Dos días en Granada (y algunos recuerdos)

Venid, los que nunca fuisteis a Granada (Rafael Alberti)

Dos días en Granada dan para mucho, pero saben a poco. Regalo de Reyes de mi mujer. Ahora que, por suerte, tenemos de casi todo, acumular más ropa, más juguetes electrónicos, más colonias, apenas supone una pequeña emoción, una frase de agradecimiento, la alegría de compartir momentos de ilusión con la familia. Así que ya lo único que me gusta regalar o que me regalen son libros y viajes. Pensándolo bien, libros y viajes son casi la misma cosa. Con los libros se viaja con la imaginación, con el espíritu, con la mente. Es un viaje placentero al que nos invitan los escritores, creando y definiendo paisajes, personas, situaciones. Y si nos embarcamos en ese viaje, regresaremos a la infancia o a la juventud y nos moveremos por lugares y caminos que recorren otras muchas personas, acompasando sentimientos y emociones. Viajar es lo mismo, es leer paisajes, abrir los sentidos para que se llenen de color, de olores, de sonidos que nos inundan y en los que nos sumergimos con deleite.

Aunque ya no es lo mismo viajar en estos tiempos, porque la multitud de turistas que invaden cualquier rincón asfixia e impide disfrutar en silencio de los atardeceres, de las esquinas, de las fachadas o de los salones de los palacios o de las catedrales. He visitado Granada seis o siete veces. La primera vez, cuando tenía catorce o quince años, con mis padres, a finales de los años sesenta. Todavía no me puedo explicar cómo éramos capaces de recorrer mil kilómetros desde Coruña en un Seat 850 cuatro personas con el equipaje y las sillas y la mesa de camping en la baca del coche que bajábamos para comer en cualquier lugar, al lado de la carretera, cuando las carreteras no eran autopistas y los ríos y los árboles servían como refugio y compañía. La economía no permitía detenerse en los restaurantes de carretera, así que mis padres llevaban bolsas con comida y cuando ésta se terminaba, compraban cualquier cosa, pan, queso, fiambres, empanada… Eran viajes gloriosos, únicos, irrepetibles, alegres, muy alegres. Mi madre cantaba muy bien y cuando empezaba nosotros la seguíamos. Mi padre no, mi padre bastante tenía con respirar, la maldita silicosis lo apresó cuando sólo tenía 37 años y no lo soltó hasta veinticuatro años después, cuando su cansado corazón dijo ¡basta! Ese y otros muchos viajes a Aroche, en los felices sesenta y principios de los setenta, los hicimos con un 600, el ya citado 850, un Renault 7, un Fiat Regata, el último que mi padre condujo. Tengo muchas cosas que contar de esos viajes por Galicia, por Extremadura, por Andalucía, por Portugal. Me gustaría escribirlos, porque eran realmente aventuras cargadas de anécdotas. Mi adolescencia y mi primera juventud viajando con mis padres, lo que yo he hecho también con mis hijos. Estoy seguro de que ellos también recuerdan con mucho cariño y con alegría esos viajes y espero que, si alguna vez tienen hijos, sigan con la tradición familiar.

Los dos días que pasamos en Granada fueron intensos. Hacía muchos años que no visitaba la ciudad y pude comprobar que, en lo sustancial, sigue igual que como yo la recordaba. La principal diferencia: la enorme cantidad de turistas que, como una plaga, la invaden, la invadimos, todos los días. En la Alhambra y el Generalife, a pesar de la lluvia y del frío que nos acompañaron durante casi todo el día, apenas se podía dar un paso. En el Mirador de San Nicolás, japoneses y norteamericanos copaban la primera fila y tuvimos que esperar un buen rato hasta que pudimos sentarnos delante y contemplar la Alhambra sin ninguna cabeza que nos impidiera la vista. A pesar de todo, Granada sigue asombrando y emocionando. Pero empecemos por el principio.

Salimos de Sevilla el lunes 16 por la mañana. Mucho tráfico hasta pasado El Arahal y después, a disfrutar del paisaje y de la música que suelo elegir cuando salgo de viaje. Esta vez, Joaquín Sabina y Pink Floyd, una buena combinación. Después de tomarnos un café en un área de servicio cerca de Osuna, continuamos sin prisa; cada vez me gusta menos correr con el coche. Gracias al GPS, qué gran invento, entramos en Granada y llegamos al hotel sin dificultad. La ubicación del hotel en la calle Cárcel Baja, el Aurea Catedral, cerca de dos grandes arterias de la ciudad, la Gran Vía de Colón y la Avenida de los Reyes Católicos, no podía ser mejor. Como su propio nombre indica, está pegado a la catedral granadina. Además de las instalaciones, el hotel hace un homenaje a García Lorca, llenando las paredes de pasillos y habitaciones con textos y poemas del poeta granadino. En nuestra habitación, una suite desde la que se contempla un lateral de la catedral, Arbolé… Arbolé. Un acierto, desde mi punto de vista.

Aprovechando que estábamos junta a la Catedral, visita ineludible a la misma y a la Capilla Real. Apenas recordaba nada de ambos monumentos, pues mi primera y única visita fue la que realicé con mis padres, hace más de cincuenta años, como para acordarse. En las otras ocasiones que fui a Granada no lo hice, así que Carmen y yo entramos. La catedral, como ocurrió en muchas veces, se construyó sobre la la mezquita después de la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos. Durante un tiempo, la antigua mezquita todavía se utilizaba como catedral. Durante casi 200 años, diferentes arquitectos trabajaron en su construcción lo que hace que la catedral de Granada sea una mezcla de estilos gótico y renacentista. Lo que más llama la atención es el coro circular, rodeado de una serie de capillas. La Capilla Real, anexa a la Catedral, se visita aparte, cosa que no recordaba que se hiciera cuando fui con anterioridad. Tampoco antes se pagaba por entrar y ahora hay que pagar por hacerlo en ambos lugares, así se colabora al mantenimiento y se da trabajo al personal. Si tenéis interés en saber más cosas, aquí dejo los enlaces: Catedral de Granada y Capilla Real.

Salimos de la visita cultural y entramos a comer en un restaurante de la Plaza Nueva. Después de tomarnos un café en una cafetería cercana, quedamos con una prima de Carmen, Ana María, que nos acompañó toda la tarde. Anduvimos tranquilamente por la Carrera del Darro y por el Paseo de los Tristes, deteniéndonos a hacer fotos y a contemplar la Alhambra y los edificios de la zona, porque otra cosa no, pero Granada es un lugar único para los amantes de la fotografía. Menos mal que ahora se pueden hacer cientos de fotos con las cámaras de los móviles y con las cámaras digitales, porque con los antiguos carretes, no me quiero imaginar el gasto que supondría. Recuerdo cuando cargaba con mis cámaras réflex Carena y Minolta, los diferentes objetivos y los carretes de 24 o 36 exposiciones, teniendo que elegir entre los 125 o 200 ISO. Se quisiera o no terminaba uno haciéndose un experto en fotografía. El paseo a orillas del Darro es todo un homenaje a los sentidos, los olores, los colores, los sonidos, todo nos envuelve como una capa mágica que nos transporta a otros ámbitos, a otras épocas. El Darro apenas se ve debido a la abundante vegetación. El camino es estrecho, empedrado, con un pequeño murete a nuestra derecha, puentes que cruzan el cauce, edificios en piedra y encalados, muchas tiendas, teterías, bares, restaurantes, hoteles. El turismo lo ha invadido todo. A veces es difícil andar debido a la cantidad de personas que están haciendo lo mismo que nosotros. A nuestra izquierda, el Albaicín y el Sacromonte, a la derecha, presidiéndolo todo, la Alhambra y el Generalife, con una ladera que llega hasta el Darro poblada de matorrales, quejigos, pinos, cipreses…

Cuando llegamos al final del paseo, regresamos y subimos por una empinada cuesta (en el Albaicín todo son cuestas) y callejeando llegamos hasta el Mirador de San Nicolás. Estamos en enero, hace un frío que pela y, sin embargo, aquí hay una multitud de turistas, cómo no. Sentados en el pequeño muro, de pie o haciéndose fotos y selfis, el turismo nos apabulla. Tenemos que esperar un buen rato hasta poder llegar a primera fila y contemplar, sin nadie que se interponga, la vista más bonita de Granada, o eso dicen, porque también hay otros miradores como el de San Cristóbal o el de San Miguel Alto, que no conocemos pero en los que seguramente habrá menos visitantes.. Al fondo Sierra Nevada, todavía con poca nieve. Bill Clinton le hizo un flaco favor a este mirador cuando dijo que en el Albaicín había asistido a la «puesta de sol más maravillosa del mundo». Desde entonces, el número de visitantes se ha multiplicado y contemplar tranquilamente una puesta de sol aquí es prácticamente imposible. Pero merece la pena intentarlo.

Después de un buen rato, visitamos la Iglesia de San Nicolás y poco más tarde bajamos por otra cuesta empinada. Como es una hora prudencial, entramos en una tetería que también tiene unas bonitas vistas, cómo no, de la Alhambra. El ambiente invita a la charla, a hablar bajo, música suave, conversaciones apagadas. La tarde está saliendo redonda, pero ya estamos cansados. La edad es la edad y las cuestas pesan lo suyo. Menos mal que llevamos calzado cómodo y los pies no han sufrido.

Como todavía anochece pronto, decidimos regresar. Ana María nos acompaña hasta cerca de nuestro hotel y Carmen y yo, después de tomar una cerveza con una tapa (ya sabéis que en Granada te ponen siempre una tapa con la consumición, a ver si toman nota aquí en Sevilla), decidimos regresar al hotel. Son sólo las diez de la noche, pero el día ha sido largo e intenso y estamos cansados. Leyendo en la pared los poemas de Lorca, nos dormimos como benditos.

Al día siguiente desayunamos en el hotel y andando por Reyes Católicos llegamos a una calle que nos lleva directamente hasta la Alhambra. Las cuestas ya no nos dan miedo, a mi andar me gusta y Carmen también se decide a subir andando, aunque a mitad de la cuesta se arrepiente de la decisión, pero ya es tarde. Comienza a caer una lluvia muy fina, pero traemos paraguas. A un gallego de Coruña ni las cuestas ni la lluvia lo atemorizan, faltaría más. Llegamos al lugar donde nos encontraremos con la guía que nos acompañará en la visita. El regalo de Reyes es completo y visitar Alhambra y Generalife con guía es una gran idea. La chica, muy joven, estudió Turismo y seguro que ha leído mucho sobre estos monumentos, porque durante las tres horas que dura la visita, las explicaciones históricas y artísticas son muy completas. Somos un grupo de unas quince personas que venimos de prácticamente los cuatro puntos cardinales de nuestro país. Para entrar en el Generalife tenemos que esperar un poco, no demasiado, porque los grupos con guía tienen preferencia. Aunque la lluvia desluce la visita a los jardines y los paraguas molestan en algunos momentos, apenas nos damos cuenta de que nos mojamos en ocasiones. La belleza de los jardines y las vistas, la majestuosidad de las salas, y los techos de la Alhambra, los patios… Todavía recuerdo perfectamente cuando visité con mis padres y mi hermano la Alhambra y cómo podíamos tocar los leones de piedra. Tenemos una foto que inmortaliza el momento y que tendré que buscar cuando dentro de poco vaya a Coruña. Cada vez que regreso allí, me gusta hojear los álbumes de fotos y comentarlas con mi hermano. Se nota que nos estamos haciendo mayores y estamos ya en una edad provecta.

Ya se ha escrito demasiado sobre la Alhambra para que yo intente explicarlo. Me llevaría todo un día y muchas páginas hacerlo, así que dejo este enlace para visitar virtualmente la Alhambra y algunas fotos que recogen una pequeña parte de la belleza.

Cuando terminamos la visita estamos muertos de hambre. Esta vez decidimos, porque ya es un poco tarde, bajar hasta la ciudad en autobús. Hay momentos en que parece mentira que el vehículo pueda girar y pasar por calles tan estrechas, pero el conductor está acostumbrado. Si yo llego a conducir mi Ford Mondeo por ahí, dudo de que hubiera escapado sin algún rasponazo. Otra vez entramos en el hotel, que está cerca de todo. Reconozco que en casi todos los viajes buscamos hoteles céntricos, porque eso permite aprovechar mejor el tiempo. Callejeamos un poco y llegamos a la plaza de la Pescadería, cerca de la plaza más conocida de Granada, la de Bib-Rambla. Buen restaurante, el Cunini, con un pescado exquisito. Y después de comer, como la lluvia nos había dado un descanso hacía rato, nos dedicamos a recorrer el centro de Granada. La Plaza del Carmen, el Ayuntamiento, la Plaza de Isabel la Católica, el Corral del Carbón, la Gran Vía, la avenida de los Reyes Católicos… Un descanso para tomarnos otro té en una calle que recuerda a las calles de Marrakech o de Estambul, más paseos por callejuelas, como nos gusta hacer para respirar el ambiente de la ciudad, y ya va llegando la hora de tomarse una cerveza con una tapa. Entramos en las Bodegas Castañeda, todo un acierto, por el ambiente y la decoración. Un par de cervezas, un par de tapas y para el hotel. Reconozco que ya no estamos para muchos trotes. Miro la pulsera de actividad y prefiero no decírselo a Carmen. casi 23.000 pasos. No me extraña que antes de las once de la noche ya estuviera dormido.

Como nos acostamos pronto y hemos descansado, nos levantamos temprano. Todavía quedan cosas, muchas cosas por ver en Granada, así que desayunamos y salimos a terminar de ver lo que todavía no habíamos visto, como por ejemplo, la Puerta de Elvira (aquí empecé a canturrear el Romance del Rey Moro, …desde la puerta de Elvira hasta la de Bibarrambla… con música de Joaquín Díaz, del que hace tiempo que no veo ni escucho nada). Hoy el día es más frío así que Carmen, que ha sido muy previsora, se ha traído el abrigo de visón y lo luce con garbo. Hacía mucho tiempo que no se lo ponía y Granada no es mal sitio para pasear con él. También llevaba un gorro de piel, que sólo se pone en contadas ocasiones y en lugares y días muy fríos, pero se lo quitó un momento, lo guardó en un bolsillo y cuando se dio cuenta, lo había perdido. Como el gorro no era de astracán ni nada parecido, la pérdida tampoco fue demasiado importante.

Poco a poco vamos regresando al hotel, donde terminamos de hacer la maleta, nos despedimos de las recepcionistas y bajamos con el equipaje al garaje. La salida de la ciudad, por la Gran Vía, la avenida de la Constitución y la avenida de Andalucía es mucho más cómoda que la entrada y tardamos poco tiempo en enlazar con la A92. Queremos parar a comer en Estepa, pueblo que no conocemos a pesar de haber recorrido bastantes veces este camino. Damos una pequeña vuelta por sus calles y plazas, pero también tiene muchas cuestas, se nos va haciendo tarde y decidimos irnos pronto, pero antes entramos en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, con una preciosa e impresionante fachada barroca. Una señora nos cobra la entrada y nos explica muy bien los tesoros que encierra. Estamos cansados, así que le preguntamos por un restaurante para comer. Nos recomienda uno, el Cala D’Or, que no nos defrauda. El viaje prácticamente ha terminado. Con tranquilidad, regresamos a Sevilla. Han sido dos días y medio intensos y muy bien aprovechados.

DIARIO DE UN APRENDIZ DE ESCRITOR (III)

10 de noviembre de 2021. Un viaje inolvidable entre Coruña y Aroche.

Hay personas a las que no les gusta viajar porque se acomodan a un espacio conocido, a su pueblo, a su barrio, a su hogar. Todo lo que suponga salir de su ambiente les provoca cierto temor, una especie de desasosiego que les impide disfrutar de nuevas experiencias. Como se está en casa, no se está en ninguna parte, suelen decir mientras se beben un buen vino tinto acompañado de queso y jamón sentados en el salón de su casa viendo un partido de fútbol o cualquier otro programa de televisión. Saludar diariamente a los amigos, charlar con ellos horas y horas, tomarse un café o una cerveza en el bar al que acuden hace muchos años. Otras personas simplemente no pueden viajar porque su economía se lo impide o tienen que viajar obligatoriamente para escapar, huir de la miseria, del hambre, de la guerra. No son viajes de placer, son travesías hacia la esperanza y lo desconocido. En realidad, más que viajar la palabra exacta es emigrar, buscar una vida mejor. En España sabemos mucho de eso.

A mí siempre me ha gustado viajar, hacer turismo, conocer nuevos países, nuevas ciudades, nuevas culturas. No tengo ni el dinero ni la ambición, ni quizás el valor, para ser un viajero intrépido que recorre lugares casi inaccesibles, solitarios, peligrosos, desconocidos, aunque me hubiera gustado. Creo que mi primer viaje, cuando sólo tenía dos años, fue una pequeña odisea. Viajar en el año 1957 en una locomotora de vapor, en un vagón de tercera con asientos de madera desde Coruña a Sevilla y después en autobús de Sevilla a Aroche, tuvo que ser épico. Entre unas cosas y otras tardamos tres días y mis padres supongo que llegarían exhaustos, aunque dichosos, porque mi madre hacía nueve años que no regresaba a su pueblo. Como es lógico, no me acuerdo de nada, pero las fotos que conservo me muestran como un niño tímido, siempre cogido a las faldas de mi madre.

Ya he contado algunos viajes, como cuando viajé a Rusia, a Nueva York, a Londres o a Italia. En todos ha habido anécdotas y algunos momentos realmente difíciles y complicados, sobre todo cuando únicamente sabes hablar español y apenas entiendes algo de francés. De inglés, ni hablamos, nunca mejor dicho. Y eso que cada vez que salgo al extranjero y me encuentro con problemas de comunicación me planteo empezar a aprender inglés. Pero cuando me voy a poner en serio a la faena, porque en broma ya lo he intentado muchas veces, pienso que qué necesidad, que el español es el segundo idioma más hablado y que aprendan los demás el nuestro, que para eso tenemos al mejor novelista, Cervantes, y a la mejor liga del mundo, o eso dicen.

Hoy, sin embargo, quiero contar un viaje que se podría calificar de complicado, desastroso, épico, peligroso o cualquier otro adjetivo similar, aunque el que mejor le cuadra es el de inolvidable. Por supuesto que lo mejor sería olvidarlo, meterlo en una de esas cajas que según dicen tenemos en nuestra memoria, ponerle un cerrojo, cerrarlo y tirar la llave lo más lejos posible. Pero ya se sabe que la memoria es rebelde y que cuando menos se piensa salta la liebre. Ahí vamos, pero antes hay que ponerse en situación.

En el año 1981, cuando suceden los acontecimientos que voy a relatar a continuación, no había teléfonos móviles, no había tarjetas de crédito y, por supuesto, tampoco había Internet. Cuando uno quería viajar y llevar el dinero suficiente, una buena parte la llevaba en efectivo, guardada y escondida; también había cheques de viaje y, además, podía usarse la libreta de ahorros. Para ello había que acercarse al banco y en la oficina indicabas qué cantidad querías disponer durante los días que estuvieras viajando. Esa cantidad tenía un límite dependiendo de tus ahorros. En la libreta te acuñaban unas líneas para que, cuando necesitaras efectivo, acudieras a una oficina bancaria de una entidad asociada a este sistema y fueras retirando el dinero necesario que se iba inscribiendo en la libreta hasta completar la cantidad marcada. Si te surgía una urgencia un día festivo y no llevabas dinero encima, a ponerse a rezar. Todo mucho más complicado, como se puede comprender.

El fin de año 1981 lo pasamos en Coruña. Los años de noviazgo y los primeros años de casados Carmen y yo solíamos pasar las navidades en Aroche y el fin de año en Coruña, había que repartirse entre las dos familias, como es comprensible. Pero los Reyes también los pasábamos en Aroche, participando de la cabalgata que allí se celebra, un auténtico espectáculo al que hace ya muchos años que no asistimos. Así que el 5 de diciembre del nuevo año, después de cargar hasta arriba el maletero y los asientos traseros de nuestro Seat 127 amarillo, un coche muy popular en aquella época que a mí me dio muy buen resultado y al que le tenía mucho cariño y cuidaba como a un hijo, salimos de madrugada, calculo que sobre las cinco de la mañana. El viaje era largo, casi mil kilómetros y las carreteras muy malas, no como las de ahora. Solíamos tardar unas doce o trece horas, contando las paradas para comer y para descansar. Además de nuestro equipaje, un par de maletas llenas de varias mudas y mucha ropa de abrigo, el mayor volumen lo ocupaban las cajas con los regalos de reyes para la familia.

Los días anteriores había llovido mucho, pero afortunadamente el día de nuestra partida no había nubes y las estrellas brillaban en un cielo limpio y sin luna. El frío, sin embargo, era intenso y había mucha humedad.. Arranqué con cierta dificultad el coche y esperé a que el motor se calentara para encender la calefacción y caldear el interior. A esa hora no había tráfico y la salida de Coruña por la avenida de Alfonso Molina y el puente del Burgo fue muy tranquila. Algún que otro camión, coches aislados y poco más. Pasamos Betanzos, Guitiriz, Lugo, sin apenas compañía. A un lado y otro de la carretera, los árboles y las casas pasaban velozmente. En el radiocasete del coche, música de Pink Floyd, Beatles o Milladoiro. Carmen adormilada a mi lado. Llegamos a Becerreá y poco más adelante, la subida al puerto de Piedrafita. La nacional VI en aquella época era de doble sentido, así que como en los puertos de montaña o en zonas con muchas curvas te encontraras con un camión, había que echarle paciencia, reducir y esperar el mejor momento para adelantar. Yo conocía bien la carretera porque la había recorrido muchas veces, primero con mis padres, a bordo de un seat 600 primero, un seat 850 más tarde y por último con el 127 que después sería mío. Cuando Carmen y yo nos hicimos novios, aprovechaba las vacaciones para visitarla en Aroche, así que me sabía casi de memoria las rectas y las curvas, los pueblos y aldeas que yo iba memorizando y repitiendo, ahora viene Baamonde, falta poco para Begonte, casi estamos en Rábade, en Outeiro de Rei (en aquella época se escribía y decía Otero de Rey), ya casi estamos en Lugo… más adelante Corgo, Baralla, el puerto de Campo de Arbre, que muchos inviernos está cerrado por la nieve, y cuando llegábamos a Becerreá solíamos parar para tomar un café. Pero en este viaje todavía era muy temprano y estaba todo cerrado. El frío era cada vez más intenso y la calefacción estaba al máximo así que seguí camino rumbo a Piedrafita (hoy Pedrafita do Cebreiro) en el límite con la provincia de León, subiendo el puerto del mismo nombre. Pasábamos por Nogales (As Nogáis) y Noceda. Por suerte, apenas tuve que adelantar a algún camión que subía las rampas con dificultad. Tenía que tener mucho cuidado pues el asfalto estaba cubierto de hielo y podía llevarme algún susto. En Piedrafita no se veía un alma y sólo dos o tres luces en algunas casas daban fe de que el pueblo estaba habitado.

Comencé el descenso del puerto, lleno de curvas peligrosas y muy pocas rectas. Delante de mí, un camión que me impedía adelantar. El camión debía de ir vacío porque llevaba una gran velocidad, así que como era casi imposible pasarlo decidí reducir la marcha y dejar que se alejara. Ya llegaría el final del puerto y podría adelantarlo sin dificultad. Pasamos Ambasmestas, la Vega del Valcarce y Trabadelo. A un lado y otro de la carretera, altas montañas y bosques frondosos que la oscuridad impide ver pero se adivinan y, además, sé que están ahí y observan impasibles nuestra marcha. El río Valcarce, impetuoso, se cruza varias veces en el camino. No puedo verlo por la oscuridad pero sé que lleva mucha agua. Falta poco para Pereje, pienso y en ese momento, cuando intento reducir la marcha porque me estoy acercando a una curva cerrada, comienza el espectáculo. Sin saber qué pasa en un primer momento, me encuentro con la palanca de cambios en la mano, suelta totalmente del engranaje. Freno bruscamente porque me acerco a la curva y busco una zona donde pueda apartar el coche y parar. Menos mal que los frenos funcionan bien, la velocidad desciende y un poco más adelante encuentro un lugar llano fuera de la carretera. Intento maniobrar con la palanca, para ver si ha sido un fallo pasajero y puedo volver a engranar la marcha. Imposible, se ha roto el cambio de marchas. Noche cerrada, ni un alma ni una luz a la vista. Carmen se ha despertado y me pregunta qué pasa. ¿Que qué pasa? digo yo entre asustado y enfadado. Que nos hemos quedado tirados, que el coche se ha estropeado, que es de noche, que no veo nada, que el pueblo más cercano está a un kilómetro o más, que allí no habrá ningún taller, que no sé si esto tiene arreglo… Me estoy poniendo cada vez más nervioso, pero con mi proverbial capacidad de afrontar las dificultades, o eso dicen que tengo y yo me lo creo, empiezo a respirar profundamente y noto que el corazón, que se había desbocado, late ya más despacio.

Salgo del coche y espero unos minutos a ver si pasa algún vehículo, algún camión para hacerle señales y que me acerque a Pereje, para llamar desde allí al seguro y que me envíen una grúa. No pasa ni un alma, ni coche, ni camión ni ciclista ni peregrino, ni siquiera la santa compaña o algún alma en pena. Estamos solos en el mundo, seguro que una catástrofe mundial ha acabado con la humanidad y Carmen y yo somos los únicos supervivientes. Eso se me pasa por la cabeza un instante, sólo un instante, pero me llena de angustia. El río Valcarce suena a mi derecha, muy cerca, un rumor que, en lugar de tranquilizar, pone más nerviosa a Carmen. El coche está bien situado así que le digo a mi mujer que voy a llevarme la documentación del coche y llegar andando hasta Pereje, a ver si hay algún bar, algún comercio o algún alma caritativa que me permita usar el teléfono. Carmen se pone pálida y empieza a tartamudear, me me me vas a dejar aquí sola, en medio de la nada, con el frío que hace, con el miedo que me da la oscuridad, no no y no, ni hablar, me voy contigo, yo no me quedo aquí sola, faltaría más. Abre la puerta del coche y en cuanto nota el frío en la cara y en el cuerpo, vuelve a introducirse inmediatamente. Creo que lo ha pensado mejor.

Total, que después de otro intercambio de frases, ten cuidado, mira que apenas se ve, a ver si pasa algún coche y te puede acercar al pueblo, no te preocupes, tendré cuidado, te dejo el coche encendido con la calefacción, procura abrir un poco la ventanilla para que no te asfixies, eso, tú tranquilízame, jeje, hay que tomarse las cosas con humor en los peores momentos, me abrigo bien con mi lobo marino azul con el que parezco el capitán de un barco ballenero, sólo me falta el gorro y la pipa, paso a la izquierda de la carretera y comienzo la caminata a buen ritmo, no sólo por llegar antes, sino porque hace un frío que pela. Viene algún coche de frente y también pasan varios coches y un camión en mi mismo sentido pero ninguno para a pesar de que les hago señales. Mi figura no debe ser tranquilizadora pues en esa época tenía barba y el pelo bastante largo, un hippi o un asesino en serie, pensarían. La noche, aunque sin luna, es bastante clara y puedo ver las estrellas y las constelaciones en el cielo. El río y su murmullo me acompañan así como algunos ruidos de animales que no me tranquilizan precisamente, entre ellos uno que parece un búho, una lechuza o vaya usted a saber qué otro ave de no muy buen agüero. Diez o quince minutos después diviso las primeras casas de Pereje, casas de piedra con chimenea, de algunas de la cuales sale un tenue humo azulado. Miro el reloj, las siete y media y todavía es de noche, aunque observo que en el horizonte comienza a clarear ligeramente y ya se pueden ver las cimas de algunas montañas.

Albricias, una mujer está abriendo una especie de tienda, abacería o similar y es como si se me apareciera alguna virgen que viniera a auxiliarme. Le explico lo que me pasa y, por supuesto, me deja usar el teléfono. Llamo al seguro y después de dar mis datos y la ubicación aproximada del vehículo, me dicen que me enviarán una grúa desde Ponferrada. Regreso junto a Carmen. Parece que todo se va solucionando y ya estoy de mejor humor. Cuando llego al coche, Carmen está en shock, que si ha escuchado ruidos raros, que cómo he tardado tanto, que no vuelva a dejarla sola, que si llega a saber que iba a tardar tanto se hubiera ido conmigo, que está muerta de frío porque apagó el motor no fuera a asfixiarse… prefiero no decir nada porque entiendo su nerviosismo. Ahora sólo queda esperar la llegada de la grúa. Nos quedamos callados, los ojos cerrados, absortos en nuestros pensamientos, sin atrevernos a hacer pronósticos sobre el resto del viaje. Y menos mal, porque todavía nos quedaba lo mejor, o lo peor, según se mire.

Cerca de una hora después, sobre las ocho y media o nueve de la mañana, ya con el sol sobre el horizonte y con buena visibilidad, comprobamos que estamos muy cerca de un pequeño puente sobre el río Valcarce. Para desentumecernos, salimos del coche y nos acercamos a ver el río. Si no fuera por la situación, seguro que disfrutaríamos del paisaje. Bosques tupidos, prados de un verde intenso, montañas en alguna de las cuales hay nieve, un río de aguas cristalinas y un hermoso amanecer. Pero lo único que queremos es que llegue lo antes posible la grúa. Y llegó, claro.

Pasaré por alto, porque realmente no recuerdo mucho eso, el viaje con el coche estropeado sobre la grúa. Cuando llegamos a Ponferrada, serían ya cerca de las diez de la mañana. El dueño del taller nos dijo que el arreglo iba a ser caro, pero que el coche podría continuar el camino sin problemas, que tardaría un par de horas y que fuera preparando un buen fajo de billetes. Yo estaba temblando, porque miré el saldo del que podía disponer en la libreta de ahorros y aunque era una cantidad bastante elevada no sabía si bastaría para pagar la avería. Dejamos el coche en el taller y nos fuimos a desayunar a una cafetería cercana. Allí preguntamos por una sucursal bancaria donde saqué todo el dinero disponible, creo que unas veinte o veinticinco mil pesetas, que en aquella época era la mitad del sueldo de un mes, un dineral, porque la hipoteca del piso nos dejaba los ahorros tiritando, sobre todo en enero.

Aunque parezca mentira, el arreglo se llevó la práctica totalidad de lo que teníamos, menos unas dos o tres mil pesetas para gasolina. Estamos hablando de unos quince euros actuales, para hacerse una idea del coste de la vida en aquellos tiempos. Salimos de Ponferrada cerca de la una de la tarde. El coche funcionaba perfectamente así que, dejando a un lado el dineral de la avería, que no se me quitaba de la cabeza, lo que yo podría haber hecho con ese dinero, la de cuotas de hipoteca que habría quitado de en medio, las comidas y viajes… mejor no pensar. Una vez pasada Salamanca, serían las cuatro de la tarde, decidimos parar, arrimando el coche al arcén para comernos los bocadillos que Carmen había preparado la noche anterior. Error, inmenso error. El arcén era de tierra apisonada, o eso parecía, así que frené y giré el coche para sacarlo de la carretera en un larga recta. Nada más pisar la tierra las dos ruedas laterales derechas, el coche se hundió más de dos cuartas. La abundante lluvia caída los días anteriores había convertido la tierra en un barrizal que no pudo aguantar el peso. Así que teníamos un nuevo problema. Yo salí del coche dando gritos y andando a grandes zancadas carretera adelante, echando por la boca sapos y culebras, acordándome de todo lo que se movía en el universo, y de lo que no se movía también me acordaba. Carmen no podía salir por su puerta, ya que tropezaba con la tierra, así que, aprovechando su agilidad, salió por la puerta del conductor e intentó tranquilizarme. Ahora era yo el nervioso. Otra vez ejercicios de respiración profunda y acompasamiento de los latidos del corazón. Intentamos mover algo el coche, tarea imposible, cada vez se hundía y escoraba más. Lo malo es que esta vez el pueblo más cercano estaba a bastantes kilómetros, así que la única alternativa era que algún alma caritativa pudiera ayudarme. Mientras tanto, nos pusimos a comer los bocadillos, las penas con pan son menos.

Apenas habíamos dado dos o tres mordiscos cuando se paró un land rover delante de nosotros. Ahí estaba el alma caritativa, un hombre corpulento, más bien rollizo, yo diría que muy entrado en carnes, gordo, para qué andarse con florituras, pero muy amable. Salí rápidamente del coche y le expliqué la situación, aunque el hombre, que sabía lo que se hacía, no metió las ruedas en la cuneta. Vamos a sacar el coche con una cuerda, y mientras lo decía, sacaba una soga que seguramente serviría para colgarse de alguna viga en momentos de desesperación. Menos mal que yo no tenía una a mano hacía unos minutos. Así que ató la cuerda con un nudo a nuestro parachoques delantero y con otro nudo a su vehículo. Otro craso, crasísimo error, porque en cuanto arrancó el land rover, mi parachoques salió arrastrando por la carretera y el coche no se movió ni un milímetro. Se me quedó cara de tonto.

Claro, dijo el hombre con una media sonrisa, tendría que haber atado la cuerda a la carrocería, no al parachoques, ha sido un fallo mío, pero esto tiene fácil arreglo, ya verá. Dicho y hecho, con una habilidad que todavía no me explico, fue capaz de atar con varias cuerdas el parachoques y colocarlo perfectamente, y esta vez sí que lo hizo todo bien. Total, resumiendo, que esto ya se está haciendo muy largo y todavía quedan muchas aventuras, que a los poco minutos el 127 estaba ya listo para seguir camino. Quise darle al hombre mil pesetas por su trabajo, aunque esto supusiera, quizás, quedarme tirado sin gasolina, pero no lo consintió, lo cual agradecí en el fondo, así que nos despedimos con muchas muestras de agradecimiento, abrazos del oso varios, suyos sobre mí y mi mujer, y deseos de vernos en mejor situación para tomarnos alguna botella de vino.

Estábamos todavía a mitad de camino y llevábamos ya once horas de viaje. Yo calculaba que me quedarían otras seis horas, o sea, llegaríamos a Aroche, con suerte, a las 12 de la noche. Con suerte, nunca mejor dicho. Terminamos los bocadillos y continuamos rumbo a nuestro destino, que yo vislumbraba lejano, muy lejano. La siguiente población importante era Béjar. El puerto de Béjar ahora se pasa sin dificultad, pero hace cuarenta años era como el Tourmalet, una carretera con muchas curvas y bastante pendiente. Yo estaba con la mosca tras la oreja, cambiando de marcha lo menos posible por si volvía a fallar la mecánica y pendiente también del parachoques, no fuera a caerse y darme un susto. Yo tenía pánico de encontrarme, tanto a la subida como a la bajada del puerto, con una de esas trilladoras o segadoras que ocupan casi toda la calzada porque eso supondría perder mucho más tiempo, pero no nos encontramos con ninguna. La suerte parecía estar cambiando.

Baños de Montemayor y Aldeanueva fueron los siguientes pueblos que cruzamos. Estábamos ya en Extremadura. Cáceres y Badajoz eran y siguen siendo dos provincias interminables, con un paisaje lleno de encinas y un campo que invita a parar y descansar, pero nosotros estábamos deseando llegar a Aroche. Antes de llegar a Plasencia la carretera se estrecha y se llena de curvas. Ahora, gracias a la autovía, se circunvala y se deja a un lado, pero entonces se atravesaba la población, cruzando un puente sobre el río Jerte. Nada más entrar, vemos en la carretera, pasado el acueducto, una barrera metálica y una señal que nos desvía hacia la derecha, al centro del pueblo. Estarán de obras, pensé, así que callejeando, intenté encontrar otra vez la carretera. Mi sentido de la orientación (otra cosa no tendré pero sí sentido de la orientación, eso tengo que reconocerlo) me llevó otra vez a la ruta principal. Delante de mí, una especie de carreta con muchos adornos me impedía pasar. A un lado y a otro, gente gritando en las aceras, muchas familias con niños haciéndonos señas y riéndose. Pequeños golpes en el techo, que poco después descubrimos que eran caramelos. No entendíamos nada, hasta que Carmen, mirando hacia atrás, y con una exclamación de asombro, me dice ¡estamos en la cabalgata de Reyes! Yo no me lo podía creer, formábamos parte sin ser conscientes de ello, de la cabalgata de Reyes de Plasencia. Durante cinco o diez minutos disfrutamos, entre Gaspar y Baltasar, como unos actores más, como si fuéramos pajes, romanos, pastores o cualquier otro personaje. Encima, llevábamos juguetes en el maletero, toda una premonición. Cuando ya saludábamos como si fuéramos los protagonistas, un policía local, con poco sentido del humor y muy enfadado, nos hizo señas para que saliéramos del cortejo. Nos detuvo y cuando ya iba a multarnos o a llevarnos al calabozo, le explicamos nuestra odisea, casi con lágrimas en los ojos. Hasta creo que mi mujer hizo algunos pucheros para darle más dramatismo a la historia. En resumen, que tuvimos que esperar a que la cabalgata pasara, más de una hora parados. Noche cerrada, supongo que las diez o las once de la noche, ya ni me acuerdo. Después de Plasencia, Cáceres y Mérida, sin incidentes reseñables. Paramos a echar gasolina y gastarnos los últimos billetes que nos quedaban. No teníamos ni para cenar.

A la altura de Almendralejo se me cerraban los ojos. Ya llevaba diecisiete o dieciocho horas al volante y tuve que parar a descansar. A Carmen se le ocurrió la idea entrar en Los Santos de Maimona, donde vivía una prima suya, para pasar la noche con ella y llegar al día siguiente a Aroche, pero en esas fechas su prima estaba pasando los Reyes en el pueblo, así que nuestro gozo en un pozo. Fregenal de la Sierra e Higuera la Real eran los siguientes pueblos, este último frontera con la provincia de Huelva. Y aquí empezaban los temibles Arriscaeros, una de las carreteras con más curvas que conozco, muy estrecha y sin arcén. Hace mucho que no paso por allí, supongo que ya la habrán arreglado y mejorado. Para más inri, la niebla cayó sobre nosotros impidiendo ver más allá de cinco o diez metros. Se me quitó el sueño de golpe. Árboles, rocas, barrancos, animales que durante un instante se detenían delante del coche abriendo mucho un par de ojos que se iluminaban como si fueran fantasmas y desaparecían al momento. Yo había apagado hacía mucho rato el casete, no me apetecía escuchar música y quería concentrarme sólo en la carretera. No pasaba de segunda y sólo en algunos momentos muy puntuales era capaz de meter tercera. Yo no suelo rezar, pero estoy seguro de que durante los eternos minutos que tardamos en cruzar los Arriscaeros, recé todas las oraciones que conocía. Cuando llegamos a La Nava parecía que habíamos llegado a Nueva York, porque la carretera empezó a ensancharse y a tener más rectas. Desembocamos en la Nacional 433 y aquello ya era otra cosa, aunque seguía habiendo curvas, pero todo era mucho más conocido y seguro. El Repilado, Cortegana y ¡por fin! Aroche. Veintitrés horas después de salir de Coruña llegamos al chalet, metimos el coche en la cochera y sin apenas decir nada, subimos las escaleras y nos tiramos en la cama, deshechos física y mentalmente. La media, poco más de cuarenta kilómetros a la hora, a paso de tortuga con artritis. Me río yo de la Odisea de Ulises, el nuestro sí que fue un viaje heroico e inolvidable.

SEAT segunda mano en Badalona | WALLAPOP - Página 3

Tres días y dos noches en Bilbao

¿Se puede conocer una ciudad en tres días y dos noches? Seamos sinceros, no. Ni en cuarenta años se puede conocer, ni siquiera superficialmente, una ciudad. Hace cuarenta años que vivo en Sevilla y todavía hay barrios que no he pisado. Estoy seguro de que a muchos de los que lean este artículo-crónica-entrada… o como queramos llamarlo, les sucederá lo mismo. Antes había nacido y vivido mi infancia, adolescencia y juventud en Coruña y también me pasó lo mismo. Ahora que vuelvo dos o tres veces al año recorro las mismas calles y visito los mismos lugares. Quizás porque en ellos me reconozco mejor. Hay personas a las que les gusta vivir en lugares diferentes, necesitan la diversidad, serían incapaces de permanecer mucho  tiempo en el mismo lugar. Otros, como yo, necesitamos la seguridad de lo conocido. Me gusta viajar, pero siempre con un horizonte temporal no demasiado lejano. Quince o veinte días, a lo sumo. Después quiero regresar, instalarme en lo cotidiano. Otro ejemplo de la maravillosa la diversidad del ser humano, en unos prevalecen los genes nómadas y en otros los sedentarios.

A las ciudades les pasa como a las personas, cambian de un día para otro. El José Manuel  de los años sesenta no tiene absolutamente nada que ver con el Xosé Manoel de los ochenta o dos mil veinte. Y no sólo por cuestiones de edad, que ya son bastante importantes, sino, y sobre todo, por la mentalidad, por la experiencia, porque las situaciones personales cambian por el matrimonio y los hijos, porque se valoran otras cosas… La ciudad de Coruña en la que nací se parece muy poco a la Coruña actual. La Sevilla a la que llegué en el año 80 se parece muy poco a la Sevilla de la segunda década del siglo XX. Supongo que a Bilbao le habrá pasado lo mismo, sobre todo con el impulso y los cambios que se produjeron gracias al Guggenheim.

Es la tercera vez que Carmen y yo visitamos Euskadi. La primera vez en el año 2000, cuando regresábamos de un viaje a París (Sevilla-Burgos-Burdeos-París-Castillos del Loira-San Sebastián-Santander-Gijón-Coruña-Sevilla, un largo viaje en coche con nuestros hijos y con los Anarte, del que guardamos buenos y bonitos recuerdos y anécdotas), descansamos en Lasarte y visitamos la ciudad de la Concha. El año pasado hicimos también otro buen tour en coche: Sevilla-Burgos-Vitoria-Pamplona-Cuenca-Sevilla, esta vez solos Carmen y yo. Como nos faltaba por conocer la tercera capital vasca, aprovechamos que Antonio Banderas actuaba en Bilbao con el musical A chorus line, una excusa como otra cualquiera para viajar, y organicé el viaje. Sólo dos días y medio, pues teníamos condicionantes médicos, es decir, revisiones varias, propias de la edad y de los achaques.

Conocíamos las ciudades marítimas del norte, Coruña, Gijón, Santander y San Sebastián, que están cortadas por un patrón similar, aunque cada una con características propias. Son ciudades extrovertidas, bulliciosas, alegres. El norte ya no es lo que era, ya no existen ciudades grises, oscuras, opresivas, aburridas. Además, los puertos de mar tienen un sello característico, son visitadas desde tiempos inmemoriales por gente de todos los lugares y eso ha permitido que las ciudades se permeabilizaran y se abrieran a otros usos y costumbres. Tienen playas urbanas, rondas y paseos al borde del mar, buenos comercios, amplios ventanales par aprovechar la luz, que por esas latitudes no suele abundar, muchos y buenos sitios para comer. La gente da grandes paseos por jardines y avenidas, sobre todo cuando sale el sol, se reconoce y saluda, queda en las cafeterías y en los bares y hace tertulias cuando el tiempo no acompaña.

No sé por qué, me imaginaba que Bilbao sería diferente, más industrial, más cerrada, menos cosmopolita, pero nos hemos encontrado con una ciudad monumental, festoneada de hermosos edificios y plazas amplias que se combinan y complementan perfectamente con calles estrechas y placitas coquetas y silenciosas. Grandes avenidas como la Gran Vía o la Alameda de Recalde, la plaza Euskadi o la Plaza Moyúa, que se puede considerar el centro neurálgico de la ciudad. Y por supuesto, el casco viejo, con callecitas y plazuelas que me recuerdan a mi querida Ciudad Vieja coruñesa, donde la humilde piedra se reivindica como la reina de las casas y del pavimento. Nos llamó la atención la gran cantidad de iglesias que hay por toda la ciudad, lo que remite al fervor religioso del pueblo vasco, bastante tradicional en ese aspecto. También nos llamó mucho la atención la gran cantidad de pastelerías, carnicerías y pescaderías que hay por toda la ciudad, con un género de una gran calidad y variedad, que entra por los ojos. Si en lugar de venir en avión hubiéramos viajado en coche, el maletero se habría llenado y el bolsillo vaciado.

Las ciudades no sólo se reconocen por sus monumentos, sus calles, plazas o jardines. Cada ciudad tiene un pulso, un color, un olor, un sonido diferentes. Nos reconocemos en la ciudad o en el pueblo que nacimos, en las calles que recorrimos de pequeños. Aunque hayan cambiado, siempre queda un poso, un recuerdo que la diferencia de las otras. Bilbao debe de ser de esas ciudades que marcan, que imprimen carácter. Siempre se cuentan anécdotas y chistes sobre la fanfarronería de los bilbaínos, la chulería de los madrileños, la gracia de los gaditanos. Eso son ya lugares comunes, porque la globalización nos ha uniformizado, pero aún quedan pequeños resquicios por los que se puede reconocer, si se presta atención, la procedencia de las personas. El acento, la manera de mirar o de dirigirse a los demás, los gestos al hablar, incluso la forma de vestir o de peinarse pueden dar indicios. En Bilbao no nos hemos encontrado con fanfarrones y sí con personas amables, que se han detenido a nuestro lado cuando mirábamos con atención un edificio y se han puesto a hablar con nosotros para comentar algo. En el hotel, en los bares, en la calle, nos hemos encontrado a gusto como si ya hubiéramos estado allí y formáramos ya parte de la ciudad.

No pretende este artículo ser una guía de Bilbao. Cada vez las hay mejores. Si buscáis en Google podréis encontrar mucha más información de la que aquí os voy a proporcionar. Escribo para que no se me olvide, para recordar dentro de unos años y también, por qué no, como si fuera un ejercicio de redacción que me impusieran para leerlo delante de la clase, que podríais ser los que me leáis, los pocos que me leéis.

Como dije al principio, dos días y medio no dan para mucho, pero ahí va nuestra experiencia.

Jueves, 6 de febrero.

Salimos del aeropuerto de Sevilla con cinco minutos de retraso, a las 9,45. El vuelo a Bilbao duró poco más de una hora. Yo había estado mirando los mapas del tiempo desde hacía diez días. Lo que más temía era el viento, porque creo que aterrizar en Bilbao con viento es una experiencia única. He visto vídeos de aviones tomando tierra que ponen los pelos de punta. Pero tuvimos suerte porque vuelo y aterrizaje fueron perfectos. Nos desplazamos a Bilbao en autobús, el medio más rápido y barato. Cuesta tres euros y tarda unos veinte minutos en llegar a la Plaza Moyúa o a la Alameda de Recalde, que es donde nos bajamos. Desde allí, por la calle Juan Ajuriaguerra, llegamos en poco más de cinco minutos andando hasta nuestro hotel, el López de Haro. Aunque es un hotel de cinco estrellas, no lo parece. He estado en hoteles de cuatro estrellas mucho mejores. Instalaciones antiguas, desfasadas. Necesita una remodelación casi total. Lo mejor que tiene es la amabilidad del personal y la situación. Nos pudimos mover por toda la ciudad andando, aunque el cuentakilómetros del reloj marcó una media de 15 km diarios y no sé cuántos miles de pasos. Bilbao no es demasiado grande, algo menos de 350.000 habitantes, pero cuando uno se pone a andar termina recorriendo muchos kilómetros. Esa es la mejor forma de hacer ejercicio y de conocer una ciudad.

Hacía un día espléndido, una de esas mañanas sin nubes y un cielo azul claro, satinado y limpio que nunca llega a ser tan intenso como en Castilla o Andalucía, quizás debido a la humedad que siempre hay en el aire. Temperatura fresca, sin llegar a hacer frío. El mejor tiempo para pasear. Mediodía, pasados unos minutos de las doce de la mañana, salimos del hotel camino del Guggenheim. Siguiendo las indicaciones del recepcionista, llegamos hasta el puente Zubiri, un puente peatonal con diseño futurista sobre el río Nervión y allí nos hicimos las primeras fotos. Después, andando por el paseo Uribitarte llegamos en pocos minutos al Museo Guggenheim. Aunque todo el mundo conoce su arquitectura, cuando se ve por primera vez en directo no deja de causar impresión. Hace falta tener mucha imaginación para diseñar un edificio así. Todas sus paredes exteriores son curvas, como si un gigante loco se hubiera dedicado a levantar paredes metálicas y después las hubiera ido doblando de manera caprichosa. Dependiendo de la hora del día a la que se contemple, el juego de luces y sombras hace que el museo parezca distinto cada vez. Como es lógico y como hace cualquier turista, antes de entrar nos hicimos muchas fotos, no solo con el edificio sino con las figuras y estatuas que hay alrededor. En cuanto al contenido, pudimos contemplar una gran número de cuadros impresionistas, así como la colección permanente de arte abstracto contemporáneo. Como no soy experto en arte moderno, no dejo aquí mis impresiones. Pero sí diré que, en general, me gustó lo que vi. Ya lo dicen los expertos, lo importante es que el arte te guste, aunque no lo comprendas y a mí, muchas de las obras me gustaron.

Cuando salimos del museo paseamos durante unos minutos por los grandes parques que se encuentran al lado: el paseo de la memoria o la campa de los ingleses. La torre Iberdrola, en medio, me recuerda a la torre Sevilla, en donde dormimos hace menos de un año. No llegamos a subir, pero las vistas deben ser espectaculares.  Eran ya más de las dos y media, así que entramos en un mesón cercano al museo pues nuestros estómagos empezaban a quejarse. Aquí comenzó nuestra ruta gastronómica a base de vino, cerveza y pintxos. Si por algo se caracterizan estas ciudades vascas es por la variedad y la imaginación que le ponen a esto de comer. En los dos días y medio que estuvimos aquí sólo tapeamos con esas pequeñas obras de arte. Nosotros no somos de hartarnos con platos grandes y abundantes, sino que preferimos comida ligera, y los pintxos son únicos para eso. Yo me había provisto de una buena guía con muchos lugares recomendados, pero al final, apenas la seguimos, porque en cualquier sitio que entrábamos comíamos bien, as´que no dejaré nombres. Dejo aquí varios enlaces por si no queréis improvisar.

Dónde comer en Bilbao barato y bien

Los mejores restaurantes de Bilbao

Plan te tapeo por Bilbao

Y si no, siempre quedan Google, Tridavisor y El Tenedor.

Como nos habíamos levantado bastante temprano, después de comer regresamos andando hacia el hotel, situado en el barrio de Abando, uno de las más conocidos y bulliciosos de la ciudad, para descansar un poco. Salimos del hotel sobre las cinco de la tarde, después de dormir una pequeña siesta. Callejeando llegamos hasta el puente del Ayuntamiento al final del cual se encuentra, como es lógico, la casa consistorial, bonito edificio de estilo ecléctico construido a finales del siglo XIX. Andando por el Paseo del Arenal, llegamos hasta el puente y la plaza del mismo nombre, cerca del cual está la Iglesia de San Nicolás. Está abierta y entramos. Es un edificio de estilo barroco, con planta de cruz griega y una gran cúpula. Podemos ver el retablo mayor, que no tiene nada que envidiar a los grandes retablos barrocos-rococós sevillanos. Salimos de la iglesia a la plaza del Arenal, al lado de la cual se encuentra el Teatro Arriaga, donde mañana veremos el espectáculo de Antonio Banderas.

Entramos en el casco antiguo y nos perdemos por calles estrechas, rincones con fuentes, plazas escondidas y muchos bares y comercios. En algunas de las casas vemos azulejos que indican la altura a la que llegó el agua en las inundaciones de finales de agosto de 1983. Realmente es impresionante y no nos extraña que el Mercado de la Ribera y muchas viviendas aledañas quedaran totalmente destruidas. Nos vamos encontrando con varias iglesias, algunas cerradas. Entramos en la Catedral de Santiago, patrimonio de la Unesco. Compramos la entrada, que nos permite, además, visitar la Iglesia de San Antón, que veremos mañana. Esta catedral no tiene la grandiosidad de las de Burgos, León, Santiago o Sevilla, pero el claustro, la sacristía y la nave central, de gran altura, junto con las naves y capillas laterales, merecen sin duda una visita. Seguimos andando hasta que volvemos a salir a la plaza del Arenal por una calle lateral del teatro Arriaga, la calle de la Ribera, donde nos encontramos con el Mercado del mismo nombre. Ya es un poco tarde y está anocheciendo. Entramos en el Mercado de la Ribera. Sólo hay un par de puestos abiertos, pero comprobamos que hay una zona con muchos bares con pintxos. Decidimos que mañana vamos a comer ahí. Cuando salimos se ha hecho de noche. La temperatura ha bajado mucho. Vemos a muchas personas con bufandas y camisetas del Athletic. Me acabo de acordar de que hoy se juega el partido de copa del rey Athletic-Barça. Y como uno de los lugares que queríamos visitar es el estadio de San Mamés, que queda bastante alejado de aquí, paramos un taxi. Nos lleva por la Gran Vía, que está atestada de coches. Unos cientos de metros antes de llegar tiene que parar por el atasco. Parece que todo el mundo quiere llegar hasta las mismas puertas del campo de fútbol. Nos mezclamos con los aficionados y vivimos la pasión que genera este deporte. Si hubiera tenido la posibilidad de ver el partido, hubiera entrado. El estadio por fuera tiene un hermoso color rojo. Miles y miles de personas, con camisetas y bufandas rojiblancas esperan a las puertas y en los alrededores, llenos de bares, muchos aficionados están cogiendo fuerzas para disfrutar del espectáculo.

Regresamos andando hasta el hotel por la Gran Vía. Cenamos en un bar lleno de gente viendo el partido. Al final, en el último minuto, ganó el Athletic. Lo siento por mi hijo Santiago, pero me alegro. Carmen mira su reloj y comprueba que hoy hemos andado más de 15 kilómetros. Me cuesta conciliar el sueño, pero duermo bien.

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Viernes, 7 de febrero

Desayunamos en una cafetería cerca del hotel. Comentamos con el camarero que nos sirve las incidencias del partido de ayer. Todo el mundo está eufórico. Llegamos andando hasta la iglesia de San Antón. Antes pasamos por la estación de tren Abando Indalecio Prieto. Nos detenemos un momento ante la hermosa fachada y entramos a ver la vidriera, que gracias a la luz, pues el día ha amanecido otra vez sin nubes, transforma el interior en una especie de mar de colores.

La iglesia de San Antón está junto al puente del mismo nombre sobre el Nervión. Antes de entrar recuerdo lo que nos dijo la muchacha que ayer nos vendió la entrada a la catedral y que me da la impresión que es la misma que ahora nos recoge la entrada. En el escudo del Athletic, además de las rayas rojiblancas, está la catedral, el puente de San Antón y el árbol de Guernica. La verdad es que nunca me había fijado en ese detalle. Según parece, éste es el templo más popular de Bilbao. Es una iglesia gótica que ha sufrido varias remodelaciones a lo largo de la historia. Después de recorrer la nave central y las laterales, así como las tres capillas interiores, preguntamos cómo se puede llegar hasta la Basílica de Begoña y nos indican que la mejor forma es subir en el ascensor que está dentro de la estación de metro de la plaza Miguel de Unamuno. Y allí que nos dirigimos. Efectivamente, dentro de la estación y después de andar por un largo túnel con escaleras mecánicas horizontales unos doscientos metros, llegamos hasta el ascensor. Compramos el billete, que cuesta 45 céntimos y subimos. Salimos a una calle cercana a un parque, pero no vemos la basílica por ningún lado. Preguntamos a una mujer y nos indica el camino. Hay que andar unos quinientos metros por una calle en cuesta y llegamos a una pequeña explanada arbolada al final de la cual se encuentra la Basílica de la Amatxu (madrecita en euskera) de Begoña, patrona de Vizcaya. Es una iglesia basílica de estilo gótico tardío, con una portada que se describe como un arco de triunfo. En el interior se puede ver la imagen tallada en madera policromada de la Virgen de Begoña, en el altar mayor. No pudimos ver el templo demasiado bien porque el obispo de Bilbao estaba celebrando una misa y nos daba apuro deambular por la basílica. Cuando salimos, preguntamos por la mejor manera de llegar hasta el mirador de Artxanda, que es otro de los lugares que nos recomendaron en el hotel. Desde la basílica lo mejor es ir en taxi, pues se tarda unos diez minutos, pero si se hace desde casi cualquier otro sitio, es preferible utilizar el funicular. Los más atrevidos y deportistas pueden hacerlo andando, pero las cuestas son muy empinadas.

El mirador de Artxanda está en lo alto de una montaña que bordea la ciudad de Bilbao. Desde el mirador hay una vista panorámica privilegiada de la ciudad bilbaína y en un día claro, como el que tuvimos la suerte de disfrutar, se puede ver el mar. Contemplando la ciudad y los montes que la rodean, se puede entender por qué a Bilbao se la llama el Botxo (el agujero). El siguiente enlace describe muy bien lo que se puede ver desde este mirador: Artxanda, mucho más que un mirador. Para descender utilizamos el funicular, que nos dejó muy cerca de uno de los paseos de la ría de Bilbao (aunque también se la suele llamar ría del Nervión), el Paseo Campo de Volantín. Andando junto a la ría, descansamos un momento en uno de los bancos desde donde observamos a la gente paseando tranquilamente a pie o en bicicleta, niños jugando, padres y madres con carritos, aprovechando la luz del sol, lo que debe ser una novedad en esta época del año. Bilbao se nos presenta como una ciudad tranquila, lejos del bullicio de otras ciudades invadidas por hordas de turistas.

Después del pequeño descanso seguimos andando por el paseo. Pasamos delante del Ayuntamiento, de la Iglesia de San Nicolás y del Teatro Arriaga, hasta llegar al Mercado de la Ribera, que como ya comenté antes, quedó totalmente destruido por las inundaciones. Pero ahora presenta un aspecto magnífico. Es poco más de la una y media y recorremos algunos de los puestos. Antes de que comience a llenarse, nos sentamos en una de las mesas y empezamos a pedir cerveza y a elegir pintxos. Vamos a terminar haciéndonos expertos. Es difícil elegir, porque todos presentan un aspecto magnífico. Con tres piezas por persona y un par de cervezas, comemos y nos hartamos. Todo por menos de 20 euros, una ganga. Para terminar, pedimos en otro puesto un café y un dulce. Regresamos al hotel para descansar algo. Nos tendemos un rato, nos duchamos y nos vestimos para ir al teatro, que empieza a las siete y media.

El Teatro Arriaga se encuentra situado junto a la ría, por lo que sufrió severos daños durante las inundaciones y tuvo que ser remodelado casi en su totalidad, como había ocurrido con anterioridad debido a un incendio en 1914. El edificio, que lleva el nombre de uno de los genios de la música española que murió de tuberculosis antes de cumplir veinte años, merece la pena ser visitado. Se realizan visitas guiadas que nos permiten recorrer un interior decorado con lujo y elegancia. Como curiosidad diré que tanto el palco como el escenario se encuentran en la segunda planta, seguramente para evitar daños en caso de nuevas inundaciones. Yo había reservado las entradas en diciembre, pues le quise regalar a Carmen, por su cumpleaños, el musical A chorus line, en la que actúa como protagonista Antonio Banderas. Pero no pudimos verlo ya que esos días estaba en Hollywood con motivo de la entrega de los Óscar, en los que estaba nominado por su actuación en la película de Almodóvar Dolor y Gloria. A pesar de eso, la obra nos gustó mucho.

A la salida nos fuimos dando otro paseo hasta la Gran Vía. Cenamos en una de las calles aledañas, la calle Ledesma, que es peatonal, con un ambiente típico de fin de semana. Más pintxos, más cervezas y más vino. Cerca de las doce de la noche regresamos el hotel. Dejamos las maletas listas pues queremos aprovechar la mañana del sábado para ver algo más de Bilbao. No tendremos demasiado tiempo porque hay que estar en el aeropuerto sobre la una y media.

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Sábado, 8 de febrero

Nuestro gozo en un pozo. En primer lugar, nos quedamos dormidos y nos despertamos cerca de las diez, así que entre asearnos, vestirnos, bajar las maletas y hacer el check out, son las once. Para colmo, está lloviendo. No nos podemos quejar porque el tiempo ha sido magnífico los dos días anteriores. Pero como terminamos de desayunar cerca de las doce, apenas podemos hacer otra cosa que pasear por las calles de Abando bajo la lluvia. Las ciudades del norte invitan a pasear con un paraguas y cayendo el orballo o el txirimiri. Santiago, Coruña, Oviedo o Santander son ciudades hermosas luz clara y cielo azul, pero el encanto está en realidad cuando las nubes grises y la lluvia hermosean el paisaje. Coruña nunca me pareció una ciudad triste en invierno y Santiago no digamos. A Santiago hay que visitarla cuando el agua riega las calles y hay que guarecerse bajo el paraguas o andar bajo los soportales.

Pasamos delante del café Iruña y nos arrepentimos de no haber desayunado allí (reconozco que con las prisas se nos olvidó ese sitio), llegamos hasta la plaza Jado, una curiosa plaza triangular y poco más. Regresamos al hotel para recoger las maletas y aprovechando que había dejado de llover, nos fuimos andando hasta la Plaza Moyúa, donde cogimos el autobús que nos llevó de regreso al aeropuerto. Allí comimos, mucho más caro y peor de lo que habíamos hecho los días anteriores. Recomiendo que compréis en cualquier sitio de la ciudad un bocadillo o unos buenos pintxos y los comáis en el aeropuerto. Es mucho mejor y más barato. El viaje de regreso en avión también fue muy tranquilo. Bilbao es otra de las ciudades a las que merece la pena regresar, pero ¡hay tantos lugares que todavía no conocemos!

Burgos, Vitoria, Pamplona y Cuenca en una semana (un atracón de viaje, III)

14 de septiembre, sábado. De Pamplona al valle de Baztán y Zugarramurdi.

Hoy hay que salir temprano de Pamplona, que queda una buena tirada hasta casi la frontera con Francia. Nos espera una excursión en teoría apasionante: el valle de Baztán y las cuevas de Zugarramurdi. El valle de Baztán, que siempre ha estado ahí, desde la prehistoria y más allá, se ha hecho famoso últimamente por las novelas que componen la Trilogía del Baztán, de la escritora Dolores Redondo. Seguro que con anterioridad muchos viajeros y muchos peregrinos recorrieron sus senderos, sus montañas, que a pesar de que forman parte del Pirineo no superan los mil metros de altitud, sus bosques, sus pueblos. Pero gracias al fenómeno literario de la escritora donostiarra, son miles las personas que, fascinadas por el misterio y las descripciones de sus libros hemos sido llamadas a visitar estas tierras. Zugarramurdi es un pueblo conocido fundamentalmente por sus cuevas, que se encuentran a menos de medio kilómetro del casco urbano. Son conocidas como «las cuevas de las brujas» porque a comienzos del siglo XVII tuvo lugar un auto de fe…, pero vayamos por partes, que me estoy adelantando.

Después de tomar un pequeño desayuno en una cafetería cercana al hotel (desayunar en los hoteles es casi prohibitivo, en este querían cobrarnos 18 euros a cada uno, nosotros, que con un café y una tostada vamos listos), ponemos a trabajar a nuestra acompañante más fiel y eficaz. Google Maps nos informa de que hasta Elizondo, la capital del valle de Baztán, hay 50 km y unos 50 minutos en coche. Nos ponemos en marcha saliendo del garaje del hotel (si el desayuno me parece caro, el aparcamiento por 24 horas me parece barato, 8 euros). Por cierto, creo que no he dicho que nos alojamos en el NH Pamplona Iruña Park. Buen hotel, con habitaciones amplias y con todas las comodidades que se pueden pedir a un hotel de cuatro estrellas.

Una vez que abandonamos Pamplona el paisaje va cambiando. La carretera es buena e invita a conducir demorándose en la contemplación del paisaje. Yo no puedo disfrutar demasiado porque hay que estar concentrado en la conducción y, como siempre, pongo música. Tengo que cambiar el repertorio porque las grabaciones tienen ya bastantes años y hay que actualizarse. Árboles a un lado y a otro de la calzada, caseríos, pequeños pueblos en las laderas de las montañas, verdes prados, riachuelos que corren al lado de la carretera y que se cruzan en pequeños puentes. Sol y sombra intercambiándose cada poco tiempo. El sol luce más que otros días y estoy tentado de parar varias veces a retozar en el campo como cuando era niño en los campos de Arteixo.

No nos detenemos hasta llegar a Elizondo, la capital del valle. Paramos a tomar un café en una cafetería que se encuentra en la carretera que atraviesa el pueblo y allí preguntamos, a pesar de que yo llevaba mucha información al respecto, qué podríamos visitar allí. El camarero, después de decirle cuál era nuestro plan, nos recomendó que fuésemos primero a Zugarramurdi, que comiéramos por allí o en Dantxarinea y que a la vuelta nos detuviéramos en Amaiur y en Elizondo, los dos principales pueblos, según él, del valle. Mencioné la posibilidad de ir hasta Roncesvalles, pero me quitó la idea de la cabeza, sobre todo porque era casi imposible ver bien todo y serían demasiados kilómetros.

Así que otra vez al coche. La carretera se iba haciendo cada vez más tortuosa y empinada, aunque no demasiado, hasta que comenzó la subida al puerto de Otxondo, que sirve para conectar las dos partes del valle de Baztan (por cierto, después me enteré de que Baztán es el nombre que se le da al río Bidasoa en su curso superior). Nos encontramos a muchos ciclistas que quieren emular a Indurain o a Pedro Delgado. Da miedo cómo bajan a tumba abierta (esta expresión es la que se escucha habitualmente en las retransmisiones del Tour o de la Vuelta) y da pena ver cómo suben echando los bofes. Uno de ellos es más listo pues va en una bicicleta eléctrica. Ir en coche por una carretera de montaña, aunque sea bastante ancha y con poco tráfico, siempre es peligroso cuando hay muchos ciclistas. En Mallorca es una auténtica odisea.

Llegamos hasta la frontera con Francia, en Dantxarinea. Esta parte del pueblo está llena de tiendas y restaurantes. Sólo se ven coches con matrícula francesa. Pienso por un momento cruzar la frontera, pero veo el cartel que indica Zugarramurdi y giro en el cruce. Ahora la carretera es más estrecha, aunque la distancia es muy corta, unos cuatro kilómetros. El pueblo es muy pequeño, creo que algo más de doscientos habitantes, y parece como de juguete. Las típicas casas de esta zona, con tejado a dos aguas, muros blancos, esquinas adornadas con piedra, piedra que también rodean las ventanas, balconadas de madera y muchas flores. En bastantes ocasiones, en lugar de muros encalados las casas son de piedra, lo que da una impresión de gran robustez, propio del carácter de estas tierras. Y hablando del carácter, hay que decir que siempre nos encontramos con personas amables, dispuestas a ayudar, a acompañarte cuando te veían despistado, a informarte cuando tenías alguna duda. Y una cosa que nos llamó la atención fue que, aunque la mayor parte de la cartelería y de la información estaba en euskera, prácticamente no escuchamos hablar en ese idioma. Sólo en una ocasión, en Urdax, me encontré con una pareja que entre ellos hablaban en vasco.

Aparcamos el coche en una pequeña plaza. Hay muchos coches y, sobre todo, motos. Vamos andando hasta las cuevas, que están a unos quinientos metros del pueblo. El paseo es muy agradable porque luce un sol espléndido y la temperatura es deliciosa. Casi calor. A un lado y otro del camino, prados, caballos, vacas, hayedos, castaños. Todo muy verde y mucho silencio, sólo roto por las conversaciones de las personas que vienen de visitar las cuevas. Después de pagar la entrada nos dan un plano y nos informan del itinerario a seguir. Subimos por el estrecho camino que rodea las cuevas hasta llegar a un mirador desde el que se contempla el pueblo y las tierras que lo rodean. Cuando bajamos y entramos en la cueva principal, leo la información en el folleto que nos han entregado, donde se cuenta la historia de «las brujas». Hay que remontarse a principios del siglo XVII, un lugar aislado, donde la gente sólo hablaba euskera y apenas entendía el castellano, con costumbre ancestrales, acostumbrada a convivir con la naturaleza, a utilizar remedios caseros de plantas, a veces conjuros que, desde siempre y en todo lugar han ayudado a combatir las enfermedades (teniendo en cuenta, además, cómo era la medicina en aquellos tiempos). Pues señor, con la iglesia hemos topado. Entre la enorme ignorancia de los usos y costumbres de la zona, de que los curas tampoco es que fueran doctores en filosofía, que había que ser sí o sí católicos y seguir los mandamientos de la santa madre iglesia, que las mujeres en el norte se suelen reunir para charlar, contar historias, hablar de sus problemas, etc., ya tenemos el caldo de cultivo suficiente para decir que allí había brujas y que se comunicaban con el macho cabrío, con el demonio. Además, las cuevas donde según parece se reunían, completaban un escenario bastante lúgubre (acompáñese de lluvia y oscuridad y tendremos el marco ideal para soliviantar la imaginación). En resumen, auto de fe, muertes por tortura, mujeres quemadas y ya tenemos la leyenda de las «brujas de Zugarramurdi».

Las cuevas tampoco son para tirar cohetes. Es más la impresión de lo que allí ocurrió que lo que en realidad se puede contemplar. Aunque tiene gran altura no hay ni estalactitas ni estalagmitas, ni lagos, ni pinturas rupestres ni un paisaje sobrecogedor. Se pueden visitar pero si no se visitan tampoco nos perdemos gran cosa.

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Una vez finalizada la visita a las cuevas, que dura aproximadamente una hora y cuarto, nos fuimos a comer a Dantxarinea, pueblo fronterizo con Francia. Aquello parece una romería de franceses (de hecho, se escucha hablar más en francés que en castellano o en euskera) porque hay muchas tiendas que venden lo que dicen ser productos low cost, cosa que no nos pareció ni a Carmen ni a mí. Familias enteras cruzan la frontera para pasar el día aquí. Nada reseñable, ni en el pueblo ni en la comida.

Ahora volvemos a coger el coche y regresamos por donde vinimos. Nos desviamos hacia Urdax, que también está muy cerca. Después de la experiencia de las otras cuevas, no nos detenemos a visitar las que también hay aquí (dice Carmen que después de haber visto las de Aracena y la reproducción de las de Altamira, nada nos puede impresionar; estoy de acuerdo). En Urdax (o Urdazubi) hace calor. Paro el coche a la sombra. Carmen está medio dormida y se queda dentro. Yo me bajo a tomar un café en un sitio precioso, al lado de un molino de agua. Ahí es donde escucho hablar euskera por primera vez. Cuando termino contemplo la portada del Monasterio de Urdax y entro en la iglesia. Estoy solo y el silencio lo invade todo. Hay un cartel que indica que se puede visitar el claustro, pero el acceso está cerrado, será por la hora. Como el interior está muy fresco, me siento un momento a contemplar las paredes, las imágenes, los muros y el techo. Es una delicia poder hacerlo sin nadie que te moleste. Cuando salgo, Carmen sigue dormida.

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Conocido el terreno, la carretera de regreso parece que no es tan pesada ni peligrosa. Será también por la hora, alrededor de las tres de la tarde, en la que casi todo el mundo estará comiendo. Una vez sobrepasado el puerto de Otxondo, nos desviamos a Amaiur. Hasta ahora, es uno de los pueblos que más me ha gustado. La calle por la que se accede, prácticamente la única calle del pueblo, está flanqueada por casas que merecen abrir portadas de libros de viajes. Piedra, madera, cal, flores, verde, forman un conjunto armonioso y delicioso. No sé cómo será vivir aquí, si tienen todos los servicios que se necesitan en el mundo moderno. Quizás no sea tan bucólico pasar la niñez y la juventud en un pueblo de apenas 300 habitantes. Pero para pasar una pequeña temporada y descansar, es ideal. Subo hasta los restos del castillo por un empinado camino, llego sudando y jadeando, pero el esfuerzo merece la pena ya que la vista del valle es maravillosa: al fondo, Elizondo, pequeños caseríos, bosques, montañas, prados. Parece que estamos en Suiza. Me detengo un buen rato a aspirar un aire limpio, puro, aromático, a escuchar un silencio que lo envuelve todo. En estos tiempos es difícil encontrar lugares así. Aunque llevamos ya más de mil kilómetros en coche y no sé cuantos a pie, momentos como este hacen que merezca la pena el viaje.

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Seguimos bajando hasta Elizondo. Aparcamos el coche en una calle transversal a la carretera porque no me atrevo a entrar hasta el centro. Como tampoco es un pueblo demasiado grande, llegamos pronto a la calle más larga, la calle Jaime Urrutia, paralela al río Bidasoa (parece que aquí ya no le llaman Baztán) y pasamos por el ayuntamiento. Intento recordar las descripciones de los libros de Dolores Redondo, pero no soy capaz de rememorarlas. Únicamente cuando llego al puente de Txokoto, donde está la pequeña presa, me acuerdo de algunas cosas. Pero mientras que en el libro casi siempre se describe la humedad, la lluvia, la oscuridad, la soledad, Elizondo es bastante bullicioso, con mucho ambiente. Entramos a comprar en una tienda de recuerdos y el dueño nos dice que se ha notado mucho la influencia de los libros, que ahora viene mucha más gente, que hay más vida. Recorremos el pueblo y después queremos visitar la Iglesia de Santiago, pero, oh sorpresa, aquí también se está celebrando un funeral. Debe de ser alguien importante porque hay mucha gente, dentro y fuera de la iglesia. La fachada es imponente, con dos torres campanario barrocas y un gran rosetón. El interior, a pesar de que queríamos respetar la celebración y apenas pudimos verlo, tiene unas medidas muy grandes y también una gran altura. Habrá que verla en otro momento, cuando no haya nadie.

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Alrededor de las siete de la tarde regresamos al coche y tomamos camino a Pamplona. La verdad es que estoy cansado de andar y de conducir. La edad no perdona y llevamos muchos kilómetros a cuestas. Además, mañana nos quedan más de cuatro horas de coche para llegar a Cuenca, así que cuando llegamos a hotel, cerca de las ocho, dudamos entre ir otra vez al centro a cenar de pintxos o quedarnos más cerca, como ayer, en el Bar Letyana, que tan buen sabor de boca nos dejó. Optamos por esto último y nos vamos temprano a descansar. El contador de pasos del reloj está pidiendo una tregua ya que hoy hemos hecho otros doce kilómetros, así como quien no quiere la cosa. El del coche va ya casi por los mil cuatrocientos.

Burgos, Vitoria, Pamplona y Cuenca en una semana (un atracón de viaje, II)

Continuamos la narración del viaje por cuatro provincias de cuatro comunidades autónomas diferentes. Como decíamos ayer, un verdadero atracón de kilómetros en coche y muchos también andando. Tengo la espalda hecha mixtos todavía y me sostengo a base de friegas, calor e ibuprofeno. Y lo malo es que dentro de una semana corro con mi hija la Nocturna del Guadalquivir. A ver si puedo hacerla, aunque sea andando, porque llevo entre unas cosas y otras casi un mes sin entrenar, encima con estos dolores.

Pero vayamos al grano y sigamos con la descripción del viaje, que todavía queda mucho que contar.

12 de septiembre, jueves. De Burgos a Vitoria, pasando por Haro.

Hoy nos hemos levantado temprano y nos hemos dado un homenaje desayunando chocolate con churros Valor, cerca de la Catedral. Dejamos el apartamento y subimos con el coche ya cargado con el equipaje al castillo, desde el que se puede contemplar una vista magnífica de Burgos. Hoy parece que hace menos frío y el cielo está casi despejado.

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Abro el Google Maps y elijo como destino Haro. Queremos visitar alguna bodega y pasear por un pueblo que, según hemos leído, no sólo destaca por el vino. Son poco más de 90 km y tardamos una hora en llegar, alrededor de las doce de la mañana. Tomamos un café en la cafetería de un hotel y allí preguntamos qué podemos visitar, aparte de las bodegas, en el pueblo. Nos proporcionan un mapa y nos señalan los lugares de interés. Aunque no lo sabemos, estamos cometiendo un error: no hemos reservado ninguna visita a alguna bodega. Callejeamos algo, contemplando varios palacios espléndidos. Llegamos hasta la plaza del ayuntamiento y después entramos en la Iglesia de Santo Tomás. Están celebrando un funeral de cuerpo presente. Vaya por Dios. Salimos rápidamente y, para cambiar el mal cuerpo que se nos había quedado,  bajamos hasta la zona donde están la mayor parte de las bodegas: el Barrio de la Estación. Está relativamente cerca de la plaza y, como es cuesta abajo, vamos caminando (otro error, porque luego hay que regresar subiendo). Entramos en la primera bodega que encontramos, CVNE y cuando queremos sacar las entradas para ver la bodega, nos dicen que ya está completo y que hasta el día siguiente no podremos hacerlo. Compramos un par de botellas de crianza y nos dirigimos a otra bodega, las bodegas bilbaínas, al lado de la estación de RENFE. Están cerradas. Hace calor y me tengo que quitar ropa. Ahora vamos a las bodegas Muga y nos pasa como en la primera, está completo el cupo de visitas. Me enfado y no compro ninguna botella. Llamo por teléfono a otras bodegas, Ramón Bilbao y Martínez Lacuesta y en todas me contestan lo mismo, que ya no hay plazas para hacer las visitas hoy. ¿A quien se le ocurre visitar bodegas un miércoles de septiembre? A nosotros y a otras quinientas personas más. Parece mentira que no conozca el percal. Este país, entre propios y extraños, está lleno de irresponsables bebedores. Lo que pasa es que los otros han sido más listos y han reservado. El tonto he sido yo, y mira que me gusta planificar y organizar. Pero esto no lo había previsto, mea culpa. Fiasco total en Haro (el segundo, después de lo que nos ocurrió en Silos).

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Subimos la maldita cuesta, cabreados y sudando. Llegamos al coche y tiro las botellas en el maletero de cualquier forma. Menos mal que no se rompieron; hubiera sido el remate del tomate. Tenía pensado pasarme por Laguardia, pero después de esto, habrá que dejarlo para otra ocasión, en la que espero ser más previsor (y no llevar el coche, porque si no, a ver quién conduce después de las catas).

Otra vez el Google Maps, esta vez poniendo como destino Vitoria. Menos mal que está cerca, algo menos de 50 km, y tardamos en llegar al hotel unos tres cuartos de hora. Buen hotel, el Silken Ciudad de Vitoria, recomendable cien por cien. Subimos a la habitación, dejamos las maletas y preguntamos en recepción dónde podríamos comer. Como si no hubiera sitios en Vitoria. El recepcionista nos da un plano de la ciudad y nos señala cuatro o cinco restaurantes. Elegimos uno que está cerca de la plaza de la Virgen Blanca, uno de los sitios más conocidos de la ciudad, donde se eleva el monumento a la Batalla de Vitoria. El restaurante se llama Arkupe. Comimos, de manera excelente, en la barra porque había una celebración en el comedor y estaba lleno. Muy buena relación calidad precio. Recomendable. Paseamos por el casco antiguo y llegamos hasta la catedral de Santa María. Aunque ya lo sabíamos, la catedral está hecha unos zorros, llena de andamios por dentro y por fuera. Compramos la entrada, esperamos una media hora que dedicamos a hacer fotos y entramos. Primero nos ponen un documental sobre los orígenes de Vitoria y de la catedral y después nos ponen unos cascos (como en Atapuerca). Mala señal, puede significar que hay desprendimientos o que las cubiertas se nos pueden caer encima. Primero bajamos a los cimientos, a los primeros vestigios de la ciudad y de la catedral. Subimos hasta la nave central en la que nos explican que hay algunas columnas torcidas y varios refuerzos para impedir que la catedral se caiga. Me dan ganas de salirme ya, pero no quiero mostrar nerviosismo porque hay niños y daría mal ejemplo. Subimos hasta el triforio, muy estrecho y después hasta el campanario. Intento escuchar ruidos raros, pero no, parece que todo está controlado. Las vistas desde la torre son espectaculares. A lo lejos se ve la segunda catedral. Ahora me entero que Vitoria tiene dos catedrales, la de Santa María y la de María Inmaculada. Estos vascos son muy religiosos. Sevilla, que es mucho más grande, sólo tiene una.

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Salimos y respiro aliviado. Me hago una foto con la estatua de Ken Follet, que escribió Los pilares de la tierra y Un mundo sin fin, basándose en la construcción de esta catedral. Hace una tarde espléndida y paseamos por calles estrechas, llenas de bares y con muchas pintadas. Los tipos de los jóvenes son idénticos a los que aparecen en la película Ocho apellidos vascos. No sé si será una opinión muy subjetiva, porque todo el mundo habla maravillas de esta ciudad, pero esta zona me parece muy descuidada y decadente. El resto de Vitoria sí me gusta: muchos parques, plazas amplias y calles cuidadas y limpias, no como en el casco antiguo al que los autóctonos llaman La Almendra. Carmen está cansada y se va al hotel a descansar, pero yo me quedo en la plaza de la Virgen Blanca a tomarme un café. Es una pena desperdiciar una tarde tan hermosa.

Por la noche salimos a pasear. Ahora sí me gusta mucho lo que veo, sobre todo el ambiente. Cenamos en el Sagartoki, otra de las recomendaciones del recepcionista. Todavía mejor que en el anterior. Las tapas, mejor dicho los pintxos, como se dice aquí son para hacerles la ola. Nos vamos muy contentos para el hotel, que está bastante cerca. Mi reloj marca 16.200 pasos, o sea, más de doce kilómetros. Estamos batiendo récords.

13 de septiembre, viernes. De Vitoria a Pamplona, pasando por Estella y Puente la Reina

Uno de los mejores días de todo el viaje. El tiempo está mejorando, sólo hace algo de fresco por la mañana. Para salir de Vitoria, un poema. Menos mal que la amiga de Google Maps (digo amiga porque la voz es de una mujer) nos va indicando las calles, rotondas, avenidas, circunvalaciones, etc., que hay que hacer para sortear todos los obstáculos. De vez en cuando me equivoco y en lugar de tomar la segunda salida de la rotonda tomo la tercera y hay que volver a empezar. Tardamos cerca de media hora en alejarnos de Vitoria. Destino, Estella, a 70 km. Viaje muy tranquilo, con poco tráfico. Cuando llegamos, buscamos un aparcamiento vigilado, porque este pueblo es más grande de lo que yo creía y vamos con el coche cargado y con equipaje a la vista. Aparcamos cerca de la estación. Me pongo mi sombrero Panamá, porque hace mucho sol y no puede darme en la frente. Parezco un guiri americano. Vamos a la Oficina de Información y Turismo y nos explican los monumentos más importantes que podremos visitar en una hora y media, que es lo que he previsto para poder parar después en Puente la Reina y que no se nos haga demasiado tarde.

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Primero visitamos la iglesia de San Pedro de la Rúa. Si el día anterior habíamos subido escaleras, ahora tampoco nos quedamos atrás. Hay una buena escalinata hasta llegar al pórtico, románico aunque con influencia árabe. Ábside románico y claustro que invita a la meditación. Bajamos en ascensor (nos dimos cuenta tarde, lo teníamos que haber utlizado para subir) que está a la salida del templo y entramos en el Palacio de los Reyes de Navarra, que ahora se destina únicamente a museo. Obras no demasiado conocidas, destacando dos grabados de Picasso, a los que les hago fotos. Salimos y llegamos hasta el Puente de la Cárcel. Seguimos paseando por calles muy tranquilas, la Plaza de los Fueros y subimos hasta la Iglesia de San Miguel. Carmen se niega a hacer el último tramo y no me extraña. No he contado los escalones que hemos subido hoy, pero son muchos, muchos.

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La distancia entre Estella (o Lizarra, como se dice en euskera) y Puente la Reina es de unos 23 km, así que llegamos pronto. Mucho más pequeña que Estella, no llega a los tres mil habitantes, se recorre en poco tiempo. Lo primero que hicimos fue entrar en la Iglesia de Santiago. Varios peregrinos franceses dentro un sacerdote francés explicando las características de la iglesia, que contiene una talla conocida del Apóstol Santiago. Antes de llegar al puente románico que da nombre al pueblo (en realidad, primero se construyó el puente y años después se hizo la calle mayor y algunas casas que  se fueron ampliando con los siglos) nos sentamos a tomar algo en la plaza del ayuntamiento. Nos sentamos fuera, a la sombra porque hoy hace calor. En la plaza están las barreras de los toros, pues ahí, como en muchos otros pueblos, se celebran festejos taurinos. Como no podía ser de otra manera, llegamos hasta el Puente sobre el río Arga por el que pasan los peregrinos. Este puente fue construido por orden de la esposa del rey Sancho el Mayor o por la del rey García de Nájera, no se sabe con total seguridad. Lo que sí se sabe es que se construyó en el siglo XI y que en la actualidad, quizás gracias al trasiego de los peregrinos y a la riqueza que eso genera, tiene bastante vida.

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Llegamos a Pamplona pasadas las dos de la tarde y preguntamos en recepción, como hicimos en Vitoria, un sitio donde comer cerca del hotel, porque el centro queda bastante alejado. El consejo, como la vez anterior, fue totalmente acertado. Comimos en la Avenida de Bayona en el Mesón Letyana. Además del camarero, muy profesional y simpático, a destacar los pintxos, el vino y el precio.

Descansamos algo en el hotel y alrededor de las siete nos fuimos andando hasta el centro. Tardamos una media hora, así que el cuenta pasos estaba ya calentito. Lo primero que hicimos fue acercarnos hasta la Oficina de Información y Turismo (somos muy tradicionales y nos gusta que nos den planos, mapas y guías, que luego guardamos como recuerdo) que está al lado del ayuntamiento. Una manifestación con muchas ikurriñas amenizaba el ambiente. Creo que protestaban por el juicio que se iba a hacer en la Audiencia Nacional unos días después.

Cómo no, iniciamos la visita a Pamplona bajando desde el Ayuntamiento por la Cuesta de Santo Domingo hasta el lugar donde comienzan los encierros. Nos paramos delante de la pequeña imagen de San Fermín, llegamos hasta la plaza del Ayuntamiento (muy pequeña, mucho más de lo que parece en la televisión), calle Mercaderes, Estafeta, Telefónica y Plaza de Toros. Poco más de 800 metros, que andando se recorren en diez minutos. Después visitamos la catedral y la plaza del Castillo. Entramos en la cafetería Iruña, de visita obligada por ser el café preferido de Ernest Hemingway. Como ya era hora, nos fuimos de tapeo por la calle Estafeta. Hay donde elegir entre las decenas de bares, mesones y restaurantes. Entramos primero en uno llamado La Estafeta y después en otro que hace esquina que se llama algo así como Txirrintxa, donde elaboran una cerveza propia. En los dos comimos muy bien. Ya era tarde y estábamos cansados, así que nos fuimos de regreso al hotel. Esta vez el número de pasos fue 17.850 , o sea, trece km y medio. Nuevo récord. Lo bueno de esto que dormimos a pierna suelta.

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Burgos, Vitoria, Pamplona y Cuenca en una semana (un atracón de viaje, I)

Creo que en este blog he dejado claro que me gusta viajar. Cambiar de aires, de paisajes, de comida, de luz, de sonidos o de gente es siempre muy sano. Confrontar lo propio con lo ajeno, lo conocido con lo extraño, apreciar lo diferente y valorar lo propio, dejar a un lado la suspicacia. Abrir la mente a nuevas experiencias y a nuevos ambientes enriquece y amplía horizontes.

Desde que tengo recuerdos, he estado viajando. Primero con mis padres, con amigos o solo, con mi mujer, con mis hijos y ahora otra vez Carmen y yo solos. Es como una necesidad de salir periódicamente de la monotonía, de la vida cotidiana, más ahora que estamos jubilados y, teóricamente, tenemos más tiempo libre (aunque esto es relativo, porque parece que las horas se comprimen y pasan cada vez más rápidamente). A lo largo del año procuramos hacer tres o cuatro viajes. En los últimos tiempos habíamos adquirido la costumbre de salir a extranjero por lo menos una vez al año: la Toscana, Londres, Nueva York, Croacia, Rusia… pero hemos decidido dejar lo más lejano para más adelante y centrarnos en conocer lo que está más cerca, nuestro país, porque revisando el mapa de España, resulta que hay muchas ciudades, pueblos y comarcas que todavía no conocemos, así que durante los próximos años recorreremos la península ibérica.

Carmen y yo somos turistas normales y corrientes, no somos aventureros ni nos gusta el riesgo. Somos más bien urbanitas y nuestras excursiones a la naturaleza son escasas. Haciendo memoria podríamos hablar de las Tablas de Daimiel, el Torcal de Antequera, la sierra norte de Sevilla, la sierra de Segura y muy pocos sitios más. Así que del Amazonas, de la estepa siberiana o de la Tierra de Fuego, ni hablamos. No busquéis sobresaltos ni descripciones de bosques, altas montañas o ríos caudalosos en estas páginas porque os llevarías una desilusión.

Así que durante el verano, después de nuestro habitual viaje a Coruña para volver a los orígenes, ver a madre, hermano, sobrinos y amigos, comenzamos a pensar cuál podría ser nuestro destino en el mes de septiembre. Como este año parece que el tema Imserso está poco claro, decidimos recorrer parte del norte de España y regresar por Cuenca, ciudad a la que desde hace tiempo le teníamos echado el ojo. Así que empecé (esta vez yo solo porque a Carmen le gusta encontrarse todo hecho) a mirar posibles destinos, lugares y alojamientos. Desplegar un mapa de España y seguir con el dedo las rutas y sus alternativas es algo que siempre me ha gustado. Ahora lo complemento con el Google Maps, que me ayuda a calcular distancias y tiempos. Algunas dudas iniciales que se fueron disipando. Lápiz y papel para ir apuntando todo. Et voilà, al fin pude sincronizarlo todo y empezar a buscar alojamiento. Nada de casas rurales en medio del monte ni hotelitos con encanto. Como mucho, apartamentos en el centro de la ciudad y hoteles bien situados, por supuesto de cuatro estrellas. Mi señora no se conforma con menos.

Sobre el papel, un viaje muy completo, en el que se conjugan con cierto equilibrio historia, cultura, arte, paisaje y, por supuesto, gastronomía. En la realidad, un atracón de kilómetros. Puse el cuentakilómetros, velocidad media y consumo a cero, para saber al final del viaje qué me encontraba. Y lo que me encontré es que en siete días hicimos 2.394 kilómetros a una media de 82 km/h y con un consumo de 5,5 litros cada 100 kilómetros. Puede parecer una velocidad media no muy alta, pero teniendo en cuenta la entrada y salida de las ciudades y algunas carreteras con muchas curvas y tráfico, es una media más que aceptable. Y el consumo, excelente. Este coche, un Ford Mondeo Econetic que tiene ya diez años y algo más de 130.000 kilómetros, está en su mejor momento. En cuanto a los kilómetros andados, el reloj que, además de marcar las horas, marca los pasos y la distancia recorrida, nos informó de que cada día hicimos una media de doce kilómetros, unos 16.000 pasos. Eso es patearse bien las ciudades y los pueblos, sí señor, Y muchas escaleras, también.

10 de septiembre, martes. De Sevilla a Burgos, algo más de 700 kms.

A mí me gusta conducir y no me pesan las horas al volante. Pero a aquellos que no les guste pueden hacerse pesados tantos kilómetros en un solo día. Salimos temprano, alrededor de las 8 de la mañana. Como cada vez que viajamos por la Ruta de la Plata, desayunamos en Leo, un área de servicio cerca de Monesterio. Está siempre lleno de autobuses, camiones y turistas, pero sirven con rapidez y no es muy caro. Llegamos hasta Salamanca y la circunvalamos. Todavía es pronto para comer, así que seguimos camino de Tordesillas y un poco más adelante paramos para tomar algo antes de llegar a Burgos. Sobre las cuatro de la tarde llegamos a nuestro primer destino. Nos alojamos en los Apartamentos La Puebla, en la calle Fernán González. La dueña es muy simpática y habladora. Lo mejor de los apartamentos es su situación, a menos de cinco minutos de la Catedral, en pleno centro de la ciudad.

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Después de situarnos y descansar un poco, salimos a dar una vuelta bien abrigados, porque hacía un día casi invernal. Si es así en septiembre no me imagino el frío que hará en enero. Obligatorio, entrar en la catedral. Primero, un paseo por el exterior, para admirar las agujas y las diferentes fachadas. El interior también es magnífico, y algunas capillas y salas, realmente espectaculares. Salimos al Paseo del Espolón por la Puerta de Santa María y nos dirigimos al Museo de la Evolución Humana, muy didáctico y que nos permitirá hacernos una idea de lo que hemos sido y lo que somos como especie. Además, nos sirve como introducción a la visita que haremos mañana a Atapuerca.

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Cuando salimos del Museo, seguimos paseando por la Plaza Mayor y las calles adyacentes. Ya notamos un cierto cosquilleo en el estómago y, siguiendo los consejos de mi amiga María Jesús, burgalesa que desde hace años vive en Sevilla, recorremos las calles Los Herreros, Sombrerería y La Flora, entre otras, que están llenas de bares. Entramos en varios mesones y ninguno nos defraudó. Como estábamos muy cansados no nos paramos a escuchar el himno del Burgos en el Victoria, una de las recomendaciones de María Jesús. Lo dejaremos para otra ocasión. Antes de las once de la noche caímos rendidos y dormimos como lirones. No hay como cansarse para dormir bien.

11 de septiembre, miércoles. Atapuerca y el triángulo del Arlanza (Lerma, Covarrubias y Santo Domingo de Silos).

Hemos reservado hace días la visita a Atapuerca. Nos citan en Ibeas de Juarros, a unos 15 km de Burgos por la carretera de Logroño, donde nos recogerá un autobús a las 12 de la mañana. Iván, el guía, que supongo será un estudiante de postgrado, nos explica el pasado, el presente y el futuro de Atapuerca. La casualidad del tren minero que sacó a la luz varias cuevas, aunque ya en siglos pasados y a comienzos del XX ya se tenían noticias y se habían estudiado algunos restos. Los hombres y animales que habitaron las diferentes cuevas, el trabajo de campo que se hace durante los meses de julio y agosto, los estudios posteriores que permiten catalogar los hallazgos, el enorme trabajo que queda por hacer.

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Salimos de Atapuerca sobre la 13,30 y nos dirigimos en nuestro coche desde Ibeas de Juarros hasta Lerma. Llegamos poco después de las dos de la tarde y nos dio tiempo a recorrer un poco del pueblo. Muy bien conservado, con calles empedradas y casas, iglesias, conventos y palacios que nos hablan de un pasado esplendoroso. Entramos en el núcleo histórico por la Puerta de la Cárcel y llegamos por la calle Mayor hasta la Plaza Mayor, una preciosa plaza porticada donde hay varios mesones y tiendas de productos típicos. Comimos, más bien tapeamos, en la Taberna del Pícaro, que se encuentra en la misma Plaza. Después tomamos café en el Parador, antiguo Palacio Ducal. No nos detuvimos demasiado, aunque merecía la pena, ya que queríamos ir a Covarrubias y llegar antes de las siete a Santo Domingo de Silos, a escuchar los cantos gregorianos de los monjes.

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Covarrubias es un pueblo con encanto, muy bien conservado y cuidado. Es uno de los que más nos gustó de este viaje. Paseamos un buen rato por sus calles y llegamos hasta la Iglesia de San Cosme y San Damián, una antigua Colegiata, cerca del río Arlanza, hasta donde llegamos para refrescarnos un poco. Placitas con casas balconadas y llenas de flores, calles empedradas, silencio. muy poca gente por las calles y, lo que es también de agradecer, poco turismo, igual que en Lerma. Acostumbrados a las multitudes de Sevilla, Córdoba o cualquier otra ciudad por donde apenas se puede dar un paso, es un lujo pasear en silencio, detenerse a hacer fotos y hablar bajo, para no romper el encanto.

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Después nos dirigimos hacia Santo Domingo de Silos. El triángulo del Arlanza (Lerma, Covarrubias, Santo Domingo de Silos) se recorre en poco tiempo. Merece la pena dedicarle un día completo y detenerse varias horas en cada pueblo. Nosotros los recorrimos en una sola tarde y nos dejaron con la miel en los labios. En Santo Domingo no tuvimos suerte. Llegamos al Monasterio a las seis y tres minutos y nos encontramos con la puerta cerrada. A pesar de que llamamos y nos abrieron la puerta, la mujer encargada de la entrada nos dijo que se había cerrado a las seis. Por más que insistimos y le dijimos que las visitas terminaban a las seis y media, que habíamos venido de muy lejos y no sabíamos cuándo podríamos volver, no hubo manera de convencerla. Así que nos quedamos sin ver uno de los claustros más bellos que se pueden contemplar y tampoco pudimos rememorar los famosos versos de Gerardo Diego: «Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza…». Había buscado el soneto en Google y pensaba recitarlo y y grabarlo allí mismo. Otra vez será.

Lo que sí pudimos hacer fue escuchar los cánticos de Vísperas de los monjes de Silos. Ese día, además, se conmemoraba la traslación de las reliquias del Santo. Veintidós monjes, durante casi una hora, cantando en latín, sentándose, levantándose, inclinándose hasta casi tocar el suelo. Y así varias veces a lo largo del día. Algunos de los monjes, ya muy mayores, tenían que permanecer sentados pues apenas podían moverse. Ora et labora. Tiene que ser agotador levantarse muy temprano para los maitines, trabajar, rezar y cantar varias veces al día. Y nosotros nos quejamos.

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Casi anocheciendo regresamos a Burgos, después de hacer unos 180 kilómetros en coche y trece o catorce andando. Cenamos también alrededor de la catedral y otra vez nos acostamos temprano. Todavía nos quedan cinco días de viaje y hay que guardar fuerzas.

 

Viaje a Rusia (III): San Petersburgo

Como habíamos llegado demasiado tarde al hotel la noche anterior y mi cuerpo todavía estaba muy tocado por la colitis, enteritis o lo que fuera aquello, no pude dormir demasiado ni me apetecía comer, y he de decir que hasta el último día de nuestra estancia en San Petersburgo no pude disfrutar plenamente de la ciudad. Y, además, el tiempo tampoco acompañó demasiado.

El domingo 15, nuestro primer día en la ciudad, amaneció muy desapacible. Nuestra nueva guía, Olga, seguía cumpliendo los cánones de las mujeres rusas: alta, muy rubia, grande, con una cara redonda muy graciosa en la que destacaban sus ojos azules y unos dientes superiores que sobresalían un poco y que hacían que su boca pareciera estar riendo continuamente. Además, como nos demostró a lo largo de nuestra estancia, tenía un humor muy irónico y con propensión a contar chistes. Nos recibió en el vestíbulo del hotel, nos explicó la programación prevista según el tipo de viaje que tuviéramos contratado, las excursiones alternativas y una serie de recomendaciones a tener en cuenta, como el cuidado en las aglomeraciones ya que abundaban los carteristas.

Iniciamos un circuito en autobús para conocer los lugares más emblemáticos de San Petersburgo: la conocida Perspectiva Nevski (la más conocida avenida de la ciudad), plazas, palacios (pasamos por delante de algunos impresionantes, como el Palacio de Invierno, canales… Muchos los habíamos visto la noche anterior, pero de día parecía un paisaje totalmente nuevo. La pena es que la lluvia y el frío deslucían el paseo, aunque al adentrarnos en el barrio Dostoyevski parecía que nos habíamos trasladado a alguna de sus novelas y el tiempo era perfecto para retrotraernos al ambiente y a los personajes que describía en sus textos; nos bajamos para entrar en el mercado central, el mercado Kuznechny, que a pesar de ser domingo estaba abierto, aunque poco concurrido y también entramos en una iglesia que estaba celebrando una misa ortodoxa. No permanecimos mucho tiempo allí por respeto y porque, también hay que decirlo, son demasiado largas y pesadas.

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El autobús nos llevó hasta la fortaleza de Pedro y Pablo, construida en tiempos de Pedro el Grande, donde se encuentra también la catedral de San Pedro y San Pablo, con su enorme cúpula dorada,  y el Museo de Historia.

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Visitamos la catedral, en la que se encuentran las tumbas de casi todos los zares, incluidas las de la familia Romanov, cuyos restos fueron trasladados hasta aquí en 1998. Finalizada la visita a la fortaleza subimos al autobús, que continúa el recorrido por la ciudad. Pasamos al lado del crucero Aurora, hoy un buque museo, que el 25 de octubre de 1917 (en realidad, el 7 de noviembre según el calendario gregoriano), con un disparo de cañón, dio la señal para el asalto al Palacio de Invierno, residencia oficial de los zares, con lo que dio comienzo la revolución bolchevique.

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Termina la visita panorámica, sigo sin encontrarme bien y no puedo comer, por lo que dejo a Carmen en el comedor y subo a la habitación. Pasadas un par de horas parece que me repongo y como la tarde ha mejorado, decidimos dar un paseo para despejarme por la avenida Macaroba. El hotel Marriot Courtyard está muy bien situado, al lado de uno de los brazos del río Neva, que desemboca en el Báltico, en el golfo de Finlandia, formando un delta. El recorrido es precioso, la tarde luminosa, apenas se veía una nube en el cielo. Llegamos a una plaza con un parque al lado del río donde varias decenas de parejas de todas las edades bailaban al son de la música que salía de un equipo que alguien había llevado. Seguramente es una costumbre que se lleva a cabo todos los domingos por la tarde. Como soy muy mal bailarín no me atrevo a bailar y Carmen me lo reprocha. Pero como tengo mala cara porque llevo un par de días con diarrea y sin comer y, sobre todo, porque el nivel de las parejas es muy alto, como si todas hubieran ido a clases de baile, no hace más comentarios. Enfrente tenemos el Palacio de Invierno, es decir, el edificio principal del Museo del Hermitage y, aunque me apetecía seguir el paseo, vemos que unas nubes amenazadoras se van acercando desde el mar, por lo que decidimos volver al hotel. Menos mal, porque nada más entrar, comenzó a llover de forma copiosa, incluso con truenos y relámpagos. Por la noche me atrevo a cenar algo porque parece que me encuentro mejor. Creo que fue un error.

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Al día siguiente el tiempo sigue frío y lluvioso. Apenas he dormido y mis visitas al baño durante la noche han sido frecuentes. San Petersburgo está siendo una tortura. Una pena porque hoy por la mañana tenemos una excursión a la ciudad de Pushkin y a Pavlovsk, el palacio de Pablo I y a los jardines de Catalina. Como todo lo que hemos visto hasta ahora, tanto el exterior como el interior son un ejemplo de por qué los rusos se rebelaron en 1917. Era imposible aguantar el despilfarro, la ostentación y la riqueza de los zares y de la nobleza rusa mientras el pueblo se moría de hambre (véase, si no, el artículo sobre Los lujosos palacios de los zares en San Petersburgo) y, encima, los habían empujado a morir en la I Guerra Mundial. Lo dicho, tuvieron mucha paciencia y aguantaron mucho.

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El palacio es realmente espectacular. Y resulta todavía más sorprendente cuando nos cuentan que en el año 1944 fue prácticamente destruido por los alemanes, que montaron allí un centro de operaciones y que, cuando tuvieron que irse por la derrota, lo incendiaron. El proceso de reconstrucción fue muy costoso, pero el resultado es magnífico. Las salas con diferentes decoraciones, estilos y obras (egipcio, italiano, griego…) proporcionan un conjunto variado pero muy armonioso. El control dentro del palacio es absoluto: tienes que ponerte unas protecciones en los zapatos para evitar rallar el suelo y siempre hay algún vigilante, generalmente mujeres, que están pendientes de que no te acerques a los objetos ni roces absolutamente nada. Cuando salimos a los jardines apenas pudimos pasear por ellos porque estaba lloviendo y era desagradable recorrerlos bajo los paraguas.

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Como teníamos la tarde libre, nuestra primera intención fue la de aprovechar para recorrer las calles y canales de San Petersburgo. Pero el tiempo seguía muy desapacible, con una lluvia continua y con frío y aunque estuvimos tentados de regresar al hotel después de comer en un restaurante a las afueras de San Petersburgo (los que pudieron comer, claro, porque yo seguía a dieta), la guía nos ofreció la alternativa de dejarnos en un conocido centro comercial, la Galería, para terminar de comprar y gastarnos los rublos que todavía teníamos. Para aquellos que le gusten las compras (yo no soy uno de ellos, por cierto) este centro, con cinco plantas y una gran cantidad de tiendas, es un auténtico paraíso. O un infierno, porque las tentaciones son demasiado grandes. Menos mal que allí también había baños, y fue una de las primeras cosas que comprobé. Durante un par de horas, recorrimos la mayor parte de la Galería y nos hicimos fotos delante de una exposición de coches americanos (si Lenin o Stalin levantaran la cabeza…). Como habíamos quedado a una hora determinada con dos parejas de argentinos y un par de mujeres mallorquinas, decidimos, tras votación, regresar en taxi (los hombres queríamos hacerlo en metro, porque nos habían dicho que, sin ser tan espectacular como el de Moscú, el metro de San Petersburgo tiene también algunas estaciones dignas de visitar). Pero no pudo ser, porque las mujeres eran mayoría y ellas no querían aventuras y prefirieron el taxi. Como nos dijo una vez Olga, la guía “A mí no me gustan las votaciones, porque siempre gana Putin”. Pues eso. Y aquí también se demostró que los argentinos están acostumbrados al regateo, porque una de ellas, tras varios intentos, consiguió dos taxis que nos acercaron al hotel, que estaba bastante alejado, por 600 rublos cada taxi (unos 7 euros). Como la Galería estaba cerca de la Perspectiva Nevski, la volvimos a recorrer y volvimos a recrearnos, pues tanto los edificios como su iluminación nunca dejan de sorprender.

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En el hotel dejé a Carmen en el restaurante y yo me subí, después de coger un yogur y una botella de agua, a la habitación. Otro día a dieta.

La última jornada fue muy intensa, demasiado, diría yo. Menos mal que esta vez el tiempo nos acompañó y pudimos disfrutar sin paraguas. Por la mañana, visita al Palacio Peterhof, en pleno golfo de Finlandia, a unos 30 km de San Petersburgo. El viaje de ida lo hicimos en autobús y el de vuelta en un barco rápido que tardó poco más de media hora en acercarnos a uno de los muelles que estaban cerca de nuestro hotel. El conjunto del palacio y de los jardines es Patrimonio de la Humanidad y no me extraña, porque es realmente extraordinario y si alguna vez vais a San Petersburgo no dejéis de visitarlo. A este palacio le pasó lo mismo que al de Pavlovsk, también fue casi derruido por los alemanes y reconstruido piedra a piedra por los rusos (los alemanes no son precisamente amiguitos de los rusos, como podréis ver). Peterhof es otra muestra del estilo barroco que tanto gusta por estos lares, mucho pan de oro, mucha rocalla, muchas florituras, muchas salas parecidas a las de Versalles (no en balde llaman a este palacio el Versalles ruso), muebles valiosos, espejos, lámparas…

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Pero lo que más llama la atención son los jardines y las fuentes, sobre todo estas últimas, ya que conforman, según comentó Olga, el complejo de fuentes más grandes del mundo, con una extensión de más de 100 hectáreas.

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Después de un paseo agradable, por fin, por los jardines, admirando la variedad y cantidad de fuentes, el regreso en barco nos permitió contemplar San Petersburgo de lejos, con la imponente Torre Gazprom o Lakhta Center, el rascacielos más alto de Europa, y el futurista estadio de fútbol del Zenith, actualmente el mejor equipo de Rusia, construido para el recientemente celebrado campeonato del mundo de fútbol. La comida fue en un restaurante típico ucraniano y esta vez me atreví con una sopa.

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Y por la tarde, la traca final, que nos supo a poco: El Hermitage. Había leído y visto mucho sobre este museo, uno de los mejores y más visitados del mundo, pero la realidad superó a las expectativas. En realidad, el museo consta de cinco grandes edificios unidos entre sí, aunque el principal y más conocido es el Palacio de Invierno. Desde la majestuosa escalera que permite acceder a la primera planta, a las grandes salas, cuadros, esculturas, decoración… Hubiera sido una auténtica gozada sin los millones de asiáticos que pululaban por pasillos y salas, impidiendo ver los cuadros. Sólo estuvimos un par de horas, contemplando únicamente las obras más conocidas. Pero la visita al Hermitage precisa de mucho más tiempo, no sólo por las obras de arte que alberga, sino también por la belleza del palacio en sí, porque techos, paredes, lámparas, todo, constituyen también una obra de arte.

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Salimos del museo mareados y abrumados por tanta belleza (me acordé del síndrome de Stendhal porque a punto estuve de padecerlo, quizás también influido por mi estado físico), comentando todo lo que habíamos visto, lamentando la dificultad para verlo con tranquilidad y prometiéndonos volver para seguir admirando todo lo que encierra en su interior.

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Con pena nos montamos en el autobús, porque con esta visita habíamos terminado realmente el viaje. Sólo nos quedaba regresar al hotel, hacer las maletas, comer algo, yo tomando líquidos, naturalmente porque no quería arriesgarme a que en el viaje de vuelta montara un número en los aviones, e intentar descansar un poco porque, aunque la salida de nuestro avión (recuerdo: San Petersburgo-Munich-Madrid-Sevilla) era a las 5,45 de la madrugada, nos venían a recoger al hotel a las 2,45. Yo fui capaz de dormir un par de horas, que me sentaron muy bien.

Nada reseñable que decir del viaje de regreso, sólo la pesadez de los aeropuertos y estaciones, así que hasta la próxima.

Viaje a Rusia (I): Introducción

¿No avanzas tú, Rusia, como una troika a la que nadie puede dar alcance? Se alzan nubes de polvo por donde tú pasas, retiemblan los puentes y todo lo dejas atrás. El espectador se detiene pasmado por ese milagro de Dios. ¿No es un rayo que cayó del cielo? ¿Qué significa ese terrorífico movimiento? ¿Qué ignorada fuerza encierran para el mundo esos desconocidos corceles? Ah, corcelas, corceles. ¿Lleváis un torbellino en vuestras crines? ¿Lleváis un sensible oído en cada una de vuestras fibras? Oyen la familiar canción que les llega de arriba, ponen en tensión al unísono los pechos de bronce y, casi sin rozar el suelo en los cascos, convertidos en una alargada línea, vuelan por el aire y avanza la troika impulsada por el hálito divino… ¿Adónde vas, Rusia? Responde. No contesta. Se oye el portentoso son de la campanilla. Resuena y se convierte en viento el aire rasgado a su paso. Pasa de largo todo cuanto hay en la tierra, miran, se apartan y le ceden el camino otros pueblos y naciones.

Almas muertas. Nicolai Gogol

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Antes de emprender un viaje suelo informarme bien sobre los países y las ciudades que visito. No sólo el clima, los monumentos, los transportes, los museos, los horarios, las calles o los restaurantes, sino también cómo son las costumbres habituales: si se saluda dando la mano, dando uno o dos besos, sonriendo o con una reverencia; de qué se puede y no se puede hablar, qué está prohibido o se considera de mal gusto, qué está bien visto… Es una costumbre que todos los turistas o los viajeros deberían tener porque así se evitan sorpresas y situaciones desagradables y facilitan el contacto con los ciudadanos nativos; nunca se sabe cuándo y cómo los necesitaremos; no hay cosa que más me moleste que los que nos visitan me miren como a un bicho raro, como si fuera un espécimen a estudiar con una lupa o bajo un microscopio.

Las tradiciones, la historia y la cultura conforman una malla en la personalidad de los ciudadanos de un país que suele diferenciarlos de cualquier otro. Aunque se habla mucho de globalización, y es verdad que cada vez nos parecemos más gracias o por desgracia, depende, a Internet y a todas las tecnologías que nos permiten reconocernos en el metro de París o en una aldea de la Patagonia, cada pueblo tiene una idiosincrasia que proviene de siglos de educación, de repetición de usos y costumbres, de ver en nuestra familia y a nuestro alrededor gestos o frases que nos han ido moldeando. Hablar a gritos o en susurros, comer o andar de una determinada manera, pedir las cosas por favor o mediante órdenes, querer destacar o pasar desapercibido, preferir la soledad o la compañía, etc., son características que suelen explicar la procedencia de unos y otros. Siempre hay excepciones, siempre nos podemos equivocar, a veces se han creado imágenes falsas de determinados países y de sus habitantes. Por eso es bueno, yo diría que imprescindible, viajar para comprobar si es cierto lo que se cuenta y para relativizar los conceptos. Y también para comparar, para saber si lo nuestro es tan bueno o mejorable y si las típicas frases “en España se vive mejor que en ningún lado” o “la mejor comida es la española” o al revés, “los españoles no tenemos ni educación ni cultura” tienen algún sentido.

Además de las recomendaciones que realiza el Ministerio de Asuntos Exteriores, suelo leer diferentes guías de viaje como la de Civitatis o Lonelyplanet , opiniones en blogs de viajeros y blogs de nativos del país que voy a visitar para conocer de manera más precisa aquello que nos vamos a encontrar, como por ejemplo el blog del bloguero ruso Raymond Saint que dice, entre otras cosas en Rusia resulta peligroso sonreír a personas desconocidas en la calle. La ‘sonrisa americana’ se considera falsa y da rabia a los rusos. Una cara sombría provoca más confianza porque revela los apuros cotidianos que sufre todo el mundo o también en Rusia no es peligroso pasear por las calles y la idea generalizada de que es un país inseguro no es más que un mito. O sea, hay que ir siempre serio por la calle, no vaya a ser que los rusos se enfaden, y podemos dar un paseo por los alrededores del hotel si no tenemos sueño, aunque sean las tres de la madrugada. Preguntaremos allí a los guías y en el hotel, no sea que el bloguero ruso se haya reído de todo el mundo y a ver quién le pide responsabilidades después.

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Una vez leído todo lo anterior, de haber releído a Tolstoi y Dostoievsk  y después de hablar con algunos amigos que ya visitaron Moscú y San Petersburgo, puedo hacerme una idea bastante aproximada de lo que me voy a encontrar. Pero sé que todo es muy subjetivo, que las opiniones varían en función de las experiencias previas, de la agencia de viajes contratada, de los hoteles elegidos, de las excursiones realizadas, de la época del año, de si los que visitaron y te hablan del país lo hicieron hace mucho o hace poco tiempo. Total que, aunque ya sé mucho, temo que tampoco sé demasiado.

Carmen, mi mujer, y yo tenemos un grave hándicap: apenas sabemos hablar inglés. Cuando yo estudiaba bachillerato el idioma que ofrecían casi exclusivamente en los institutos era el francés y sólo unos pocos años después de terminar esos estudios fue cuando comenzó a generalizarse el inglés. Reconozco que he empezado algunos cursos, que fui un año a la escuela de idiomas en La Coruña, que me gusta la música en inglés, que me he propuesto muchas veces aprender ese idioma que es casi imprescindible para viajar…, pero es inútil. Me pasa lo mismo que con la bicicleta, no aprendí a montar de pequeño, fue pasando el tiempo y ahora me da vergüenza y algo de reparo aprender. Sé que si me lo propongo puedo adquirir un nivel que me permita defenderme, por lo menos para lo más básico, pero lo voy dejando por pereza o porque surgen nuevas actividades que me ilusionan más. Y así estamos a día de hoy (como diría mi hijo Santiago: Nota mental, aprender inglés ¡¡¡YA!!!)

Total, que como no tenemos ni idea de inglés y menos de ruso, nos dio miedo organizar el viaje por nuestra cuenta como hemos hecho otras veces y nos dirigimos a una agencia de viajes. Resultado: todo es más cómodo, más caro, menos flexible y mucho menos divertido. Aunque no me gusta dejar demasiado a la improvisación, siempre es conveniente dar algo de margen a las pequeñas aventuras, esas que, al final, suelen ser el aderezo imprescindible de cualquier viaje. Así que, después de pedir varios presupuestos y analizar diferentes propuestas, elegimos una agencia que está muy cerca de casa y que al final, era la que ofrecía la mejor relación calidad-precio.

Primero decidimos las fechas, del 12 al 19 de septiembre. Este mes es uno de los mejores para viajar a casi cualquier país en general y a Rusia en particular, sobre todo por el clima. Por cierto, en Rusia, según nos comentaron las guías, el otoño comienza el 1 de septiembre; además de los caracteres cirílicos y de otras costumbres curiosas que iremos explicando, a los rusos les encanta, por lo que se ve, diferenciarse de los demás. Y sobre todo, decir continuamente que son los mejores, los más fuertes, los más orgullosos de su historia, de sus victorias. En ese sentido tenemos mucho que aprender, porque pocos pueblos habrá tan acomplejados por la historia propia que los españoles, continuamente estamos despotricando contra hechos que en la mayor parte de los países serían fuente de orgullo, de conmemoraciones. A lo largo de todo el viaje nos encontramos estatuas y monumentos que recordaban, por ejemplo, las victorias contra Napoleón o contra los nazis alemanes. Las dos guías que nos acompañaron durante el viaje ensalzaban continuamente esos hechos históricos. Y los españoles que íbamos en el grupo nos mirábamos y comentábamos entre nosotros la necesidad de ese pueblo por demostrar su fortaleza ante los demás y el silencio de los españoles, que solemos pasar de puntillas por nuestra historia.

Y, sin embargo, el pueblo ruso y el español no son tan diferentes como dijo en su día Miguel de Unamuno: “Me interesa mucho en Rusia todo lo ruso, todo lo tradicional, lo menos cosmopolita. Yo siempre estuve convencido de que existen analogías indudables entre los caracteres español y ruso: la misma actitud hacia la vida, la religiosidad de las masas y los impulsos místicos de los elegidos. Incluso la doctrina de León Tolstoi nos es mucho más cercana que a Francia o Italia, países latinizados y demasiado paganos”. Eso se nota, entre otras cosas, por la enorme admiración y el conocimiento que los rusos tienen de D. Quijote. Me atrevería a decir que ellos lo conocen mejor que nosotros y que lo quieren más. D. Quijote y Sancho son dos personajes con los que se sienten identificados, les fascina su actitud, su desprendimiento, su gallardía, su búsqueda de la libertad. Lo leen en las escuelas y luego en sus casas. Y nosotros, pues ya se sabe, me temo que hay un porcentaje muy grande de la población que sólo lo conoce por los dibujos animados.

Termino esta introducción con consejos más prácticos y que pueden ayudar a facilitar el viaje:

  • Tramitad con mucha antelación el visado para entrar en Rusia, que ya sabéis que es absolutamente obligatorio. Es muy pesado el papeleo y tarda alrededor de un mes, como mínimo. Y, sobre todo, comprobad que los datos sean totalmente correctos; cualquier error en el nombre puede conllevar que no os dejen entrar. Son muy estrictos en ese aspecto.
  • Elegir un buen seguro médico. Además de que no puedes entrar en Rusia sin él, te puede evitar disgustos.
  • Aunque nosotros estuvimos tres días completos en cada ciudad, es recomendable estar como mínimo cuatro días en cada una. Aún así, os quedarán muchas cosas por ver.
  • En cualquier época del año, sobre todo si no es en verano, llévate ropa de abrigo, ya que hace bastante más frío que en España, especialmente por la noche.
  • No es preciso llevarse dinero ruso, rublos, ya que casi todo se puede pagar con tarjeta de crédito. Además, en casi todos los hoteles hay máquinas que cambian dólares o euros a rublos. Yo saqué dinero en un cajero automático sin problemas y el cambio es prácticamente igual al oficial. De todas formas, en la siguiente entrada hallaréis consejos sobre dónde es mejor realizar el cambio: ¿Dónde es mejor cambiar moneda extranjera?

Y encontraréis más consejos en el siguiente enlace:

Consejos para viajar a Rusia, especialmente a Moscú y San Petersburgo.

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Viaje a La Manga (y IV)

Sexto día. 5 de abril

Hoy nos hemos dado una paliza de autobús. La Manga está muy bien aunque aburrida en esta época, el hotel es bueno, las comidas abundantes, variadas y de calidad, pero la situación para poder recorrer Murcia no es la más adecuada ya que está en un extremo de la provincia y las ciudades y pueblos más importantes están muy alejados. Si uno quiere descansar y desconectar, pues bueno, puede elegir La Manga, pero como quiera conocer la Comunidad mejor que elija otro lugar.

La segunda excursión que hemos programado con Mundiplan es a Caravaca de la Cruz y al Santuario de la Virgen de la Esperanza en Calasparra. Hasta Caravaca hay una hora y media de viaje en autobús, unos 135 kilómetros. Como salimos sobre las nueve de la mañana llegamos allí a las diez y media aproximadamente. Aunque las carreteras son buenas, no deja de ser un viaje pesado. El autobús nos deja en el restaurante donde comeremos a mediodía. Desde allí vamos dando un paseo por el pueblo hasta llegar al Museo de los caballos del vino, situado en una casa-palacio del siglo XVIII. En diferentes salas, mediante una visita guiada, se puede ver todo lo relativo a esta fiesta que se celebra el 2 de mayo y que gira en torno a la importancia del caballo y que culmina con la carrera en la que diferentes peñas rivalizan para recorrer en el menor tiempo posible la cuesta del castillo. Los caballos están cubiertos con mantos bordados durante el año y cuatro mozos se agarran a los lados y corren a la par. El caballo queda eliminado si alguno de los mozos se suelta. Aunque no he visto la celebración en directo las imágenes de la carrera son realmente espectaculares.

Después nos dirigimos por el mismo camino por el que discurre la carrera al Santuario de la Vera Cruz, una cuesta bastante empinada. Mucha gente, no sólo los que vamos de excursión se acerca a la Basílica en peregrinación para besar la pequeña cruz en la que se encuentra el Lignum Crucis, es decir, un fragmento de la cruz en la que Jesucristo fue crucificado. Tanto el interior de la Basílica, sobre todo el presbiterio, como la portada, que asemeja a un retablo barroco, son dignos de resaltar. A continuación visitamos el Museo de la Vera Cruz, adosado al Santuario, donde se encuentra la Custodia de la Cruz, una pieza de gran valor ornamental.

Después del almuerzo volvemos al autobús y, por una carretera estrecha y con muchas curvas nos acercamos al Santuario de la Virgen de la Esperanza, en Calasparra. El Santuario está situado en una gruta excavada en la Roca y en él se encuentran dos imágenes de la Virgen: La Pequeñica y La Grande. Subimos hasta el camerino de La Grande y podemos contemplar las joyas y los mantos de la Virgen. El río Segura, que en este lugar lleva bastante caudal, corre a pocos metros, entre una abundante vegetación que contrasta con la sequedad con la que nos encontramos generalmente en Murcia. La verdad es que tanto el Santuario como el entorno merecen la pena visitarse. Regresamos por una carretera diferente, pero el paisaje sigue siendo casi el mismo: tierras calizas y arcillosas, escasa vegetación, muy poca agua, y la poca que hay es la que vemos en el trasvase del Tajo-Segura y muchas huertas. Es admirable la capacidad de estas gentes de cultivar la tierra sin apenas agua. No me puedo imaginar lo que harían si lloviera un poco más lo que, por cierto, no ocurrió ni una sola vez en los diez días que estuvimos por aquí mientras que en el resto de España las borrascas regaban prácticamente a todas las provincias.

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Séptimo día. 6 de abril

Hoy visitamos Lorca, tercera ciudad en importancia de la región, tras Murcia y Cartagena. Si ayer llegamos bastante cansados de la excursión a Caravaca de la Cruz y Calasparra hoy no nos podemos quejar, pues tanto el viaje en autobús como el recorrido por la ciudad y el castillo han sido bastante más tranquilos. José Luis y Magdalena no han venido porque ellos ya habían parado en Lorca cuando vinieron a La Manga y, además, habían dormido en el Parador, que se encuentra dentro del recinto del castillo.

El autobús nos deja muy cerca del Centro de Atención al Visitante de Lorca, donde nos dejan un plano de la ciudad, nos explican que es el segundo término municipal más extenso, tras Cáceres, y comenzamos la visita. Primero nos detenemos en una de las puertas de la antigua muralla que cerraba la ciudad medieval y que bajaba desde el castillo. Callejeando, entre numerosos edificios en los que se observan todavía los estragos del terremoto de 2011, llegamos hasta la Plaza de España, donde se encuentran el Ayuntamiento y la iglesia ex-colegiata de San Patricio, en la que entramos y deambulamos por ella mientras la guía nos explica los puntos de mayor interés. Al salir nos detenemos delante del Imafronte, la fachada principal y uno de los elementos más destacados de la iglesia. En una esquina de la plaza nos encontramos también el Palacio del Corregidor y las Salas Capitulares, lo que hace que el conjunto de la plaza sea realmente extraordinario y una de las plazas más bonitas que conozco.

Como la guía nos deja un poco de tiempo libre, mientras Carmen y Manoli se quedan comprando en los alrededores de la plaza, Juan Esteban y yo andamos un poco y nos dirigimos a la Calle Mayor, una de las principales vías de la ciudad. Allí preguntamos a varias personas donde podemos comprar los dulces más famosos de Lorca, las yemas. Nos recomiendan una pastelería en esa calle y compramos de dos tipos: las tradicionales de caramelo y unas de ron que nos dan a probar y, por supuesto, caemos en la tentación.

Regresamos al punto de encuentro, el Museo de Bordados del Paso Blanco (MUBBLA). Aquí debo mencionar una de las tradiciones más famosas de Lorca, las procesiones de Semana Santa, que se realizan el Viernes de Dolores, el Domingo de Ramos, el Jueves Santo y el Viernes Santo. Aunque hay procesiones exclusivamente religiosas, las más conocidas son los desfiles bíblico-pasionales en los que se contemplan, a modo de los desfiles de moros y cristianos, diferentes representaciones de la Biblia y algunos personajes históricos. El pueblo hebreo, Cleopatra, cuadrigas de caballos, romanos, egipcios o etíopes se entremezclan con imágenes religiosas. Había visto algunos reportajes en la televisión, pero ver los bordados y las imágenes en el MUBBLA, ubicado en el antiguo convento de Santo Domingo, realmente es espectacular. El trabajo artesano de las bordadoras o la riqueza de las imágenes es de las cosas que más nos han gustado. Después de una hora de visita callejeamos un poco por Lorca, comprobando que es una ciudad monumental, con grandes palacios e iglesias.

Después de comer subimos al Castillo de Lorca por una carretera sinuosa y estrecha. En el interior del castillo está el Parador de Lorca. Recorremos los diversos espacios, subimos a las almenas y a una de las torres, concretamente la Torre del Homenaje, desde donde podemos observar no sólo la ciudad de Lorca, sino los valles y montañas que la rodean. También entramos en la sinagoga que se encuentra dentro del castillo, quizás la mejor conservada de España. Si uno lo piensa bien, prácticamente todos los monumentos que se admiran en los viajes y a nuestro alrededor tienen que ver con la religión y con la guerra; en definitiva, con el poder y con el miedo. O sea, con el poder.

Y regreso a La Manga.

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Días octavo, noveno y décimo. 7, 8 y 9 de abril

Voy a condensar estos tres días en unas pocas líneas porque apenas nos movimos. El sábado dimos un paseo andando hasta el Zoco, una zona comercial que está a un par de kilómetros del hotel. Mientras Juan Esteban, José Luis y yo nos quedamos tomando un café en un mesón que tenía unas mesas en un patio exterior, Carmen, Manoli y Magdalena se dedicaron a recorrer las tiendas y comprar algunos regalos. Después de casi dos horas regresamos en autobús al hotel. Por la tarde, paseo tranquilo entre los dos mares.

El domingo fuimos andando hasta el mercadillo de Cabo de Gata, más por curiosidad y por matar el tiempo que por ganas de comprar algo porque, efectivamente, nada compramos. Pero pudimos comprobar el éxito de estos mercadillos porque cientos de nacionales y extranjeros deambulaban entre los puestos entre la curiosidad y la esperanza de encontrar alguna ganga.

Y el lunes, regreso en avión, aunque José Luis y Magdalena, que llegaron un par de días más tarde, se quedaron hasta el miércoles. La verdad es que nos sobraron dos o tres días de estancia porque con seis o siete sobra para descansar y ver lo más importante. Tomamos nota para otra ocasión.

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Viaje a La Manga (III)

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Cuarto día. 3 de abril

Hoy nos hemos quedado en La Manga y la hemos recorrido en autobús las tres parejas. Por la mañana, visita a Veneziola, uno de los extremos de La Manga perteneciente a Cartagena. La otra, el extremo norte, son los arenales de San Pedro del Pinatar. La verdad es que no nos gustó demasiado la mezcla de naturaleza virgen, muy poca, y las edificaciones. En este país habría que tener un debate en profundidad sobre la conservación de los espacios naturales, como sobre la educación, la sanidad, la precariedad laboral, la inmigración… No es este el lugar ni el momento por lo que no me extiendo.

Por la tarde, otra vez a Cabo de Palos, que ya nos lo conocemos bastante bien. Nada digno que reseñar en una tranquila tarde de paseo.

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Quinto día. 4 de abril

Hoy viajamos hasta Cartagena. Yo había leído hacía poco un libro de Santiago Posteguillo, Africanus, el hijo del cónsul, donde se relata la conquista de Qart Hadasht o Cartago Nova, la ciudad fundada por el general cartaginés Asdrúbal, por parte de Publio Cornelio Escipión, el Africano. Así que tenía muy presente la batalla y los lugares que se describen en la novela que, una vez allí, es difícil encontrar. Así, el antiguo estero o mar interior, luego laguna (Almarjal) por la que pudieron atacar los romanos ya no existe, sino que  se rellenó y se convirtió en el actual Ensanche. Quedan algunos lienzos de la antigua muralla cartaginesa y lo que sí se conserva muy bien es el teatro romano, restaurado por el arquitecto Rafael Moneo.

Después de llegar a la estación de autobuses y de conseguir un plano de la ciudad en un cercano punto de información turística, comenzamos la visita en el Palacio de Riquelme, sede del Museo del Teatro Romano que, a través de un pasaje subterráneo, comunica con salas donde se exponen piezas halladas en las excavaciones del teatro y mediante una escalera mecánica se accede al teatro romano. Solamente por contemplarlo merece la pena visitar Cartagena. Una vez finalizada esta visita nos dirigimos al puerto y allí visitamos el Museo Nacional de Arqueología Subacuática que conserva restos relacionados con el tráfico marítimo en el Mediterráneo con materiales fenicios, cartagineses o romanos, entre otros. Destacan también los restos de los barcos fenicios de Mazarrón y de barcos romanos.

Después de comer en el puerto llegamos al cercano Museo Naval de Cartagena, donde se puede contemplar el submarino Isaac Peral y numerosas piezas relacionadas con la construcción naval, cartografía y navegación, artillería naval, etc. Y después visitamos el Ayuntamiento, un edificio modernista construido a comienzos del siglo XX que sufrió diversos daños pero que ha sido restaurado y abierto otra vez en 2006. Tras subir por una espléndida escalera imperial, la guía que enseña el ayuntamiento nos mostró la sala de plenos, el despacho del alcalde y otras dependencias.

Y después de pasear por el centro de Cartagena regresamos a la estación de autobuses pues terminamos bastante cansados y nos quedaba casi una hora de camino hasta nuestro hotel. Además, teníamos ganas de ver otra vez a nuestra querida amiga catalana con su lazo amarillo. ¿Habría más personas con banderas de España? Nuestro gozo en un pozo porque nos enteramos que esa mañana había abandonado el hotel pues había finalizado su estancia en La Manga.

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