Paul, el mentalista

La historia de la humanidad cambió radicalmente aquella mañana de primavera de 2024, cuando el periodista Paul Schneider estaba entrevistando al líder ruso Vladimir Putin en su despacho del Kremlin. Todo empezó treinta y cuatro años antes, en un barrio humilde de Barcelona. Esta es la historia.

Paul Schneider nació en mayo de 1990, hijo de un electricista de origen alemán y de una dependienta de comercio irlandesa, que se habían conocido a finales de los sesenta, cuando se dedicaban a recorrer el Mediterráneo en autoestop, hasta que decidieron que en España y en Barcelona se vivía muy bien. Los primeros años convivieron en una comuna cerca de Tossa de Mar, pero cuando aquella se deshizo por desavenencias entre sus miembros, decidieron casarse a pesar de sus reticencias al matrimonio, pues si querían alquilar y más tarde comprar un piso y hacer vida normal, no podían hacer otra cosa en aquella época. De vender baratijas en las Ramblas, pasaron a ejercer trabajos más estables y que les permitían afrontar los gastos que, a pesar de su frugalidad, se iban incrementando. Así que él se apuntó a varios cursos de electricista y ella, gracias a hablar inglés, se colocó en una de las mejoras tiendas de ropa de la Vía Layetana. Poco a poco, fueron mejorando su vida y, sin que se dieran cuenta, se convirtieron en clase media, la clase que unos años antes despreciaban.

Paul fue recibido con enorme alegría, pues el matrimonio llevaba cerca de una década intentando tener hijos. La madre había tenido que mantener reposo durante casi todo el embarazo debido a sus abortos anteriores y aprovechaba el tiempo para hablarle a su hijo en inglés, en español, en gaélico, contándole historias fantásticas, cuentos tradicionales de su país y de todo el mundo. Era una voz dulce, acariciadora, melodiosa. A la madre tuvieron que hacerle una cesárea y Paul nació sin arrugas, sin apenas haber sufrido. Quizás fue una premonición, pues a partir de entonces, la vida de Paul Schneider fue, por así decirlo, un camino de rosas. La mejor amiga de su madre, una andaluza que había emigrado desde Almería, siempre le decía: Paul, has nacido con estrella; espero que no te estrelles, y se reía, aunque en su mirada se reflejaba un punto de temor.

Desde pequeño, Paul demostró tener unas aptitudes extraordinarias para el lenguaje. Empezó a decir sus primeras palabras cuando apenas cumplió su primer año y, a partir de ese momento causaba asombro a familiares y amigos de la familia, sobre todo a los irlandeses y alemanes, que venían de vez en cuando a verlos, pues era capaz de hablar en español, catalán, alemán, inglés y gaélico, casi una atracción de feria. En el colegio siempre destacó, no sólo por su dominio en todas las asignaturas, sino también por su capacidad de persuasión, de convencer a sus compañeros y amigos, e incluso a los profesores, de hacer casi siempre lo que él quería.

Dada su facilidad para las lenguas y después de un paso brillante por el Instituto, decidió estudiar idiomas y periodismo, esta última carrera debido a su enorme curiosidad y porque le atraía la posibilidad de trabajar en un periódico como corresponsal en el extranjero y así recorrer el mundo. Consiguió una beca para estudiar en diferentes países, uno de los cuales, Rusia, le atraía profundamente. El paso de la dictadura comunista a un capitalismo casi despiadado le fascinaba. De joven había leído a los grandes escritores rusos, Dostoievski, Tolstoi y, sobre todo, Chéjov. Lo que más le gustaba, y lo que había hecho hasta entonces, era leer en el idioma original, francés, inglés, alemán o italiano. Ahora, tras un convenio con la embajada rusa en España, pudo lograr una beca en la embajada española en Moscú, una especie de intercambio entre ambos países. Y allí se fue, lleno de ilusión, que se convirtió en realidad cuando pudo recorrer el enorme país y aprender ruso durante los dos años que allí permaneció. Regresó a España para terminar los estudios y comenzó a trabajar de becario en el periódico El País. En apenas unos meses, el jefe de redacción se dio cuenta de la gran capacidad y de las aptitudes de Paul y comenzó a enviarlo a cubrir, acompañado de otros periodistas de más experiencia, los grandes acontecimientos que se producían a lo largo del planeta: conflictos armados, revueltas, grandes catástrofes o tomas de posesión de jefes de estado y presidentes de gobierno. En pocos años, Paul se hizo muy conocido entre sus compañeros y también entre los lectores, que veían en él una nueva forma de mostrar y analizar las diferentes situaciones. Lo que nadie sabía es que Paul, sin darse apenas cuenta, había ido desarrollando la capacidad de persuasión hasta convertirse en un poder que, bien utilizado podría acarrearle muchos beneficios. En su adolescencia había leído la saga Fundación de Isaac Asimov y le fascinó el poder de los mentalistas, personas que podían influir en las mentes sin que se dieran cuenta, como tocando un teclado silencioso en los cerebros, manipulando ideas, emociones e incluso sentimientos.

—¿Y si yo fuera capaz de desarrollar ese poder? —se preguntaba Paul.

Poco a poco, con muchos fracasos, pero cada vez con más éxitos, ese poder se fue agrandando y lo probaba con más frecuencia, primero con las personas que conocía, para que dijeran o hicieran lo que a él le interesaba. Desde pequeño había tenido un gran corazón y no se había aprovechado demasiado de aquella capacidad de persuasión, pero esto era otra cosa, ya que, pensándolo fríamente, podría alcanzar metas insospechadas, objetivos que parecían inalcanzables hacía años. El único problema es que tenía que estar cerca de las personas y tocarlas, aunque sólo fuera un instante. No tenía ambiciones políticas ni materiales, porque entonces podría haber sido prácticamente todo lo que quisiera. Poco a poco se planteó intentar que aquellos que estaban a su alrededor fueran más felices, pensaran de forma positiva, se hicieran mejores personas. Y lo consiguió. A partir de entonces, cada vez que lo enviaban a un conflicto armado intentaba entrevistarse con los líderes de los ejércitos, con los presidentes o jefes de gobierno para que cambiaran su postura y desearan lograr la paz. No siempre lo conseguía, fundamentalmente porque en demasiadas ocasiones no le permitían hablar con los máximos responsables. Gracias a su poder, cuatro conflictos en África y uno en Sudamérica finalizaron y se resolvieron con acuerdos de paz.

Sin embargo, todo cambió un día. Sus padres y la amiga de la madre, las personas que más quería, fallecieron cuando estaban de viaje en Ucrania, debido a una bomba que cayó en el hotel en el que estaban alojados en Kiev, justo cuando iban a salir camino de la estación que los llevaría fuera del país. Fue un auténtico mazazo y se prometió que cuando pudiera, se vengaría. Un año después, cuando llevaba una semana cubriendo la guerra en Gaza y comprobó con horror las matanzas de palestinos a manos de los israelíes con el apoyo de los Estados Unidos y la tibia reacción europea, analizó en profundidad lo que estaba ocurriendo en el mundo: las enormes desigualdades, las hambrunas, las guerras permitidas y ocultadas por los países más ricos en los países más pobres, que eran esquilmados sin misericordia, los desastres ambientales producidos por la ambición, la falta de esperanza y de futuro de miles de millones de seres humanos. ¿Todo eso tenía sentido? Ninguno, se dijo.

A comienzos de 2024, Paul convenció al jefe de redacción para realizar una serie de reportajes con los tres principales líderes mundiales, que conformaran una visión global de lo que ocurría en el planeta. Después de muchos intentos. consiguió una entrevista en exclusiva con Biden, que estaba en plena campaña electoral, otra, pocos días después, con Xi Jinping, el líder chino y la última, en el mes de abril, con Vladimir Putin, en el Kremlin. Había perfeccionado su poder mental y después de todas entrevistas no tenía ninguna duda: la guerra mundial definitiva comenzaría en cuestión de semanas y la humanidad desparecería del planeta. Sólo los seres vivos más fuertes y con mayor capacidad de adaptación sobrevivirían y comenzaría una nueva era. La humanidad se lo había buscado y él sería el instrumento de la ira de Dios, si es que éste existe.

Las (otras) guerras actuales en el mundo

Todos los focos están apuntando en este momento a la guerra de Ucrania, aunque, según Putin, Rusia no está en guerra ni ha declarado guerra alguna, ni está invadiendo Ucrania. Putin describe la intervención en Ucrania como una «operación militar especial» que tiene como objetivo «desmilitarizar» y «desnazificar» a Ucrania, así como garantizar la seguridad rusa frente a la ampliación de la OTAN. Mientras tanto, dos millones setecientos mil ucranianos, a día de hoy y subiendo la cifra, han huido del país refugiándose en Polonia, Rumanía o Moldavia, entre otras naciones. La solidaridad europea acogiendo, sobre todo, a mujeres, niños y personas mayores, es loable, aunque en otras ocasiones no lo ha sido tanto, como veremos.

Como suele ocurrir en estos casos estamos aprendiendo la geografía y la historia de un país asolado por la guerra. Aparte de su capital, Kiev, de Chernóbil por el desastre nuclear o de Odesa, la mayor parte apenas habíamos oído hablar de Járkov, de Jerson o de Mariúpol. Después de haber asistido a las explicaciones detalladas en la televisiones de los ataques rusos y de la valiente y esforzada defensa de los ucranianos, somos capaces de ubicar casi sin esfuerzo ni titubeos la situación de esas ciudades y de otras como Leópolis, Dónetsk, Jersón o Zaporiyia. El nacimiento de Ucrania, las causas de la guerra, la anexión de Crimea a Rusia o los intentos de independencia del Donbás salen continuamente en los medios de comunicación, apoyados por los análisis de militares, politólogos, historiadores, economistas y esos tertulianos que son capaces de opinar sobre pandemias, volcanes, guerras o cualquier tema que se ponga a tiro.

La guerra de Ucrania se libra, además de en los frentes de batalla y en las ciudades que son asoladas de manera inmisericorde, en los frentes de la propaganda, de la economía y de la política. Aunque hay decenas de periodistas informando sobre el terreno, la visión sesgada es inevitable. Los buenos siempre están de nuestro lado y los malos siempre están enfrente. Las televisiones muestran las penurias de la gente sin agua, sin comida, los muertos en las calles, los edificios destrozados, los bombardeos, los tanques. En Rusia, Putin es un héroe que quiere reponer la dignidad y el peso específico perdidos con la desmembración de la URSS y conseguir que la OTAN se mantenga lejos de sus fronteras; en Europa y en la mayor parte de las democracias occidentales el héroe es Zelensky, el presidente de Ucrania, que con sus mensajes, sus vídeos desde las calles de Kiev y su apelación a la ayuda de occidente pretende mantener la moral de sus conciudadanos, a pesar del enorme desequilibrio de fuerzas. En medio, miles de muertos, millones de desplazados, ciudades devastadas. Se pretende aislar a Rusia imponiendo sanciones económicas y prohibiendo que sus oligarcas, de los que se dice que son los que mantienen a Putin en el poder, puedan beneficiarse de las libertades de las que disponen a lo largo y ancho del mundo. El deporte y la cultura también se están viendo afectados por esta guerra. Cientos de empresas han salido de Rusia y los paquetes con las sanciones se van ampliando casi diariamente. Seguramente en Rusia irán sintiendo cada vez más el peso de estas medidas, que también nos afectan a nosotros; la subida de los carburantes, de la electricidad o el desabastecimiento de varios productos son algunas de esas consecuencias, que viendo lo que les ocurre a los ucranianos no parecen gran cosa.

Cuando en los años 90 en Europa —también en Europa, vaya por Dios— se desarrolló la guerra de los Balcanes, donde las atrocidades sobre la población fueron quizás mucho peores que las que ahora se están produciendo, no se produjo un movimiento solidario tan grande como el que ahora estamos viendo. Después de la desmembración de la URSS, las ansias de independencia en las antiguas repúblicas yugoslavas provocaron que primero se independizara Eslovenia sin apenas conflicto, pero después comenzó la auténtica guerra entre Serbia y Croacia y más tarde Bosnia. La complejidad de los conflictos, étnicos, religiosos y territoriales, devino en matanzas como la de Srebenica, las violaciones masivas de mujeres, los asedios de Vukovar, Sarajevo o Mostar, el bombardeo sobre Dubrovnik. Nosotros veíamos la guerra desde nuestros sillones, pero como aquello estaba lejos, apenas echábamos cuenta. Hoy, cuando viajamos a Serbia o a Croacia, nos enseñan algunos ejemplos de lo que fue esa guerra: los tejados destrozados de Dubrovnik, los agujeros de balas en casas y en algún museo…, así que no sería extraño que dentro de unos años el morbo nos lleve a viajar a Ucrania, un país que nos mostrará los destrozos que provocó esta guerra-invasión-desmilitarización-desnazificación-operaciónmilitarespecial y nos conmoveremos y lamentaremos sobre lo que allí ocurrió y pudimos contemplar, también, en nuestros televisores.

Lo que ocurre es que esta sealoqueseaosellame no nos deja ver o nos ha hecho olvidar o dejar a un lado las otras guerras que, sí, también, por desgracia, están asolando otras zonas del mundo, que están empobreciendo naciones, provocando miles de muertos, millones de refugiados y desplazados y que no me resisto a enumerar:

  • Guerra civil yemení, que comenzó en 2015 con la intervención de Arabia Saudí. Más de 60.000 víctimas.
  • Intervención militar en Tigray. Conflicto entre Etiopía y Sudán. Más de 40.000 víctimas.
  • Conflicto entre Israel y Palestina, que parece no tener fin.
  • Frentes yihadistas en Mali, zonas del Sahel, Níger, Burkina Fasso, Mozambique o el Congo

Y tampoco podemos olvidarnos de Birmania y la persecución contra los Rohinya, el conflicto de Panshir en Afganistán, la guerra civil siria, con más de medio millón de víctimas… Según muchas fuentes, en la actualidad hay 65 conflictos en todo el mundo. Miles de muertos, millones de desplazados, economías devastadas. A todo ello hay que sumar la guerra que la humanidad está librando contra el planeta, agotando sus recursos y destrozando la naturaleza. Supongo que lo llevaremos en nuestros genes, que desde que somos humanos nuestro destino es destruir, acabar con todo aquello que nos estorba en nuestros planes, sean estos el enriquecernos, alcanzar el poder, ampliar las fronteras, imponer nuestra religión o nuestra cultura, acabar con el diferente porque lo sentimos como una amenaza. Cada vez me cuesta más trabajo creer que el hombre es bueno por naturaleza, porque tampoco hay que olvidar que nuestra solidaridad se dirige, sobre todo, a aquellos que se parecen mucho a nosotros, aquellos que son «blancos y de ojos azules», como ha dicho alguien, que no vienen en pateras, como si los «otros» no sufrieran tanto o más que los ucranianos. «No a la guerra en cualquier parte del mundo» y «sí a la solidaridad con cualquiera persona que sufra y venga de donde venga».