las salas, y los techos de la Alhambra, los patios… Todavía recuerdo perfectamente cuando visité con mis padres y mi hermano la Alhambra y cómo podíamos tocar los leones de piedra. Tenemos una foto que inmortaliza el momento y que tendré que buscar cuando dentro de poco vaya a Coruña. Cada vez que regreso allí, me gusta hojear los álbumes de fotos y comentarlas con mi hermano. Se nota que nos estamos haciendo mayores y estamos ya en una edad provecta.
Ya se ha escrito demasiado sobre la Alhambra para que yo intente explicarlo. Me llevaría todo un día y muchas páginas hacerlo, así que dejo este enlace para visitar virtualmente la Alhambra y algunas fotos que recogen una pequeña parte de la belleza.
Cuando terminamos la visita estamos muertos de hambre. Esta vez decidimos, porque ya es un poco tarde, bajar hasta la ciudad en autobús. Hay momentos en que parece mentira que el vehículo pueda girar y pasar por calles tan estrechas, pero el conductor está acostumbrado. Si yo llego a conducir mi Ford Mondeo por ahí, dudo de que hubiera escapado sin algún rasponazo. Otra vez entramos en el hotel, que está cerca de todo. Reconozco que en casi todos los viajes buscamos hoteles céntricos, porque eso permite aprovechar mejor el tiempo. Callejeamos un poco y llegamos a la plaza de la Pescadería, cerca de la plaza más conocida de Granada, la de Bib-Rambla. Buen restaurante, el Cunini, con un pescado exquisito. Y después de comer, como la lluvia nos había dado un descanso hacía rato, nos dedicamos a recorrer el centro de Granada. La Plaza del Carmen, el Ayuntamiento, la Plaza de Isabel la Católica, el Corral del Carbón, la Gran Vía, la avenida de los Reyes Católicos… Un descanso para tomarnos otro té en una calle que recuerda a las calles de Marrakech o de Estambul, más paseos por callejuelas, como nos gusta hacer para respirar el ambiente de la ciudad, y ya va llegando la hora de tomarse una cerveza con una tapa. Entramos en las Bodegas Castañeda, todo un acierto, por el ambiente y la decoración. Un par de cervezas, un par de tapas y para el hotel. Reconozco que ya no estamos para muchos trotes. Miro la pulsera de actividad y prefiero no decírselo a Carmen. casi 23.000 pasos. No me extraña que antes de las once de la noche ya estuviera dormido.
Como nos acostamos pronto y hemos descansado, nos levantamos temprano. Todavía quedan cosas, muchas cosas por ver en Granada, así que desayunamos y salimos a terminar de ver lo que todavía no habíamos visto, como por ejemplo, la Puerta de Elvira (aquí empecé a canturrear el Romance del Rey Moro, …desde la puerta de Elvira hasta la de Bibarrambla… con música de Joaquín Díaz, del que hace tiempo que no veo ni escucho nada). Hoy el día es más frío así que Carmen, que ha sido muy previsora, se ha traído el abrigo de visón y lo luce con garbo. Hacía mucho tiempo que no se lo ponía y Granada no es mal sitio para pasear con él. También llevaba un gorro de piel, que sólo se pone en contadas ocasiones y en lugares y días muy fríos, pero se lo quitó un momento, lo guardó en un bolsillo y cuando se dio cuenta, lo había perdido. Como el gorro no era de astracán ni nada parecido, la pérdida tampoco fue demasiado importante.
Poco a poco vamos regresando al hotel, donde terminamos de hacer la maleta, nos despedimos de las recepcionistas y bajamos con el equipaje al garaje. La salida de la ciudad, por la Gran Vía, la avenida de la Constitución y la avenida de Andalucía es mucho más cómoda que la entrada y tardamos poco tiempo en enlazar con la A92. Queremos parar a comer en Estepa, pueblo que no conocemos a pesar de haber recorrido bastantes veces este camino. Damos una pequeña vuelta por sus calles y plazas, pero también tiene muchas cuestas, se nos va haciendo tarde y decidimos irnos pronto, pero antes entramos en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, con una preciosa e impresionante fachada barroca. Una señora nos cobra la entrada y nos explica muy bien los tesoros que encierra. Estamos cansados, así que le preguntamos por un restaurante para comer. Nos recomienda uno, el Cala D’Or, que no nos defrauda. El viaje prácticamente ha terminado. Con tranquilidad, regresamos a Sevilla. Han sido dos días y medio intensos y muy bien aprovechados.
Las tertulias de los jueves en la cafetería de nuestro amigo Luis tienen el aroma de lo que va a desaparecer, ese olor característico que solo apreciamos en muy contadas ocasiones, como recuerdos de una niñez cada vez más lejana y que no se deja apresar ni por la memoria ni por la nostalgia. Intentamos resguardarla en un rincón, pero siempre hay otros recuerdos que se superponen y que impiden que los recordemos con nitidez. La conversación se desgrana al principio con pereza, saboreando el café y comentando la última noticia sobre política o sobre algún suceso destacable, pero después va aumentando la intensidad a medida que los temas se complican y se entra en materia.
Siempre somos los mismos, Vicente, el poeta, que ha ganado diversos concursos literarios a lo largo y ancho del país, con poemas reconocibles que se inspiran en la poesía de los clásicos y de los románticos, décimas, quintillas, cuartetas, sonetos. El amor y la infancia están siempre presentes, con un lenguaje de una enorme complejidad en su sencillez. Es el único conocido del grupo y del que nos sentimos más orgullosos. Invariablemente tiene la última palabra, la frase exacta, precisa, breve, que nos deja mudos y pensativos. Los otros tres tertulianos, entre los que me encuentro, solo somos aprendices de escritores, apenas unos escribidores que nunca han ganado ni un pequeño concurso de relatos en cualquier pueblo de la geografía patria. Eso sí, somos críticos literarios crueles y despectivos, yo diría más bien despechados y envidiosos. Cuando sale a la luz un nuevo libro de los escritores más conocidos y con más éxito, esos que son capaces de vender cientos de miles de ejemplares, corremos a comprarlo y a despellejarlo unos días después. Ya que nadie nos conoce, por lo menos nos quedamos a gusto con la crítica.
Hoy el tema, propuesto por Guillermo, el de mayor edad de los contertulios, que sobrepasa por poco los setenta años, pero muy bien llevados, es el de las influencias de los clásicos en la literatura actual. Guillermo, profesor de Lengua y Literatura durante treinta años, lleva jubilado cerca de diez y en este tiempo ha intentado escribir varios libros, pero nunca los ha terminado. Se queja amargamente de que las editoriales lo desprecian, les ha enviado varios capítulos de sus libros y ninguna le ha contestado. Habló alguna vez con Vicente para que intermediara con la editorial que le edita los libros, siete hasta el momento, pero el poeta le dice que la suya es una editorial pequeña, muy selectiva y que solo publica poesía. Guillermo no se lo cree porque sospecha que su amigo no quiere competencia en el grupo selecto de los escritores de éxito, pero se calla y durante algún tiempo no molesta al poeta, pero invariablemente volverá a la carga.
Según Guillermo, la literatura comenzó a brillar con Homero, siguió con algunos autores latinos, la Edad Media también alumbró obras de mérito y alcanzó su cénit con Cervantes. Lo que siguió a continuación, según su razonamiento, es mera copia que cae en la estulticia, en palabras y palabras que llenan miles de hojas, pero sin encontrar ni una sola idea original, que añada algo de belleza a lo dicho por los antiguos.
—A ver, ¿cuándo se ha mejorado el comienzo de la Ilíada? ¿Y el de El Quijote?
Y empieza a declamar con su potente voz, acostumbrada a hablar en el aula delante de alumnos a los que, seguramente, aburría con complejas explicaciones sobre la lírica en la Edad Media o sobre los poemas de Virgilio:
—“Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes…” “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…
Llegado este momento, queremos evitar que vuelva a acaparar el tiempo, lo que suele suceder habitualmente. Quizás sea por su reconocida autoridad de profesor, con una memoria prodigiosa capaz de recitar durante minutos interminables párrafos enteros de la Odisea, la Ilíada, la Eneida, El Quijote o decenas de poemas, siempre anteriores a Cervantes, porque se niega a recitar textos o poemas posteriores, nos intimida a los demás, menos a Vicente, el poeta, claro, que es el único que se permite interrumpirlo.
—Perdona, Guillermo, o sea, que Machado, Lorca o García Márquez, por ejemplo, son unos farsantes, meros copistas sin imaginación ni originalidad. Espero que eso no se lo hayas explicado a tus alumnos mientras eras docente.
Felipe, dueño de la librería “El Verbo”, que fue el que organizó la tertulia entre sus clientes más habituales, los que habitualmente entrábamos a comprar libros y a dejarnos aconsejar, también intervino.
—Guillermo, no se puede ser tan testarudo. Es imposible que un profesor de literatura como tú no sea capaz de reconocer la belleza, la elegancia y la calidad de cientos, de miles de libros escritos por autores, actuales o pasados, cuya enumeración sería imposible de hacerse en una tarde. Yo creo que tú quieres aparentar originalidad en tus opiniones, pero caes, y perdona que te lo diga, en la bufonada, en el histrionismo.
El rostro de Guillermo se congestionó y se levantó con intención, no sabemos si de marcharse o de acercarse a Felipe para agredirlo, pero Vicente le agarró por un brazo y le obligó a sentarse. A partir de aquí, la conversación se tornó en discusión, en tonos de voz cada vez más alto y áspero, que podía derivar en resentimientos y tensiones desagradables hasta que yo me atreví a intervenir.
—Creo que el término bufonada, Felipe, ha estado fuera de lugar. Hay que respetar todas las opiniones y, aunque no estemos de acuerdo, evitar insultos o palabras que puedan molestar. Ante todo, el buen tono y la educación, como siempre hemos hecho.
Felipe me miró un momento y asintió. Esperó un par de segundos más y después, dirigiéndose a Guillermo en un tono humilde, arrepentido, le dijo:
—Juan tiene razón. Te pido disculpas sinceramente, Guillermo. Siempre te he apreciado y te aprecio, admiro tu conocimiento y tu sabiduría. Me has enseñado mucho y espero que lo sigas haciendo. No era mi intención ofenderte y, es verdad, no he tenido que dirigirme a ti con esas palabras. He sido un necio y te vuelvo a pedir que me perdones.
Guillermo, tras estas palabras, se levantó y le dio un fuerte abrazo a Felipe. Las aguas volvieron a su cauce y yo me sentí reconfortado y orgulloso. Gracias a mi intervención, se solucionó lo que, en otras circunstancias hubiera derivado en un enfado o, quizás, en la disolución de nuestra tertulia. Vicente y Luis me miraron con sonrisas y gestos de agradecimiento. Mi autoestima subió bastantes puntos esa tarde.
A partir de ese momento, las intervenciones de los cuatro se moderaron y Vicente, que hasta entonces había estado relativamente callado, sacó su cuaderno moleskine, lo abrió y nos pidió un poco de silencio.
—Aunque lo que he escrito no tiene mucho que ver con el tema que nos ha propuesto Guillermo, quizás arroje un poco de luz y calma. Es un texto que todavía no está demasiado afinado, que aún no tiene final, porque es el comienzo de un ensayo que me ha pedido la editorial y me gustaría saber vuestra opinión. —Y empezó a leer lo que transcribo a continuación:
Hay palabras que enamoran, otras palabras hieren, nos atrapan o nos hacen reír y llorar, muchas se desconocen, pero siempre nos acompañan, nos rodean, forman parte de nuestra vida, nos permiten tener conciencia de nosotros mismos como individuos y como miembros de una comunidad. Sin las palabras podríamos sentir dolor, alegría, tristeza o miedo, emociones que seríamos capaces de expresar con gestos, con gemidos, con movimiento, pero no podrían explicar ni explicarnos qué nos sucede, no podríamos organizar los pensamientos ni darle forma al mundo.
Cuando al poco de nacer aprendemos a fijar los ojos en los rostros cercanos, que vamos reconociendo, que nos sonríen, que hacen gestos y emiten sonidos que, sin darnos cuenta, imitamos y repetimos, se está produciendo un auténtico milagro: estamos entrando en el universo que nos acompañará a lo largo de nuestra vida, en el universo del lenguaje, de la comunicación. Imitamos, nos sonríen, gritan, hablan, señalan, repetimos y, sin darnos cuenta, vamos asimilando la creación más profundamente humana, estamos entrando en el asombro de la comunicación mediante las palabras, que se convertirán en frases, en ideas cada vez más complejas.
De la palabra hablada, la que utilizamos en los primeros años de nuestra vida, aquella que permitió transmitir en los albores de la humanidad la experiencia de unas generaciones a otras, la que inventó el relato, la imaginación, el misterio, la sorpresa, la que intentó someter la naturaleza a las leyes de la lógica primitiva, se pasó a otro hito, la aparición del lenguaje escrito, signos que durante mucho tiempo fueron considerados mágicos y que solo conocían unos pocos ya que la información, como ha seguido sucediendo a lo largo de la historia, es poder. El pueblo escuchaba lo que los aedos, los rapsodas o los juglares cantaban o recitaban, las epopeyas de los héroes, la historia que se perdía en la noche de los tiempos, pero no sabía leer ni escribir. Hasta que hace relativamente poco tiempo, poco más de quinientos años, la imprenta democratizó y extendió la lectura y la escritura, que se consolidó durante los siglos posteriores.
Miles de años hablando y escribiendo, acariciando, persiguiendo, maltratando, hiriendo con las palabras o arrojándolas al vertedero, en soledad o acompañados. Están ahí, ampliando o limitando horizontes mentales y expresivos.
Los escritores nos prestan su palabra, su modo de ver y entender el mundo, la realidad que nos rodea o la ficción que se imaginan, la delicadeza de la expresión o la fuerza de una imagen. Ellos, que han trabajado y pulido el lenguaje, nos enseñan, nos muestran el camino, eligen los términos más adecuados, los analizan, buscan el contexto, el ambiente, pulen los personajes, les dan vida. O miran a su alrededor o escarban ellos en su interior y buscan y encuentran y nos muestran la belleza de las palabras. Y nos las dan para que nosotros también, en un ejercicio de voluntad creativa, nos las apropiemos y las amoldemos a nuestro gusto.
Cuando Cervantes dice «La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta…» o «Con la iglesia hemos dado, amigo Sancho» (aunque ahora se diga con la iglesia hemos topado) o «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos», entramos en un mundo que, casi quinientos años después, nos sigue fascinando y enseñando, como también nos asombra lo que hace casi tres mil años escribiera Homero “Acertóle en la cimera del casco guarnecido con crines de caballo, la lanza se clavó en la frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero». O Antonio Machado, con «Nunca perseguí la gloria,/ ni dejar en la memoria/ de los hombres mi canción/ yo amo los mundos sutiles/ ingrávidos y gentiles/como pompas de jabón.» También nos emociona leer en Ocnos, de Luis Cernuda «Aquellos seres cuya hermosura admiramos un día, ¿dónde están? Caídos, manchados, vencidos, si no muertos. Mas la eterna maravilla de la juventud sigue en pie». Cientos, miles de escritores, nos dejaron una herencia colosal que nosotros debemos continuar, en nuestra memoria, con nuestra admiración, con nuestro reconocimiento.
Hay palabras hermosas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida, no solo por su agradable sonido, sino por lo que representan. Arrebol, evanescencia, inefable, melancolía, alba, nostalgia, esplendor… Cada uno, seguramente, tendrá las suyas y procurará utilizarlas, aunque en algunas ocasiones no vengan al caso. Pero son nuestras amigas, seguramente las habremos aprendido hace muchos años, quizás en la infancia o dichas al oído por alguien a quien queríamos.
Pero también está el rastro ceniciento de las palabras, las que amargan, no cuando son dichas o escuchadas, sino que se esconden en un rincón del pensamiento, a las que no se da importancia, pero que surgen de manera imprevista, cuando menos lo esperas porque están agazapadas; ese rastro está grabado con siglos de memoria, con ríos y océanos de experiencia y servidumbre y rencor y, en muchos casos, odio. No callemos por cobardía o por no herir, no hablemos sin reflexionar, sin mirar dentro de los otros. No escondamos la palabra que queríamos decir, no enmudezcamos la respuesta que deberíamos dar. Huyamos del silencio vacío y acerquémonos al silencio en soledad buscada y encontrada, siempre querida.
La palabra es misterio y también es luz, es compañía, es esperanza. Es lo que nos hace ser como somos, lo que nos permite encontrarnos con nosotros mismos y con los demás…
Vicente, el poeta, se calló y el silencio se hizo denso, y nos miramos y todos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos abrazamos al poeta que, como siempre, dijo la última palabra.
Ya sabemos la decisión del Tribunal Constitucional. Cualquier decisión era mala, pero la elegida ha sido la peor. Pedro Pacheco dijo que la justicia es un cachondeo y esa frase a punto estuvo de costarle la cárcel. No quiero arriesgarme a decir esa frase ni a darle la razón al Sr. Pacheco, no vaya a ser que lo de la libertad de expresión valga para unos y para otros no. O sea, que dos jueces cuyo mandato está caducado en el TC, más otros que se niegan a dejar sus puestos en el CGPJ traen por la calle de la amargura a determinados partidos políticos. A otros no, ya que les interesa mantenerlos donde están porque los han nombrado ellos. ¿Dónde queda la independencia judicial, si siempre votan en bloque jueces progresistas por un lado y conservadores por otro?
Y digo yo y me pregunto: si uno de los tres poderes del Estado, el judicial, los jueces, los tribunales, no se atienen a las reglas y se atrinchera en sus puestos sin abandonarlos, ¿por qué otro de los poderes, el ejecutivo o el legislativo no puede hacer lo mismo? Imaginemos a Pedro Sánchez diciendo un día de estos: no voy a convocar elecciones cuando toca, el año que viene, porque no me ha dado tiempo a desarrollar todo mi programa electoral, así que me quedo en la Moncloa un par de años más y ya, si eso, habrá elecciones en 2025. O imaginemos también a la presidenta del Congreso Meritxel Batet negándose a abandonar su puesto cuando se celebren las elecciones. Seguro que el Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional tomarían cartas en el asunto. Pero, ¿quién obliga o somete a esos dos organismos? El pueblo, ¿qué pinta el pueblo en todo esto y cómo se puede «desfacer este entuerto»? Veamos lo que dice nuestra Constitución
Artículo 1
España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.
Artículo 9
Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.
Artículo 66
Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado.
Las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución.
Las Cortes Generales son inviolables.
Artículo 159
El Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial.
Los miembros del Tribunal Constitucional deberán ser nombrados entre Magistrados y Fiscales, Profesores de Universidad, funcionarios públicos y Abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional.
Los miembros del Tribunal Constitucional serán designados por un período de nueve años y se renovarán por terceras partes cada tres.
Después de esto, ya no entiendo nada. Si los nombramientos son por un período determinado, ese período ya ha pasado y los miembros del TC se niegan a abandonar sus puestos, ¿qué pasa ahora? Me lo expliquen.
Hoy, cientos de millones de personas seguirán la final de la copa del mundo de fútbol que se celebrará en Lusail, una ciudad cercana a la capital de Catar, Doha. Durante casi un mes, miles de millones de aficionados se han olvidado de que 11 de las 22 personas que decidieron el voto para que este país fuera la sede del mundial fueron compradas, que es un país en el que no se respetan los derechos humanos, que han muerto miles de trabajadores construyendo estadios e infraestructuras, que se impide la libertad de expresión, que se persigue al inmigrante…
Pero el fútbol tiene que ser una droga muy poderosa que paraliza, atonta, subyuga, adormece, manipula, hace olvidar problemas. Negamos la realidad, lo que ocurre ante nuestros ojos, las atrocidades que se permiten, se toleran e, incluso, se fomentan. Porque no cabe duda de que todos saben lo que ocurre allí y no dudamos en pagar por ver los partidos, los mandatarios del fútbol justifican con palabras huecas y mentirosas la idoneidad de la celebración en Catar del mundial, que si gracias a eso el país se va a abrir, se van a mejorar los derechos ciudadanos. Todo mentira. El dinero de los cataríes ha comprado voluntades y cerrado bocas.
Mientras tanto, Amir Nazr-Azadani, un futbolista iraní de 26 años, que fue condenado a muerte por participar en las protestas contra el régimen, no escucha por parte de los dirigentes del fútbol ni una palabra de condena de su sentencia. Según las teorías de Infantino, presidente de la Fifa o de Rubiales, presidente del federación española de fútbol, hay que respetar las costumbres y leyes de esos países, por eso no se permitieron brazaletes, banderas u otros símbolos de apoyo a las mujeres y colectivos LGTB en Catar. Y habrá que respetar también, claro, la decisión de colgar al futbolista iraní, no faltaba más. Según parece, el fútbol está por encima de todo eso y no está para resolver los problemas. Y todos se van a quedar de brazos cruzados.
Pues lo siento, me niego a participar en esa farsa. Así que no he visto ni un solo partido del mundial ni tampoco veré la final. Dirán que eso no sirve para nada, que es un gesto infantil e inútil, que así no se consigue nada. Puede ser, pero por lo menos mi conciencia se queda tranquila, que es lo que más me interesa. Cuando mañana o cualquier otro día veamos la terrorífica imagen del futbolista colgado de una grúa y las noticias sigan mostrando las atrocidades de esos y otros países, se alzarán las hipócritas voces de los dirigentes que hasta ahora han permanecido callados o han mirado hacia otro lado. El mundo seguirá girando y dentro de unos años se habrá olvidado todo. Qué pena.