Tres días y dos noches en Bilbao

¿Se puede conocer una ciudad en tres días y dos noches? Seamos sinceros, no. Ni en cuarenta años se puede conocer, ni siquiera superficialmente, una ciudad. Hace cuarenta años que vivo en Sevilla y todavía hay barrios que no he pisado. Estoy seguro de que a muchos de los que lean este artículo-crónica-entrada… o como queramos llamarlo, les sucederá lo mismo. Antes había nacido y vivido mi infancia, adolescencia y juventud en Coruña y también me pasó lo mismo. Ahora que vuelvo dos o tres veces al año recorro las mismas calles y visito los mismos lugares. Quizás porque en ellos me reconozco mejor. Hay personas a las que les gusta vivir en lugares diferentes, necesitan la diversidad, serían incapaces de permanecer mucho  tiempo en el mismo lugar. Otros, como yo, necesitamos la seguridad de lo conocido. Me gusta viajar, pero siempre con un horizonte temporal no demasiado lejano. Quince o veinte días, a lo sumo. Después quiero regresar, instalarme en lo cotidiano. Otro ejemplo de la maravillosa la diversidad del ser humano, en unos prevalecen los genes nómadas y en otros los sedentarios.

A las ciudades les pasa como a las personas, cambian de un día para otro. El José Manuel  de los años sesenta no tiene absolutamente nada que ver con el Xosé Manoel de los ochenta o dos mil veinte. Y no sólo por cuestiones de edad, que ya son bastante importantes, sino, y sobre todo, por la mentalidad, por la experiencia, porque las situaciones personales cambian por el matrimonio y los hijos, porque se valoran otras cosas… La ciudad de Coruña en la que nací se parece muy poco a la Coruña actual. La Sevilla a la que llegué en el año 80 se parece muy poco a la Sevilla de la segunda década del siglo XX. Supongo que a Bilbao le habrá pasado lo mismo, sobre todo con el impulso y los cambios que se produjeron gracias al Guggenheim.

Es la tercera vez que Carmen y yo visitamos Euskadi. La primera vez en el año 2000, cuando regresábamos de un viaje a París (Sevilla-Burgos-Burdeos-París-Castillos del Loira-San Sebastián-Santander-Gijón-Coruña-Sevilla, un largo viaje en coche con nuestros hijos y con los Anarte, del que guardamos buenos y bonitos recuerdos y anécdotas), descansamos en Lasarte y visitamos la ciudad de la Concha. El año pasado hicimos también otro buen tour en coche: Sevilla-Burgos-Vitoria-Pamplona-Cuenca-Sevilla, esta vez solos Carmen y yo. Como nos faltaba por conocer la tercera capital vasca, aprovechamos que Antonio Banderas actuaba en Bilbao con el musical A chorus line, una excusa como otra cualquiera para viajar, y organicé el viaje. Sólo dos días y medio, pues teníamos condicionantes médicos, es decir, revisiones varias, propias de la edad y de los achaques.

Conocíamos las ciudades marítimas del norte, Coruña, Gijón, Santander y San Sebastián, que están cortadas por un patrón similar, aunque cada una con características propias. Son ciudades extrovertidas, bulliciosas, alegres. El norte ya no es lo que era, ya no existen ciudades grises, oscuras, opresivas, aburridas. Además, los puertos de mar tienen un sello característico, son visitadas desde tiempos inmemoriales por gente de todos los lugares y eso ha permitido que las ciudades se permeabilizaran y se abrieran a otros usos y costumbres. Tienen playas urbanas, rondas y paseos al borde del mar, buenos comercios, amplios ventanales par aprovechar la luz, que por esas latitudes no suele abundar, muchos y buenos sitios para comer. La gente da grandes paseos por jardines y avenidas, sobre todo cuando sale el sol, se reconoce y saluda, queda en las cafeterías y en los bares y hace tertulias cuando el tiempo no acompaña.

No sé por qué, me imaginaba que Bilbao sería diferente, más industrial, más cerrada, menos cosmopolita, pero nos hemos encontrado con una ciudad monumental, festoneada de hermosos edificios y plazas amplias que se combinan y complementan perfectamente con calles estrechas y placitas coquetas y silenciosas. Grandes avenidas como la Gran Vía o la Alameda de Recalde, la plaza Euskadi o la Plaza Moyúa, que se puede considerar el centro neurálgico de la ciudad. Y por supuesto, el casco viejo, con callecitas y plazuelas que me recuerdan a mi querida Ciudad Vieja coruñesa, donde la humilde piedra se reivindica como la reina de las casas y del pavimento. Nos llamó la atención la gran cantidad de iglesias que hay por toda la ciudad, lo que remite al fervor religioso del pueblo vasco, bastante tradicional en ese aspecto. También nos llamó mucho la atención la gran cantidad de pastelerías, carnicerías y pescaderías que hay por toda la ciudad, con un género de una gran calidad y variedad, que entra por los ojos. Si en lugar de venir en avión hubiéramos viajado en coche, el maletero se habría llenado y el bolsillo vaciado.

Las ciudades no sólo se reconocen por sus monumentos, sus calles, plazas o jardines. Cada ciudad tiene un pulso, un color, un olor, un sonido diferentes. Nos reconocemos en la ciudad o en el pueblo que nacimos, en las calles que recorrimos de pequeños. Aunque hayan cambiado, siempre queda un poso, un recuerdo que la diferencia de las otras. Bilbao debe de ser de esas ciudades que marcan, que imprimen carácter. Siempre se cuentan anécdotas y chistes sobre la fanfarronería de los bilbaínos, la chulería de los madrileños, la gracia de los gaditanos. Eso son ya lugares comunes, porque la globalización nos ha uniformizado, pero aún quedan pequeños resquicios por los que se puede reconocer, si se presta atención, la procedencia de las personas. El acento, la manera de mirar o de dirigirse a los demás, los gestos al hablar, incluso la forma de vestir o de peinarse pueden dar indicios. En Bilbao no nos hemos encontrado con fanfarrones y sí con personas amables, que se han detenido a nuestro lado cuando mirábamos con atención un edificio y se han puesto a hablar con nosotros para comentar algo. En el hotel, en los bares, en la calle, nos hemos encontrado a gusto como si ya hubiéramos estado allí y formáramos ya parte de la ciudad.

No pretende este artículo ser una guía de Bilbao. Cada vez las hay mejores. Si buscáis en Google podréis encontrar mucha más información de la que aquí os voy a proporcionar. Escribo para que no se me olvide, para recordar dentro de unos años y también, por qué no, como si fuera un ejercicio de redacción que me impusieran para leerlo delante de la clase, que podríais ser los que me leáis, los pocos que me leéis.

Como dije al principio, dos días y medio no dan para mucho, pero ahí va nuestra experiencia.

Jueves, 6 de febrero.

Salimos del aeropuerto de Sevilla con cinco minutos de retraso, a las 9,45. El vuelo a Bilbao duró poco más de una hora. Yo había estado mirando los mapas del tiempo desde hacía diez días. Lo que más temía era el viento, porque creo que aterrizar en Bilbao con viento es una experiencia única. He visto vídeos de aviones tomando tierra que ponen los pelos de punta. Pero tuvimos suerte porque vuelo y aterrizaje fueron perfectos. Nos desplazamos a Bilbao en autobús, el medio más rápido y barato. Cuesta tres euros y tarda unos veinte minutos en llegar a la Plaza Moyúa o a la Alameda de Recalde, que es donde nos bajamos. Desde allí, por la calle Juan Ajuriaguerra, llegamos en poco más de cinco minutos andando hasta nuestro hotel, el López de Haro. Aunque es un hotel de cinco estrellas, no lo parece. He estado en hoteles de cuatro estrellas mucho mejores. Instalaciones antiguas, desfasadas. Necesita una remodelación casi total. Lo mejor que tiene es la amabilidad del personal y la situación. Nos pudimos mover por toda la ciudad andando, aunque el cuentakilómetros del reloj marcó una media de 15 km diarios y no sé cuántos miles de pasos. Bilbao no es demasiado grande, algo menos de 350.000 habitantes, pero cuando uno se pone a andar termina recorriendo muchos kilómetros. Esa es la mejor forma de hacer ejercicio y de conocer una ciudad.

Hacía un día espléndido, una de esas mañanas sin nubes y un cielo azul claro, satinado y limpio que nunca llega a ser tan intenso como en Castilla o Andalucía, quizás debido a la humedad que siempre hay en el aire. Temperatura fresca, sin llegar a hacer frío. El mejor tiempo para pasear. Mediodía, pasados unos minutos de las doce de la mañana, salimos del hotel camino del Guggenheim. Siguiendo las indicaciones del recepcionista, llegamos hasta el puente Zubiri, un puente peatonal con diseño futurista sobre el río Nervión y allí nos hicimos las primeras fotos. Después, andando por el paseo Uribitarte llegamos en pocos minutos al Museo Guggenheim. Aunque todo el mundo conoce su arquitectura, cuando se ve por primera vez en directo no deja de causar impresión. Hace falta tener mucha imaginación para diseñar un edificio así. Todas sus paredes exteriores son curvas, como si un gigante loco se hubiera dedicado a levantar paredes metálicas y después las hubiera ido doblando de manera caprichosa. Dependiendo de la hora del día a la que se contemple, el juego de luces y sombras hace que el museo parezca distinto cada vez. Como es lógico y como hace cualquier turista, antes de entrar nos hicimos muchas fotos, no solo con el edificio sino con las figuras y estatuas que hay alrededor. En cuanto al contenido, pudimos contemplar una gran número de cuadros impresionistas, así como la colección permanente de arte abstracto contemporáneo. Como no soy experto en arte moderno, no dejo aquí mis impresiones. Pero sí diré que, en general, me gustó lo que vi. Ya lo dicen los expertos, lo importante es que el arte te guste, aunque no lo comprendas y a mí, muchas de las obras me gustaron.

Cuando salimos del museo paseamos durante unos minutos por los grandes parques que se encuentran al lado: el paseo de la memoria o la campa de los ingleses. La torre Iberdrola, en medio, me recuerda a la torre Sevilla, en donde dormimos hace menos de un año. No llegamos a subir, pero las vistas deben ser espectaculares.  Eran ya más de las dos y media, así que entramos en un mesón cercano al museo pues nuestros estómagos empezaban a quejarse. Aquí comenzó nuestra ruta gastronómica a base de vino, cerveza y pintxos. Si por algo se caracterizan estas ciudades vascas es por la variedad y la imaginación que le ponen a esto de comer. En los dos días y medio que estuvimos aquí sólo tapeamos con esas pequeñas obras de arte. Nosotros no somos de hartarnos con platos grandes y abundantes, sino que preferimos comida ligera, y los pintxos son únicos para eso. Yo me había provisto de una buena guía con muchos lugares recomendados, pero al final, apenas la seguimos, porque en cualquier sitio que entrábamos comíamos bien, as´que no dejaré nombres. Dejo aquí varios enlaces por si no queréis improvisar.

Dónde comer en Bilbao barato y bien

Los mejores restaurantes de Bilbao

Plan te tapeo por Bilbao

Y si no, siempre quedan Google, Tridavisor y El Tenedor.

Como nos habíamos levantado bastante temprano, después de comer regresamos andando hacia el hotel, situado en el barrio de Abando, uno de las más conocidos y bulliciosos de la ciudad, para descansar un poco. Salimos del hotel sobre las cinco de la tarde, después de dormir una pequeña siesta. Callejeando llegamos hasta el puente del Ayuntamiento al final del cual se encuentra, como es lógico, la casa consistorial, bonito edificio de estilo ecléctico construido a finales del siglo XIX. Andando por el Paseo del Arenal, llegamos hasta el puente y la plaza del mismo nombre, cerca del cual está la Iglesia de San Nicolás. Está abierta y entramos. Es un edificio de estilo barroco, con planta de cruz griega y una gran cúpula. Podemos ver el retablo mayor, que no tiene nada que envidiar a los grandes retablos barrocos-rococós sevillanos. Salimos de la iglesia a la plaza del Arenal, al lado de la cual se encuentra el Teatro Arriaga, donde mañana veremos el espectáculo de Antonio Banderas.

Entramos en el casco antiguo y nos perdemos por calles estrechas, rincones con fuentes, plazas escondidas y muchos bares y comercios. En algunas de las casas vemos azulejos que indican la altura a la que llegó el agua en las inundaciones de finales de agosto de 1983. Realmente es impresionante y no nos extraña que el Mercado de la Ribera y muchas viviendas aledañas quedaran totalmente destruidas. Nos vamos encontrando con varias iglesias, algunas cerradas. Entramos en la Catedral de Santiago, patrimonio de la Unesco. Compramos la entrada, que nos permite, además, visitar la Iglesia de San Antón, que veremos mañana. Esta catedral no tiene la grandiosidad de las de Burgos, León, Santiago o Sevilla, pero el claustro, la sacristía y la nave central, de gran altura, junto con las naves y capillas laterales, merecen sin duda una visita. Seguimos andando hasta que volvemos a salir a la plaza del Arenal por una calle lateral del teatro Arriaga, la calle de la Ribera, donde nos encontramos con el Mercado del mismo nombre. Ya es un poco tarde y está anocheciendo. Entramos en el Mercado de la Ribera. Sólo hay un par de puestos abiertos, pero comprobamos que hay una zona con muchos bares con pintxos. Decidimos que mañana vamos a comer ahí. Cuando salimos se ha hecho de noche. La temperatura ha bajado mucho. Vemos a muchas personas con bufandas y camisetas del Athletic. Me acabo de acordar de que hoy se juega el partido de copa del rey Athletic-Barça. Y como uno de los lugares que queríamos visitar es el estadio de San Mamés, que queda bastante alejado de aquí, paramos un taxi. Nos lleva por la Gran Vía, que está atestada de coches. Unos cientos de metros antes de llegar tiene que parar por el atasco. Parece que todo el mundo quiere llegar hasta las mismas puertas del campo de fútbol. Nos mezclamos con los aficionados y vivimos la pasión que genera este deporte. Si hubiera tenido la posibilidad de ver el partido, hubiera entrado. El estadio por fuera tiene un hermoso color rojo. Miles y miles de personas, con camisetas y bufandas rojiblancas esperan a las puertas y en los alrededores, llenos de bares, muchos aficionados están cogiendo fuerzas para disfrutar del espectáculo.

Regresamos andando hasta el hotel por la Gran Vía. Cenamos en un bar lleno de gente viendo el partido. Al final, en el último minuto, ganó el Athletic. Lo siento por mi hijo Santiago, pero me alegro. Carmen mira su reloj y comprueba que hoy hemos andado más de 15 kilómetros. Me cuesta conciliar el sueño, pero duermo bien.

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Viernes, 7 de febrero

Desayunamos en una cafetería cerca del hotel. Comentamos con el camarero que nos sirve las incidencias del partido de ayer. Todo el mundo está eufórico. Llegamos andando hasta la iglesia de San Antón. Antes pasamos por la estación de tren Abando Indalecio Prieto. Nos detenemos un momento ante la hermosa fachada y entramos a ver la vidriera, que gracias a la luz, pues el día ha amanecido otra vez sin nubes, transforma el interior en una especie de mar de colores.

La iglesia de San Antón está junto al puente del mismo nombre sobre el Nervión. Antes de entrar recuerdo lo que nos dijo la muchacha que ayer nos vendió la entrada a la catedral y que me da la impresión que es la misma que ahora nos recoge la entrada. En el escudo del Athletic, además de las rayas rojiblancas, está la catedral, el puente de San Antón y el árbol de Guernica. La verdad es que nunca me había fijado en ese detalle. Según parece, éste es el templo más popular de Bilbao. Es una iglesia gótica que ha sufrido varias remodelaciones a lo largo de la historia. Después de recorrer la nave central y las laterales, así como las tres capillas interiores, preguntamos cómo se puede llegar hasta la Basílica de Begoña y nos indican que la mejor forma es subir en el ascensor que está dentro de la estación de metro de la plaza Miguel de Unamuno. Y allí que nos dirigimos. Efectivamente, dentro de la estación y después de andar por un largo túnel con escaleras mecánicas horizontales unos doscientos metros, llegamos hasta el ascensor. Compramos el billete, que cuesta 45 céntimos y subimos. Salimos a una calle cercana a un parque, pero no vemos la basílica por ningún lado. Preguntamos a una mujer y nos indica el camino. Hay que andar unos quinientos metros por una calle en cuesta y llegamos a una pequeña explanada arbolada al final de la cual se encuentra la Basílica de la Amatxu (madrecita en euskera) de Begoña, patrona de Vizcaya. Es una iglesia basílica de estilo gótico tardío, con una portada que se describe como un arco de triunfo. En el interior se puede ver la imagen tallada en madera policromada de la Virgen de Begoña, en el altar mayor. No pudimos ver el templo demasiado bien porque el obispo de Bilbao estaba celebrando una misa y nos daba apuro deambular por la basílica. Cuando salimos, preguntamos por la mejor manera de llegar hasta el mirador de Artxanda, que es otro de los lugares que nos recomendaron en el hotel. Desde la basílica lo mejor es ir en taxi, pues se tarda unos diez minutos, pero si se hace desde casi cualquier otro sitio, es preferible utilizar el funicular. Los más atrevidos y deportistas pueden hacerlo andando, pero las cuestas son muy empinadas.

El mirador de Artxanda está en lo alto de una montaña que bordea la ciudad de Bilbao. Desde el mirador hay una vista panorámica privilegiada de la ciudad bilbaína y en un día claro, como el que tuvimos la suerte de disfrutar, se puede ver el mar. Contemplando la ciudad y los montes que la rodean, se puede entender por qué a Bilbao se la llama el Botxo (el agujero). El siguiente enlace describe muy bien lo que se puede ver desde este mirador: Artxanda, mucho más que un mirador. Para descender utilizamos el funicular, que nos dejó muy cerca de uno de los paseos de la ría de Bilbao (aunque también se la suele llamar ría del Nervión), el Paseo Campo de Volantín. Andando junto a la ría, descansamos un momento en uno de los bancos desde donde observamos a la gente paseando tranquilamente a pie o en bicicleta, niños jugando, padres y madres con carritos, aprovechando la luz del sol, lo que debe ser una novedad en esta época del año. Bilbao se nos presenta como una ciudad tranquila, lejos del bullicio de otras ciudades invadidas por hordas de turistas.

Después del pequeño descanso seguimos andando por el paseo. Pasamos delante del Ayuntamiento, de la Iglesia de San Nicolás y del Teatro Arriaga, hasta llegar al Mercado de la Ribera, que como ya comenté antes, quedó totalmente destruido por las inundaciones. Pero ahora presenta un aspecto magnífico. Es poco más de la una y media y recorremos algunos de los puestos. Antes de que comience a llenarse, nos sentamos en una de las mesas y empezamos a pedir cerveza y a elegir pintxos. Vamos a terminar haciéndonos expertos. Es difícil elegir, porque todos presentan un aspecto magnífico. Con tres piezas por persona y un par de cervezas, comemos y nos hartamos. Todo por menos de 20 euros, una ganga. Para terminar, pedimos en otro puesto un café y un dulce. Regresamos al hotel para descansar algo. Nos tendemos un rato, nos duchamos y nos vestimos para ir al teatro, que empieza a las siete y media.

El Teatro Arriaga se encuentra situado junto a la ría, por lo que sufrió severos daños durante las inundaciones y tuvo que ser remodelado casi en su totalidad, como había ocurrido con anterioridad debido a un incendio en 1914. El edificio, que lleva el nombre de uno de los genios de la música española que murió de tuberculosis antes de cumplir veinte años, merece la pena ser visitado. Se realizan visitas guiadas que nos permiten recorrer un interior decorado con lujo y elegancia. Como curiosidad diré que tanto el palco como el escenario se encuentran en la segunda planta, seguramente para evitar daños en caso de nuevas inundaciones. Yo había reservado las entradas en diciembre, pues le quise regalar a Carmen, por su cumpleaños, el musical A chorus line, en la que actúa como protagonista Antonio Banderas. Pero no pudimos verlo ya que esos días estaba en Hollywood con motivo de la entrega de los Óscar, en los que estaba nominado por su actuación en la película de Almodóvar Dolor y Gloria. A pesar de eso, la obra nos gustó mucho.

A la salida nos fuimos dando otro paseo hasta la Gran Vía. Cenamos en una de las calles aledañas, la calle Ledesma, que es peatonal, con un ambiente típico de fin de semana. Más pintxos, más cervezas y más vino. Cerca de las doce de la noche regresamos el hotel. Dejamos las maletas listas pues queremos aprovechar la mañana del sábado para ver algo más de Bilbao. No tendremos demasiado tiempo porque hay que estar en el aeropuerto sobre la una y media.

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Sábado, 8 de febrero

Nuestro gozo en un pozo. En primer lugar, nos quedamos dormidos y nos despertamos cerca de las diez, así que entre asearnos, vestirnos, bajar las maletas y hacer el check out, son las once. Para colmo, está lloviendo. No nos podemos quejar porque el tiempo ha sido magnífico los dos días anteriores. Pero como terminamos de desayunar cerca de las doce, apenas podemos hacer otra cosa que pasear por las calles de Abando bajo la lluvia. Las ciudades del norte invitan a pasear con un paraguas y cayendo el orballo o el txirimiri. Santiago, Coruña, Oviedo o Santander son ciudades hermosas luz clara y cielo azul, pero el encanto está en realidad cuando las nubes grises y la lluvia hermosean el paisaje. Coruña nunca me pareció una ciudad triste en invierno y Santiago no digamos. A Santiago hay que visitarla cuando el agua riega las calles y hay que guarecerse bajo el paraguas o andar bajo los soportales.

Pasamos delante del café Iruña y nos arrepentimos de no haber desayunado allí (reconozco que con las prisas se nos olvidó ese sitio), llegamos hasta la plaza Jado, una curiosa plaza triangular y poco más. Regresamos al hotel para recoger las maletas y aprovechando que había dejado de llover, nos fuimos andando hasta la Plaza Moyúa, donde cogimos el autobús que nos llevó de regreso al aeropuerto. Allí comimos, mucho más caro y peor de lo que habíamos hecho los días anteriores. Recomiendo que compréis en cualquier sitio de la ciudad un bocadillo o unos buenos pintxos y los comáis en el aeropuerto. Es mucho mejor y más barato. El viaje de regreso en avión también fue muy tranquilo. Bilbao es otra de las ciudades a las que merece la pena regresar, pero ¡hay tantos lugares que todavía no conocemos!

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