El poeta

Hace muchas semanas que al poeta no se le ocurre nada, ni un mal verso que llevarse a la pluma. Todas las mañanas, cuando se levanta, después de desayunar con su mujer y sus dos hijas y despedirlas, una a su trabajo y las niñas al Instituto, se dice que hoy va a ser el día, que parece que ha soñado con una buena idea, con una frase, con un par de palabras que pueden ser el comienzo de un buen poema. Se encierra en su escritorio, coge un folio en blanco y su pluma de la suerte, la que le regaló su mujer en su cincuenta cumpleaños y espera que esta vez sí, las musas llamen a su puerta y que él se la abra lleno ilusión. En ese momento, vaya casualidad, llaman a la puerta y él, jubiloso, corre raudo y casi se cae en el pasillo antes de abrirla. Pero cuando abre, contempla a un mensajero de Amazon, que trae un paquete para su mujer. “Seguramente, piensa, serán los cuadros que le enseñó hace unos días en el ordenador y que servirán para colgar en el cuarto de las chicas, porque, como ella dice, ese cuarto tiene una decoración demasiado infantil y es hora de cambiarla”. Firma el recibí, deja el paquete en el salón y vuelve a encerrarse en el estudio.

Después de romper cinco o seis folios con frases inconexas, se levanta, va hasta el salón donde tiene una buena biblioteca y elige varios libros: uno de Walt Whitman, de Bécquer, de Cernuda y también “Los 25.000 mejores versos de la lengua castellana”, publicada por el Círculo de Lectores, del que había sido asiduo lector durante sus años de adolescencia y juventud, aprovechando la suscripción de su padre. Recordó las tardes de invierno sentado al lado de la chimenea, sumergiéndose en el océano de palabras lo transportaban, que le subyugaban y que muchas veces arrasaban sus ojos de lágrimas ante la belleza de las metáforas, de las frases encendidas dedicadas al ser amado o el dolor de la ausencia del ser querido. Y leyó y leyó. Primero a Rodrigo Caro:

Estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

Después a Lope de Vega:

A mis soledades voy,

de mis soledades vengo.

Siguió leyendo a Bécquer, a Rosalía de Castro, a Antonio Machado, a Cernuda. Después siguió con Neruda:

Puedo escribir los versos más tristes esta noche

Y terminó con Walt Witmann:

Yo me celebro y me canto,

Y de lo que me apropie te debes apropiar

Pues cada átomo mío te pertenece.

Después de un par de horas de lectura, dejó cada libro en su lugar y regresó al estudio. Contempló un momento el paisaje que se divisaba desde la ventana y volvió a intentar escribir algo en el folio en blanco que descansaba sobre la mesa. Pero nuevamente, ni la mano ni la imaginación acompañaron al deseo. Así que se levantó y puso en el equipo de música uno de los discos del concierto de Paco Ibáñez en el Olimpia de París y después otro de Serrat, cantautor que él admiraba. Las horas pasaban lentamente. Miró el reloj y comprobó que tanto su mujer como sus hijas tardarían todavía bastante en regresar. Estaba cansado y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados en la mesa. Antes de quedarse dormido pensó, sin saber por qué, que siempre se regresa a la infancia, al lugar donde se refugian los sueños, la memoria de los momentos alegres, las risas de los hermanos y de los amigos, las caricias de la madre y la mirada orgullosa del padre, la urgencia de la calle en la que se viven y se cuentan aventuras fantásticas. Y pensó que ese lugar de los sueños vuelve cada vez con más fuerza a medida que la edad avanza, abre las puertas de la ilusión y cierra las ventanas de una realidad que nos aplasta.

Se despertó de repente, sin saber bien dónde estaba, aunque al instante recordó todo lo que había pasado en las últimas horas. Comprobó que sólo habían transcurrido unos minutos, pero que le sirvieron para despejar la mente y comenzó a escribir, sin apenas dudar, un poema sobre su infancia, sobre las calles en las que jugó con sus amigos, sobre el tiempo detenido, sobre el asombro que le producía todo lo que iba descubriendo día a día, sobre su juventud; en definitiva, sobre su vida. Y comenzó así:

Aquellos sueños de niño,

cuando jugaba en la calle

riendo con sus amigos.

Siguió escribiendo, incansable e inspirado, reflejando la alegría de su infancia, los anhelos de la juventud y los desengaños de la vida. Y finalizó el poema regresando a la realidad (a la manera de mi amigo Víctor Jiménez):

El niño supo, con los años,

que los golpes de la vida

lo arrastran todo a su paso.

Paul, el mentalista

La historia de la humanidad cambió radicalmente aquella mañana de primavera de 2024, cuando el periodista Paul Schneider estaba entrevistando al líder ruso Vladimir Putin en su despacho del Kremlin. Todo empezó treinta y cuatro años antes, en un barrio humilde de Barcelona. Esta es la historia.

Paul Schneider nació en mayo de 1990, hijo de un electricista de origen alemán y de una dependienta de comercio irlandesa, que se habían conocido a finales de los sesenta, cuando se dedicaban a recorrer el Mediterráneo en autoestop, hasta que decidieron que en España y en Barcelona se vivía muy bien. Los primeros años convivieron en una comuna cerca de Tossa de Mar, pero cuando aquella se deshizo por desavenencias entre sus miembros, decidieron casarse a pesar de sus reticencias al matrimonio, pues si querían alquilar y más tarde comprar un piso y hacer vida normal, no podían hacer otra cosa en aquella época. De vender baratijas en las Ramblas, pasaron a ejercer trabajos más estables y que les permitían afrontar los gastos que, a pesar de su frugalidad, se iban incrementando. Así que él se apuntó a varios cursos de electricista y ella, gracias a hablar inglés, se colocó en una de las mejoras tiendas de ropa de la Vía Layetana. Poco a poco, fueron mejorando su vida y, sin que se dieran cuenta, se convirtieron en clase media, la clase que unos años antes despreciaban.

Paul fue recibido con enorme alegría, pues el matrimonio llevaba cerca de una década intentando tener hijos. La madre había tenido que mantener reposo durante casi todo el embarazo debido a sus abortos anteriores y aprovechaba el tiempo para hablarle a su hijo en inglés, en español, en gaélico, contándole historias fantásticas, cuentos tradicionales de su país y de todo el mundo. Era una voz dulce, acariciadora, melodiosa. A la madre tuvieron que hacerle una cesárea y Paul nació sin arrugas, sin apenas haber sufrido. Quizás fue una premonición, pues a partir de entonces, la vida de Paul Schneider fue, por así decirlo, un camino de rosas. La mejor amiga de su madre, una andaluza que había emigrado desde Almería, siempre le decía: Paul, has nacido con estrella; espero que no te estrelles, y se reía, aunque en su mirada se reflejaba un punto de temor.

Desde pequeño, Paul demostró tener unas aptitudes extraordinarias para el lenguaje. Empezó a decir sus primeras palabras cuando apenas cumplió su primer año y, a partir de ese momento causaba asombro a familiares y amigos de la familia, sobre todo a los irlandeses y alemanes, que venían de vez en cuando a verlos, pues era capaz de hablar en español, catalán, alemán, inglés y gaélico, casi una atracción de feria. En el colegio siempre destacó, no sólo por su dominio en todas las asignaturas, sino también por su capacidad de persuasión, de convencer a sus compañeros y amigos, e incluso a los profesores, de hacer casi siempre lo que él quería.

Dada su facilidad para las lenguas y después de un paso brillante por el Instituto, decidió estudiar idiomas y periodismo, esta última carrera debido a su enorme curiosidad y porque le atraía la posibilidad de trabajar en un periódico como corresponsal en el extranjero y así recorrer el mundo. Consiguió una beca para estudiar en diferentes países, uno de los cuales, Rusia, le atraía profundamente. El paso de la dictadura comunista a un capitalismo casi despiadado le fascinaba. De joven había leído a los grandes escritores rusos, Dostoievski, Tolstoi y, sobre todo, Chéjov. Lo que más le gustaba, y lo que había hecho hasta entonces, era leer en el idioma original, francés, inglés, alemán o italiano. Ahora, tras un convenio con la embajada rusa en España, pudo lograr una beca en la embajada española en Moscú, una especie de intercambio entre ambos países. Y allí se fue, lleno de ilusión, que se convirtió en realidad cuando pudo recorrer el enorme país y aprender ruso durante los dos años que allí permaneció. Regresó a España para terminar los estudios y comenzó a trabajar de becario en el periódico El País. En apenas unos meses, el jefe de redacción se dio cuenta de la gran capacidad y de las aptitudes de Paul y comenzó a enviarlo a cubrir, acompañado de otros periodistas de más experiencia, los grandes acontecimientos que se producían a lo largo del planeta: conflictos armados, revueltas, grandes catástrofes o tomas de posesión de jefes de estado y presidentes de gobierno. En pocos años, Paul se hizo muy conocido entre sus compañeros y también entre los lectores, que veían en él una nueva forma de mostrar y analizar las diferentes situaciones. Lo que nadie sabía es que Paul, sin darse apenas cuenta, había ido desarrollando la capacidad de persuasión hasta convertirse en un poder que, bien utilizado podría acarrearle muchos beneficios. En su adolescencia había leído la saga Fundación de Isaac Asimov y le fascinó el poder de los mentalistas, personas que podían influir en las mentes sin que se dieran cuenta, como tocando un teclado silencioso en los cerebros, manipulando ideas, emociones e incluso sentimientos.

—¿Y si yo fuera capaz de desarrollar ese poder? —se preguntaba Paul.

Poco a poco, con muchos fracasos, pero cada vez con más éxitos, ese poder se fue agrandando y lo probaba con más frecuencia, primero con las personas que conocía, para que dijeran o hicieran lo que a él le interesaba. Desde pequeño había tenido un gran corazón y no se había aprovechado demasiado de aquella capacidad de persuasión, pero esto era otra cosa, ya que, pensándolo fríamente, podría alcanzar metas insospechadas, objetivos que parecían inalcanzables hacía años. El único problema es que tenía que estar cerca de las personas y tocarlas, aunque sólo fuera un instante. No tenía ambiciones políticas ni materiales, porque entonces podría haber sido prácticamente todo lo que quisiera. Poco a poco se planteó intentar que aquellos que estaban a su alrededor fueran más felices, pensaran de forma positiva, se hicieran mejores personas. Y lo consiguió. A partir de entonces, cada vez que lo enviaban a un conflicto armado intentaba entrevistarse con los líderes de los ejércitos, con los presidentes o jefes de gobierno para que cambiaran su postura y desearan lograr la paz. No siempre lo conseguía, fundamentalmente porque en demasiadas ocasiones no le permitían hablar con los máximos responsables. Gracias a su poder, cuatro conflictos en África y uno en Sudamérica finalizaron y se resolvieron con acuerdos de paz.

Sin embargo, todo cambió un día. Sus padres y la amiga de la madre, las personas que más quería, fallecieron cuando estaban de viaje en Ucrania, debido a una bomba que cayó en el hotel en el que estaban alojados en Kiev, justo cuando iban a salir camino de la estación que los llevaría fuera del país. Fue un auténtico mazazo y se prometió que cuando pudiera, se vengaría. Un año después, cuando llevaba una semana cubriendo la guerra en Gaza y comprobó con horror las matanzas de palestinos a manos de los israelíes con el apoyo de los Estados Unidos y la tibia reacción europea, analizó en profundidad lo que estaba ocurriendo en el mundo: las enormes desigualdades, las hambrunas, las guerras permitidas y ocultadas por los países más ricos en los países más pobres, que eran esquilmados sin misericordia, los desastres ambientales producidos por la ambición, la falta de esperanza y de futuro de miles de millones de seres humanos. ¿Todo eso tenía sentido? Ninguno, se dijo.

A comienzos de 2024, Paul convenció al jefe de redacción para realizar una serie de reportajes con los tres principales líderes mundiales, que conformaran una visión global de lo que ocurría en el planeta. Después de muchos intentos. consiguió una entrevista en exclusiva con Biden, que estaba en plena campaña electoral, otra, pocos días después, con Xi Jinping, el líder chino y la última, en el mes de abril, con Vladimir Putin, en el Kremlin. Había perfeccionado su poder mental y después de todas entrevistas no tenía ninguna duda: la guerra mundial definitiva comenzaría en cuestión de semanas y la humanidad desparecería del planeta. Sólo los seres vivos más fuertes y con mayor capacidad de adaptación sobrevivirían y comenzaría una nueva era. La humanidad se lo había buscado y él sería el instrumento de la ira de Dios, si es que éste existe.

Mañana de jubilado

A Alejandro le gusta remolonear, quedarse en la cama un buen rato después de despertarse, escuchando el transistor que tiene en la mesilla de noche, los ruidos que proceden de la calle o las conversaciones de su mujer, que siempre se levanta antes que él, con las vecinas a través del patio. Hace un año que se jubiló y los primeros días seguía despertándose a las seis de la mañana, como hizo durante los cerca de cincuenta años que trabajó, primero con su padre y después con la pequeña empresa de construcción que creó con un par de socios y cuya parte ha dejado a su único hijo. Pero, poco a poco, fue acostumbrándose a levantarse cada día un poco más tarde. Ahora se despierta sobre las ocho y permanece en la cama una media hora más. Después de asearse, vestirse y tomar una taza de café, charla un poco con su mujer, casi siempre sobre los mismos temas, el calentador que no funciona bien, las manchas de humedad en el cuarto de baño, los dolores de huesos, la lista de la compra…, se pone la gorra, le da un beso y sale a la calle. Nunca decide hacia dónde dirigirá sus pasos, le gusta improvisar, dejarse llevar. Vive en un barrio de casitas bajas, no demasiado lejos del centro de la ciudad. Cuando sale por las mañanas le gusta desayunar en alguna cafetería, sentado, si puede ser, en una terraza y contemplar a los viandantes, imaginando qué irán pensando o cómo serán sus vidas. Es una buena manera de pasar el tiempo, mucho más divertida que leer el periódico o un libro. Así, piensa él, se desarrolla mucho más la imaginación y se mantiene la mente más despierta. Los libros, para los intelectuales y los perezosos.

Hoy, cuando está en la puerta de la casa, ve a un grupo de muchachas, seguramente estudiantes de bachillerato, que pasan riéndose y contando una anécdota de una de ellas con un chico que había conocido hacía unos días. Le gusta que ninguna de ellas tenga un móvil en la mano, que es lo que ahora está de moda, andar y escribir al mismo tiempo en el teléfono, sin apenas mirar lo que ocurre a su alrededor, no saben lo que se pierden. Hace unos días comprobó que un joven venía andando hacia él, mirando el móvil y escribiendo. Pensó “yo no voy a cambiar de dirección, a ver qué pasa”. Y cuando estaban a punto de tropezar, dijo en voz alta “¡cuidado!” y el chico frenó en seco, mirándole con asombro y a uno y otro lado, como sin saber dónde estaba. Murmuró una disculpa y siguió andando, perdido en su mundo digital y volviendo a escribir en el teléfono, sin importarle lo que ocurría a su alrededor.

Alejandro siguió durante unos minutos a las tres chicas hasta que llegó a la avenida que terminaba en una gran plaza donde se sentaría a desayunar. La avenida era amplia, con naranjos que en primavera llenaban el aire del olor a azahar que tanto le gustaba. La avenida ya estaba llena de coches que, de vez, en cuando, impacientes, tocaban las bocinas o daban frenazos o acelerones que rompían la monotonía o la tranquilidad que le permitía ensimismarse en sus pensamientos. Los comercios ya estaban abriendo las puertas y los escaparates y los empleados se dedicaban a colocar bien las mercancías. Pasó por la panadería donde compraría el pan cuando regresara del paseo. Conocía al panadero desde hacía muchos años y solía hablar con él de política y de fútbol, los dos únicos temas que le gustaban. El olor del pan recién hecho siempre le recordaba su niñez en el pueblo, donde vivió hasta los diez años. Su abuela tenía un pequeño horno en la habitación que estaba al lado de la cocina (“como te portes mal, te encerraré en la habitación del horno” era la amenaza que más temía de su madre y de su abuela) y le gustaba ayudar a amasar la harina mezclada con el agua, la sal y la levadura, y su abuela le decía que lo hacía muy bien. Lo que menos le gustaba era madrugar tanto cuando había que hacer el pan, esperar a la fermentación y después el tiempo de la cocción en el horno. Pero el olor nunca se le había olvidado y el sabor, tampoco. Nunca había comido un pan como aquel.

Saludó al panadero con la mano y siguió andando. Tuvo que pararse en el semáforo que estaba en la esquina donde una vez vio un accidente de tráfico que nunca olvidó y, entonces, decidió cambiar el rumbo y torcer a la derecha. No recordaba la última vez que había pasado por esa calle, llena de bares y restaurantes con nombres como “La mesa redonda”, “La buena tortilla” o “Sabores de la tierra”. Decidió sentarse a desayunar en “Mesón Casa Manuela”, ya que se llama como su abuela y su bisabuela, menos mal que su madre no se llamaba así, porque no le gustaba ese nombre.

Consiguió una mesa en la terraza y se dedicó a observar a los que pasaban, como hacía siempre. Esa señora mayor, unos setenta años, con el carro de la compra, ama de casa sufrida durante toda su vida, sin apenas alicientes, que se sentará por las tardes a ver la televisión al lado de un marido con el que apenas cruza ya unas palabras. Ese hombre trajeado, apuesto, hablando por el móvil, con un maletín, que irá a cerrar algún negocio y después se verá con su amante, amiga de su mujer con la que mantiene una relación secreta desde hace dos años. Ese grupo de mujeres de edad indefinida que han salido a andar, a hacer ejercicio, con ropas deportivas y que después se sentarán a tomar unas cervezas, a reírse, a disfrutar de la vida. El anciano que se detiene delante de él, pidiendo con la mano extendida sin decir nada; busca en los bolsillos y le da una moneda de un euro y el anciano, con una pequeña sonrisa, murmura un tímido “gracias” y sigue su camino.

Alejandro toma su desayuno, un café descafeinado y una tostada con aceite y tomate. Todo está muy bueno, tengo que desayunar aquí más veces, se dice. Entra en el mesón, paga dejando una propina y sale a la calle. Continúa su paseo y adelanta al anciano, que sigue pidiendo a las personas con las que se cruza, con la mano extendida, sin decir nada. Por un instante siente la tentación de pararse, charlar con él para que le cuente su vida, pero siente pudor, quizás le avergüence decirle que antes era una persona feliz, con mujer e hijos, pero que la mala suerte, malas decisiones, engaños, discusiones, peleas, malos tratos o cualquier otra circunstancia lo llevaron a esta situación. Sigue andando. Mira el reloj y comprueba que van a dar las doce de la mañana. Es buena hora para regresar a casa, comprar el pan, darle un beso a su mujer y hablar con ella, ayudarle en la cocina, comer y sentarse a ver juntos las noticias de la televisión o alguna serie. Una mañana más de jubilado, qué delicia.