Renovando el chiringuito

No me llaméis Juan Pedro, por favor, llamadme Juampe, porque ese es mi nombre artístico con el que pretendo hacerme rico y famoso. Dentro de unos años veréis titulares como éste: “El nuevo álbum de Juampe supera todas las expectativas y vende más de un millón de copias en la primera semana”. Por soñar que no sea. Ya sé que no soy muy agraciado físicamente, que tengo una estatura más bien baja, que mi nariz aguileña destaca excesivamente en un rostro demasiado vulgar y que mi pelo lacio está escaseando día a día, pero mis fans no se fijarán en mi aspecto porque estoy convencido de que mis canciones van a triunfar… Creo que me estoy adelantando a los acontecimientos, así que empecemos por el principio, como cualquier buena historia.

Hoy se cumple un mes desde que un fresco amanecer de marzo cerré silenciosamente la puerta de casa y, sin mirar atrás, abandoné un hogar que en el último año se había convertido casi en un infierno. Ya no podía aguantar los reproches, los gritos, las miradas insidiosas. El ambiente era irrespirable. No me gusta estudiar y sólo disfruto tocando la guitarra y componiendo canciones, pero eso no lo comprenden en casa, sólo quieren que me convierta en un hombre de provecho, en alguien como mi padre, un oscuro y aburrido funcionario que se conforma con cobrar un pequeño sueldo a final de mes, sentarse delante de la televisión y, de vez en cuando, salir a comer con la familia. Yo no soy igual que él. Lo siento por mi madre, que sufre en silencio las discusiones y los enfrentamientos. Yo vivía en un pequeño pueblo del Aljarafe sevillano y, aunque en un principio tuve la tentación de irme a Madrid, porque allí hay más oportunidades, decidí irme a Sevilla. No me arrepiento.

Los primeros días, con algún dinero que había ahorrado de los regalos de reyes, cumpleaños y santos, además de una pequeña paga que mi madre, sin que mi padre lo supiera, me daba de vez en cuando, me alojé en una pensión del centro de la ciudad. Mi habitación es pequeña, pero limpia, sin lujos de ningún tipo y con aseo compartido con otros clientes. En el precio está incluido el desayuno y la cena, las comidas las hago en cualquier sitio, a veces un bocadillo y, con suerte, algún menú del día en cualquier bar.

Actúo en la calle Sierpes, en la avenida de la Constitución, en la Puerta de Jerez, en los lugares donde sé que hay mucho turismo, ese que está haciendo del centro de Sevilla un lugar impracticable. No gano mucho, pero voy tirando y espero que, a partir de ahora, mi vida mejore por lo que os voy contar. Una tarde, cuando estaba tocando y cantando en la calle Sierpes, observé que tres hombres, que venían charlando animadamente, se detuvieron frente a mí y empezaron a escucharme. Uno de ellos, el mayor, de unos sesenta años, con una gran barriga y casi calvo, cuando terminé la canción y me disponía a cantar otra, empezó a cuchichear con los otros dos, uno muy trajeado, delgado, con el pelo engominado y de unos cuarenta o cuarenta cinco años y el otro, el más alto y fuerte, con grandes manos que movía nerviosamente, vestía un pantalón vaquero y una camisa azul bastante ajada. Seguí cantando varias canciones más y ellos, detenidos frente a mí, me escuchaban atentamente. Durante ese tiempo, los tres se fueron turnando y me echaban alguna moneda en el cesto que tenía a mis pies.

Cuando recogí el dinero, un billete de diez euros que me había dejado uno de los hombres y otras monedas más y me disponía a guardar la guitarra en su funda para irme, el mayor se acercó y comenzó a hablarme.

—Me gusta mucho cómo cantas y tus canciones me parecen muy buenas. ¿Son todas tuyas? —me preguntó.

Yo le dije que sí y entonces me hizo una propuesta.

—Mi nombre es Miguel. Soy el propietario de un chiringuito en Matalascañas, que he cerrado en invierno y que voy a reformar porque se ha quedado bastante anticuado y necesita urgentemente diversos cambios. Me he puesto en contacto con un carpintero, ese hombre alto que ves ahí, al que conozco desde hace años porque es cliente habitual, le he explicado lo que quería hacer y me ha hecho un presupuesto que he aceptado. Entre los cambios, pretendo incluir actuaciones por las tardes y por las noches. Me gusta tu estilo, así que te propongo lo siguiente: firmamos un contrato con un sueldo fijo, al que se añadiría lo que los clientes dejen de propina, además de alojamiento y comida. ¿Aceptas?

La verdad es que no me lo pensé mucho. La perspectiva en Sevilla no era demasiado halagüeña, así que le pregunté cuánto cobraría, la cantidad me pareció bien y le dije que en unos días, a finales de abril, me presentaría en Matalascañas. Miguel me presentó a los otros dos hombres: Andrés, el carpintero, tímido y callado, y Julio, el trajeado, que resultó ser un representante de bebidas que surtía al chiringuito de Miguel. Nos despedimos y al día siguiente Miguel se presentó muy temprano en la pensión, me mostró el contrato y como no vi nada raro, lo firmé. Durante un par de semanas seguí tocando por las calles y plazas de Sevilla, hasta que llegó la fecha acordada con mi jefe.

Y aquí estoy, en Matalascañas, sentado en la playa, frente a la Torre de la Higuera y detrás de mí, el chiringuito donde estoy ayudando a Miguel y a Andrés, el carpintero. Andrés es un auténtico manitas, capaz de transformar cualquier madera en una obra de arte, aunque también sabe de fontanería, albañilería y electricidad. A él lo que le gusta realmente es tallar figuras, hacer objetos de cocina como lebrillos, cucharas, tenedores, cunas o cualquier otro encargo que le hagan sus vecinos. Siempre tiene trabajo y el taller, según me cuenta, está lleno de herramientas, de tablones, de troncos de roble o de castaño y el suelo, alfombrado de serrín, que se encarga de recoger al final de la tarde, cuando termina el trabajo. Conoce hace muchos años a Miguel y éste, que sabe bien lo minucioso, serio y responsable que es Andrés, le pidió el favor de que le ayudara a reformar su chiringuito, El Chiringuito de Miguel, que así se llama el restaurante, un nombre poco original y que también debería cambiar. Hasta hace unos años era el más conocido y al que acudía una clientela fiel, pero últimamente, una serie de problemas, como averías eléctricas, temporales que arrancaron de cuajo el techo y el que pusieron demasiado deprisa estaba casi cayéndose, aseos pequeños que se atascaban continuamente, etc., obligaron a Miguel a plantearse la reforma, que está ya muy avanzada. Suelo, techo y paredes de madera, dos salones amplios, una barra que permite atender a más de veinte personas, un porche que se puede cerrar con ventanales de cristal que se deslizan para los días en los que el viento sopla con demasiada fuerza y, lo más importante para mí, una tarima ligeramente elevada, situada en uno de los extremos, donde voy a tocar y cantar cuatro días a la semana, siempre los sábados, domingos y festivos. Pero hasta que se inaugure el chiringuito todavía queda más de un mes, así que aprovecho para echarles una mano a Miguel, a sus dos hijos mayores y a Andrés. Me gano un sobresueldo, porque eso no figuraba en el contrato, que me permite ahorrar un poco de dinero y aprovecho el tiempo libre para seguir componiendo canciones, ensayarlas y para pasear por la playa y por el pueblo, que está casi desierto durante el invierno y empieza a animarse bien entrada la primavera.

Hoy ha venido Julio, el representante de bebidas con el que Miguel lleva trabajando hace un par de años. Julio, siempre trajeado con corbata y chaqueta, le está ofreciendo a Pedro un amplio surtido de vinos. “Hay que renovar la carta, Pedro; ahora la gente, además de la cerveza, pide buen vino, no se conforma con lo que antes llamábamos vino de garrafón; cada vez se entiende más y no puedes dar gato por liebre”. Miguel asiente y Andrés y yo le damos la razón a Julio. Paladear un buen vino, como el que traía mi padre a casa, es una experiencia muy agradable. Aquí en el chiringuito se pueden hacer cosas muy agradables, además de beber un buen vino, como disfrutar con la comida, charlar con las personas que queremos, contemplar la playa, el mar, el cielo, dejarse acariciar por la brisa o escuchar buena música, la mía, sin ir más allá.

No sé cuánto tiempo aguantaré aquí, si El Chiringuito de Miguel volverá a llenarse como antes, si Miguel me renovará el contrato o si, por casualidad y por suerte, alguien me escucha, me ofrece grabar un disco y me convierto en un cantante famoso. Pero, mientras tanto, disfruto de mañanas apacibles, paseos por playas solitarias de arena finísima, y atardeceres y puestas de sol que tiñen el cielo de tonos cálidos. Quizás este sea realmente mi lugar, para qué buscar la fama, el dinero, las multitudes, si aquí tengo casi todo lo que quiero y me gusta. Tengo que darle más vueltas a esta idea.

Los lugares de la infancia

A medida que vamos cumpliendo años y llegamos a lo que el lenguaje culto denomina edad provecta, seguramente para no utilizar términos como anciano o viejo, echamos la vista atrás y nos refugiamos en esos lugares de la infancia que atesoran recuerdos imborrables. No sé si todas las personas pueden decir lo mismo, pues a veces la infancia es la edad más cruel, sobre todo porque en esas edades no se tienen las herramientas para combatir la adversidad.

Mi primer recuerdo, mi primer lugar, aunque no sé si es real o soñado, es una calle solitaria por la que voy andando con mi madre, que me coge de la mano. Seguramente es invierno porque voy vestido con un abrigo y un gorro de lana. Árboles desnudos en la acera, casas bajas con pequeños jardines delanteros muy bien cuidados, ruidos apagados, como si yo estuviera nadando debajo del agua y una luz difusa, grisácea, porque en el norte y en invierno el gris es el color predominante.

Miro a mi madre y me sonríe. Siempre me ha gustado, y me sigue gustando todavía, su sonrisa fresca, alegre, luminosa, que se convierte en risa con gran facilidad. Tiene mucho mérito porque la vida no ha sido fácil para ella. Apenas recuerdo algo más, quizás un coche que pasa de vez en cuando, el saludo de algún vecino con el que mi madre se detiene a charlar, unos niños que juegan a la pelota en el descampado que hay al final de la calle.

Años más tarde los recuerdos son más nítidos. Cuando mi padre compró el Seat 600, todos los domingos nos íbamos a playas cercanas o a los bosques y prados que rodean la ciudad, con las sillas y la mesa plegable que mi hermano y yo éramos capaces de bajar de la baca del coche y que montábamos en muy poco tiempo. Mi padre, que falleció demasiado joven, era muy distinto a mi madre, más serio, más callado, más reflexivo, el típico gallego nacido en una aldea y hecho a sí mismo a base de mucho esfuerzo. A mi padre le gustaban los lugares solitarios, lejos del bullicio, sombríos, en los que reinara el silencio, la tranquilidad. Nos llevaba a arboledas susurrantes con la brisa, a bosques de carballos, hayedos, sauces, fresnos, nogales, castiñeiros, con arroyos de aguas frías en las que apenas podíamos mojarnos, pero rodeados de aromas y plantas que él nos iba explicando. Fieitos (helechos), fiunchos (hinojo), toxos, hierbaluisa, laurel, malva… Muchas de ellas servían para la fiesta de San Juan, dejándolas toda la noche en agua y lavándonos la cara al día siguiente con ese agua. Nos encantaba ir a recogerlas al campo con mis padres unos días antes, dejarlas en una bolsa de tela y esperar a la noche antes de la fiesta. Ya hemos perdido esa costumbre.

Mi padre también nos llevaba a las más lejanas costas de Arteixo, de Cayón, de Malpica, a las playas de Sabón, de Barrañán, de Valcovo. El paisaje allí era hermoso, se podría decir que majestuoso, fascinante. A mis padres les gustaba detenerse a contemplar la costa, repleta de pequeñas playas solitarias y silenciosas, en las que el azul del mar y del cielo y el verde de los prados y bosques se mezclaba con el blanco de las nubes de algodón y de la espuma del agua. Desde arriba apenas se escuchaba el rumor del mar, que rompía contra la arena y contra las rocas que la salpicaban. A las playas había que bajar por laderas escarpadas, por senderos abruptos y a veces peligrosos en los que había que tener mucho cuidado para no resbalar, pero a nosotros nos encantaba la aventura y mis padres eran jóvenes, fuertes y ágiles. Jugábamos entre las rocas y éramos capaces de escalar algunos metros por las laderas, agarrándonos a los matorrales que crecían en abundancia, cogíamos cangrejos en las charcas que dejaba la marea baja y también había lapas, minchas, mejillones, que servían para darnos una buena cena de marisco por la noche. También hacíamos castillos en la arena y jugábamos al fútbol con la pelota que todos los años pedíamos a los reyes y que nunca llegaba al final de año, pues se rompía antes. Si teníamos suerte y el mar no estaba demasiado embravecido, lo cual era raro, podíamos bañarnos en un agua helada, aunque el día fuera caluroso y salíamos tiritando y con los labios azules. Mi madre nos esperaba en la orilla con una toalla que nos permitía entrar en calor en pocos minutos. Esos días regresábamos a casa cantando en el coche, sin apenas tráfico, muy cansados, pero contentos y alegres y mis padres reían y también cantaban y se miraban a los ojos y callaban.

Pero mi padre no siempre conseguía llevarnos a donde él quería. Mi madre lo convencía para llevarnos a Riazor o al Orzán, las playas urbanas de Coruña a las que podíamos llegar andando, cargados con las toallas, las sombrillas y algo de comida, sobre todo tortilla de patatas y chuletas empanadas. Allí todo era distinto, ruidoso, todo era más transparente, más colorido, más brillante. Las sombrillas, los gritos de los vendedores de helados, de pipas o de patatas fritas, las carreras y los chillidos de los niños jugando en la orilla, los gritos de las madres llamando a sus hijos o advirtiéndoles del peligro de no bañarse hasta que no hicieran la digestión. A mi madre le gustaba mucho más ese ambiente, quizás porque venía del sur y estaba acostumbrada a ese bullicio, pues de joven había veraneado en Punta Umbría, a donde llegaba desde Huelva en la canoa que recorría la ría. La arena dura y más oscura de Riazor contrastaba con la arena fina y blanca del Orzán, que nos gustaba más, porque es más grande, aunque el agua rompe con más fuerza pues el mar apenas encuentra obstáculos, al contrario de la de Riazor, que tiene barreras naturales de roca que forman, con la marea baja, pequeños lagos de agua cristalina.

Después de tanto tiempo, todavía tengo presentes muchos de esos recuerdos, que me vienen a la memoria cuando regreso a Coruña, mi lugar de la infancia, seguramente el lugar más acogedor al que a veces tenemos que acudir para refugiarnos.

El becario

Odriozola es el jefe de redacción de La Voz de Aragón, el diario más importante que se publica en Zaragoza. Fue nombrado por el anterior director del periódico hace diez años y ratificado por el actual, que sólo lleva tres en el cargo. Todos le llaman por su apellido, ya que su nombre, Agapito, siempre le dio bastante apuro y por el que fue objeto de muchas burlas cuando era niño y adolescente, así que desde el primer día que comenzó a trabajar como periodista siempre firma como A.Odriozola y se presenta ante todo el mundo mediante el apellido. Odriozola llegó hoy temprano a la redacción, el primero, como casi todos los días. Va a entrevistar a un becario recomendado por un familiar y pretende hacerle las preguntas de siempre, a ver si Luis Martínez, que así se llama el interfecto, tiene madera de periodista.

Odriozola está sentado en su despacho, desde el que se contempla la gran sala donde se ubican las mesas de los redactores, pues las paredes tienen grandes ventanales. Mira el reloj y cuando van a dar las cuatro de la tarde ve acercarse por el pasillo a un joven alto, con una coleta y un par de pendientes en sus orejas. Según su opinión, viste de forma desaliñada, con una camiseta negra y unos pantalones vaqueros rotos por las rodillas, como los que llevan muchos jóvenes en la actualidad. “Por lo menos es puntual”, se dice mientras Luis llama a la puerta, que él ha dejado cerrada a propósito.

—Adelante —dice Odriozola con su voz de bajo, muy apreciada en el coro de la basílica del Pilar donde ensaya tres veces por semana.

—¿Puedo pasar? —pregunta con timidez el posible becario mientras abre la puerta.

—Puedes pasar y sentarte. Mi cuñado Alberto me ha hablado muy bien de ti, no te importa que te tutee, ¿verdad? Tú también puedes hacerlo, claro.

Después de unos segundos de silencio, en los que Odriozola lee un par de hojas que tiene encima de la mesa, sigue hablando.

—He leído tu currículum y compruebo que tienes unas notas excelentes en la Universidad, que también comenzaste a estudiar Comunicación Audiovisual, que lo dejaste antes de empezar segundo y que has colaborado con un periódico digital, pero como lo que a ti te gusta es el periodismo tradicional, también lo has dejado. ¿Estoy en lo cierto?

Antes de que Luis empiece a hablar, el móvil de Odriozola comienza a sonar, éste mira la pantalla un momento y le hace un gesto con la mano para que no hable. Escucha durante unos segundos a alguien que debe estar hablando muy alto, pues Luis oye casi toda la conversación.

—¿Dices que acaba de ocurrir en la calle Doctor Iranzo, en la tienda Frutos Secos El Rincón? —le dice Odriozola a su interlocutor—. Eso está cerca del periódico. Ahora envío a alguien para que cubra la noticia.

Odriozola se queda pensativo unos segundos, mira hacia la sala, comprueba que todavía no ha llegado ninguno de los redactores y se decide.

—Has tenido suerte, Luis, o mala suerte, según se mire. Acaba de ocurrir un atraco aquí cerca, en la calle doctor Iranzo. Yo no puedo cubrir la noticia porque estoy esperando al director y a otros compañeros para montar las planas del periódico de mañana. Así que acércate al Rincón, que así se llama la tienda, entérate de lo que ha pasado, entrevista a todas las personas que puedas, incluida la policía, que ya estará allí, y vuelve lo antes posible para ver si podemos insertar lo que escribas en el número de mañana.

Luis, que no ha podido hablar todavía, mira asombrado a Odriozola, balbucea algo, lo que parece ser una frase de agradecimiento, se da media vuelta y sale disparado del despacho.

Odriozola ve alejarse la figura de Martínez (así lo llamará a partir de entonces) y sonríe. Recuerda cuando él comenzó hace ya mucho, demasiado tiempo. Tenía veintitrés años y llegó al periódico también por recomendación de su abuelo, que era un empresario que se gastaba bastante dinero en la publicidad del diario. Pasó con nota la prueba que le hizo el jefe de redacción de aquella época, ya jubilado hace muchos años y aquí estaba, en un puesto que le encantaba, rodeado de periodistas cada vez más jóvenes y que lo apreciaban por su buen criterio, por la calidad de sus escritos y por la cercanía y confianza que mostraba.

Pasaron varias horas, la redacción se fue llenando poco a poco, los teléfonos y los móviles no paraban de sonar y cuando Odriozola ya casi lo había olvidado, vio llegar a Martínez, que se acercaba apresuradamente al despacho. La puerta estaba abierta y antes de que pidiera permiso le dijo a Martínez que entrara. Tenía en la mano varios folios escritos y se los entregó. Odriozola leyó las hojas, tachó muchas líneas, corrigió algunas palabras y con una sonrisa, se las devolvió. Después le preguntó qué tal había ido todo. Martínez, ya sentado y más tranquilo, comenzó a hablar

—Muy bien, sin problemas. Las empleadas, la policía y las personas que habían visto lo ocurrido han colaborado.

Siguió hablando durante unos minutos más. Odriozola se levantó, le dio un apretón de manos y le confirmó que, a partir de ese momento, formaba parte del equipo.

Al día siguiente, en la sección local del periódico, en la página 16 y con una foto de la tienda, apareció la siguiente noticia:

Atraca una tienda de Zaragoza y acaba en el mostrador vendiendo croissants

El detenido esgrimió un cuchillo y encerró en el almacén a las dependientas. A una vecina de Zaragoza le atendió y le cobró 2 euros por un zumo y bollería.

Sara lleva a sus espaldas varios atracos, pero el último que ha vivido no lo podrá olvidar. Un hombre entró en la tienda de Zaragoza en la que trabaja, esgrimió un arma y la encerró en un almacén, junto a su compañera. Cuando consiguieron salir de la trastienda vino la sorpresa: estaba detrás del mostrador atendiendo a una mujer que le había pedido dos croissants y un zumo. No se lo podían creer.
El asalto se produjo pasadas las 09.00 horas. Llevaba escasamente media hora abierto este establecimiento situado en el zaragozano barrio de Las Fuentes, cuando el sospechoso accedió al local vestido de negro, con mascarilla y con una especie de bufanda al cuello para taparle lo máximo posible.
Rápidamente esgrimió un cuchillo que, según Sara, «parecía un cuchillo de cocina, era enorme». «Yo estaba colocando unas chocolatinas y mi compañera el pan. Vi que se acercaba a ella, le ponía el arma en la cadera y nos pedía el dinero de la caja registradora», recuerda. Poco iba a sacar de ahí puesto que acababan de abrir y porque los sistemas de seguridad que tiene esta cadena de establecimientos impide esta clase de robos.
«En un momento dado decidió meternos por la fuerza en el almacén, pensaba que nos encerraba ahí, pero nosotros tenemos las taquillas y, por lo tanto, acceso al teléfono móvil con el que llamamos a la sala del 091 de la Policía Nacional», afirma esta dependienta que reconoce que el miedo aún lo tenía en el cuerpo porque «nunca se sabe cómo termina».
El supuesto autor de este insólito robo con intimidación ocurrido en el Frutos Secos El Rincón de la calle doctor Iranzo fue detenido por el Grupo de Robos con Violencia de la Jefatura Superior de Policía de Aragón, tras una investigación basada, principalmente, en las cámaras de seguridad. Ayer pasó a disposición del Juzgado de Instrucción número 5 de Zaragoza, cuyo magistrado acordó la libertad provisional. Ante él, el hombre J. A. C. R., de 47 años, negó los hechos, asistido por la abogada Silvia Benedicto. Tiene antecedentes por hechos similares y hace un año salió de prisión.
El ahora detenido no contaba con que la trastienda del establecimiento tenía una puerta trasera que daba a la calle. Las dos mujeres hicieron todo lo posible para poder salir por ahí, ya que es de seguridad, y volvieron a ver la luz de la calle. En ese momento estaba llena. Avisaron a sus compañeras del establecimiento Martín Martín que tenían enfrente y entraron a su tienda, cuando vieron que este hombre estaba detrás del mostrador atendiendo a una clienta. Ella ya estaba pagando, 2 euros, en concreto, después de haberle servido dos croissants y un zumo. No se sabía el precio, así que él fijó cuánto costaba eso.
Ante la presencia de las dos dependientas, el hombre saló corriendo del lugar con un botín bastante pobre, los dos euros que había cobrado a la mujer. No había conseguido el dinero que en ese momento había recaudado en la caja fuerte. Ya disfruta de la libertad provisional. La investigación continúa, ya que las dependientas no pudieron identificarle en la rueda fotográfica que les hicieron. La Policía sí por ser «un viejo conocido».

El cubo de la basura

Cántico doloroso al cubo de la basura

Tu curva humilde, forma silenciosa,

le pone un triste anillo a la basura.

En ti se hizo redonda la ternura,

se hizo redonda, suave y dolorosa.

Cada cosa que encierras, cada cosa

tuvo esplendor, acaso hasta hermosura.

Aquí de una naranja se aventura

su delicada cinta leve y rosa.

Aquí de una manzana verde y fría

un resto llora zumo delicado

entre un polvo que nubla su agonía.

¡Oh!, viejo cubo sucio y resignado,

desde tu corazón la pena envía

el llanto de lo humilde y lo olvidado.

Rafael Morales (1919-2005)

Los veranos en casa de los abuelos eran una fiesta interminable. Mi hermano y yo, cuando estudiábamos primaria, estábamos deseando que terminaran las clases y comenzaran las vacaciones, pues sabíamos que en un par de días, después de meter lo imprescindible en un pequeña maleta, nos llevarían al pueblo, que estaba cerca de la ciudad, a menos de media hora. La aldea en la que había nacido mi padre y donde todavía vivían mis abuelos, tíos y primos eran apenas diez o quince casas de piedra con huertas, campos alrededor y una sola calle, que en aquella época no estaba asfaltada y tenía el firme muy irregular. La llegada a la aldea era una fiesta, pues todos nos esperaban en las puertas y nada más aparcar nosotros salíamos corriendo del coche, les dábamos un par de besos muy rápidos y nerviosos a los abuelos y nos mezclábamos con los amigos y primos, que ya nos tenían preparadas una gran cantidad de excursiones y aventuras que nos iban explicando mientras caminábamos por la calle y nos adentrábamos en los campos de los alrededores. Ese día comíamos en el gran comedor, además de mis abuelos, mis padres y nosotros, algún tío y algunos primos, para que los más pequeños no nos aburriéramos con las charlas de los mayores.

Recuerdo la gran mesa rectangular de madera y el olor al caldo y a la carne asada con patatas y verduras, que era el menú con el que todos los años éramos recibidos. Por la tarde, mis padres regresaban a la ciudad, previas advertencias de mi madre:

—No le deis mucho castigo a los abuelos, lavaos bien la cara por las mañanas y las manos antes de comer, ayudarla a poner y a quitar la mesa, no estéis demasiado tiempo fuera de casa para que abuela no se asuste y avisarla a dónde vais. No os acostéis sin asearos bien antes, lavaos los dientes después de comer y rezad vuestras oraciones antes de dormiros.

Ya nos sabíamos de memoria las instrucciones porque siempre decía lo mismo. De comer nunca decía nada, porque sabía que la abuela nos hartaba y terminábamos el verano con unos kilos de más, a pesar de que no parábamos ni un momento.

Las horas, los días y las semanas pasaban sin darnos cuenta. Cuando mis padres venían de la ciudad los fines de semana, nos contaban noticias de nuestros amigos, aquellos que no tenían la suerte de poder veranear fuera de la ciudad, que eran la mayoría.

Una de las cosas que más nos gustaba era sacar el cubo de la basura por la noche, pues nos permitía seguir hablando con nuestros vecinos y amigos cuando ya había anochecido. El silencio en la aldea sólo era roto por algún pájaro nocturno o por el rumor de los pinos cuando soplaba el viento. Las conversaciones con los amigos se hacían en voz baja, al contrario que durante el día, que siempre hablábamos a gritos. El cubo de la basura estaba fuera, en el patio, al lado de la puerta de la cocina. Era un cubo redondo y alto, negro, con dos asas que cogíamos mi hermano y yo, cada uno por un lado, ya que pesaba bastante. El cubo no lo sacábamos todas las noches, sino sólo dos o tres por semana. Antes se aprovechaban mucho más las cosas, apenas se tiraba comida. Incluso los huesos y los desperdicios se apartaban para dar de comer a los dos cerdos que criaban los abuelos en el campo, cerca de la casa. En aquella época sólo había un cubo de basura en cada hogar y ahí se tiraba todo, comida, papeles, pequeños trastos, algún plástico, cosa rara porque entonces apenas se utilizaba el plástico. Reciclar era una palabra desconocida.

Nunca me fijé en los cubos de basura, como estoy seguro de que nadie se fija, hasta que, algunos años después, una profesora de Lengua Española en cuarto de Bachillerato Elemental nos recitó un poema de Rafael Morales, autor del que nadie había oído hablar. El poema se titulaba Cántico doloroso al cubo de la basura y nos impactó por la belleza de los versos dedicados a un objeto tan poco atractivo, sucio y maloliente. “Todo en la naturaleza, en nuestras vidas, en lo que nos rodea, tiene belleza, nos dijo la profesora; sólo hay que saber mirar”. Nunca se me olvidó la frase e intento aplicarla desde entonces. Y un par de años después, como ejercicio de redacción libre y recordando el poema, elaboré un pequeño texto cuyo título era, precisamente, El cubo de la basura.

En un rincón de la cocina yace un cubo de la basura, un guardián silencioso de los desechos del hogar. Lleno de restos de comida, envoltorios vacíos y otros despojos del día, el cubo espera pacientemente su destino final. Aunque a menudo ignorado, su presencia es imprescindible para mantener la limpieza y el orden en el hogar. A medida que se llena, el cubo de la basura se convierte en un testigo mudo de la vida doméstica, acumula historias efímeras de las actividades de sus habitantes. Finalmente, cuando su carga se vuelve demasiado pesada, el cubo cumple su propósito último al ser vaciado, dejando espacio para un nuevo ciclo de desechos, renovando su papel como humilde, pero esencial componente del hogar.

La profesora, que era la misma que me había leído el poema de Rafael Morales un par de años antes, me dio un aprobado raspado y me dijo:

—José Manuel, tu redacción, además de ser muy corta, es una burda copia del poema que leímos en cuarto. Tienes que espabilarte, leer más y escribir mejor.

Y aquí estoy, intentando aprender lo que no aprendí en su momento.

El poeta

Hace muchas semanas que al poeta no se le ocurre nada, ni un mal verso que llevarse a la pluma. Todas las mañanas, cuando se levanta, después de desayunar con su mujer y sus dos hijas y despedirlas, una a su trabajo y las niñas al Instituto, se dice que hoy va a ser el día, que parece que ha soñado con una buena idea, con una frase, con un par de palabras que pueden ser el comienzo de un buen poema. Se encierra en su escritorio, coge un folio en blanco y su pluma de la suerte, la que le regaló su mujer en su cincuenta cumpleaños y espera que esta vez sí, las musas llamen a su puerta y que él se la abra lleno ilusión. En ese momento, vaya casualidad, llaman a la puerta y él, jubiloso, corre raudo y casi se cae en el pasillo antes de abrirla. Pero cuando abre, contempla a un mensajero de Amazon, que trae un paquete para su mujer. “Seguramente, piensa, serán los cuadros que le enseñó hace unos días en el ordenador y que servirán para colgar en el cuarto de las chicas, porque, como ella dice, ese cuarto tiene una decoración demasiado infantil y es hora de cambiarla”. Firma el recibí, deja el paquete en el salón y vuelve a encerrarse en el estudio.

Después de romper cinco o seis folios con frases inconexas, se levanta, va hasta el salón donde tiene una buena biblioteca y elige varios libros: uno de Walt Whitman, de Bécquer, de Cernuda y también “Los 25.000 mejores versos de la lengua castellana”, publicada por el Círculo de Lectores, del que había sido asiduo lector durante sus años de adolescencia y juventud, aprovechando la suscripción de su padre. Recordó las tardes de invierno sentado al lado de la chimenea, sumergiéndose en el océano de palabras lo transportaban, que le subyugaban y que muchas veces arrasaban sus ojos de lágrimas ante la belleza de las metáforas, de las frases encendidas dedicadas al ser amado o el dolor de la ausencia del ser querido. Y leyó y leyó. Primero a Rodrigo Caro:

Estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

Después a Lope de Vega:

A mis soledades voy,

de mis soledades vengo.

Siguió leyendo a Bécquer, a Rosalía de Castro, a Antonio Machado, a Cernuda. Después siguió con Neruda:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche

Y terminó con Walt Witmann:

Yo me celebro y me canto,

Y de lo que me apropie te debes apropiar

Pues cada átomo mío te pertenece.

Después de un par de horas de lectura, dejó cada libro en su lugar y regresó al estudio. Contempló un momento el paisaje que se divisaba desde la ventana y volvió a intentar escribir algo en el folio en blanco que descansaba sobre la mesa. Pero nuevamente, ni la mano ni la imaginación acompañaron al deseo. Así que se levantó y puso en el equipo de música uno de los discos del concierto de Paco Ibáñez en el Olimpia de París y después otro de Serrat, cantautor que él admiraba. Las horas pasaban lentamente. Miró el reloj y comprobó que tanto su mujer como sus hijas tardarían todavía bastante en regresar. Estaba cansado y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados en la mesa. Antes de quedarse dormido pensó, sin saber por qué, que siempre se regresa a la infancia, al lugar donde se refugian los sueños, la memoria de los momentos alegres, las risas de los hermanos y de los amigos, las caricias de la madre y la mirada orgullosa del padre, la urgencia de la calle en la que se viven y se cuentan aventuras fantásticas. Y pensó que ese lugar de los sueños vuelve cada vez con más fuerza a medida que la edad avanza, abre las puertas de la ilusión y cierra las ventanas de una realidad que nos aplasta.

Se despertó de repente, sin saber bien dónde estaba, aunque al instante recordó todo lo que había pasado en las últimas horas. Comprobó que sólo habían transcurrido unos minutos, pero que le sirvieron para despejar la mente y comenzó a escribir, sin apenas dudar, un poema sobre su infancia, sobre las calles en las que jugó con sus amigos, sobre el tiempo detenido, sobre el asombro que le producía todo lo que iba descubriendo día a día, sobre su juventud; en definitiva, sobre su vida. Y comenzó así:

Aquellos sueños de niño,

cuando jugaba en la calle

riendo con sus amigos.

Siguió escribiendo, incansable e inspirado, reflejando la alegría de su infancia, los anhelos de la juventud y los desengaños de la vida. Y finalizó el poema regresando a la realidad (a la manera de mi amigo Víctor Jiménez):

El niño supo, con los años,

que los golpes de la vida

lo arrastran todo a su paso.

Todo comenzó en León

Todo comenzó en León. El camino hasta allí, lleno de dudas, de recuerdos dolorosos, de los gritos y reproches que nos habíamos dirigido ella y yo, mi amor de adolescencia y juventud que se había roto en un instante, sin saber por qué, ese camino, desde una pequeña ciudad de Levante, que se reflejaba en el mar, había finalizado en León. Y ahí comenzó mi nueva vida. Todos me decían que debía romper con el pasado, olvidar, dirigir el futuro, mi futuro, con un nuevo sentido. Decidí, entonces, aconsejado por mi mejor amigo, hacer el camino de Santiago, solo, pensando en lo que me podía deparar el destino, desprendiéndome de las escamas que habían cubierto mi piel, mi vida, con una capa que yo creía sólida y que se deshizo de repente, dejándome desvalido y desorientado. En ese camino tendría que encontrar respuesta a preguntas que ni siquiera me había formulado, pero que, seguramente, estaban ahí y me ayudarían a entenderme mejor.

Hablé con mi jefe y le expliqué lo que me pasaba y lo que quería hacer. Como tenía muy buen concepto de mí, me adelantó mi mes de vacaciones y comencé los preparativos del viaje, que sólo me llevaron una tarde. Al día siguiente cogí el tren, más adelante un autobús, y después de un par de días de viaje, siempre pensando en lo que me había ocurrido, llegué a León. Yo ya conocía la ciudad porque había estado con mis padres cuando tenía unos diez años y me acordaba algo de sus calles empedradas, de sus casas de piedra y, sobre todo, de la catedral. Después de recorrer despacio el interior, deteniéndome en algunas capillas y admirando sus cristaleras y la luz que se filtraba por ellas, salí a la plaza y me acerqué a la Plaza Mayor. Allí me senté en un banco a descansar, bebí un poco de agua y dejé la mochila en el suelo. Saqué un pequeño plano de la ciudad y cuando estaba buscando el albergue en el que tenía pensado pasar la primera noche antes de comenzar el camino al día siguiente, alguien se puso delante de mí y me preguntó:

—Por favor, ¿podría decirnos dónde se encuentra el albergue de los peregrinos? Creo que se llama Los Carbajales (esta última palabra le costó mucho decirla, pues su inconfundible acento francés casi le impedía pronunciar la “r”).

Miré hacia arriba y vi a dos mujeres algo mayores que yo, que había cumplido treinta años hacía un par de meses, y las mujeres calculé que tendrían alrededor de cuarenta o cuarenta y cinco, aunque en esas edades es difícil acertar.

—Precisamente me dirigía hacia allí ̶ les dije ̶ , así que, si quieren, iremos juntos. Está muy cerca de aquí.

Recogí la mochila y fuimos dando un pequeño paseo, aprovechando para presentarnos. La que me había preguntado, que efectivamente era francesa, de Lyon, se llamaba Camille. Era profesora y se había cogido una excedencia de dos años para recorrer Europa. El camino de Santiago era uno de sus primeros destinos. Había salido de Roncesvalles hacía unas semanas y después de varios días se le unió la otra mujer, una irlandesa que, según me contó en un castellano bastante fluido, había superado una grave enfermedad y como agradecimiento y promesa, estaba haciendo el camino. Ella había empezado en Somport. Tanto una como otra eran bastante atractivas, aunque después de tantos días de camino, se les notaba el cansancio. Y todavía, pensaba yo, les quedan al menos quince días desde aquí. La irlandesa, que se llamaba Olivia, era más callada e introvertida, más distante, o eso me pareció a mi en un primer momento.

Desde el principio sentí una cierta atracción hacia Camille, una mujer morena y de buen tipo, con una melena que llevaba recogida en dos trenzas que terminaban en un lacito que cambiaba de color cada día. Olivia, de pelo castaño claro, algo más baja y más delgada, trabajaba en la empresa de su padre, que era el que la había animado a realizar el camino. Era menos habladora, seguramente por timidez o porque prefería concentrarse en los paisajes o en su mundo interior.

Cuando llegamos al albergue, las dos fueron dirigidas por unas monjas hacia un ala del monasterio y a mí me llevaron hasta una sala donde había unas veinticinco o treinta literas, aunque en ese momento sólo estaban ocupadas la mitad. Como todavía no era hora de acostarse, aproveché para asearme un poco y tomar alguna ración y un buen vino en uno de los numerosos mesones de la ciudad. Poco después del atardecer, regresé al albergue, me acosté en una de las literas vacías y no tardé en quedarme dormido.

Al día siguiente me levanté muy temprano, una hora antes de amanecer, desayuné en el mismo albergue y salí siguiendo las indicaciones de la guía que me había comprado. Durante un par de días hice el camino solo, pensando a menudo en las dos mujeres, sobre todo en Camille. No había tenido la previsión de quedar con ellas, por si no les importaba que hiciéramos el camino juntos. Quizás fuera mejor así, pensé, tenía miedo de volver a enamorarme, pero el caso es que la francesa tenía algo que…

La segunda etapa terminaba en Astorga, a la que llegué antes del mediodía. Como en todas las demás etapas, lo primero que hice fue buscar el albergue y dejar allí la mochila. Justo cuando estaba a punto de salir para buscar un sitio donde comer algo, vi a las dos mujeres que entraban y, según parece, se alegraron de verme. Esperé a que se instalaran y salimos juntos a comer. Entonces fue cuando me atreví:

—No sé qué os parecerá a vosotras, pero a mí me gustaría que hiciéramos el camino juntos. Eso no significa que tengamos que ir al mismo ritmo, ni que estemos hablando todo el tiempo, pero sí pude ser una buena idea por si alguno tiene un problema y los otros pueden ayudarlo.

Las dos se miraron, sonrieron, y me dijeron:

—La verdad es que ya lo habíamos hablado. Nos caíste muy bien en León y pensamos lo mismo que tú. Siempre es mejor hacer el camino en compañía. Y tú, que eres español, nos puedes facilitar la comunicación.

A partir de ese momento, y durante los trece días siguientes, salíamos a la misma hora, comíamos juntos y visitábamos, cuando había algo que ver, los los pueblos y los lugares donde nos alojábamos. Hasta que no llegamos a O Cebreiro, los días transcurrían con normalidad. Camille y yo, que estábamos mejor preparados, solíamos hacer parte del camino juntos y dejábamos a Olivia atrás, charlábamos sobre cualquier cosa, comentábamos el paisaje o nos hacíamos algunas confidencias. Pero la mayoría de las horas caminábamos solos, en silencio, dejando que los sonidos de la naturaleza, la luz y el paisaje, nos llenaran y calmaran nuestras angustias, nuestros deseos. De vez en cuando, Camille y yo coqueteábamos, aunque nunca llegamos a ir más allá, porque me di cuenta de que para Camille yo sólo era una pieza que cobrar, un nombre más perdido entre los muchos hombres que, según me comentó, habían pasado por su vida. Pero yo no estaba dispuesto a ser uno más. Bastante había sufrido con una mujer hacía poco como para volverme a enamorar y que después me dejaran tirado en la cuneta. También me di cuenta de que, en algunas ocasiones, Camilla se quedaba atrás a propósito con cualquier excusa y hablaba con Olivia, gesticulando y gritando y después intentaba llegar hasta mi lado, más zalamera e insinuante, cogiéndome del brazo o acercándose mucho. No había que ser muy perspicaz para saber que las dos discutían sobre mí. Sabía que Camille intentaba seducirme a mí, un hombre joven que hacía el camino para olvidar una larga relación y que, según ella creería, me serviría de consuelo y se aprovecharía de mi fragilidad. Olivia, por el contrario, aunque no se sentía especialmente atraída por mí, no quería que su compañera me hiciera daño y le decía que estaba jugando conmigo, precisamente en un momento en que lo que necesitaba era tranquilidad, sosiego, para plantearme el futuro sin nada que lo distorsionara. Todo eso me lo comentó después.

Lo que al principio me gustaba, después se convirtió en un fastidio, en un problema, porque me di cuenta de que a Olivia y mí nos unían muchas cosas y a medida que nos acercábamos a Santiago, Olivia y yo también nos acercábamos. Cada vez era más consciente de qué nos parecíamos mucho en cuanto a gustos y sentimientos y esas últimas etapas nos ayudaron a superar, a ella sus miedos productos de la enfermedad y a mí la angustia del amor y de los años perdidos junto a una mujer que, con el tiempo, me estaba dando cuenta de que no me merecía.

Los días fueron pasando y cuando Camille comprobó que yo, aunque seguía siendo amable con ella y me gustaba charlar y que me comentara los viajes que tenía pensado hacer y cómo era su trabajo de profesora, se fue alejando y haciéndose más distante y fría.

Al final, Olivia y yo entramos juntos, cogidos de la mano, en la Plaza del Obradoiro y juntos le dimos el abrazo al Apóstol. A Camille le habíamos perdido la pista tres días antes de llegar, pues se unió a otros peregrinos que iban más rápido.

—¿Te acuerdas, Olivia? ̶ le dije al oído unos años después, sentados frente al mar el día que nos casamos ̶ . Todo comenzó en León.

Leer y regalar libros

Creo que lo he dicho y también escrito muchas veces: sólo regaladme libros y tiempo para leerlos. Ahora, por suerte, tengo mucho tiempo aunque, a veces, se me escapa entre los dedos sin remisión, sin vuelta atrás. Y lo peor es que no puedo, no podemos, retenerlo, encerrarlo o moldearlo a nuestro antojo, es imprevisible y a veces las horas y los días se precipitan y transcurren como si fueran minutos y en otras ocasiones, los segundos y los instantes se antojan eternos. Einstein no pudo solucionarlo y los humanos de a pie, bastante hacemos con saber aprovecharlo. Qué pena cuando se tira, se desprecia, se desaprovecha. Y no todo consiste, con el tiempo lo he aprendido ya que es buen maestro, en hacer muchas cosas en poco tiempo, sino hacer las precisas, las que valen la pena, las que nos sirven y enriquecen y sirven y enriquecen a los demás. La lectura, por ejemplo.

Cuando me sumerjo en la lectura de un libro que me gusta, que me engancha, que me absorbe, el tiempo transcurre sin darme cuenta y pueden pasar horas sin que me importe lo que ocurre a mi alrededor, lo que, en muchas ocasiones, es un peligro. Pero sé que es un tiempo bien empleado y que no me van a dar remordimientos de conciencia por haber dejado de hacer otras cosas (no sé si mi mujer o mis hijos estarán de acuerdo con esto, lo siento). Abrir un libro por primera vez puede ser una experiencia fascinante, aunque a veces también sea decepcionante, sobre todo si te han hablado bien de él, si las críticas son buenas, si te lo han recomendado, pero cuando has leído quince o veinte páginas y compruebas que no se han cumplido las expectativas, dudas si seguir o dejarlo para mejor ocasión. Quizás no era el momento adecuado, así que se deja en un rincón de la biblioteca y, cuando menos se espera, lo vuelves a intentar y ahora sí, ahora ya estás preparado y disfrutas recorriendo las páginas

Con la escritura me ocurre lo mismo, aunque en menor medida, entre otras cosas, porque el esfuerzo de escribir, de inventar historias, de describir sentimientos y personajes, me cuesta sangre, sudor y lágrimas, también lo he dicho alguna vez. Pero cuando soy capaz de concentrarme y la llamada a las musas surte efecto, el tiempo no existe y el estudio donde escribo se diluye, se transforma en paisajes, en lugares que conozco o que me invento, en personajes que me rodean, me hablan, me susurran o me gritan. Admiro y envidio a esos escritores que pueden dedicar horas y horas todos los días a crear, a poner su imaginación a trabajar y no se cansan, aunque seguramente no siempre les guste lo que han creado, pero tienen esa disciplina, esa capacidad, esa facilidad. Dudo mucho de que yo sea capaz algún día de ser tan disciplinado.

Los libros pueden llegar a ser los mejores amigos, los compañeros inseparables. Cuando viajo, siempre tengo que llevar algún libro conmigo y ahora, con los libros electrónicos, es mucho más fácil y cómodo, así que ya no hay excusas. Dedicar, aunque sólo sean unos minutos al final del día si éste ha sido muy complicado, a leer unas páginas, es algo que siempre he hecho y que recomiendo. Supongo que con la escritura pasará lo mismo, pero yo todavía no he llegado a ese punto de obligarme a escribir, aunque sólo sean una líneas, todos los días. Espero que alguna vez suceda.

A mis hijos, cuando eran niños y adolescentes, siempre les regalaba por Reyes algún libro, además de lo que ellos hubieran pedido. Y esa costumbre creo que les ha servido para amar, igual que yo, la lectura. Eso, y el ejemplo de vernos a Carmen y a mí leyendo mucho. Supongo que los cuentos que yo me inventaba o les leía cuando se iban a la cama también les habrán ayudado a ser buenos lectores.

Así que ahora que se acercan las fechas en las que se escriben cartas a los Reyes Magos y algunos, espero que pocos, a Papá Noel, se incluyan libros. ¡Hay tanto dónde elegir! Según parece, en España se publican más de 90.000 libros al año y en el mundo, más de dos millones, así que ya me diréis si hay excusas. Hay libros para todos los gustos y edades y si tenéis dudas, acercaos a una librería, un lugar en el que suelo disfrutar mucho, y pasead la vista por las estanterías o preguntad a los empleados, que seguro estarán encantados de asesoraros. En los últimos años, mis escritores favoritos, Carlos Ruiz Zafón, Almudena Grandes, Javier Cercas, Pérez Reverte, Paul Auster, Vargas Llosa, Cernuda, Saramago o Irene Vallejo, entre otros muchos, han sido compañeros inseparables. Si no habéis leído La sombra del viento, El evangelio según Jesucristo, Ocnos, El infinito en un junco o Los aires difíciles, os recomiendo que lo hagáis y que los regaléis, porque vais a acertar seguro.

Aquí introduzco una pequeña referencia a los dos libros de relatos que he publicado y que se pueden encontrar en Amazon o encargarlo en alguna librería por un módico precio: La vida es un cuento y Relatos para no olvidar quién soy. Perdonad la inmodestia o la molestia, pero es por si cuela. Me gustaría estar en vuestras casas, en vuestra biblioteca, en alguna estantería al alcance de vuestras manos y vuestros ojos. También es por un poco de orgullo propio, todo hay que decirlo.

Pero sobre todo, no dejéis de leer, buscad los momentos, que siempre los hay, pedid libros para vosotros y regalad libros a las personas que os importan, es señal de que las queréis.

Osadía o imprudencia. Relatos para no olvidar quién soy, nuevo formato.

Hace aproximadamente año y medio, exactamente en abril de 2022, tuve la osadía, la imprudencia o quizás la soberbia, vaya usted a saber, de publicar mi primer libro, un conjunto de relatos que había ido escribiendo en este blog, que seleccioné y envié a varias editoriales. Varias me contestaron y me decidí por Libros Indie. El borrador tuvo varios títulos antes de encontrar el definitivo: Historias para dormir bien, Miradas inocentes, La vida (no) es un cuento, etc. Al final me decidí, con el acuerdo de la editorial, por La vida es un cuento, que tuvo un relativo éxito gracias, todo hay que decirlo, a mi familia, mis amigos y los amigos de mis hijos, mis compañeros, conocidos, algún alma caritativa que encontró este título gracioso o que se despistó y creyó que le iba a regalar a algún hijo o sobrino un libro de cuentos…

No tuve suficiente con publicar un libro, no, sino que, empujado por la euforia, por los consejos de algunas personas que me quieren bien, pero que me da la impresión de que saben poco del mundo editorial, y porque no tengo muchas más cosas mejores que hacer, seguí escribiendo relatos, volví a seleccionar unos pocos y, aunque no os lo creáis, volví a cometer la osadía o la imprudencia de publicar un nuevo libro de relatos, esta vez con el título Relatos para no olvidar quién soy. Si digo la verdad, el título no me costó demasiado trabajo elegirlo, porque la mayor parte de las historias se refieren a mis experiencias, vividas o soñadas, y algunas páginas que, como esas aves que emigran buscando lugares mejores, aparecen en el cielo de la imaginación, desaparecen al poco tiempo y cuyo paso queda grabado en la memoria. Y como la memoria es frágil, por lo menos la mía, necesito plasmar en el ordenador o escribir en algún cuaderno, los recuerdos y las ideas que se me ocurren, y como no lo haga inmediatamente, se perderán sin remisión en el olvido. Así que, seleccioné algunas ideas, les di una forma medianamente literaria y, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, corregí los textos, los maqueté y elaboré una portada. Pero esta vez no quería volver a pasar por el trago de las editoriales, ni quería hacer presentaciones, ni firmar en la feria del libro, ni comprar ejemplares que luego tenía que vender yo (esa es la autopublicación, amigos y amigas) como hice con mi primer libro, así que, aprovechando mis limitados conocimientos de Internet, utilicé la herramienta KDP de Amazon y publiqué, sin ningún tipo de compromiso por mi parte, este segundo libro. En principio lo hice en dos formatos, ebook y tapa blanda, pero hace unas semanas me decidí, haciendo unos pequeños cambios y corrigiendo algunas erratas, a publicarlo en tapa dura.

Supongo que sólo habré vendido una docena de ejemplares, aquellos que familiares y amigos hayan tenido a bien comprar (pobrecito Xosé Manoel, dirán, vamos a hacerle un pequeño favor, total son sólo diez euros, o dos cincuenta si es ebook, una miseria, pero a ver si deja ya de publicar, que no tengo sitio en la biblioteca, y tampoco es que sea Muñoz Molina o Javier Cercas, por ejemplo). Como sólo he hecho publicidad a través de Whatsapp o Facebook, y no tengo tantos amigos en esas dos plataformas, pues eso, que Amazon no se va a hacer rico conmigo, y yo menos.

Así que, amigos y amigas que me leéis o me seguís, sea por el medio que sea, vuelvo a recordaros que podéis hacer un pack de regalo con mis dos libros, que por unos pocos euros se pueden comprar los dos, uno en Amazon y otro en Libros Indie y que prometo no dar la vara sobre este tema en mucho, mucho tiempo. Pero lo que sí os digo es que Relatos para no olvidar quién soy en tapa dura queda muy chulo y se lee muy bien (por cierto, en mi casa todavía tengo seis o siete ejemplares de La vida es un cuento, ahí lo dejo, por si cuela).

Ausencia y nostalgia de mar

En junio de 1980 las tardes eran perfectas. Yo saboreaba cada momento, esperando que las horas transcurriesen raudas, pero también lentas. Era difícil explicar la contradicción. Por un lado, ese era mi último curso en Camariñas, el pueblo donde había trabajado como maestro los tres últimos cursos, un muchacho que llegó con veintidós años, recién terminado el servicio militar. Y ahora, recién cumplidos los veinticinco, me iba a embarcar en una nueva aventura, en una nueva tierra, Andalucía y con la perspectiva de casarme al año siguiente. Habían sido tres años intensos, durante los cuales conocí a compañeros maravillosos, recorrí aldeas y pueblos, costas escarpadas y playas de arena blanca, limpia, casi virgen. El camino hasta el faro Vilán, unas veces en coche y otras caminando, sobre todo en las largas tardes de septiembre o de junio, a principios y a final de curso, cuando el aire es más claro y el olor a toxo, xesta, pino o eucalipto, impregna el aire. De ahí la contradicción, el deseo de llegar a Andalucía y, por otro, la pena, el desasosiego por abandonar un lugar que me había acogido con cariño. Allí iba a dejar muchos amigos, muchos recuerdos. Morriña, saudade, por un lado, esperanza en el porvenir, en un prometedor y feliz futuro, por otro.

Una de las veces que caminaba a buen ritmo y había pasado ya la ermita de la Virxe do Monte, en donde otras veces me había detenido, me alcanzó Anxo, un marinero con el que había entablado una buena amistad y con el que pasé tardes enteras charlando de política, de mujeres, de pesca, de libros. Anxo, a pesar de tener sólo estudios primarios, era un lector empedernido y devoraba libros durante las temporadas que pasaba en tierra. Anxo tenía el pelo largo y una barba cerrada, vestía, verano e invierno, un pantalón vaquero desgastado y una camisa de manga corta. A veces, cuando el frío o la lluvia arreciaba, se ponía un chubasquero amarillo y un gorro. Anxo era mayor que yo, frisaba los cuarenta años, pero, a pesar de la dureza de su trabajo y de su piel curtida, duro, fibroso, un poco más bajo que yo, parecía más joven, quizás porque su mirada era la mirada de un niño, ojos que se sorprendían con cualquier comentario que yo hacía. Seguramente contemplar el mar, el horizonte y el cielo durante años de trabajo en el barco, había conseguido que su mirada fuera limpia ensoñadora. Yo le podía enseñar poco, porque él leía libros y autores que yo apenas conocía entonces: Kavafis, Cernuda, José Hierro o Blas de Otero. A veces paseábamos por los alrededores del pueblo, nos sentábamos en alguna roca frente a la ría y leíamos poemas o frases que nos había impresionado con nuestras últimas lecturas. He conocido a pocas personas tan cultas y amantes de los libros como Anxo.

Mi amigo tenía un hermano mellizo, Suso, que nunca conocí. Cuando eran apenas unos adolescentes comenzaron a faenar con su padre, patrón de uno de los barcos que salían a la sardina, al jurel o cualquier otro pez que podía pescarse en la bajura. Según Anxo, fueron años duros, sacrificados, pero eran felices. Padre e hijos trabajando juntos, las tardes y las noches luchando contra las redes, las olas, las tempestades, la soledad, las penurias de rachas sin ver un banco de peces, pero eran felices contemplando el cielo azul, las nubes, las estrellas, el faro en la lejanía, las luces de otros barcos, contando historias de tesoros hundidos, de sirenas, de naufragios. Horas y horas en las que también aprendieron a jugar con el silencio, con la brisa, con la soledad, con el mar.

Todo eso terminó cuando Suso se encontró con la droga. En aquella época, fumarse un porro era algo que dotaba a la persona de un halo de inconformismo, de modernidad, de estar en contra de lo establecido. El problema es que Suso comenzó a frecuentar ámbitos y amistades poco recomendables. Anxo lo sabía e intentó que su hermano lo dejara, pero el carácter de Suso comenzó a cambiar, dejó de salir a pescar con su padre y con su hermano y empezó su largo viaje hacia un mundo del que nunca pudo ya regresar. Fue detenido varias veces por la Guardia Civil, pasaba pequeñas temporadas en prisión hasta que, finalmente, lo condenaron a varios años de cárcel. Y ahí empezó el calvario de la familia. Cuando llegué a Camariñas y conocí a Anxo, su hermano llevaba ya más de un año en la cárcel. Y todavía le quedaban cuatro o cinco años más. Según mi amigo, las cartas de Suso rezumaban tristeza, abatimiento, pena, nostalgia. Anxo se temía lo peor, porque su hermano era demasiado frágil, poco maduro para su edad. Es un niño adulto, me decía, nunca supo adaptarse. Por desgracia, tenía razón.

La tarde en la que Anxo me alcanzó cuando yo caminaba hacia el faro, estaba hecho un mar de lágrimas. Le habían comunicado que su hermano se había suicidado en la cárcel. No supe cómo reaccionar ni qué decirle. Hay momentos en los que sólo el silencio o un abrazo pueden servir. La tarde, que era luminosa y alegre, se ensombreció de repente. Parecía como si el sol se hubiera escondido tras las nubes, que los pájaros enmudecieran y que las flores dejaran de perfumar el aire. Sin apenas hablar, regresamos al pueblo y llegamos a la casa de los padres, destrozados por la noticia. No recuerdo mucho más porque la memoria, que a veces es cruel, también se apiada y se borra para que el dolor no nos traspase. Aquella misma tarde los padres y Anxo alquilaron un taxi y se fueron a la cárcel, donde Suso se había suicidado. Aquellos días no se hablaba de otra cosa en el colegio y en el pueblo. A los pocos días, pudieron trasladar el cuerpo de Suso y, después de algunas gestiones ante el párroco y el obispado, que en principio se negaban a enterrarlo en el cementerio, lo pudieron hacer. Casi todo el pueblo acudió a acompañar a la familia. Sigo sin recordar bien lo que hablamos Anxo y yo, seguramente poco, incluso quizás ni estuviera a su lado, pues los familiares arroparon y rodearon en todo momento a padres y hermano.

Pero sí recuerdo una cosa. Cuando finalizó la ceremonia y regresamos a casa, Anxo me hizo un gesto para que esperara fuera. Al poco rato salió a la puerta y me entregó una pequeña caja.

—No la abras todavía, por favor. Son las cartas que me fue enviando mi hermano durante los últimos meses que estuvo en prisión. Yo no soy capaz de tenerlas aquí, ni tampoco quiero romperlas ni quemarlas, ni dejárselas a mis padres. Ellos no podrían soportarlo. Llévatelas a Andalucía y guárdalas. Léelas, para que también conozcas como era mi hermano. Verás que era una gran persona.

Un par de semanas después me fui de Camariñas y a finales de agosto llegué a Sevilla. Entre las pertenencias que llevé en mi 127 estaban las cartas de Suso, que leí varias veces. Efectivamente, tenía que ser una gran persona.

Nunca más volví a ver a Anxo ni tuve más noticias de él. Cuando varios años después visité Camariñas, me dijeron que había emigrado a Venezuela y que los padres se habían ido del pueblo para vivir en Santiago. Una familia rota por el destino, por la desgracia. Esta vez no fue el mar la causa como en otras muchas ocasiones en los pueblos marineros. Pero el mar, como lo demuestran las cartas que reproduzco a continuación, seguramente siempre estará presente en sus vidas. Yo tampoco fui capaz de deshacerme de ellas.

CARTAS DE SUSO

7 de febrero de 1979

Querido hermano:

Hoy por fin he llegado a esta isla, una más de las que he visitado, una de las que salpican mi vida. Más bien he naufragado. Quizás deba ser más exacto, aquí me han abandonado y aquí me tienes, sin barco para huir, sin velas, sin brújula, sólo con un horizonte en el que se confunden cielo y mar, aunque esto no es el mar.

¿Has visto un gran banco de peces entre las redes? Pasan de la tranquilidad de lo grande, de lo sublime, a la angustia de lo pequeño; de tener por barreras agua y agua, a estar todos juntos, pegados, rodeados de telas absurdas. Así me siento: tenía todo el mar para mí y ahora me estoy ahogando entre barrotes cruzados de obediencias absurdas y estupidez, de órdenes y castigos.

Hoy me han quitado las escamas, me han roto las branquias, me han sacado del mar y dicen que sigo siendo pez.

Cada vez añoro más el mar. Yo aquí y tú marinero

2 de marzo de 1979

Ayer, al leer tu carta, me llegó un olor a mar salado, una bocanada de libertad tan grande que, en un momento, me vi en nuestro barco, en nuestro mar, gritando fuerte al viento, fuerte, dormido en cubierta entre el mecerme de las olas y el cantar de las gaviotas, henchido de alegría. Y de mi corazón salieron las últimas gotas de mar que llevaba dentro, lágrimas saladas.

No sé porqué hoy me acordé del delfín aquel que siguió días y días nuestro barco en busca de no sé qué. Ahora soy yo el que sigo mis memorias, mis recuerdos, queriendo encontrar el mar.

No dejes de escribirme porque tus palabras son lo único que merece la pena, el único eslabón que impide que me hunda más de lo que estoy.

23 de marzo de 1979

Hoy me he sentido a gusto, tranquilo, hoy me ha gustado la absurdez, la contradicción, el pozo donde me encuentro.

Hoy casi he olvidado el mar, nuestro mar.

¿Será que han matado mi ilusión, mis ansias, mis sueños?

¿Te acuerdas que te decía: siempre seré yo? Ya no lo sé.

Quiero que me cuentes del mar, que me cuentes todo, que me recuerdes el mar para no conformarme con el cieno que me ahoga.

15 de abril de 1979

¿Sabes? Ya ha pasado tanto tiempo sin vivir en el mar, sin vivir del mar, que he construido mi mar en mi corazón. Tal como lo veo, tal como lo siento, tal como quiero que sea, tal como quizás será, tal como quizás es.

Llevo tanto tiempo en esta isla rodeada de tierra, de sinsentido, de angustia… y llevo tan poco tiempo.

Es mentira que el tiempo es igual para todos: a mí se me ha parado, no anda, los minutos se me hacen años, mares de tierra, océanos de arena, sed, infinitos de nada.

Hace tan poco tiempo que salí del mar y hace tanto que casi, casi no me acuerdo.

3 de mayo de 1979

El lunes llegó tu carta como la voz de ¡Alerta! Sonó fuerte, muy fuerte en mis oídos, sonó como una voz frente al peligro. Has hecho, con tus palabras, que infle mis velas, que construya de nuevo mi barco hundido por aquel viento que me arrastró, por aquel imposible.

He colocado el palo mayor alto, muy alto.

He puesto a otear mis pensamientos.

Con mi alma en proa y mi ilusión de timonel he recorrido palmo a palmo, ola a ola, el mar, nuestro mar de siempre.

Espero, hermano, que impidas la muerte de mis sueños.

8 de junio de 1979

No quiero perder nunca más mi mar.

Me han enseñado a tenerlo entre rejas, entre hierros y miserias, entre palabras absurdas. Me han enseñado a tenerlo en un agujero inmenso, infinito, en el agujero de la alegría, donde se pierden las penas y los dolores, donde se confunde todo y todo es hermoso como mi mar.

No quiero perder nunca más mi mar.

Me han enseñado a guardarlo en la memoria, entre los poros de las tablas de este cajón, entre las brechas de miseria de este inmenso edificio, entre la esclavitud, entre el odio.

Me lo han enseñado las estrellas al mirarlas, las estrellas inmensas, las solitarias y las que dibujan formas extrañas que nos hablan. Me lo han enseñado las estrellas y en silencio me lo han repetido bajito la otra noche entre el rumor furioso de las olas rompiendo en los tajamares de mi ilusión.

Espero con impaciencia tus cartas, que cada vez se espacian más. Ya sé, ya sé que tienes una vida complicada, que lo que te rodea te impide tener demasiado tiempo libre, pero, aunque sean unas líneas, devuélveme la ilusión que hace ya demasiado tiempo dejé olvidada en la orilla de esta isla.

5 de julio de 1979

A mi hermano, labrador de mares

Hoy sentía más que nunca ansias de contaros a ti y al mar, mis penas.

Me he puesto a escribir y he roto, una a una, todas las cuartillas, todas mis ideas. No sabía cómo haceros creer que aquí tengo el MAR, todo entero.

Hoy he encontrado marineros de mi mar.

Estoy reclutando, no, más bien estoy marinando marineros uno a uno y mar a mar.

¿Has pensado qué pasará cuándo los mares no quepan en los pensamientos y se desborden en gritos fieros, en grandes olas los sueños? ¡Qué inundación más hermosa! Hasta el carbón negro se lavará en el mar y parecerá sal; hasta la tierra se romperá en gotas de mar y todo, todo, srán olas, grandes olas. Todo será mar.

¿Lo imaginas? Imagina el egoísmo bañado de bondad, el odio envuelto en amor. Imagina cadenas y celosías arrastradas por la libertad, ahogadas de mar. Todo mar.

Hoy quiero luchar.

Tu próxima carta, hermano, quiero que la firmes, que la inundes de olor a marea.

28 de septiembre de 1979

Perdona el retraso de esta carta, pero la apatía me ha llenado, estoy ahogado en pereza. He vuelto a la desilusión del primer día, ya tan lejano.

¿Ves esas olas tontas que llegan y se van y vuelven? Así está mi ilusión, mi alegría.

Antes creía tener el mar, todo el mar, y ahora veo tan sólo unas cuantas gotas en mis manos, que se escapan y no sé cómo retenerlas, cómo guardarlas al menos para no olvidarme, para demostrarme a mí mismo que tuve todo el mar.

Quizás al leer mi carta, en cubierta, con el ruido del viento azotando las velas y con olor a mar y con mar, te parezca mentira, falsa mi tristeza, pero cierra los ojos e imagina el mar seco, tú en el fondo de una tierra, llagada por el sol, como con bocas abiertas pidiendo agua, sin viento, sin ruido, sin vida, sin nada, solo.

¿Qué harías sino llenar tu vida de nostalgia y bañar, ahogar, tu desierto de esperanza?

Ahora piensa que te roban la esperanza… ¿Qué hacer?

14 de noviembre de 1979

He construido piedra a piedra, tabla a tabla, todas las murallas en mi mente, todo el cajón repetido poro a poro, exacto.

He construido piedra a piedra todas mis penas, una a una, iguales. Y las coloqué todas como islas de mi mar, las rodeé de olas y dejé libre el viento.

Comenzó la lucha entre prisión y libertad, entre bueno y malo. Asómbrate marinero, ¡la libertad ataca!

He construido piedra a piedra todo lo que me ata. Y se han hundido en el mar. Se ha perdido.

Ya no me asusta la caja en la que me han metido, la he ahogado en mar, el mar la ha matado.

Ya soy libre aunque me rodeen cadenas frías y muros de mentiras, aunque me rodeen maliciosas verdades, aunque me entierren. Soy libre. En mi mente soy la mar.

8 de enero de 1980

Cuántos días sin decirte mis penas y cuántas penas almacenadas en los escondrijos de mi alma.

Cuántas ganas de contarte cosas y cuánta pereza, cuánta.

Todo, sin embargo, es como siempre, es como nunca. Se me hacen infinitos los segundos entre esta cárcel de absurdos.

Quisiera, te parecerá sueño de niño, quizás de loco, como cuando padre nos contaba sus aventuras en mares que nunca ya podremos navegar porque nunca existieron, sólo en nuestra mente de niños marineros, que el mar fuera nube y lloviera, lloviera mar en mi alma.

Quisiera ahogar mis penas en aguas de mar como otros las ahogan en licores perversos.

Quisiera ahogarme en mar, en nuestro mar, en el mar que tú y yo soñamos navegando

Quisiera ser mar.

23 de marzo de 1980

Hoy es uno de esos días tontos en los que no sé qué escribirte.

¿Ves esos criaderos de peces en los que viven todos juntos en unos pocos litros de agua, que apenas respiran, que apenas se mueven? Cuando pasa cierto tiempo los sueltan al mar. Hoy han soltado a un par de ellos. Apenas los conocía, me los encontraba en el patio, callados, paseando siempre juntos. Yo nunca estoy con nadie, no quiero estar con nadie, nadie es mi mejor compañía, no podría tener otra en este islote en el que hace ya más de un año que me encuentro. Y todavía me quedan muchas noches sin estrellas, sin luna, sin nubes que corran raudas hasta el horizonte, perseguidas por nuestras miradas.

Apenas los conocía, es verdad, pero sé que los han maltratado, los han enterrado, como nos han enterrado a todos, los han ahogado en tierra pestilente, en cieno. Y ahora, hoy, les dejan irse, hoy reviven.

¿Comprendes mi alegría y mi dolor?

¿Comprendes eso que siento, eso que no sé qué es y que me estruja el corazón, que hace que mi corazón sangre, que ría por dentro como un loco, sin saber por qué?

18 de mayo de 1980

Hoy me han dicho que en unas semanas voy a ser libre, que el abogado ha conseguido una revisión de mi caso y que, con toda seguridad, en un par de meses como mucho volveremos a vernos. No quiero hacerme ilusiones, hermano, porque ya me conoces, puedo caer en un pozo sin fondo, en un abismo del que ya nunca podría salir. Pero una ligera brisa con olor a yodo ha entrado entre las rejas y he escrito un pequeño poema que, seguro, intentarás dibujar.

El mar, transparente en olas de luz

Tiembla en un instante de armonía con el aire

Y rompe contra las rocas, impasibles a las húmedas caricias.

El viento azota mi cuerpo, instrumento

Que resuena en la tarde.

Mis ojos se abren al horizonte

Que se despliega en sinfonías de rojo y azul.

Todo es perfecto, luminoso, suave.

Cierro los ojos y te veo, hermano,

Casi aire

Casi mar

Casi cielo

Y navego hacia el momento

Hacia el eterno instante perfecto

Unión del aire, del mar y del cielo

Juntos otra vez, como siempre

Como nunca, sobre las olas, en la luz.

Unas semanas después de esta última carta, denegaron la libertad a Suso, que no pudo superarlo.

Rota, la esquina del viento y de la poesía

Frente a la esquina del viento
sentado mirando el parque,
va transcurriendo el tiempo
y nada ya es como antes
¡las hojas ya van cayendo
los recuerdos me acompañan!.
Maldigo el viento que viene
y se lleva mis pensamientos,
se lleva mis añoranzas
y transforma mis lamentos.
¡El viento lo barre todo
y se lleva mis recuerdos!
Maldigo el tiempo que pasa
porque la vida se acaba.

Medina Azahara

Carmen entra en la Iglesia de Nuestra Señora de la O para escuchar la misa de doce y yo la acompaño un momento mientras empieza la liturgia. Hace muchos años que no voy a misa, pero me gusta entrar en las iglesias, sobre todo cuando están vacías y puedo recorrerlas contemplando el interior, las imágenes y los cuadros en silencio, deambulando sin prisa y deteniéndome de vez en cuando. Quizás encienda alguna vela, no por fervor religioso, sino por recordar mi niñez, cuando en los meses de mayo niños y niñas rezábamos y cantábamos en el patio del colegio acompañados por las monjas, que observaban si lo hacíamos con el suficiente recogimiento. “El trece de mayo, la Virgen María bajó de los cielos a Cova de Iría…”. Recuerdo todavía casi todas las canciones religiosas y suelo cantarlas en susurro mientras contemplo retablos o imágenes. Los años cincuenta y sesenta del siglo pasado marcaron a fuego religioso a mi generación y es difícil, aunque tampoco lo deseo realmente, olvidarme de ellas.

Mientras Carmen espera sentada en el último banco, yo paseo tranquilamente por el lateral de la gran nave, al fondo de la cual se observa el ábside y el coro, con sillería de caoba y la imagen de un Cristo crucificado y de la Virgen de la O. Entro en alguna de las capillas laterales, la de la Virgen del Rosario, la Virgen del Carmen o Nuestro Padre Jesús Nazareno.  En todas ellas hay alguna mujer que reza de rodillas delante de las imágenes. Mientras que la nave central es gótica, las capillas son barrocas. Me gusta la combinación, la mezcla de estilos, aunque reconozco que me identifico más con las pequeñas iglesias románicas que salpican el norte de Castilla y muchos pueblos y aldeas gallegas. Esta vez no enciendo ninguna vela porque no llevo monedas encima. Alguna tos rompe el encanto que forman el olor a incienso, la luz de las velas y el órgano que suena, ensayando alguna pieza que seguramente se tocará durante la misa. Compruebo que la iglesia se ha ido llenando poco a poco y salgo por la fachada que da a la plaza Bartolomé Pérez. Me detengo delante de la puerta y observo el azulejo que se encuentra a la izquierda de la misma, una imagen de Jesús Nazareno con el texto:

“En la pertinaz sequía del año 1917, el pueblo de Rota, acongojado ante la perspectiva de tremenda miseria, imploró la clemencia de N.P. Jesús Nazareno con fervoroso triduo; y en la noche del último día, 21 de diciembre, se sacó en procesión de penitencia su venerada imagen oscuresiéndose (sic) de pronto el cielo, cayendo providencialmente copiosa lluvia durante el curso de aquella y días sucesivos hasta remediar la calamidad reinante. Para perpetua memoria, los hijos de esta villa dedican este recuerdo de gratitud a su amorosísimo Padre”.

Los adjetivos que salpican el texto me sacan una pequeña sonrisa.

Cuando salgo el viento ha arreciado y pienso que Rota es la esquina del viento, recordando el título de una canción de Medina Azahara. Hace años que no la escucho, pero siempre me gustó la música y la letra, una letra nostálgica, triste, la vida que transcurre de forma imparable y el viento, como un enemigo que borra la memoria, los recuerdos. El viento en Rota es un compañero inseparable, a veces inclemente. Desde una leve brisa, que refresca el ambiente en las tardes de verano, sobre todo cuando es poniente, hasta el vendaval de levante que encierra a la gente en sus casas y amarra a los barcos en el puerto, todo un repertorio de fuerza, dirección y temperatura que los lugareños saben apreciar, pero que a los foráneos nos subleva. Una relación de amor y odio que hace más de quince años que sufro. Aunque yo debería estar acostumbrado, porque tres años en Camariñas, arrostrando los temporales en el Cabo Vilán, tendrían que haberme vacunado, pero prefiero la lluvia, lo reconozco.

Cuando salgo a la plaza Bartolomé Pérez, el intrépido navegante roteño que acompañó a Cristóbal Colón en sus viajes y que llegó a pilotar una de las naves en la segunda travesía a América, contemplo el Castillo de Luna, construido por Alonso Pérez de Guzmán, Guzmán el Bueno, en el siglo XIII, hoy sede del Ayuntamiento. Hace años que no lo visito y me prometo hacerlo cuanto antes. Atravieso la plaza, camino del paseo marítimo por la calle Carmen. En todos los pueblos costeros, Carmen es el nombre más repetido, barcos, casas, calles, colegios, nombres de mujeres… Es como convocar a la suerte, a la buena suerte que debe acompañar a los marineros. En mi familia no hay marineros ni marinos, pero es el nombre más repetido, mi madre, mi mujer, mi hija, dos tías abuelas nacidas en dos pueblos separados por mil kilómetros, una tatarabuela nacida en la primera mitad del siglo XIX. Toda una saga de Cármenes.

Después de pasar bajo el arco ojival abierto en la muralla que rodeaba la ciudad y de la que todavía se conservan algunos lienzos, llego al paseo marítimo y contemplo el espigón y la estatua que se inauguró hace poco tiempo dedicada a las víctimas de la guerra civil y del franquismo, una mujer sobre una barca de nombre Libertad, con una placa en la que se puede leer un verso de Rafael Alberti: «Es Rota, la marinera, la primera en levantar la llama de la libertad». En el espigón comienza la playa de la Costilla. El aire es limpio, transparente, brillante, pero el viento arrastra nubes que, seguramente, cubrirán el cielo durante la tarde. Paseo un poco contemplando a los turistas que se hacen fotos en el rincón donde se lee “Bésame en esta esquina”. Las parejas tienen ya una edad y se ríen divertidas mientras sus amigos hacen comentarios graciosos. Sigo un poco y salgo del paseo por unas escaleras que me llevan por la calle Blas Infante hasta el cruce de Higuereta con Fermín Salvochea. Allí comienza una de las zonas más recogidas y que más me gustan de Rota. Rota, además de viento tiene poetas. Unos son autóctonos y otros son acogidos por un pueblo que tiene una relación especial e intensa con la poesía. De hecho, hay carteles que señalan en diversos puntos cercanos al Ayuntamiento: la Senda de la Poesía. Felipe Benítez Reyes, Benjamín Prado, José Manuel Caballero Bonald, Ángel García López, Joaquín Sabina, Luis García Montero, Ángel González y Almudena Grandes, estos dos últimos ya fallecidos, forjaron una amistad a base de versos. El club de Rota, los llaman. Por aquí también pasan Javier Ruibal o el Gran Wyoming, que cantan en el chiringuito Las Dunas, donde también he visto a Miguel Ríos. Tuve la suerte de asistir a la presentación de libros de Almudena Grandes y de García Montero, suelo acudir, como en peregrinación, a la casa que ambos tienen, Almudena ya no, en Rota, cerca del hotel Playa de la Luz y de la playa Punta Candor, donde me la encontraba a veces. Ella, como nadie, supo reflejar el viento y el ambiente de Rota en su libro Los aires difíciles. He disfrutado con las Noches de Literatura en la calle, donde estos poetas nos regalaban momentos inolvidables. Ya no será lo mismo sin Almudena, claro, la que unía con su presencia, su humor y sus comidas a todo el grupo.  Cualquier pérdida es irreparable, pero Almudena Grandes deja un vacío desmesurado.

Recuerdo todo esto mientras leo en las esquinas de las calles de Rota, aledañas al Castillo de Luna, los poemas que han escrito estos y otros poetas roteños. Son calles estrechas, encaladas, con macetas colgadas sembradas de geranios. Muchas de ellas, extraña costumbre, tienen las caras de los propietarios de las viviendas, hombres y mujeres que miran al frente, coronados con flores que semejan pelucas. A mí no me gusta esta moda, lo reconozco. En casi todas las esquinas hay un poema y me detengo a leerlo. Cuando termino le hago una foto que guardaré en el teléfono para leerlo de vez en cuando. El tiempo pasa muy despacio, o eso me parece, pero cuando miro el reloj me doy cuenta de que la misa debe estar a punto de terminar, así que me oriento y deshago parte del recorrido para regresar a la Iglesia de Nuestra Señora de la O.  Llego casi en punto, pues compruebo que ya están saliendo algunas personas. Carmen me busca con la mirada y cuando llego a su lado, decidimos llamar a mi hija para que veamos alguna actuación de las comparsas y chirigotas que durante estos días animarán las calles y plazas de esta villa. Aunque Rota se hizo famosa por ubicarse aquí una de las bases de la OTAN en los años cincuenta y que convocaba a muchos manifestantes para gritar la famosa consigna “OTAN no, Bases fuera”, los tiempos han cambiado. Ahora Rota es conocida por sus poetas, sus playas, su ambiente, sus carnavales y por la pacífica convivencia entre españoles y americanos, que encuentran aquí un lugar donde trabajar y vivir y mezclarse sin problemas. Cogidos de la mano, Carmen y yo llegamos paseando a la Plaza de las Canteras, donde ya hay mucha gente esperando delante del palco donde actuarán las agrupaciones. Una mañana muy bien aprovechada. Como dijo Obama cuando visitó a los marines que están aquí, “si tenéis que estar lejos de casa, no hay un lugar mejor que éste”,