Ausencia y nostalgia de mar

En junio de 1980 las tardes eran perfectas. Yo saboreaba cada momento, esperando que las horas transcurriesen raudas, pero también lentas. Era difícil explicar la contradicción. Por un lado, ese era mi último curso en Camariñas, el pueblo donde había trabajado como maestro los tres últimos cursos, un muchacho que llegó con veintidós años, recién terminado el servicio militar. Y ahora, recién cumplidos los veinticinco, me iba a embarcar en una nueva aventura, en una nueva tierra, Andalucía y con la perspectiva de casarme al año siguiente. Habían sido tres años intensos, durante los cuales conocí a compañeros maravillosos, recorrí aldeas y pueblos, costas escarpadas y playas de arena blanca, limpia, casi virgen. El camino hasta el faro Vilán, unas veces en coche y otras caminando, sobre todo en las largas tardes de septiembre o de junio, a principios y a final de curso, cuando el aire es más claro y el olor a toxo, xesta, pino o eucalipto, impregna el aire. De ahí la contradicción, el deseo de llegar a Andalucía y, por otro, la pena, el desasosiego por abandonar un lugar que me había acogido con cariño. Allí iba a dejar muchos amigos, muchos recuerdos. Morriña, saudade, por un lado, esperanza en el porvenir, en un prometedor y feliz futuro, por otro.

Una de las veces que caminaba a buen ritmo y había pasado ya la ermita de la Virxe do Monte, en donde otras veces me había detenido, me alcanzó Anxo, un marinero con el que había entablado una buena amistad y con el que pasé tardes enteras charlando de política, de mujeres, de pesca, de libros. Anxo, a pesar de tener sólo estudios primarios, era un lector empedernido y devoraba libros durante las temporadas que pasaba en tierra. Anxo tenía el pelo largo y una barba cerrada, vestía, verano e invierno, un pantalón vaquero desgastado y una camisa de manga corta. A veces, cuando el frío o la lluvia arreciaba, se ponía un chubasquero amarillo y un gorro. Anxo era mayor que yo, frisaba los cuarenta años, pero, a pesar de la dureza de su trabajo y de su piel curtida, duro, fibroso, un poco más bajo que yo, parecía más joven, quizás porque su mirada era la mirada de un niño, ojos que se sorprendían con cualquier comentario que yo hacía. Seguramente contemplar el mar, el horizonte y el cielo durante años de trabajo en el barco, había conseguido que su mirada fuera limpia ensoñadora. Yo le podía enseñar poco, porque él leía libros y autores que yo apenas conocía entonces: Kavafis, Cernuda, José Hierro o Blas de Otero. A veces paseábamos por los alrededores del pueblo, nos sentábamos en alguna roca frente a la ría y leíamos poemas o frases que nos había impresionado con nuestras últimas lecturas. He conocido a pocas personas tan cultas y amantes de los libros como Anxo.

Mi amigo tenía un hermano mellizo, Suso, que nunca conocí. Cuando eran apenas unos adolescentes comenzaron a faenar con su padre, patrón de uno de los barcos que salían a la sardina, al jurel o cualquier otro pez que podía pescarse en la bajura. Según Anxo, fueron años duros, sacrificados, pero eran felices. Padre e hijos trabajando juntos, las tardes y las noches luchando contra las redes, las olas, las tempestades, la soledad, las penurias de rachas sin ver un banco de peces, pero eran felices contemplando el cielo azul, las nubes, las estrellas, el faro en la lejanía, las luces de otros barcos, contando historias de tesoros hundidos, de sirenas, de naufragios. Horas y horas en las que también aprendieron a jugar con el silencio, con la brisa, con la soledad, con el mar.

Todo eso terminó cuando Suso se encontró con la droga. En aquella época, fumarse un porro era algo que dotaba a la persona de un halo de inconformismo, de modernidad, de estar en contra de lo establecido. El problema es que Suso comenzó a frecuentar ámbitos y amistades poco recomendables. Anxo lo sabía e intentó que su hermano lo dejara, pero el carácter de Suso comenzó a cambiar, dejó de salir a pescar con su padre y con su hermano y empezó su largo viaje hacia un mundo del que nunca pudo ya regresar. Fue detenido varias veces por la Guardia Civil, pasaba pequeñas temporadas en prisión hasta que, finalmente, lo condenaron a varios años de cárcel. Y ahí empezó el calvario de la familia. Cuando llegué a Camariñas y conocí a Anxo, su hermano llevaba ya más de un año en la cárcel. Y todavía le quedaban cuatro o cinco años más. Según mi amigo, las cartas de Suso rezumaban tristeza, abatimiento, pena, nostalgia. Anxo se temía lo peor, porque su hermano era demasiado frágil, poco maduro para su edad. Es un niño adulto, me decía, nunca supo adaptarse. Por desgracia, tenía razón.

La tarde en la que Anxo me alcanzó cuando yo caminaba hacia el faro, estaba hecho un mar de lágrimas. Le habían comunicado que su hermano se había suicidado en la cárcel. No supe cómo reaccionar ni qué decirle. Hay momentos en los que sólo el silencio o un abrazo pueden servir. La tarde, que era luminosa y alegre, se ensombreció de repente. Parecía como si el sol se hubiera escondido tras las nubes, que los pájaros enmudecieran y que las flores dejaran de perfumar el aire. Sin apenas hablar, regresamos al pueblo y llegamos a la casa de los padres, destrozados por la noticia. No recuerdo mucho más porque la memoria, que a veces es cruel, también se apiada y se borra para que el dolor no nos traspase. Aquella misma tarde los padres y Anxo alquilaron un taxi y se fueron a la cárcel, donde Suso se había suicidado. Aquellos días no se hablaba de otra cosa en el colegio y en el pueblo. A los pocos días, pudieron trasladar el cuerpo de Suso y, después de algunas gestiones ante el párroco y el obispado, que en principio se negaban a enterrarlo en el cementerio, lo pudieron hacer. Casi todo el pueblo acudió a acompañar a la familia. Sigo sin recordar bien lo que hablamos Anxo y yo, seguramente poco, incluso quizás ni estuviera a su lado, pues los familiares arroparon y rodearon en todo momento a padres y hermano.

Pero sí recuerdo una cosa. Cuando finalizó la ceremonia y regresamos a casa, Anxo me hizo un gesto para que esperara fuera. Al poco rato salió a la puerta y me entregó una pequeña caja.

—No la abras todavía, por favor. Son las cartas que me fue enviando mi hermano durante los últimos meses que estuvo en prisión. Yo no soy capaz de tenerlas aquí, ni tampoco quiero romperlas ni quemarlas, ni dejárselas a mis padres. Ellos no podrían soportarlo. Llévatelas a Andalucía y guárdalas. Léelas, para que también conozcas como era mi hermano. Verás que era una gran persona.

Un par de semanas después me fui de Camariñas y a finales de agosto llegué a Sevilla. Entre las pertenencias que llevé en mi 127 estaban las cartas de Suso, que leí varias veces. Efectivamente, tenía que ser una gran persona.

Nunca más volví a ver a Anxo ni tuve más noticias de él. Cuando varios años después visité Camariñas, me dijeron que había emigrado a Venezuela y que los padres se habían ido del pueblo para vivir en Santiago. Una familia rota por el destino, por la desgracia. Esta vez no fue el mar la causa como en otras muchas ocasiones en los pueblos marineros. Pero el mar, como lo demuestran las cartas que reproduzco a continuación, seguramente siempre estará presente en sus vidas. Yo tampoco fui capaz de deshacerme de ellas.

CARTAS DE SUSO

7 de febrero de 1979

Querido hermano:

Hoy por fin he llegado a esta isla, una más de las que he visitado, una de las que salpican mi vida. Más bien he naufragado. Quizás deba ser más exacto, aquí me han abandonado y aquí me tienes, sin barco para huir, sin velas, sin brújula, sólo con un horizonte en el que se confunden cielo y mar, aunque esto no es el mar.

¿Has visto un gran banco de peces entre las redes? Pasan de la tranquilidad de lo grande, de lo sublime, a la angustia de lo pequeño; de tener por barreras agua y agua, a estar todos juntos, pegados, rodeados de telas absurdas. Así me siento: tenía todo el mar para mí y ahora me estoy ahogando entre barrotes cruzados de obediencias absurdas y estupidez, de órdenes y castigos.

Hoy me han quitado las escamas, me han roto las branquias, me han sacado del mar y dicen que sigo siendo pez.

Cada vez añoro más el mar. Yo aquí y tú marinero

2 de marzo de 1979

Ayer, al leer tu carta, me llegó un olor a mar salado, una bocanada de libertad tan grande que, en un momento, me vi en nuestro barco, en nuestro mar, gritando fuerte al viento, fuerte, dormido en cubierta entre el mecerme de las olas y el cantar de las gaviotas, henchido de alegría. Y de mi corazón salieron las últimas gotas de mar que llevaba dentro, lágrimas saladas.

No sé porqué hoy me acordé del delfín aquel que siguió días y días nuestro barco en busca de no sé qué. Ahora soy yo el que sigo mis memorias, mis recuerdos, queriendo encontrar el mar.

No dejes de escribirme porque tus palabras son lo único que merece la pena, el único eslabón que impide que me hunda más de lo que estoy.

23 de marzo de 1979

Hoy me he sentido a gusto, tranquilo, hoy me ha gustado la absurdez, la contradicción, el pozo donde me encuentro.

Hoy casi he olvidado el mar, nuestro mar.

¿Será que han matado mi ilusión, mis ansias, mis sueños?

¿Te acuerdas que te decía: siempre seré yo? Ya no lo sé.

Quiero que me cuentes del mar, que me cuentes todo, que me recuerdes el mar para no conformarme con el cieno que me ahoga.

15 de abril de 1979

¿Sabes? Ya ha pasado tanto tiempo sin vivir en el mar, sin vivir del mar, que he construido mi mar en mi corazón. Tal como lo veo, tal como lo siento, tal como quiero que sea, tal como quizás será, tal como quizás es.

Llevo tanto tiempo en esta isla rodeada de tierra, de sinsentido, de angustia… y llevo tan poco tiempo.

Es mentira que el tiempo es igual para todos: a mí se me ha parado, no anda, los minutos se me hacen años, mares de tierra, océanos de arena, sed, infinitos de nada.

Hace tan poco tiempo que salí del mar y hace tanto que casi, casi no me acuerdo.

3 de mayo de 1979

El lunes llegó tu carta como la voz de ¡Alerta! Sonó fuerte, muy fuerte en mis oídos, sonó como una voz frente al peligro. Has hecho, con tus palabras, que infle mis velas, que construya de nuevo mi barco hundido por aquel viento que me arrastró, por aquel imposible.

He colocado el palo mayor alto, muy alto.

He puesto a otear mis pensamientos.

Con mi alma en proa y mi ilusión de timonel he recorrido palmo a palmo, ola a ola, el mar, nuestro mar de siempre.

Espero, hermano, que impidas la muerte de mis sueños.

8 de junio de 1979

No quiero perder nunca más mi mar.

Me han enseñado a tenerlo entre rejas, entre hierros y miserias, entre palabras absurdas. Me han enseñado a tenerlo en un agujero inmenso, infinito, en el agujero de la alegría, donde se pierden las penas y los dolores, donde se confunde todo y todo es hermoso como mi mar.

No quiero perder nunca más mi mar.

Me han enseñado a guardarlo en la memoria, entre los poros de las tablas de este cajón, entre las brechas de miseria de este inmenso edificio, entre la esclavitud, entre el odio.

Me lo han enseñado las estrellas al mirarlas, las estrellas inmensas, las solitarias y las que dibujan formas extrañas que nos hablan. Me lo han enseñado las estrellas y en silencio me lo han repetido bajito la otra noche entre el rumor furioso de las olas rompiendo en los tajamares de mi ilusión.

Espero con impaciencia tus cartas, que cada vez se espacian más. Ya sé, ya sé que tienes una vida complicada, que lo que te rodea te impide tener demasiado tiempo libre, pero, aunque sean unas líneas, devuélveme la ilusión que hace ya demasiado tiempo dejé olvidada en la orilla de esta isla.

5 de julio de 1979

A mi hermano, labrador de mares

Hoy sentía más que nunca ansias de contaros a ti y al mar, mis penas.

Me he puesto a escribir y he roto, una a una, todas las cuartillas, todas mis ideas. No sabía cómo haceros creer que aquí tengo el MAR, todo entero.

Hoy he encontrado marineros de mi mar.

Estoy reclutando, no, más bien estoy marinando marineros uno a uno y mar a mar.

¿Has pensado qué pasará cuándo los mares no quepan en los pensamientos y se desborden en gritos fieros, en grandes olas los sueños? ¡Qué inundación más hermosa! Hasta el carbón negro se lavará en el mar y parecerá sal; hasta la tierra se romperá en gotas de mar y todo, todo, srán olas, grandes olas. Todo será mar.

¿Lo imaginas? Imagina el egoísmo bañado de bondad, el odio envuelto en amor. Imagina cadenas y celosías arrastradas por la libertad, ahogadas de mar. Todo mar.

Hoy quiero luchar.

Tu próxima carta, hermano, quiero que la firmes, que la inundes de olor a marea.

28 de septiembre de 1979

Perdona el retraso de esta carta, pero la apatía me ha llenado, estoy ahogado en pereza. He vuelto a la desilusión del primer día, ya tan lejano.

¿Ves esas olas tontas que llegan y se van y vuelven? Así está mi ilusión, mi alegría.

Antes creía tener el mar, todo el mar, y ahora veo tan sólo unas cuantas gotas en mis manos, que se escapan y no sé cómo retenerlas, cómo guardarlas al menos para no olvidarme, para demostrarme a mí mismo que tuve todo el mar.

Quizás al leer mi carta, en cubierta, con el ruido del viento azotando las velas y con olor a mar y con mar, te parezca mentira, falsa mi tristeza, pero cierra los ojos e imagina el mar seco, tú en el fondo de una tierra, llagada por el sol, como con bocas abiertas pidiendo agua, sin viento, sin ruido, sin vida, sin nada, solo.

¿Qué harías sino llenar tu vida de nostalgia y bañar, ahogar, tu desierto de esperanza?

Ahora piensa que te roban la esperanza… ¿Qué hacer?

14 de noviembre de 1979

He construido piedra a piedra, tabla a tabla, todas las murallas en mi mente, todo el cajón repetido poro a poro, exacto.

He construido piedra a piedra todas mis penas, una a una, iguales. Y las coloqué todas como islas de mi mar, las rodeé de olas y dejé libre el viento.

Comenzó la lucha entre prisión y libertad, entre bueno y malo. Asómbrate marinero, ¡la libertad ataca!

He construido piedra a piedra todo lo que me ata. Y se han hundido en el mar. Se ha perdido.

Ya no me asusta la caja en la que me han metido, la he ahogado en mar, el mar la ha matado.

Ya soy libre aunque me rodeen cadenas frías y muros de mentiras, aunque me rodeen maliciosas verdades, aunque me entierren. Soy libre. En mi mente soy la mar.

8 de enero de 1980

Cuántos días sin decirte mis penas y cuántas penas almacenadas en los escondrijos de mi alma.

Cuántas ganas de contarte cosas y cuánta pereza, cuánta.

Todo, sin embargo, es como siempre, es como nunca. Se me hacen infinitos los segundos entre esta cárcel de absurdos.

Quisiera, te parecerá sueño de niño, quizás de loco, como cuando padre nos contaba sus aventuras en mares que nunca ya podremos navegar porque nunca existieron, sólo en nuestra mente de niños marineros, que el mar fuera nube y lloviera, lloviera mar en mi alma.

Quisiera ahogar mis penas en aguas de mar como otros las ahogan en licores perversos.

Quisiera ahogarme en mar, en nuestro mar, en el mar que tú y yo soñamos navegando

Quisiera ser mar.

23 de marzo de 1980

Hoy es uno de esos días tontos en los que no sé qué escribirte.

¿Ves esos criaderos de peces en los que viven todos juntos en unos pocos litros de agua, que apenas respiran, que apenas se mueven? Cuando pasa cierto tiempo los sueltan al mar. Hoy han soltado a un par de ellos. Apenas los conocía, me los encontraba en el patio, callados, paseando siempre juntos. Yo nunca estoy con nadie, no quiero estar con nadie, nadie es mi mejor compañía, no podría tener otra en este islote en el que hace ya más de un año que me encuentro. Y todavía me quedan muchas noches sin estrellas, sin luna, sin nubes que corran raudas hasta el horizonte, perseguidas por nuestras miradas.

Apenas los conocía, es verdad, pero sé que los han maltratado, los han enterrado, como nos han enterrado a todos, los han ahogado en tierra pestilente, en cieno. Y ahora, hoy, les dejan irse, hoy reviven.

¿Comprendes mi alegría y mi dolor?

¿Comprendes eso que siento, eso que no sé qué es y que me estruja el corazón, que hace que mi corazón sangre, que ría por dentro como un loco, sin saber por qué?

18 de mayo de 1980

Hoy me han dicho que en unas semanas voy a ser libre, que el abogado ha conseguido una revisión de mi caso y que, con toda seguridad, en un par de meses como mucho volveremos a vernos. No quiero hacerme ilusiones, hermano, porque ya me conoces, puedo caer en un pozo sin fondo, en un abismo del que ya nunca podría salir. Pero una ligera brisa con olor a yodo ha entrado entre las rejas y he escrito un pequeño poema que, seguro, intentarás dibujar.

El mar, transparente en olas de luz

Tiembla en un instante de armonía con el aire

Y rompe contra las rocas, impasibles a las húmedas caricias.

El viento azota mi cuerpo, instrumento

Que resuena en la tarde.

Mis ojos se abren al horizonte

Que se despliega en sinfonías de rojo y azul.

Todo es perfecto, luminoso, suave.

Cierro los ojos y te veo, hermano,

Casi aire

Casi mar

Casi cielo

Y navego hacia el momento

Hacia el eterno instante perfecto

Unión del aire, del mar y del cielo

Juntos otra vez, como siempre

Como nunca, sobre las olas, en la luz.

Unas semanas después de esta última carta, denegaron la libertad a Suso, que no pudo superarlo.

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Rota, la esquina del viento y de la poesía

Frente a la esquina del viento
sentado mirando el parque,
va transcurriendo el tiempo
y nada ya es como antes
¡las hojas ya van cayendo
los recuerdos me acompañan!.
Maldigo el viento que viene
y se lleva mis pensamientos,
se lleva mis añoranzas
y transforma mis lamentos.
¡El viento lo barre todo
y se lleva mis recuerdos!
Maldigo el tiempo que pasa
porque la vida se acaba.

Medina Azahara

Carmen entra en la Iglesia de Nuestra Señora de la O para escuchar la misa de doce y yo la acompaño un momento mientras empieza la liturgia. Hace muchos años que no voy a misa, pero me gusta entrar en las iglesias, sobre todo cuando están vacías y puedo recorrerlas contemplando el interior, las imágenes y los cuadros en silencio, deambulando sin prisa y deteniéndome de vez en cuando. Quizás encienda alguna vela, no por fervor religioso, sino por recordar mi niñez, cuando en los meses de mayo niños y niñas rezábamos y cantábamos en el patio del colegio acompañados por las monjas, que observaban si lo hacíamos con el suficiente recogimiento. “El trece de mayo, la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iría…”. Recuerdo todavía casi todas las canciones religiosas y suelo cantarlas en susurro mientras contemplo retablos o imágenes. Los años cincuenta y sesenta del siglo pasado marcaron a fuego religioso a mi generación y es difícil, aunque tampoco lo deseo realmente, olvidarme de ellas.

Mientras Carmen espera sentada en el último banco, yo paseo tranquilamente por el lateral de la gran nave, al fondo de la cual se observa el ábside y el coro, con sillería de caoba y la imagen de un Cristo crucificado y de la Virgen de la O. Entro en alguna de las capillas laterales, la de la Virgen del Rosario, la Virgen del Carmen o Nuestro Padre Jesús Nazareno.  En todas ellas hay alguna mujer que reza de rodillas delante de las imágenes. Mientras que la nave central es gótica, las capillas son barrocas. Me gusta la combinación, la mezcla de estilos, aunque reconozco que me identifico más con las pequeñas iglesias románicas que salpican el norte de Castilla y muchos pueblos y aldeas gallegas. Esta vez no enciendo ninguna vela porque no llevo monedas encima. Alguna tos rompe el encanto que forman el olor a incienso, la luz de las velas y el órgano que suena, ensayando alguna pieza que seguramente se tocará durante la misa. Compruebo que la iglesia se ha ido llenando poco a poco y salgo por la fachada que da a la plaza Bartolomé Pérez. Me detengo delante de la puerta y observo el azulejo que se encuentra a la izquierda de la misma, una imagen de Jesús Nazareno con el texto:

“En la pertinaz sequía del año 1917, el pueblo de Rota, acongojado ante la perspectiva de tremenda miseria, imploró la clemencia de N.P. Jesús Nazareno con fervoroso triduo; y en la noche del último día, 21 de diciembre, se sacó en procesión de penitencia su venerada imagen oscuresiéndose (sic) de pronto el cielo, cayendo providencialmente copiosa lluvia durante el curso de aquella y días sucesivos hasta remediar la calamidad reinante. Para perpetua memoria, los hijos de esta villa dedican este recuerdo de gratitud a su amorosísimo Padre”.

Los adjetivos que salpican el texto me sacan una pequeña sonrisa.

Cuando salgo el viento ha arreciado y pienso que Rota es la esquina del viento, recordando el título de una canción de Medina Azahara. Hace años que no la escucho, pero siempre me gustó la música y la letra, una letra nostálgica, triste, la vida que transcurre de forma imparable y el viento, como un enemigo que borra la memoria, los recuerdos. El viento en Rota es un compañero inseparable, a veces inclemente. Desde una leve brisa, que refresca el ambiente en las tardes de verano, sobre todo cuando es poniente, hasta el vendaval de levante que encierra a la gente en sus casas y amarra a los barcos en el puerto, todo un repertorio de fuerza, dirección y temperatura que los lugareños saben apreciar, pero que a los foráneos nos subleva. Una relación de amor y odio que hace más de quince años que sufro. Aunque yo debería estar acostumbrado, porque tres años en Camariñas, arrostrando los temporales en el Cabo Vilán, tendrían que haberme vacunado, pero prefiero la lluvia, lo reconozco.

Cuando salgo a la plaza Bartolomé Pérez, el intrépido navegante roteño que acompañó a Cristóbal Colón en sus viajes y que llegó a pilotar una de las naves en la segunda travesía a América, contemplo el Castillo de Luna, construido por Alonso Pérez de Guzmán, Guzmán el Bueno, en el siglo XIII, hoy sede del Ayuntamiento. Hace años que no lo visito y me prometo hacerlo cuanto antes. Atravieso la plaza, camino del paseo marítimo por la calle Carmen. En todos los pueblos costeros, Carmen es el nombre más repetido, barcos, casas, calles, colegios, nombres de mujeres… Es como convocar a la suerte, a la buena suerte que debe acompañar a los marineros. En mi familia no hay marineros ni marinos, pero es el nombre más repetido, mi madre, mi mujer, mi hija, dos tías abuelas nacidas en dos pueblos separados por mil kilómetros, una tatarabuela nacida en la primera mitad del siglo XIX. Toda una saga de Cármenes.

Después de pasar bajo el arco ojival abierto en la muralla que rodeaba la ciudad y de la que todavía se conservan algunos lienzos, llego al paseo marítimo y contemplo el espigón y la estatua que se inauguró hace poco tiempo dedicada a las víctimas de la guerra civil y del franquismo, una mujer sobre una barca de nombre Libertad, con una placa en la que se puede leer un verso de Rafael Alberti: «Es Rota, la marinera, la primera en levantar la llama de la libertad». En el espigón comienza la playa de la Costilla. El aire es limpio, transparente, brillante, pero el viento arrastra nubes que, seguramente, cubrirán el cielo durante la tarde. Paseo un poco contemplando a los turistas que se hacen fotos en el rincón donde se lee “Bésame en esta esquina”. Las parejas tienen ya una edad y se ríen divertidas mientras sus amigos hacen comentarios graciosos. Sigo un poco y salgo del paseo por unas escaleras que me llevan por la calle Blas Infante hasta el cruce de Higuereta con Fermín Salvochea. Allí comienza una de las zonas más recogidas y que más me gustan de Rota. Rota, además de viento tiene poetas. Unos son autóctonos y otros son acogidos por un pueblo que tiene una relación especial e intensa con la poesía. De hecho, hay carteles que señalan en diversos puntos cercanos al Ayuntamiento: la Senda de la Poesía. Felipe Benítez Reyes, Benjamín Prado, José Manuel Caballero Bonald, Ángel García López, Joaquín Sabina, Luis García Montero, Ángel González y Almudena Grandes, estos dos últimos ya fallecidos, forjaron una amistad a base de versos. El club de Rota, los llaman. Por aquí también pasan Javier Ruibal o el Gran Wyoming, que cantan en el chiringuito Las Dunas, donde también he visto a Miguel Ríos. Tuve la suerte de asistir a la presentación de libros de Almudena Grandes y de García Montero, suelo acudir, como en peregrinación, a la casa que ambos tienen, Almudena ya no, en Rota, cerca del hotel Playa de la Luz y de la playa Punta Candor, donde me la encontraba a veces. Ella, como nadie, supo reflejar el viento y el ambiente de Rota en su libro Los aires difíciles. He disfrutado con las Noches de Literatura en la calle, donde estos poetas nos regalaban momentos inolvidables. Ya no será lo mismo sin Almudena, claro, la que unía con su presencia, su humor y sus comidas a todo el grupo.  Cualquier pérdida es irreparable, pero Almudena Grandes deja un vacío desmesurado.

Recuerdo todo esto mientras leo en las esquinas de las calles de Rota, aledañas al Castillo de Luna, los poemas que han escrito estos y otros poetas roteños. Son calles estrechas, encaladas, con macetas colgadas sembradas de geranios. Muchas de ellas, extraña costumbre, tienen las caras de los propietarios de las viviendas, hombres y mujeres que miran al frente, coronados con flores que semejan pelucas. A mí no me gusta esta moda, lo reconozco. En casi todas las esquinas hay un poema y me detengo a leerlo. Cuando termino le hago una foto que guardaré en el teléfono para leerlo de vez en cuando. El tiempo pasa muy despacio, o eso me parece, pero cuando miro el reloj me doy cuenta de que la misa debe estar a punto de terminar, así que me oriento y deshago parte del recorrido para regresar a la Iglesia de Nuestra Señora de la O.  Llego casi en punto, pues compruebo que ya están saliendo algunas personas. Carmen me busca con la mirada y cuando llego a su lado, decidimos llamar a mi hija para que veamos alguna actuación de las comparsas y chirigotas que durante estos días animarán las calles y plazas de esta villa. Aunque Rota se hizo famosa por ubicarse aquí una de las bases de la OTAN en los años cincuenta y que convocaba a muchos manifestantes para gritar la famosa consigna “OTAN no, Bases fuera”, los tiempos han cambiado. Ahora Rota es conocida por sus poetas, sus playas, su ambiente, sus carnavales y por la pacífica convivencia entre españoles y americanos, que encuentran aquí un lugar donde trabajar y vivir y mezclarse sin problemas. Cogidos de la mano, Carmen y yo llegamos paseando a la Plaza de las Canteras, donde ya hay mucha gente esperando delante del palco donde actuarán las agrupaciones. Una mañana muy bien aprovechada. Como dijo Obama cuando visitó a los marines que están aquí, “si tenéis que estar lejos de casa, no hay un lugar mejor que éste”,

La última palabra

Las tertulias de los jueves en la cafetería de nuestro amigo Luis tienen el aroma de lo que va a desaparecer, ese olor característico que solo apreciamos en muy contadas ocasiones, como recuerdos de una niñez cada vez más lejana y que no se deja apresar ni por la memoria ni por la nostalgia. Intentamos resguardarla en un rincón, pero siempre hay otros recuerdos que se superponen y que impiden que los recordemos con nitidez. La conversación se desgrana al principio con pereza, saboreando el café y comentando la última noticia sobre política o sobre algún suceso destacable, pero después va aumentando la intensidad a medida que los temas se complican y se entra en materia.

Siempre somos los mismos, Vicente, el poeta, que ha ganado diversos concursos literarios a lo largo y ancho del país, con poemas reconocibles que se inspiran en la poesía de los clásicos y de los románticos, décimas, quintillas, cuartetas, sonetos. El amor y la infancia están siempre presentes, con un lenguaje de una enorme complejidad en su sencillez. Es el único conocido del grupo y del que nos sentimos más orgullosos. Invariablemente tiene la última palabra, la frase exacta, precisa, breve, que nos deja mudos y pensativos. Los otros tres tertulianos, entre los que me encuentro, solo somos aprendices de escritores, apenas unos escribidores que nunca han ganado ni un pequeño concurso de relatos en cualquier pueblo de la geografía patria. Eso sí, somos críticos literarios crueles y despectivos, yo diría más bien despechados y envidiosos. Cuando sale a la luz un nuevo libro de los escritores más conocidos y con más éxito, esos que son capaces de vender cientos de miles de ejemplares, corremos a comprarlo y a despellejarlo unos días después. Ya que nadie nos conoce, por lo menos nos quedamos a gusto con la crítica.

Hoy el tema, propuesto por Guillermo, el de mayor edad de los contertulios, que sobrepasa por poco los setenta años, pero muy bien llevados, es el de las influencias de los clásicos en la literatura actual. Guillermo, profesor de Lengua y Literatura durante treinta años, lleva jubilado cerca de diez y en este tiempo ha intentado escribir varios libros, pero nunca los ha terminado. Se queja amargamente de que las editoriales lo desprecian, les ha enviado varios capítulos de sus libros y ninguna le ha contestado. Habló alguna vez con Vicente para que intermediara con la editorial que le edita los libros, siete hasta el momento, pero el poeta le dice que la suya es una editorial pequeña, muy selectiva y que solo publica poesía. Guillermo no se lo cree porque sospecha que su amigo no quiere competencia en el grupo selecto de los escritores de éxito, pero se calla y durante algún tiempo no molesta al poeta, pero invariablemente volverá a la carga.

Según Guillermo, la literatura comenzó a brillar con Homero, siguió con algunos autores latinos, la Edad Media también alumbró obras de mérito y alcanzó su cénit con Cervantes. Lo que siguió a continuación, según su razonamiento, es mera copia que cae en la estulticia, en palabras y palabras que llenan miles de hojas, pero sin encontrar ni una sola idea original, que añada algo de belleza a lo dicho por los antiguos.

—A ver, ¿cuándo se ha mejorado el comienzo de la Ilíada? ¿Y el de El Quijote?

Y empieza a declamar con su potente voz, acostumbrada a hablar en el aula delante de alumnos a los que, seguramente, aburría con complejas explicaciones sobre la lírica en la Edad Media o sobre los poemas de Virgilio:

—“Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes…” “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…

Llegado este momento, queremos evitar que vuelva a acaparar el tiempo, lo que suele suceder habitualmente. Quizás sea por su reconocida autoridad de profesor, con una memoria prodigiosa capaz de recitar durante minutos interminables párrafos enteros de la Odisea, la Ilíada, la Eneida, El Quijote o decenas de poemas, siempre anteriores a Cervantes, porque se niega a recitar textos o poemas posteriores, nos intimida a los demás, menos a Vicente, el poeta, claro, que es el único que se permite interrumpirlo.

—Perdona, Guillermo, o sea, que Machado, Lorca o García Márquez, por ejemplo, son unos farsantes, meros copistas sin imaginación ni originalidad. Espero que eso no se lo hayas explicado a tus alumnos mientras eras docente.

Felipe, dueño de la librería “El Verbo”, que fue el que organizó la tertulia entre sus clientes más habituales, los que habitualmente entrábamos a comprar libros y a dejarnos aconsejar, también intervino.

—Guillermo, no se puede ser tan testarudo. Es imposible que un profesor de literatura como tú no sea capaz de reconocer la belleza, la elegancia y la calidad de cientos, de miles de libros escritos por autores, actuales o pasados, cuya enumeración sería imposible de hacerse en una tarde. Yo creo que tú quieres aparentar originalidad en tus opiniones, pero caes, y perdona que te lo diga, en la bufonada, en el histrionismo.

El rostro de Guillermo se congestionó y se levantó con intención, no sabemos si de marcharse o de acercarse a Felipe para agredirlo, pero Vicente le agarró por un brazo y le obligó a sentarse. A partir de aquí, la conversación se tornó en discusión, en tonos de voz cada vez más alto y áspero, que podía derivar en resentimientos y tensiones desagradables hasta que yo me atreví a intervenir.

—Creo que el término bufonada, Felipe, ha estado fuera de lugar. Hay que respetar todas las opiniones y, aunque no estemos de acuerdo, evitar insultos o palabras que puedan molestar. Ante todo, el buen tono y la educación, como siempre hemos hecho.

Felipe me miró un momento y asintió. Esperó un par de segundos más y después, dirigiéndose a Guillermo en un tono humilde, arrepentido, le dijo:

—Juan tiene razón. Te pido disculpas sinceramente, Guillermo. Siempre te he apreciado y te aprecio, admiro tu conocimiento y tu sabiduría. Me has enseñado mucho y espero que lo sigas haciendo. No era mi intención ofenderte y, es verdad, no he tenido que dirigirme a ti con esas palabras. He sido un necio y te vuelvo a pedir que me perdones.

Guillermo, tras estas palabras, se levantó y le dio un fuerte abrazo a Felipe. Las aguas volvieron a su cauce y yo me sentí reconfortado y orgulloso. Gracias a mi intervención, se solucionó lo que, en otras circunstancias hubiera derivado en un enfado o, quizás, en la disolución de nuestra tertulia. Vicente y Luis me miraron con sonrisas y gestos de agradecimiento. Mi autoestima subió bastantes puntos esa tarde.

A partir de ese momento, las intervenciones de los cuatro se moderaron y Vicente, que hasta entonces había estado relativamente callado, sacó su cuaderno moleskine, lo abrió y nos pidió un poco de silencio.

—Aunque lo que he escrito no tiene mucho que ver con el tema que nos ha propuesto Guillermo, quizás arroje un poco de luz y calma. Es un texto que todavía no está demasiado afinado, que aún no tiene final, porque es el comienzo de un ensayo que me ha pedido la editorial y me gustaría saber vuestra opinión.  —Y empezó a leer lo que transcribo a continuación:

Hay palabras que enamoran, otras palabras hieren, nos atrapan o nos hacen reír y llorar, muchas se desconocen, pero siempre nos acompañan, nos rodean, forman parte de nuestra vida, nos permiten tener conciencia de nosotros mismos como individuos y como miembros de una comunidad. Sin las palabras podríamos sentir dolor, alegría, tristeza o miedo, emociones que seríamos capaces de expresar con gestos, con gemidos, con movimiento, pero no podrían explicar ni explicarnos qué nos sucede, no podríamos organizar los pensamientos ni darle forma al mundo.

Cuando al poco de nacer aprendemos a fijar los ojos en los rostros cercanos, que vamos reconociendo, que nos sonríen, que hacen gestos y emiten sonidos que, sin darnos cuenta, imitamos y repetimos, se está produciendo un auténtico milagro: estamos entrando en el universo que nos acompañará a lo largo de nuestra vida, en el universo del lenguaje, de la comunicación. Imitamos, nos sonríen, gritan, hablan, señalan, repetimos y, sin darnos cuenta, vamos asimilando la creación más profundamente humana, estamos entrando en el asombro de la comunicación mediante las palabras, que se convertirán en frases, en ideas cada vez más complejas.

De la palabra hablada, la que utilizamos en los primeros años de nuestra vida, aquella que permitió transmitir en los albores de la humanidad la experiencia de unas generaciones a otras, la que inventó el relato, la imaginación, el misterio, la sorpresa, la que intentó someter la naturaleza a las leyes de la lógica primitiva, se pasó a otro hito, la aparición del lenguaje escrito, signos que durante mucho tiempo fueron considerados mágicos y que solo conocían unos pocos ya que la información, como ha seguido sucediendo a lo largo de la historia, es poder. El pueblo escuchaba lo que los aedos, los rapsodas o los juglares cantaban o recitaban, las epopeyas de los héroes, la historia que se perdía en la noche de los tiempos, pero no sabía leer ni escribir. Hasta que hace relativamente poco tiempo, poco más de quinientos años, la imprenta democratizó y extendió la lectura y la escritura, que se consolidó durante los siglos posteriores.

Miles de años hablando y escribiendo, acariciando, persiguiendo, maltratando, hiriendo con las palabras o arrojándolas al vertedero, en soledad o acompañados. Están ahí, ampliando o limitando horizontes mentales y expresivos.

Los escritores nos prestan su palabra, su modo de ver y entender el mundo, la realidad que nos rodea o la ficción que se imaginan, la delicadeza de la expresión o la fuerza de una imagen. Ellos, que han trabajado y pulido el lenguaje, nos enseñan, nos muestran el camino, eligen los términos más adecuados, los analizan, buscan el contexto, el ambiente, pulen los personajes, les dan vida. O miran a su alrededor o escarban ellos en su interior y buscan y encuentran y nos muestran la belleza de las palabras. Y nos las dan para que nosotros también, en un ejercicio de voluntad creativa, nos las apropiemos y las amoldemos a nuestro gusto.

Cuando Cervantes dice «La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta…» o «Con la iglesia hemos dado, amigo Sancho» (aunque ahora se diga con la iglesia hemos topado) o «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos», entramos en un mundo que, casi quinientos años después, nos sigue fascinando y enseñando, como también nos asombra lo que hace casi tres mil años escribiera Homero “Acertóle en la cimera del casco guarnecido con crines de caballo, la lanza se clavó en la frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero». O Antonio Machado, con «Nunca perseguí la gloria,/ ni dejar en la memoria/ de los hombres mi canción/ yo amo los mundos sutiles/ ingrávidos y gentiles/como pompas de jabón.» También nos emociona leer en Ocnos, de Luis Cernuda «Aquellos seres cuya hermosura admiramos un día, ¿dónde están? Caídos, manchados, vencidos, si no muertos. Mas la eterna maravilla de la juventud sigue en pie». Cientos, miles de escritores, nos dejaron una herencia colosal que nosotros debemos continuar, en nuestra memoria, con nuestra admiración, con nuestro reconocimiento.

Hay palabras hermosas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida, no solo por su agradable sonido, sino por lo que representan. Arrebol, evanescencia, inefable, melancolía, alba, nostalgia, esplendor… Cada uno, seguramente, tendrá las suyas y procurará utilizarlas, aunque en algunas ocasiones no vengan al caso. Pero son nuestras amigas, seguramente las habremos aprendido hace muchos años, quizás en la infancia o dichas al oído por alguien a quien queríamos. 

Pero también está el rastro ceniciento de las palabras, las que amargan, no cuando son dichas o escuchadas, sino que se esconden en un rincón del pensamiento, a las que no se da importancia, pero que surgen de manera imprevista, cuando menos lo esperas porque están agazapadas; ese rastro está grabado con siglos de memoria, con ríos y océanos de experiencia y servidumbre y rencor y, en muchos casos, odio. No callemos por cobardía o por no herir, no hablemos sin reflexionar, sin mirar dentro de los otros. No escondamos la palabra que queríamos decir, no enmudezcamos la respuesta que deberíamos dar. Huyamos del silencio vacío y acerquémonos al silencio en soledad buscada y encontrada, siempre querida.

La palabra es misterio y también es luz, es compañía, es esperanza. Es lo que nos hace ser como somos, lo que nos permite encontrarnos con nosotros mismos y con los demás…

Vicente, el poeta, se calló y el silencio se hizo denso, y nos miramos y todos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos abrazamos al poeta que, como siempre, dijo la última palabra.

Solo un instante

¿Por qué tatuaste tu sueño en mi sueño? Todo flotaba a mi alrededor como luciérnagas que iluminaran la oscuridad. Apenas fue un instante, pero un solo instante puede ser más duradero que toda una vida. La vi como una ráfaga de luz que apenas iniciada se desvanece, pero intensa y dolorosa como una cuchilla que penetra inclemente en la carne.

Estaba en tu mano cerrada, que abriste de repente, jugando, riendo. Solo me fijé en tu boca, en tus dientes tan blancos, en esos labios que aún recuerdo como si fuera hoy mismo. Algo, un presentimiento, hizo que bajara la vista hasta la mano. Pero en ese momento volviste a cerrarla. Creí ver algo, una luz que recogía toda la claridad, todos los colores que nos rodeaban. Fue un instante, pero ahí se detuvo el tiempo y nunca más volvieron a sonar las horas en el reloj del campanario.

‘¿Qué era eso?’, pregunté. Y me dijiste ‘Es un sueño, la única joya que tenemos, la que únicamente pueden ver o soñar las mujeres de nuestra familia. Si alguna vez se pierde o la ve alguien que no deba, se acabará el mundo que conocemos’.

Y en ese momento me di cuenta de que, sin quererlo, grabaste para siempre tu sueño en el mío.

Algoritmos

—La humanidad es sólo un algoritmo de Dios. O, para aquellos que no sean excesivamente dados a creer en la magia o en seres extraterrenales o en divinidades que controlan y vigilan nuestros actos, se podría decir que hombres y mujeres son el producto, uno más, de un plan que nadie sabe y no creo que se sepa jamás, quién o qué ha diseñado. Si es que existe ese diseño o, por el contrario, el Universo es producto de la casualidad, de miles de millones de casualidades que se producen a lo largo del tiempo. Si las últimas teorías de la física son ciertas, lo que hoy existe, espacio, materia y tiempo, surgieron de la nada, exactamente de la nada. Y seguramente, el espacio, la materia y el tiempo se contraerán y se convertirán en nada.

Las palabras del viejo profesor, que hoy se despedía de su cátedra con un discurso sobre la Metafísica y las Matemáticas, se elevaban con claridad desde hacía más de media hora sobre las filas de estudiantes que escuchaban con atención y con un silencio expectante. El aula magna de la Facultad estaba repleta y pasillos y escaleras servían también para reunir a muchos profesores, compañeros suyos y de otras facultades y especialidades que querían rendirle un homenaje, además de la placa, el regalo sorpresa y la cena que tendría lugar en el mejor restaurante de la ciudad. El profesor era una auténtica institución e incluso había sido propuesto un par de veces para el Premio Nobel, aunque no lo había ganado, quizás por ideas similares a las que hoy estaba desgranando y que solía introducir en sus clases, siempre amenas por los comentarios irónicos y mordaces con los que salpicaba las explicaciones. A veces demasiado irónicos, demasiado mordaces, demasiado excéntricos para una institución centenaria acostumbrada a la seriedad y a la tradición.

En lugar de complicadas fórmulas y problemas casi irresolubles que con letra clara escribía en la pizarra del aula, el anciano catedrático hablaba hoy con palabras comprensibles, con ideas que, hoy sí, todos entendían. Al comienzo había echado la vista atrás y, con un punto de nostalgia, pero también con alegría, repasó una vida dedicada a las matemáticas, primero en un Instituto de un barrio madrileño y después en la Universidad. Ahora, el discurso se había concentrado en un tema que, a lo largo de su vida académica, había expuesto algunas veces, pero nunca se había atrevido a profundizar.

—He dedicado mi vida a realizar cálculos y, últimamente, a ayudar a bancos, compañías de seguros y a empresas de informática, a resolver problemas que permitieran mejorar resultados y crear nuevas herramientas. En realidad, para eso sirven las matemáticas, para ayudar a comprender mejor el mundo. También para dominarlo y controlarlo, como sabéis. Cada vez que utilizáis ese artefacto que alguno tiene en sus manos, el móvil, miles de fórmulas y de complejos cálculos sitúan dónde estáis, qué hacéis, qué os gusta y dirigen vuestras vidas, vuestras emociones. Me temo que yo también he contribuido, sin ser consciente, a recortar vuestra libertad. Nadie es libre, no existe el libre albedrío, eso es una patraña que los poderosos de todas las épocas han inculcado e inculcan en las mentes humanas desde que nacen. Ya os lo he explicado y creo que lo recordáis: los hombres que poseen el conocimiento poseen el poder. Los sacerdotes sumerios, asirios, babilónicos o egipcios guardaban celosamente sus secretos para atemorizar al pueblo. Capaces de calcular movimientos de astros, eclipses, inundaciones de ríos o distancias, capaces de escribir en tablillas o en papiros, sólo unos pocos tenían acceso a ese conocimiento que podían utilizar en su propio beneficio. Así se fue creando, poco a poco, una casta que, con diferentes manifestaciones, aún pervive. La religión es una de ellas, quizás la más antigua.

“Ya empezamos”, susurró un compañero de departamento a otro, “si no se mete con la religión, no se queda tranquilo. Ganas me dan de levantarme, pero sería demasiado evidente y, además, no podría pasar porque es materialmente imposible, esto está repleto, nunca había visto el aula magna tan abarrotada. Hay que reconocerlo, tiene carisma”. Algunos alumnos y compañeros lo miraron y le hicieron gestos de que se callara, lo que hizo con una mueca de fastidio.

—Tengo muchos amigos filósofos —continuó el viejo profesor— que me han acompañado a lo largo de los años y me han ayudado a plantearme preguntas que intenté responder con fórmulas matemáticas, pero, llegado un punto, ni la física, ni las matemáticas ni siguiera la filosofía son capaces de llegar a encontrar respuestas. Eso no significa que no las haya. El hombre lleva demasiado poco tiempo sobre la tierra como ser pensante, así que no perdamos la esperanza o la fe, como diría un buen amigo, el párroco de mi barrio. No sonriáis, yo también tengo amigos en la religión. Pongo por encima a las personas, que, si son buenas, carece de importancia el papel que juegan en la sociedad. La religión ha hecho mucho daño, lo digo siempre, sobre todo cuando es radical, intransigente. Pero si delante de mí hay un sacerdote, una monja o un creyente que no intentan imponerme sus creencias y sus palabras y hechos redundan en bien de la sociedad, me tienen a su lado.

La conferencia continuó por similares derroteros, hasta que, después de leer el último folio, ordenarlos todos con unos golpecitos sobre el atril y después de un segundo en el que nadie sabía si comenzar a aplaudir, el matemático dijo:

—No quiero que mi última intervención en esta facultad sea recordada por haber molestado a alguien. No tengáis en cuenta mis palabras sobre el algoritmo y Dios, cada uno que crea en lo que le dé la gana. Sé que a lo largo de mi carrera me he ganado a pulso la fama de ser intransigente, pero sólo lo he sido con aquellos que son realmente intransigentes, con los que es imposible debatir, con los violentos, con los intolerantes, con los que usan el poder, sea cual sea, para intimidar y aprovecharse. Hubo una época en la que intenté encontrar un algoritmo, una fórmula que explicara esos comportamientos para eliminarlos o, por lo menos, darles una réplica adecuada. La sociología, la psicología, la antropología, la filosofía o las ciencias políticas también lo han intentado, pero sin éxito. Se ha avanzado, no demasiado, porque las sociedades son cada vez más desiguales, la insolidaridad y el egoísmo se han incrementado de manera alarmante. Creo que estuve a punto de encontrar ese algoritmo, pero al final siempre tropezaba con el mismo problema: el hombre o la mujer como individuos quizás puedan explicarse al ochenta o al noventa por ciento, pero cuando empiezan a relacionarse con otros, y eso es inevitable porque el ser humano es sociable por naturaleza, las variables son tan complejas que no creo que se pueda explicar nunca. Y esa es mi gran esperanza y con ello el último consejo que quiero transmitiros: confiad siempre en el hombre, confiad en las matemáticas y en todas las ciencias y que éstas sirvan siempre para mejorar a la sociedad. Buscad e intentad encontrar un algoritmo, unos algoritmos, que eliminen a aquellos otros que esclavizan, que controlan, que manipulan. Espero que alguno de vosotros lo consiga. Entonces es cuando realmente las matemáticas habrán cumplido una misión trascendental. Gracias y hasta siempre.

Con una pequeña inclinación de cabeza, el profesor bajó del estrado entre aplausos y vítores de todos los que asistieron a su última clase. En primera fila, su mujer le envió un beso y se acercó a él para ayudarlo a salir del aula.

La fuente de la vida ¿I?

Al final del largo corredor apenas se adivinaba una sombra de la que, de vez en cuando, surgía una pequeña luz. En el techo, luces muy tenues que se alejaban en una perspectiva irreal. A medida que el hombre avanzaba, la oscuridad se iba adueñando del espacio que dejaba atrás, pero él no era consciente. A lo largo de las paredes, puertas cerradas, aunque también se veían recodos que, seguramente, se abrían a otros pasillos. Sobre cada una de las puertas, un símbolo diferente, al principio muy simple, apenas una línea o una raya que se complicaba formando figuras o dibujos, como pertenecientes a una lengua extraña, desconocida, antigua, quizás ya olvidada en la noche de los tiempos. Entre las puertas, la pared desnuda, gris, salpicada por manchas de humedad o de suciedad.

Lo peor, lo que le causaba mayor desasosiego, era el silencio. Ni siquiera sus pasos hacían el menor ruido, como si se deslizara sobre una mullida alfombra. Era un silencio lúgubre, lleno de presagios. Alguien, no recordaba quién, le había advertido «no vayas, si entras y recorres el pasillo, nunca regresarás y, lo que es peor, nunca llegarás al final, nunca sabrás lo que hay allí». No había creído semejante tontería, le parecía un cuento de niños, de esos que sirven para amedrentar las mentes infantiles y evitar que desobedezcan a los mayores.

Hacía una hora que había entrado en el enorme edificio gris, el que se veía desde todos los lugares de la ciudad y sobre el que corrían muchas leyendas. Nadie recordaba cuándo se había construido, ni para qué había servido, no quedaban rastros ni en libros, ni en periódicos, ni en ningún documento. A veces alguien comentaba que se había acercado dando un paseo, pero que algo, como una fuerza invisible, como un viento, helado unas veces, abrasador otras, le obligaba a retroceder. La carretera que unía la ciudad con el edificio estaba llena de baches, de hierbas rastreras, de piedras que dificultaban la marcha; hacía mucho tiempo que las autoridades habían dejado de realizar su mantenimiento, como una forma más de obstaculizar el acceso al edificio.

No sabía por qué había tomado la decisión de acercarse, de averiguar qué había en el interior, recorrerlo y después contar lo que había visto. Ya había dejado su profesión de maestro, pero la curiosidad, siempre latente, y las ganas de aprender y conocer cosas nuevas, no lo habían abandonado. Hacía ya mucho tiempo, recuerda, lo enviaron a los lugares más apartados, pequeños pueblos y aldeas lejanas, pero nunca había trabajado en la ciudad donde nació y pasó su infancia y primera juventud. En aquella época sólo se preocupaba de jugar y de estudiar. Después se fue a hacer la carrera de magisterio a la capital y allí comenzó a trabajar. Estuvo mucho tiempo fuera y sólo regresaba en contadas ocasiones, primero en las vacaciones escolares y después dejó de ir porque sus padres también se fueron a vivir a la capital. Pero cuando se jubiló decidió regresar al lugar donde pasó los mejores años de su vida. Siempre se regresa a la infancia porque allí es donde nunca dejamos o nunca deberíamos dejar de vivir.

La carretera desembocaba en una enorme explanada rectangular de tierra compacta, rodeada por plátanos de sombra que semejaban centinelas expectantes. Cuando bajó del coche alzó la mirada al cielo, como esperando alguna señal que le obligara a regresar, pero sólo vislumbró una nube solitaria en el horizonte y un par de aves que volaban alto, dirigiéndose hacia el sur. Frente a él, el enorme edificio gris, un gris sucio, como el cemento, con pequeñas ventanas, muchas de ellas con los cristales rotos. El edificio era muy ancho y alto, de veinte plantas que tuvo la curiosidad de contar, una mole inmensa, como un paquidermo o un dinosaurio dormido y que podría despertarse en cualquier momento. Esa semejanza hizo que recorriera por su cuerpo, a pesar del calor, un escalofrío. Delante de él, una gran puerta de madera oscura labrada con figuras geométricas. Sobre la puerta, una especie de rosetón, similar al de las catedrales, con los cristales también rotos o astillados. La puerta estaba entreabierta, y eso le extrañó. Antes de entrar, quiso inspeccionar la construcción, rodeándola. Era un cuadrado de unos trescientos o cuatrocientos metros de lado. Estaba deshabitado desde tiempo inmemorial, según le habían dicho, y eso se notaba en el deterioro de las paredes, en algunos pequeños trozos de muro caídos, en los desconchones, en las manchas de humedad, en las hierbas que crecían entre las grietas que salpicaban en todas direcciones la superficie del edificio. No se veía rastro de vida alguna, ni siquiera los pájaros querían anidar allí, como presintiendo que algo malo podría ocurrirles si lo hicieran, ni los gatos que solían merodear por los lugares abandonados. Volvió a recorrerle un escalofrío por la espina dorsal y se le erizaron los vellos de los brazos. Además de la puerta de entrada que vio al llegar, también comprobó que había grandes portalones metálicos en cada uno de los lados, como los que hay en las fábricas para la entrada y salida de mercancías.

Tardó más de media hora en rodear toda la edificación. Con cierto nerviosismo, pero con determinación, penetró en el edificio. El vestíbulo estaba en penumbra y la luz sólo penetraba por el rosetón situado encima de la puerta y por unas pequeñas ventanas, las que había visto desde el exterior. En el techo y en las paredes se veían lámparas, pero estaban apagadas y no vio ningún interruptor para encenderlas. Además, pensó, no creo que hasta aquí llegue la electricidad y si algún día llegó, hace tiempo que cualquier mecanismo tuvo que dejar de funcionar. El vestíbulo se abría en un semicírculo, al fondo del cual se encontraban dos grandes escaleras a izquierda y derecha, que, con una suave curva, se juntaban en la primera planta, una especie de galería con columnas de la que apenas se divisaba la parte superior, decorada con figuras y flores de escayola. En medio de ambas escaleras, una gran puerta metálica cerrada y otras dos puertas más pequeñas a los lados de ésta. En las paredes desnudas las pequeñas ventanas, con los cristales sucios y rotos, dejaban pasar una luz amarillenta, dorada, que daba al espacio una sensación de somnolencia, de irrealidad. Dudó si subir por una u otra escalera y, ante la duda, optó por la puerta metálica, que se abrió sin problemas y sin ruido. Allí se encontró con el corredor que ahora recorría.

Ya no se acordaba por qué estaba allí, como si las últimas horas se hubieran borrado de repente, pero eso no le extrañó, ya le había ocurrido otras veces, como si su vida estuviera hecha a saltos inconexos. Sólo momentos que apenas duraban unos minutos y en medio de cada uno de estos hechos, el vacío, como si estuviera anestesiado y se despertara como un hombre nuevo, diferente. Muchos recuerdos, pero casi ninguna emoción. Tampoco recordaba por qué había tomado la decisión de salir de la ciudad y dirigirse al edificio prohibido. Seguramente habría una poderosa razón, pero, como casi todo en su vida, había desaparecido en una desmemoria gelatinosa. La ciudad, los estudios, los padres, el trabajo, los amigos, la mujer, un asesinato, ¿era él el asesino? recordaba sólo fragmentos que, a veces, intentaba juntar, pero nunca lo conseguía.

Un ligero estremecimiento le asaltó nada más cruzar la puerta metálica y contemplar el largo pasillo con puertas a cada lado. Siguió andando y se detuvo a escuchar delante de la primera puerta de la derecha, la que tenía una simple línea vertical ondulada encima, pues le había parecido oír un murmullo, como varias voces hablando y un bebé llorando muy lejos. Dudó un momento, pero se decidió a posar la mano sobre el picaporte y, con cierta precaución y también algo de temor, abrió la puerta. Lo primero que vio fue una habitación pequeña, un dormitorio, con una cama de matrimonio y tres mujeres, dos de ellas vestidas de luto y una tercera con una bata blanca acuclillada al lado de la cama, que miraban a una joven acostada que mantenía un pequeño bulto en sus brazos. El bulto era un recién nacido, envuelto en una especie de toalla, que lloraba con fuerza. Las mujeres que estaban de pie hablaban entre ellas con voces alegres diciendo que todo había salido muy bien, que la chica se había portado estupendamente y que el niño estaba sano y parecía fuerte. No se dieron cuenta de la presencia del hombre, como si fuera invisible, y pudo acercarse hasta el borde la cama sin que nadie se fijara en él. La habitación era muy sobria, con muebles de poca calidad. Un crucifijo sobre la cama, un pequeño armario de dos puertas, un tocador con una palangana, dos mesillas y una silla. Debajo de la cama sobresalían unas zapatillas azules de mujer y sobre la silla, una bata rosa. La mujer acuclillada recogió del suelo unos trapos manchados de sangre y salió por una puerta lateral. Otra puerta cerrada daba acceso a un pequeño balcón por el que entraba una luz intensa. Una de las mujeres de negro secaba el sudor de la joven y le dirigía palabras cariñosas y de ánimo, todo ha sido muy rápido y tú lo has hecho muy bien, la matrona apenas ha tenido que hacer nada, el niño es precioso, muy largo y muy sano y ha llorado con fuerza, se va a criar estupendamente. La otra mujer, del otro lado de la cama, miraba al niño y a la joven alternativamente, se parece a su padre y a su abuelo, aunque eso no quiere decir nada, los niños cambian con el tiempo. La mujer joven no decía nada, sólo se dedicaba a mirar sonriente al niño que tenía en sus brazos, acariciando con ternura, con un dedo, la carita del niño. Era una escena muy íntima, se le hizo un nudo en la garganta y el hombre decidió dejar la habitación y salir otra vez al pasillo.

En la pared de enfrente, otra puerta más ancha, con el dibujo de dos líneas irregulares que se cruzaban formando una especie de cruz aspada, de la que también salía un ruido que él conocía muy bien, el de la sirena de un colegio cuando avisa de que empieza o termina alguna clase. Un ligero escalofrío recorrió su espalda porque recordó sus tiempos de maestro y ese recuerdo le trajo otros más, como si una película se proyectara a gran velocidad, rostros, paisajes, calles, casas, reuniones, celebraciones, risas, llantos, gritos, muchos gritos, golpes, dolor, mucho dolor. Tuvo que pararse a respirar hondo, parecía que el aire no le llegaba a los pulmones. Se apretó las sienes y cerró los ojos. Una sensación angustiosa le oprimía el pecho y tuvo que detenerse y apoyarse en la pared. Durante unos momentos dudó si merecía la pena seguir, pero se sobrepuso, respiró hondo y se acercó a la puerta. El sonido de la sirena llegaba un poco más amortiguado. Puso la mano derecha en la manilla y, con cuidado y cierta aprensión, abrió la puerta.

Se encontró en un aula, con cinco grandes mesas separadas y ocho sillas alrededor de cada mesa. Todas las sillas estaban ocupadas por niños, sólo niños, de unos siete u ocho años, que miraban con atención y en silencio a una maestra que hablaba delante de una pizarra en la que había escrita una frase: Dios está en todas partes y nos vigila siempre. La maestra vestía una especie de hábito marrón y un velo de color blanco que le tapaba la cabeza y le llegaba hasta la mitad de la espalda. La maestra, o la monja, estaba hablando de la primera comunión, de la confesión, de la pureza, del pecado. Nadie se fijaba en la presencia del hombre y pudo deambular por las mesas contemplando los rostros atentos de los niños, con expresión seria y concentrada. Todos llevaban una especia de mandilón blanco con bolsillos. Se fijó en uno de ellos, un niño delgado, con el pelo muy corto y un flequillo, orejas grandes y separadas y ojos marrones. De vez en cuando miraba a su compañero y asentía, como entendiendo y dando la razón a la maestra. Contempló con más atención el rostro del niño y lo reconoció con un sentimiento en el que se mezclaban la sorpresa, el desasosiego y el miedo: había comprendido de golpe. Lo que estaba viendo era una clase en el colegio de primaria en el que había estudiado hasta los diez años, y el niño en el que se había fijado era él mismo, con ocho años, escuchando a la maestra a la que había querido y temido al mismo tiempo durante los cuatro cursos que estudió allí. Y lo que había visto en la primera puerta era a sus abuelas y a su madre, que lo tenía cogido en brazos, recién nacido.

Apenas podía respirar, el corazón latía desacompasadamente y una especie de mareo estuvo a punto de provocarle un desmayo. A duras penas pudo salir otra vez al pasillo, que esta vez le pareció más oscuro, más lúgubre y más largo que antes. La pequeña luz seguía parpadeando y parecía atraerlo como un imán. Un pensamiento angustioso, una pregunta, una duda, comenzó a tomar forma: ¿sería el pasillo la recreación de su vida? Y si esto era así y seguía abriendo puertas, ¿podría volver a revivir todos los momentos que ya estaban sepultados en su memoria? Pero otra duda, esta vez mucho más amenazadora, le asaltó: si seguía abriendo puertas y recorriendo el pasillo hasta el final, ¿llegaría a poder contemplar su propia muerte? Un grito mudo se formó en su garganta, porque los pensamientos, como un torbellino, comenzaron a arremolinarse en su mente y el pánico atenazó sus movimientos. Tuvo que sentarse sobre el suelo, la espalda apoyada en la pared para reflexionar con más tranquilidad.

Recordar el pasado, que siempre le había costado mucho, le gustaba, porque así podría revivir aquellos momentos que ya se habían borrado de su memoria. Además, sólo sería un simple espectador, vería su vida como en una película y podría reír y llorar, alegrarse o entristecerse, admirar o aborrecer, amar y odiar, sin que eso cambiara nada de lo que ya había sido. Pero, también le surgieron otras preguntas: ¿los pasillos laterales, las bifurcaciones, serían las alternativas, las decisiones que tuvo que tomar y que podrían haber cambiado su vida? Si eso era así y él seguía siendo un espectador, podría vivir decenas, cientos, quizás miles de vidas diferentes y eso sí que le apetecía contemplar y experimentar. Si evitaba llegar al final del pasillo quizás había encontrado la fuente de la vida eterna. Se levantó de un salto y esta vez sí abrió la siguiente puerta con un sentimiento de euforia. Al abrirla se encontró frente a un mar y un cielo intensamente azules. Cerró la puerta a su espalda y caminó hacia el promontorio sobre el que se encontraba el faro que él conocía tan bien y al que tantas veces había subido. Y esta vez sí, lloró de alegría…

Llegados a este punto, me asalta una duda, ¿podría continuar escribiendo este relato ad infinitum? Si la respuesta fuera positiva, ya no tendría que preocuparme por tener que inventar nuevos argumentos, sería el comienzo del libro perfecto, del libro infinito, de la saga interminable. Es tentador. Lo pensaré.

Comentarios e impresiones sobre La vida es un cuento

Quizás sea la falta de experiencia, la falta de costumbre de recibir alabanzas, la emoción de escribir un libro, enviarlo a editoriales y que una de ellas te lo publique, que un día tengas ese libro en las manos… La primera vez es siempre única e irrepetible y eso es lo que me está pasando. Amigos, familiares y personas que no conozco, me hacen llegar sus palabras de ánimo y de felicitación. Es un sentimiento nuevo y agradable y también hay un punto de orgullo, de vanidad, todo hay que decirlo. Desde hace ya un par de meses, desde que el libro llegó a casa, escribo con otra perspectiva. No sé si eso le ha pasado a otros escritores (todavía me cuesta describirme como escritor, lo reconozco), pero a mí me emociona. No sé cuántas personas lo han leído ni cuántas lo leerán en el futuro. Tampoco sé si habrá otra publicación mía; lo que sí sé es que seguiré escribiendo. Planifico poco, no tengo horarios, creo que esto ya lo dije alguna vez, pero sí percibo que me rondan muchas ideas, muchas frases que necesito plasmar en el papel o en la pantalla del ordenador. Eso es buena señal, me digo. A lo mejor, sólo necesitaba ese pequeño empujón para proponerme un horario, una meta, aunque me conozco y sé que eso durará poco tiempo.

Ayer, casi a la misma hora que Rafael Nadal volvía a hacer historia en París, comprobé que me entraba un correo electrónico. Como la ceremonia de entrega de premios, con toda la parafernalia de abrazos, discursos, fotos y demás actos me estaba aburriendo, leí dicho correo. Era de José Luis Lobo Moriche, maestro y escritor corteganés que conocí hace algunos años porque es primo lejano de mi mujer, vive en Cortegana, pueblo cercano al de Carmen, Aroche, y de vez en cuando coincidimos. Supongo que por todo ello, sus palabras pueden ser, tal vez, un poco subjetivas, pero no por ello, dejaron de emocionarme. Leyó mi libro, La vida es un cuento y tuvo la amabilidad de comentarlo y enviarme sus impresiones. Reconozco que me sorprendieron y me abrumaron porque no me creo merecedor a tantos elogios. Pero como no somos inmunes a las alabanzas, no me resisto a transcribirlas. Muchas gracias, Pepe Luis.

Comentarios e impresiones sobre La vida es un cuento, por José Luis Lobo Moriche

Haber leído La vida es un cuento me ha supuesto horas de gozo ante la exquisita sencillez con que José Manuel Castro Díaz maneja la forma expresiva de la narración. Cuenta sin florituras ni adornos innecesarios, aflorando libremente la palabra y tejiendo la frase desnuda de artificios. Como consecuencia, me he sentido atrapado en sus historias, en su peculiar manera de contar. Leer, leer…, y buscar con ganas el siguiente texto. A veces, me he contagiado de la ternura con que se manifiesta el autor. Otras, he percibido una historia casi algebraica. He puesto final a algunos de sus cuentos. Y lo más sorprendente, he jugado con él no a reescribir el relato sino a escribirlo. Es el caso de su texto La última palabra. Nunca antes había captado esa novedosa técnica de escritura. Y por supuesto, ha significado que me haya sentido partícipe de la obra. Una lectura que acababa en escritura mental. Otro milagro de la buena Literatura.

¿Y de qué nos cuenta Castro Díaz? De sus mundos, de que la vida es una constante liturgia, que incluso en la vejez estamos atrapados por los ecos de nuestra infancia vivida, gozada o sufrida. Luz vital en el otoño y cuentos de hoy, de la vida pública. Dinamismo para recorrer el entramado del hecho creativo ante la rutina diaria o ante la novela que supone la realidad doméstica de cada uno de nosotros, los recuerdos que nos marcan para siempre.

Que nadie espere un final sorprendente. Lo que se cuenta es reflejo de su personalidad. Y en este caso, el autor se desnuda desde el principio. No hay temores algunos ni tapujos con que esconderse, aunque Castro Díaz reflexione sobre su conducta. Y si hay que suprimir el final de uno de sus cuentos, se hace porque así es la vida. Se nota a distancia que José Manuel se siente a gusto narrando añoranzas de su tierra natal, de su feliz niñez. Porque él es un bonachón, que tampoco dejó de ser niño y por ello debió de ser un buen maestro de escuela. Y como niño nos habla de los miedos infantiles o como adulto cambia de plan y nos resuelve el cuento con el absurdo.

A ti, que eres un hombre dadivoso y que ya estás enfrascado en la maraña de la palabra escrita, te seguiremos en tu caminar literario.

José Luis Lobo Moriche. Cortegana, junio de 2022.

Como un niño con zapatos nuevos

Cada vez se utiliza menos esta frase, porque, por suerte, la mayoría de los niños estrena zapatos con relativa frecuencia. Sobre todo, zapatos deportivos, que son más cómodos y duran más. Antes se le daba mucha importancia a estrenar ropa, llámense zapatos, camisas, jerséis o chaquetas. Esta era la época, fundamentalmente el Domingo de Ramos, en que las familias aprovechaban para comprar y estrenar nueva indumentaria, y también en el Corpus. Ahora, con las rebajas, que se realizan en casi cualquier mes, la ropa de Zara y la de las tiendas chinas, esto ha pasado a la historia y ahora se puede estrenar ropa en cualquier momento del año. Y como se estrenaba muy pocas veces, porque la economía no daba para más, los niños nos poníamos muy contentos y presumíamos de ropa nueva, sobre todo los zapatos, porque esos duraban más y se cambiaban muy de tarde en tarde.

Hoy me han entregado los primeros ejemplares de mi libro LA VIDA ES UN CUENTO. No estaba en casa cuando trajeron el paquete, así que cuando entré por la puerta, me encontré a mi mujer y a mi hija, muy sonrientes y con un ejemplar en la mano. Reconozco que hay emociones complicadas de describir, pero hojear el libro, mi primer libro, contemplar la portada y la contraportada o releer algunos párrafos al azar me han hecho muy feliz y estoy, realmente, como un niño con zapatos nuevos. Aunque ahora que lo pienso, este no es el primero, ya que ese fue ¡Vamos a hacer dibujos animados!, una experiencia educativa que publicó la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, realizada por varios maestros del CEIP Gustavo Adolfo Bécquer, de Montequinto. Otro sueño más cumplido. Hay muchas frases sobre sueños y realidad, pero como soy un admirador de Saint-Exupéry y de su obra El Principito, terminaré con una de sus frases más célebres: «Haz de tu vida un sueño y de tu sueño una realidad». Uno más cumplido y que se cumplan muchos más.

La presentación se realizará el 20 de abril, a las 7 de la tarde, en el Bar Mutante, en la calle Fresa (una bocacalle de la calle Calatrava, en la Alameda). Si queréis acompañarme y no tenéis planes mejores, allí os espero.

Mi primer libro: La vida es un cuento

La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido. Macbeth, 5° acto, escena V. William Shakespeare

Hace cerca de siete años, cuando me jubilé, se me ocurrió crear un blog con el objetivo de escribir sobre todo aquello que me interesara, la fotografía, los viajes, el ajedrez, la política, los recuerdos…, para ocupar parte del tiempo libre que, teóricamente, iba a tener. Después de buscar varios títulos se me ocurrió el de TRECEGATOSNEGROS, el trece y el gato negro unidos, dos símbolos de la mala suerte, según parece, una forma de dar a entender la importancia que el azar o la suerte, lo que se llama destino o fatum tienen en nuestras vidas. Estar en el lugar y en el momento oportunos o inoportunos pueden conducir el futuro de nuestra vida en una dirección u otra, ejemplos hay que lo demuestran.

Después de algunas semanas de prueba comencé a insertar relatos, historias en las que dejaba volar la imaginación, contaba recuerdos y experiencias o mezclaba ambas cosas, un recuerdo adornado con algo de fantasía. Y reconozco que cada vez me gustaba más escribir esas historias. Llegué a plantearme incluso escribir una novela, redactando varios argumentos, imaginando lugares, personajes, tramas. Pero no me veía ni con fuerzas ni con paciencia para dedicar horas y horas a trabajar en la novela, así que deseché la idea y seguí con los relatos.

Desde entonces habré escrito unas sesenta historias y después de alguna duda decidí lanzarme al vacío y no sé si por osadía o inconsciencia, seleccioné veinticuatro de esos relatos y los envié a varias editoriales. Tres de ellas me propusieron la autoedición, o sea, pagar yo la impresión y venta de los libros, pero no me gustaba la idea de sablear a mis amigos o ir puerta por puerta vendiendo mi producto, y la cuarta editorial, Libros Indie, me publica la citada selección porque considera que tiene calidad y se arriesga a publicar la primera obra de un autor desconocido, a la que he titulado La vida es un cuento. Son relatos y microrrelatos que, entre otras historias, reflexionan y describen diferentes momentos de la vida de las personas, con alguna nota autobiográfica y experiencias personales. Héroes y villanos, jovenes y ancianos, ganadores y perdedores, realidad y fantasía, se entremezclan a lo largo de los relatos, sin un claro o definido hilo conductor.

O sea, que aquí me tenéis, otro jubilado que no tiene otra cosa mejor que hacer que publicar un libro de 208 páginas. Me gusta la edición, aunque solo he visto la maqueta, muy cuidada y atractiva, y una portada sugerente. Según el editor, el libro se presentará en Sevilla, en un lugar todavía sin determinar, aunque me ha dicho que será en un local en Triana o la Alameda, el miércoles 20 de abril, entre Semana Santa y Feria, una bonita fecha. Seguiré informando.

El horóscopo

Hay ocasiones en que se hacen las cosas sin pensar, sin planificar y salen bien, y otras, seguramente la mayor parte de las veces, salen mal. Actuar o hablar de manera irreflexiva o emocional suele conducir a situaciones imprevistas y catastróficas y por eso no me gusta actuar o hablar así, aunque a veces, por pensar demasiado las cosas, he dejado pasar muchas buenas oportunidades.

Dicen que los tauro somos personas previsibles, sistemáticas, prácticas, ordenadas, en suma, personas aburridas. Por eso no nos gusta improvisar, quizás porque tenemos aversión a las sorpresas y porque no tenemos reflejos para responder de la manera más apropiada a aquello que surge de repente. También dicen los expertos en astrología que somos personas tranquilas y plácidas la mayor parte del tiempo, pero impetuosos y brutales cuando se nos enfada o se nos cruzan los cables. Serios, trabajadores y pragmáticos, si se nos mete una cosa en la cabeza no paramos hasta conseguirla porque la constancia es una de nuestras más reconocidas virtudes. Pero la monotonía, la planificación o el orden tienen hoy muy mala prensa, por eso los tauro estamos de capa caída. Ahora hay que tener un pensamiento divergente, original, que se salga de lo corriente, saber improvisar, sorprender. Pero no busquéis en los tauro sorpresas, ni fuegos artificiales. Por lo menos en la mayor parte de los tauro, aunque habrá honrosas excepciones, supongo.

Eugenio y yo estábamos de acuerdo en muy pocas cosas; yo era del Madrid y él del Barça, a mi me gustaba hacer deporte y leer mucho y él se pasaba el tiempo libre tumbado viendo la televisión, a mí me gustaba viajar y él sólo se movía del pueblo para visitar a la familia o para ir al médico, yo de izquierdas y él de derechas, a mí me gustaban las morenas y delgadas y a él las rubias y gorditas. Total, que no compartíamos casi ningún gusto, pero simpatizábamos, vaya usted a saber por qué y siempre buscábamos momentos para estar juntos. Era un buen conversador y sabía argumentar sus razonamientos con mucha inteligencia y habilidad y me costaba, lo reconozco, vencerle en las discusiones. Por eso, quizás, me gustaba, porque veía en él un contrincante a mi altura con el que merecía la pena competir, sobre todo en ajedrez. Una de las pocas cosas que compartíamos era nuestra afición al ajedrez, pero en esto también diferíamos. A mi me gustaba plantear partidas tranquilas, con movimientos poco arriesgados, basándome en la defensa y arriesgándome sólo lo imprescindible. Una defensa Caro Kan, una india de dama o una Petrov eran mis favoritas mientras que a Eulogio le gustaban la siciliana o la india de rey. Él siempre buscaba sacrificios imposibles, aperturas raras para que yo no pudiera basarme en la teoría o distracciones de cualquier tipo para que no pudiera concentrarme. Yo quería planteamientos a largo plazo, situando mis piezas sin fisuras, pero él prefería los golpes de efecto, las improvisaciones, los movimientos arriesgados. «Prefiero morir matando a morirme de aburrimiento» era su frase preferida cuando llevábamos más de una hora sentados ante el tablero. «Eulogio, el ajedrez es un juego de lógica, de previsión, de planificación, no una forma de suicidio». La verdad es que yo era mejor jugador y ganaba la mayor parte de las partidas, pero a veces me sorprendía con jugadas maravillosas que después comentábamos cuando me ganaba. En las tardes de invierno, con el viento soplando furioso, las olas balanceando los barcos y las gotas de lluvia golpeando los cristales, un café caliente, una copa de brandy y una partida de ajedrez eran el mejor modo de pasar el tiempo.

En aquella época el tiempo transcurría con lentitud, con amable y tranquila pereza y las horas y los días se desgranaban sin apenas sobresaltos, unos iguales a otros, sin luces ni sombras ni altibajos ni estrépito. No éramos conscientes de que la vida era eso y no fuimos capaces de saborearla, de concentrarnos en apresar los momentos como un auténtico tesoro, como un placer de los sentidos, que se acorchaban sin remedio, ausentes y distraídos. El tiempo flotaba delante de nosotros, como las hojas doradas en el otoño, como globos irisados, y no supimos cerrar las manos alrededor y apresarlo y hacer un lazo y amarrarlo y esconderlo en lo más hondo y profundo del pecho para que nunca se escapara. Y se escapó. Y ya nunca más busqué el tiempo perdido ni lo encontré en una magdalena. El olvido arrinconó o diluyó demasiados recuerdos. Esos días, sin embargo, los puedo recordar con nitidez, como si hubieran transcurrido ayer, pero han pasado ya demasiados años.

Recuerdo a mi compañero Eulogio sentado al lado de la puerta del café, abriendo el periódico todas las mañanas por la página donde leía lo que los astros le deparaban. Supersticioso como pocas personas a las que he conocido, se creía al pie de la letra todo lo que pronosticaba el experto en astrología del diario, que seguramente también escribiría sobre deportes, sucesos o notas de sociedad y me leía en voz alta lo que allí se decía, mientras yo me tomaba el café con la tostada. Un escorpio como él era opuesto a mí, según decía, aunque también nos complementábamos. Me gustaba charlar con él y discutir sobre las cosas más variadas y peregrinas, de fútbol, de política, de mujeres, de economía, de pesca, del tiempo o de cualquier tema que surgiera.

Cuando los pronósticos del horóscopo eran favorables y el viento soplaba a favor, los días al lado de Eulogio eran alegres, divertidos, llenos de conversaciones inteligentes, irónicas, de largos paseos por los caminos que rodeaban el pueblo o que se asomaban a la ría. Pero si los pronósticos eran aciagos o pesimistas, yo tenía que alejarme, distanciarme de un ser que podía llegar a ser nocivo, incluso violento. Lo bueno es que los horóscopos raras veces predecían días totalmente negativos, sino que siempre dejaban una puerta a la esperanza y a eso me agarraba yo e intentaba que él también se apoyara en la parte más positiva. Pero en esos días los silencios se agrandaban, el gesto de su rostro era hosco, desagradable y la mirada perdida y baja, las manos en los bolsillos de la chaqueta o de los pantalones, los pasos largos. Como yo estaba acostumbrado a esa situación, caminaba a su lado y apenas le hablaba. Sólo cuando se iba acercando la medianoche y el día estaba a punto de terminar, las miradas al reloj eran cada vez más frecuentes y en su cara se percibía el cambio de humor. Entonces era cuando podíamos comenzar a hablar casi sin problemas ni malos modos.

Una tarde de invierno, anocheciendo, sentados frente al tablero de ajedrez al lado de la ventana que daba al puerto y a la ría, comentábamos un suceso que había ocurrido días atrás en la fábrica de conservas del pueblo. El dueño había echado a una mujer porque, según decía, había estado robando latas a lo largo de varios meses. El encargado había sospechado de ella y la estuvo vigilando durante dos o tres semanas. Efectivamente, la mujer, una señora casada con un carpintero y madre de cuatro hijos todavía pequeños, metía cada vez tres o cuatro latas de conservas en su bolso y se las llevaba a su casa. Después, según se comprobó, las vendía a las vecinas y se ganaba un dinero extra. Ese dinero, según comentó después ante magistratura, era para compensar lo poco que ganaba en la fábrica y que le permitía llegar a fin de mes. Nosotros conocíamos a la familia y considerábamos muy injusta la decisión de la magistratura, que le dio la razón al propietario y dejó a la mujer sin trabajo. «No hay derecho a que se explote así a la gente», «con los millones que gana la conservera, podían haber hecho la vista gorda o llamarle la atención y avisarla, pero no echarla, a ver qué van a hacer ahora, porque con lo que gana el marido imposible vivir dignamente», «y lo malo es que a ver ahora quién la contrata para hacer cualquier trabajo, porque en los pueblos ya se sabe». Cuando llevábamos hablando un buen rato sobre el tema, Eulogio dijo «esto no puede quedar así, tenemos que darle una lección al dueño para que aprenda». Yo estuve de acuerdo, pero dije que no se me ocurría nada, como no fuera intentar hablar con él para convencerle de que volviera a contratarla. «Eso seguro que no arregla nada, conociendo al personaje, que es un impresentable y un hijo de su madre» comentó mi compañero. «Pues ya me dirás, porque dejar de comprarle latas de conserva no me parece que sea demasiado eficaz, o hacer campaña en contra en el pueblo sería ineficaz y contraproducente, porque la mayor parte de las familias depende de ese trabajo», terminé de razonar. No veía una solución porque, entre otras cosas, la mujer había confesado los hurtos y el empresario no iba a dar marcha atrás, porque quería dar un escarmiento y que nadie volviera a intentar llevarse nada de la fábrica.

No me gusta tomar decisiones a la ligera porque me asustan las posibles consecuencias negativas, o el ridículo, o el qué dirán. Por eso, cuando Eulogio me dijo que se le había ocurrido algo, mientras nos dirigíamos hacia la fábrica que estaba situada en las afueras del pueblo, en la carretera que llevaba hacia la capital, algo me dijo que debería detenerlo. «A ver, qué se te ha ocurrido», dije con un pequeño temblor en la voz. «Ya lo verás, y si no quieres acompañarme, quédate aquí».

Hay situaciones, momentos en la vida o decisiones que pueden cambiar el destino de los hombres. La mayor parte de las veces son acciones sin importancia, que hacemos con frecuencia, como cruzar una calle distraído, pasar debajo de un balcón con macetas, comer sin masticar bien un trozo de pollo, decir sí o no, callar cuando tienes que hablar o hablar cuando deberías permanecer callado, llegar tarde a una cita, coger un avión o un coche… Todos los días realizamos gestos como esos y casi nunca tienen trascendencia. Pero un coche que se salta un semáforo, una maceta suelta, decir una palabra o una frase a destiempo, girar a la derecha en lugar de a la izquierda o aplazar un viaje, por ejemplo, pueden acabar con uno en un instante o con el futuro hecho trizas. Yo no sabía en ese momento que la decisión de seguir andando al lado de Eulogio o detenerme y darme la vuelta podía cambiar mi vida. Los tauro somos prudentes pero no cobardes y el tono de voz de Eulogio era desafiante, como un trapo rojo que ponía delante de mí y yo, sin dudarlo, acudí sin pensar al engaño. Ese es nuestro problema, a veces pensamos demasiado las cosas pero nos dejamos convencer o llevar con cierta facilidad. Eulogio no me engañó, pero me retó, y eso, todo hay que decirlo en honor a la verdad, suponía que Eulogio me conocía muy bien. No intentó convencerme, sino desafiarme, una de las mejores maneras de hacer actuar a un tauro.

Llegamos a una de las puertas de la fábrica, una nave enorme, paredes muy altas, con cierto aire decadente o de abandono, desconchones en las paredes, cristales sucios. Había dos coches aparcados en un lateral, uno de ellos lo conocíamos muy bien, un Mercedes negro con matrícula antigua, pero muy bien cuidado. El otro vehículo era un Ford Fiesta. Eulogio me dijo que diéramos una vuelta. Algunos focos iluminaban el exterior. Sabíamos que Luis, el guarda de la conservera, un  marinero jubilado que tenía muy malas pulgas, estaba de baja por una lesión en una pierna; lo veíamos todos los días acodado en la barra de uno de los bares del paseo marítimo charlando con otros marineros, contando sus aventuras en el Mar del Norte. En la fábrica no se necesitaba un guarda, nunca habían intentado robar, entre otras cosas porque en las oficinas no había dinero en efectivo y a nadie se le ocurriría, según se decía en el pueblo, robar latas de conservas. Pero Luis había sido amigo de la infancia del dueño, había trabajado en uno de sus barcos pesqueros y era una manera de agradecerle los servicios prestados y añadir algo de dinero a la escasa pensión.

Eulogio se asomó con precaución a la ventana de la oficina. Allí estaba el dueño, revisando un libro de cuentas y charlando con uno de sus hijos, el menor, el que seguramente se haría con las riendas de la fábrica ya que los otros dos, un médico y un arquitecto, se había ido del pueblo hacía años. El hijo era un muchacho alto, muy fuerte, acostumbrado a hacer deporte. Siempre en chándal, se paseaba por las calles luciendo palmito y atrayendo las miradas de las muchachas, guapo, rico, simpático, el mejor partido de la localidad. Él picaba aquí y allá, pero todavía no había elegido. Según decían las malas lenguas, le gustaba más la carne que el pescado, lo que en un pueblo marinero era una auténtica herejía.

Eulogio me hizo una señal para que nos deslizáramos bajo la ventana para evitar ser vistos. Sacó un spray de su chaquetón y se dirigió al Mercedes. Antes de que pudiera darme cuenta, había escrito con pintura blanca en el lateral “Conservera, mafia explotadora” y lo culminó con círculos y rayas alrededor de todo el coche. Intenté evitarlo, pero se dirigió al otro coche y escribió “Paco es maric”. Esto ya no lo pude consentir y antes de que terminara de escribir, intenté quitarle el spray. Hay líneas que no se deben traspasar. Yo era más fuerte y más ágil que Eulogio, pero se resistía con uñas y dientes. Los resoplidos y el forcejeo llamaron la atención de padre e hijo, que salieron a la puerta y nos vieron luchando. Al principio no se dieron cuenta de lo que pasaba y se acercaron con la intención de separarnos, diciéndonos que dejáramos de pelear. Pero Paco, viendo lo que Eulogio había escrito, se lo señaló a su padre, se enfureció, volvió a entrar en la oficina y salió con un bate de béisbol, que seguramente tendría el guarda como arma disuasoria. Sin mediar palabra, le dio un fuerte golpe a Eulogio en un costado y éste cayó al suelo retorciéndose entre gritos de dolor. Después se dirigió a mí e intentó hacer lo mismo. En aquella época yo era bastante fuerte y muy flexible, así que me eché a un lado y esquivé el primer golpe. El padre intentó impedir la pelea, mientras le decía a su hijo que no siguiera, que nos denunciarían y que ya pagaríamos lo que habíamos hecho. Pero Paco estaba ya fuera de sí porque había leído lo que se había intentado escribir en su coche. Me arrinconó en una esquina y lo último que recuerdo fue un estallido de luz y un enorme dolor en la cabeza.

Treinta y cinco años después, a mil kilómetros de distancia, sentado en un banco frente a un mar tranquilo por el que algunos veleros navegan perezosamente, no sé por qué hoy me viene a la memoria lo que ocurrió ese día. Según me contaron después, estuve cerca de un mes en coma, rodeado de máquinas que me ayudaban a respirar, cables que monitorizaban corazón, pulmones, tensión arterial, ondas cerebrales. El golpe había sido brutal en la frente y estuvo a punto de matarme. Poco a poco, sin embargo, fui recuperándome, salí del coma y comencé a mover los ojos, las manos, los brazos, empecé a hablar, a recordar, lentamente, lo que había pasado. Sufría, y sufro todavía, grandes lagunas de memoria, aunque lo sucedido ese día, curiosamente, lo recuerdo con total claridad, pero la movilidad de las piernas costó mucho más. Años de rehabilitación, fuertes dolores en la cabeza, lapsus en el habla y otros problemas neurológicos me impidieron volver a dar clase. Me dieron la baja definitiva y desde entonces cobro una pensión que me permite vivir sin problemas. Me alejé del pueblo y busqué otro lugar tranquilo, también al lado del mar. Me sería imposible vivir lejos de la gran madre, de donde todos venimos, de su arrullo, de su abrazo, lánguido a veces, furioso otras, pero siempre amoroso.

La conservera desapareció. Después del incidente, la policía investigó el suceso y encontró que el dueño de la conservera y su hijo se dedicaban al tráfico de drogas, al blanqueo de dinero y a otros negocios sucios, incluido el tráfico de mujeres. A ellos los metieron en la cárcel, donde estuvieron muchos años y hoy, muerto el padre, no se sabe dónde está el hijo que me agredió. Quizás saliera del país, se haya establecido en algún paraíso fiscal o en algún lugar donde no se pueda localizar.

Mi amigo Eugenio me viene a ver a veces. Se jubiló hace tres o cuatro años y tampoco se casó. “No soy capaz de aguantarme a mí mismo, como para aguantar a otra persona; al único que soportaba un poco era a ti”, me dice muchas veces, sonriendo. Él tuvo más suerte que yo, sólo tres o cuatro costillas rotas y un pequeño golpe en la cabeza. Después del incidente dejó de leer el horóscopo “menuda mierda de predicción la de aquel día, que tendríamos un día lleno de aventuras, claro que fue una aventura, pero estuvo a punto de costarnos la vida y de eso no decía nada, así que ya no lo leo nunca”. “Pues mira tú, yo sí que me aficioné a leer el horóscopo”, le dije “porque más acertado ese día no pudo ser”.

Desde entonces miro la vida con otros ojos. He dejado de ser tauro y ahora me he apuntado a los piscis, a los que más les gusta improvisar del zodiaco. Abro todos los días la página por donde el periodista, el astrólogo o el becario de turno escriben aquello que se les ocurre sobre lo que me sucederá a lo largo del día y dejo que ellos y el destino decidan por mí, total, si el azar o las estrellas lo dirigen todo, para qué preocuparse.