Venid, los que nunca fuisteis a Granada (Rafael Alberti)
Dos días en Granada dan para mucho, pero saben a poco. Regalo de Reyes de mi mujer. Ahora que, por suerte, tenemos de casi todo, acumular más ropa, más juguetes electrónicos, más colonias, apenas supone una pequeña emoción, una frase de agradecimiento, la alegría de compartir momentos de ilusión con la familia. Así que ya lo único que me gusta regalar o que me regalen son libros y viajes. Pensándolo bien, libros y viajes son casi la misma cosa. Con los libros se viaja con la imaginación, con el espíritu, con la mente. Es un viaje placentero al que nos invitan los escritores, creando y definiendo paisajes, personas, situaciones. Y si nos embarcamos en ese viaje, regresaremos a la infancia o a la juventud y nos moveremos por lugares y caminos que recorren otras muchas personas, acompasando sentimientos y emociones. Viajar es lo mismo, es leer paisajes, abrir los sentidos para que se llenen de color, de olores, de sonidos que nos inundan y en los que nos sumergimos con deleite.
Aunque ya no es lo mismo viajar en estos tiempos, porque la multitud de turistas que invaden cualquier rincón asfixia e impide disfrutar en silencio de los atardeceres, de las esquinas, de las fachadas o de los salones de los palacios o de las catedrales. He visitado Granada seis o siete veces. La primera vez, cuando tenía catorce o quince años, con mis padres, a finales de los años sesenta. Todavía no me puedo explicar cómo éramos capaces de recorrer mil kilómetros desde Coruña en un Seat 850 cuatro personas con el equipaje y las sillas y la mesa de camping en la baca del coche que bajábamos para comer en cualquier lugar, al lado de la carretera, cuando las carreteras no eran autopistas y los ríos y los árboles servían como refugio y compañía. La economía no permitía detenerse en los restaurantes de carretera, así que mis padres llevaban bolsas con comida y cuando ésta se terminaba, compraban cualquier cosa, pan, queso, fiambres, empanada… Eran viajes gloriosos, únicos, irrepetibles, alegres, muy alegres. Mi madre cantaba muy bien y cuando empezaba nosotros la seguíamos. Mi padre no, mi padre bastante tenía con respirar, la maldita silicosis lo apresó cuando sólo tenía 37 años y no lo soltó hasta veinticuatro años después, cuando su cansado corazón dijo ¡basta! Ese y otros muchos viajes a Aroche, en los felices sesenta y principios de los setenta, los hicimos con un 600, el ya citado 850, un Renault 7, un Fiat Regata, el último que mi padre condujo. Tengo muchas cosas que contar de esos viajes por Galicia, por Extremadura, por Andalucía, por Portugal. Me gustaría escribirlos, porque eran realmente aventuras cargadas de anécdotas. Mi adolescencia y mi primera juventud viajando con mis padres, lo que yo he hecho también con mis hijos. Estoy seguro de que ellos también recuerdan con mucho cariño y con alegría esos viajes y espero que, si alguna vez tienen hijos, sigan con la tradición familiar.
Los dos días que pasamos en Granada fueron intensos. Hacía muchos años que no visitaba la ciudad y pude comprobar que, en lo sustancial, sigue igual que como yo la recordaba. La principal diferencia: la enorme cantidad de turistas que, como una plaga, la invaden, la invadimos, todos los días. En la Alhambra y el Generalife, a pesar de la lluvia y del frío que nos acompañaron durante casi todo el día, apenas se podía dar un paso. En el Mirador de San Nicolás, japoneses y norteamericanos copaban la primera fila y tuvimos que esperar un buen rato hasta que pudimos sentarnos delante y contemplar la Alhambra sin ninguna cabeza que nos impidiera la vista. A pesar de todo, Granada sigue asombrando y emocionando. Pero empecemos por el principio.
Salimos de Sevilla el lunes 16 por la mañana. Mucho tráfico hasta pasado El Arahal y después, a disfrutar del paisaje y de la música que suelo elegir cuando salgo de viaje. Esta vez, Joaquín Sabina y Pink Floyd, una buena combinación. Después de tomarnos un café en un área de servicio cerca de Osuna, continuamos sin prisa; cada vez me gusta menos correr con el coche. Gracias al GPS, qué gran invento, entramos en Granada y llegamos al hotel sin dificultad. La ubicación del hotel en la calle Cárcel Baja, el Aurea Catedral, cerca de dos grandes arterias de la ciudad, la Gran Vía de Colón y la Avenida de los Reyes Católicos, no podía ser mejor. Como su propio nombre indica, está pegado a la catedral granadina. Además de las instalaciones, el hotel hace un homenaje a García Lorca, llenando las paredes de pasillos y habitaciones con textos y poemas del poeta granadino. En nuestra habitación, una suite desde la que se contempla un lateral de la catedral, Arbolé… Arbolé. Un acierto, desde mi punto de vista.
Aprovechando que estábamos junta a la Catedral, visita ineludible a la misma y a la Capilla Real. Apenas recordaba nada de ambos monumentos, pues mi primera y única visita fue la que realicé con mis padres, hace más de cincuenta años, como para acordarse. En las otras ocasiones que fui a Granada no lo hice, así que Carmen y yo entramos. La catedral, como ocurrió en muchas veces, se construyó sobre la la mezquita después de la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos. Durante un tiempo, la antigua mezquita todavía se utilizaba como catedral. Durante casi 200 años, diferentes arquitectos trabajaron en su construcción lo que hace que la catedral de Granada sea una mezcla de estilos gótico y renacentista. Lo que más llama la atención es el coro circular, rodeado de una serie de capillas. La Capilla Real, anexa a la Catedral, se visita aparte, cosa que no recordaba que se hiciera cuando fui con anterioridad. Tampoco antes se pagaba por entrar y ahora hay que pagar por hacerlo en ambos lugares, así se colabora al mantenimiento y se da trabajo al personal. Si tenéis interés en saber más cosas, aquí dejo los enlaces: Catedral de Granada y Capilla Real.
Salimos de la visita cultural y entramos a comer en un restaurante de la Plaza Nueva. Después de tomarnos un café en una cafetería cercana, quedamos con una prima de Carmen, Ana María, que nos acompañó toda la tarde. Anduvimos tranquilamente por la Carrera del Darro y por el Paseo de los Tristes, deteniéndonos a hacer fotos y a contemplar la Alhambra y los edificios de la zona, porque otra cosa no, pero Granada es un lugar único para los amantes de la fotografía. Menos mal que ahora se pueden hacer cientos de fotos con las cámaras de los móviles y con las cámaras digitales, porque con los antiguos carretes, no me quiero imaginar el gasto que supondría. Recuerdo cuando cargaba con mis cámaras réflex Carena y Minolta, los diferentes objetivos y los carretes de 24 o 36 exposiciones, teniendo que elegir entre los 125 o 200 ISO. Se quisiera o no terminaba uno haciéndose un experto en fotografía. El paseo a orillas del Darro es todo un homenaje a los sentidos, los olores, los colores, los sonidos, todo nos envuelve como una capa mágica que nos transporta a otros ámbitos, a otras épocas. El Darro apenas se ve debido a la abundante vegetación. El camino es estrecho, empedrado, con un pequeño murete a nuestra derecha, puentes que cruzan el cauce, edificios en piedra y encalados, muchas tiendas, teterías, bares, restaurantes, hoteles. El turismo lo ha invadido todo. A veces es difícil andar debido a la cantidad de personas que están haciendo lo mismo que nosotros. A nuestra izquierda, el Albaicín y el Sacromonte, a la derecha, presidiéndolo todo, la Alhambra y el Generalife, con una ladera que llega hasta el Darro poblada de matorrales, quejigos, pinos, cipreses…
Cuando llegamos al final del paseo, regresamos y subimos por una empinada cuesta (en el Albaicín todo son cuestas) y callejeando llegamos hasta el Mirador de San Nicolás. Estamos en enero, hace un frío que pela y, sin embargo, aquí hay una multitud de turistas, cómo no. Sentados en el pequeño muro, de pie o haciéndose fotos y selfis, el turismo nos apabulla. Tenemos que esperar un buen rato hasta poder llegar a primera fila y contemplar, sin nadie que se interponga, la vista más bonita de Granada, o eso dicen, porque también hay otros miradores como el de San Cristóbal o el de San Miguel Alto, que no conocemos pero en los que seguramente habrá menos visitantes.. Al fondo Sierra Nevada, todavía con poca nieve. Bill Clinton le hizo un flaco favor a este mirador cuando dijo que en el Albaicín había asistido a la «puesta de sol más maravillosa del mundo». Desde entonces, el número de visitantes se ha multiplicado y contemplar tranquilamente una puesta de sol aquí es prácticamente imposible. Pero merece la pena intentarlo.
Después de un buen rato, visitamos la Iglesia de San Nicolás y poco más tarde bajamos por otra cuesta empinada. Como es una hora prudencial, entramos en una tetería que también tiene unas bonitas vistas, cómo no, de la Alhambra. El ambiente invita a la charla, a hablar bajo, música suave, conversaciones apagadas. La tarde está saliendo redonda, pero ya estamos cansados. La edad es la edad y las cuestas pesan lo suyo. Menos mal que llevamos calzado cómodo y los pies no han sufrido.
Como todavía anochece pronto, decidimos regresar. Ana María nos acompaña hasta cerca de nuestro hotel y Carmen y yo, después de tomar una cerveza con una tapa (ya sabéis que en Granada te ponen siempre una tapa con la consumición, a ver si toman nota aquí en Sevilla), decidimos regresar al hotel. Son sólo las diez de la noche, pero el día ha sido largo e intenso y estamos cansados. Leyendo en la pared los poemas de Lorca, nos dormimos como benditos.
Al día siguiente desayunamos en el hotel y andando por Reyes Católicos llegamos a una calle que nos lleva directamente hasta la Alhambra. Las cuestas ya no nos dan miedo, a mi andar me gusta y Carmen también se decide a subir andando, aunque a mitad de la cuesta se arrepiente de la decisión, pero ya es tarde. Comienza a caer una lluvia muy fina, pero traemos paraguas. A un gallego de Coruña ni las cuestas ni la lluvia lo atemorizan, faltaría más. Llegamos al lugar donde nos encontraremos con la guía que nos acompañará en la visita. El regalo de Reyes es completo y visitar Alhambra y Generalife con guía es una gran idea. La chica, muy joven, estudió Turismo y seguro que ha leído mucho sobre estos monumentos, porque durante las tres horas que dura la visita, las explicaciones históricas y artísticas son muy completas. Somos un grupo de unas quince personas que venimos de prácticamente los cuatro puntos cardinales de nuestro país. Para entrar en el Generalife tenemos que esperar un poco, no demasiado, porque los grupos con guía tienen preferencia. Aunque la lluvia desluce la visita a los jardines y los paraguas molestan en algunos momentos, apenas nos damos cuenta de que nos mojamos en ocasiones. La belleza de los jardines y las vistas, la majestuosidad de las salas, y los techos de la Alhambra, los patios… Todavía recuerdo perfectamente cuando visité con mis padres y mi hermano la Alhambra y cómo podíamos tocar los leones de piedra. Tenemos una foto que inmortaliza el momento y que tendré que buscar cuando dentro de poco vaya a Coruña. Cada vez que regreso allí, me gusta hojear los álbumes de fotos y comentarlas con mi hermano. Se nota que nos estamos haciendo mayores y estamos ya en una edad provecta.
Ya se ha escrito demasiado sobre la Alhambra para que yo intente explicarlo. Me llevaría todo un día y muchas páginas hacerlo, así que dejo este enlace para visitar virtualmente la Alhambra y algunas fotos que recogen una pequeña parte de la belleza.
Cuando terminamos la visita estamos muertos de hambre. Esta vez decidimos, porque ya es un poco tarde, bajar hasta la ciudad en autobús. Hay momentos en que parece mentira que el vehículo pueda girar y pasar por calles tan estrechas, pero el conductor está acostumbrado. Si yo llego a conducir mi Ford Mondeo por ahí, dudo de que hubiera escapado sin algún rasponazo. Otra vez entramos en el hotel, que está cerca de todo. Reconozco que en casi todos los viajes buscamos hoteles céntricos, porque eso permite aprovechar mejor el tiempo. Callejeamos un poco y llegamos a la plaza de la Pescadería, cerca de la plaza más conocida de Granada, la de Bib-Rambla. Buen restaurante, el Cunini, con un pescado exquisito. Y después de comer, como la lluvia nos había dado un descanso hacía rato, nos dedicamos a recorrer el centro de Granada. La Plaza del Carmen, el Ayuntamiento, la Plaza de Isabel la Católica, el Corral del Carbón, la Gran Vía, la avenida de los Reyes Católicos… Un descanso para tomarnos otro té en una calle que recuerda a las calles de Marrakech o de Estambul, más paseos por callejuelas, como nos gusta hacer para respirar el ambiente de la ciudad, y ya va llegando la hora de tomarse una cerveza con una tapa. Entramos en las Bodegas Castañeda, todo un acierto, por el ambiente y la decoración. Un par de cervezas, un par de tapas y para el hotel. Reconozco que ya no estamos para muchos trotes. Miro la pulsera de actividad y prefiero no decírselo a Carmen. casi 23.000 pasos. No me extraña que antes de las once de la noche ya estuviera dormido.
Como nos acostamos pronto y hemos descansado, nos levantamos temprano. Todavía quedan cosas, muchas cosas por ver en Granada, así que desayunamos y salimos a terminar de ver lo que todavía no habíamos visto, como por ejemplo, la Puerta de Elvira (aquí empecé a canturrear el Romance del Rey Moro, …desde la puerta de Elvira hasta la de Bibarrambla… con música de Joaquín Díaz, del que hace tiempo que no veo ni escucho nada). Hoy el día es más frío así que Carmen, que ha sido muy previsora, se ha traído el abrigo de visón y lo luce con garbo. Hacía mucho tiempo que no se lo ponía y Granada no es mal sitio para pasear con él. También llevaba un gorro de piel, que sólo se pone en contadas ocasiones y en lugares y días muy fríos, pero se lo quitó un momento, lo guardó en un bolsillo y cuando se dio cuenta, lo había perdido. Como el gorro no era de astracán ni nada parecido, la pérdida tampoco fue demasiado importante.
Poco a poco vamos regresando al hotel, donde terminamos de hacer la maleta, nos despedimos de las recepcionistas y bajamos con el equipaje al garaje. La salida de la ciudad, por la Gran Vía, la avenida de la Constitución y la avenida de Andalucía es mucho más cómoda que la entrada y tardamos poco tiempo en enlazar con la A92. Queremos parar a comer en Estepa, pueblo que no conocemos a pesar de haber recorrido bastantes veces este camino. Damos una pequeña vuelta por sus calles y plazas, pero también tiene muchas cuestas, se nos va haciendo tarde y decidimos irnos pronto, pero antes entramos en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, con una preciosa e impresionante fachada barroca. Una señora nos cobra la entrada y nos explica muy bien los tesoros que encierra. Estamos cansados, así que le preguntamos por un restaurante para comer. Nos recomienda uno, el Cala D’Or, que no nos defrauda. El viaje prácticamente ha terminado. Con tranquilidad, regresamos a Sevilla. Han sido dos días y medio intensos y muy bien aprovechados.