Febrero de 1978. Mañana es miércoles de ceniza por lo que hoy es martes de entroido, martes de carnaval. En Camariñas no suele celebrarse, quizás dentro de unos años, sí. Aquí tiene más tradición la romería de la Virxe do Monte y la Virxe do Carmen. No es festivo, hay que dar clase.
Sefa entra la sala de profesores. Al fondo estamos los más jóvenes, hablando de cualquier cosa, relajándonos después de las dos primeras horas de clase. Sefa se acerca a Javier, su marido y dice, dirigiéndose también a nosotros:
–Te recuerdo, Javier, que hoy es martes de entroido y que no hemos preparado nada. Cuando estudiábamos en Santiago nos disfrazábamos siempre. Todavía no he hecho las filloas ni las orejas.
Yo llevo sólo cuatro meses en Camariñas. Me incorporé a finales de septiembre después de hacer la mili. Soy el más joven, el más inexperto y el más tímido. Espero que nadie haga caso y que la indirecta de Sefa caiga en saco roto. Desde que llegué, Javier, Sefa, Mari Carmen, María Jesús, Arturo, Áurea y yo hemos congeniado y solemos reunirnos muchas tardes en casa de Javier y Sefa, un piso que han comprado en la entrada del pueblo. Allí charlamos de todo, incluso de política, escuchamos música, organizamos excursiones para cuando haga buen tiempo, leemos poesía. Es un grupo de gente, alegre, abierta. He tenido suerte. Desde el salón, la vista del puerto de Camariñas es magnífica. Barcos de pesca grandes y pequeños, barcas para navegar por la ría, algún velero fondeado durante unos días. Hay una pequeña zona de arena, sin llegar a ser playa, en la parte más cercana. Allí se ven varadas siempre tres o cuatro barcas, alguna de ellas inutilizada para salir a la mar.
–Ya –dice Javier– pero es que aquí nadie se disfraza, mientras que, en Santiago, sobre todo cuando estudiábamos, hacíamos hasta concursos. Y muchas veces ganábamos nosotros. Pero aquí haríamos el ridículo.
Sefa está comiendo un poco de fruta que ha sacado del bolso. Tiene esa costumbre durante el recreo. Es una muchacha alta, de pelo rubio recogido siempre en una trenza, con un rostro serio que se ilumina cuando sonríe o suelta una carcajada que nos asusta por ser siempre intempestiva. Hace un par de semanas nos enteramos de que está embarazada, pero todavía no se le nota. Javier es ligeramente más bajo que ella, el rostro redondo y con una ligera barba muy cuidada, a diferencia de la mía, que no sé cómo recortarla bien. Desde que llegué del servicio militar no me he afeitado. Una costumbre muy propia de aquella época, casi todos los que regresábamos de la mili estábamos un tiempo sin cortarnos el pelo ni la barba.
–Pues a mí me apetece disfrazarme hoy –dice Sefa, con un ligero mohín y con un tono más bien caprichoso.
–Ea, la embarazada empieza con los antojos –dice Arturo, el mayor de todos–. Tendréis que disfrazaros, Javier, no vaya a salir el niño o la niña con una mancha en forma de careta de peliqueiro. Arturo es el más alto, con una gran melena y una barba que le llega casi hasta la cintura. Según me dijo una vez, toca la guitarra en un grupo de rock en su pueblo de la costa de Lugo. También es un gran bebedor de todo lo que lleve alcohol, no le hace ascos a nada. Por su culpa casi me convierto en un alcohólico en los tres años que pasé en Camariñas.
Javier nos mira compungido, esperando que los demás lo apoyemos. Mari Carmen, que da clase en 7º de EGB y que también es la que ensaya el teatro con los niños para el festival de fin curso, dice entre risas:
–Esta noche nos disfrazamos todos. María Jesús y yo nos encargamos de los disfraces, que tenemos experiencia con el teatro. Con un poco de ropa vieja, unas sábanas, unas bolsas de basura, unas escobas, unas cartulinas y maquillaje, en un par de horas, cuando salgamos de clase por la tarde, lo preparamos todo. Si alguno tiene interés en algún personaje concreto, que lo diga. Y si no, improvisamos, que es mejor.
Yo no digo nada. Estoy buscando una disculpa para no participar. Bastante tiempo estuve disfrazado durante trece meses, con ropa color caqui, para tener que volver a beber de ese cáliz. Cuando estaba a punto de decir que tenía mucho trabajo, muchos cuadernos que corregir, muchas clases que preparar, que me dolía la cabeza o cualquier otra excusa, Arturo, dándome un codazo, dice:
–José Manuel y yo nos queremos disfrazar de curas. Yo estudié en el seminario todo el bachillerato y José Manuel me dijo el otro día que había sido catequista, así que ese papel nos viene que ni pintado.
Me giro hacia él y le digo aterrado:
–¿Estás loco, Arturo? ¿Y de dónde vamos a sacar las sotanas?
–De curas no, pero de Papa es muy fácil –dice Mari Carmen, que ya está haciendo diseños en un folio.
Siempre admiré su capacidad y su imaginación para dibujar, para confeccionar disfraces, para decorar el escenario con muy pocos materiales. Los demás se ponen detrás de ella para ver qué es lo que está dibujando. Yo no me atrevo. Me levanto y salgo al patio de recreo.
Nunca me he disfrazado, ni en carnaval ni en ninguna representación teatral. Nunca participé en obra de teatro alguna, ni me atreví a subirme a ningún escenario. Cuando era estudiante y tenía que salir a la pizarra para resolver algún problema o contestar al profesor, me bloqueaba, empezaba a sudar, a tartamudear y terminaba diciendo cualquier tontería. Lo que más me costó durante el año de prácticas de Magisterio fue ponerme delante de los niños y explicar el tema que me proponían o que me tocaba. Con el tiempo fui cambiando, pero los primeros años de maestro fueron un sufrimiento. Menos mal que los cuatro o cinco primeros cursos di clase a niños pequeños, de primero a cuarto de primaria. En esas edades me encontraba a gusto, era capaz de ponerme a su altura, les contaba cuentos, historias y dejaba correr la imaginación para explicar cualquier tema de lengua, de matemáticas o de sociales. Eso no me costaba ningún trabajo. Después ya fue todo coser y cantar. Pero en esa época, en Camariñas, apenas intervenía en los claustros y sólo era capaz de hablar en los círculos más íntimos de amigos. Con las mujeres era todavía peor. Como ellas no tomaran la iniciativa, yo era incapaz.
Tocó la sirena para regresar a clase. Cada profesor tiene una zona donde esperar a los niños de su clase, que se colocan en fila perfectamente alineados para entrar cuando el director lo diga. Peor que en la mili. Años después eso será una utopía, cada niño entrará en el aula dando empujones. La clase de Arturo y la mía están juntas y las filas también. Mientras esperamos a que se dé la orden para entrar, Arturo me dice:
–Hemos quedado en casa de Javier y Sefa a las seis, que nos invitan a merendar. Después, entre todos, hacemos los disfraces. Cuando sean las nueve o las diez, depende, nos vamos a ir en dos coches hasta la playa do Lago. Allí podremos cenar cualquier cosa, escuchar música, cantar. Javier ha convencido a los demás para no salir aquí en el pueblo, porque unos maestros que encima tienen fama de juerguistas no deberían dar la nota disfrazados por las calles, así que sólo vamos a vernos nosotros.
Menos mal, pienso. Por lo menos no haremos el ridículo. Sólo de imaginarme la cara de la señora Carmen, la del sargento, la de las madres que nos vieran por la calle o las de cualquier compañero del colegio, me pongo enfermo.
Pasan las horas en el colegio muy lentamente. Los niños me notan distraído y aprovechan para hablar más de la cuenta o para levantarse sin permiso. Se tiran papeles, hacen ruido con las sillas. De vez en cuando les llamo la atención, pero tengo la cabeza en otro sitio. Me entran sudores sólo de pensar que alguien nos vea. O que mis amigos me vean. Siempre he tenido miedo al ridículo. Bueno, hace años que ya me importa menos lo que piensen los demás, pero en aquella época, con 22 años, yo era una persona muy diferente.
Y llegaron las seis de la tarde, la hora fatídica. Arturo y yo, que tenemos una habitación cada uno en la pensión de la señora Carmen, nos acercamos en su coche hasta la puerta de la casa, a pesar de que está a poco más de cien metros. Por la noche, cuando salgamos disfrazados, María Jesús y yo vamos a ir con él, Mari Carmen, Áurea, Sefa y Javier en el otro coche. Viven en el segundo piso. El panadero está en la puerta de la casa y nos da las buenas tardes. Es el dueño de todo el edificio, un bajo donde está la panadería, el primero, donde viven el panadero, su mujer y dos hijas y el segundo, donde viven Javier y Sefa.
Cuando llegamos Arturo y yo, ya están todos los demás en faena. Sefa en la cocina haciendo filloas, orejas y café, ayudada por Áurea. Los otros están en el salón, rodeados de sábanas viejas, cartulinas recortadas, pegamento, lanas de distintos colores, tijeras… Mari Carmen, María Jesús y Javier están recortando unas sábanas que, según dice Javier, son viejas y nada más que iban a servir para hacer trapos. Los demás nos ponemos a recortar cartulinas según los diseños que ha dibujado Mari Carmen. No me caracterizo por mi habilidad, pero como sólo hay que seguir las líneas dibujadas, eso sí que soy capaz de hacerlo sin salirme. Apruebo.
Sefa y Áurea, una maestra regordita y pecosa a la que le gusta mucho la cocina, se acercan con un par de bandejas. Dulces, café, leche y colacao sirven para hacer un alto y tomar fuerzas. Las filloas y las orejas están muy buenas y el café muy cargado, para que podamos aguantar por la noche. Antes de que sea más tarde, Arturo y yo nos acercamos al bar del paseo para que nos hagan unos bocadillos y compramos también un poco de empanada, queso, chorizo, vino, cervezas…. Tenemos que cenar bien en la playa y meternos calorías para el cuerpo, que hará mucho frío y, sobre todo, humedad. Menos mal que hace un par de días que no llueve.
Cerca de las nueve ya está todo terminado. Me parece increíble haber sido capaces de hacer siete disfraces en un par de horas. Arturo y yo, con sábanas, unas cuerdas como cíngulos, unas cartulinas en la cabeza simulando tiaras y los palos de escobas como báculos, somos la perfecta representación del Papa Pablo VI. Por cierto, ese año 1978 fue el año de los tres papas: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. No sé si nuestros disfraces fueron una premonición o una maldición. Prefiero no saberlo
Javier y Sefa, para complementar nuestros disfraces, se vistieron de monjas. Los hábitos estaban hechos con bolsas de basura y las tocas con trozos de sábana y cartulinas. Mari Carmen, María Jesús y Áurea, de fantasmas de la Santa Compaña, con velas y cadenas hechas de bolas con cartulina negra, cuerdas y bolsas de basura. No sé cuántas sábanas se cortaron ese día, pero me parece que el ajuar de Sefa y Javier menguó bastante. Todavía no puedo comprender cómo nos pudimos disfrazar en tan poco tiempo.
Llegó la hora de la verdad. Como buen Papa, yo rezaba a todos los santos y vírgenes para que nos viera nadie. Era noche cerrada. Los dos coches estaban aparcados delante de la puerta. Como el edificio estaba relativamente alejado del centro del pueblo y era la hora de la cena, tuve suerte, aunque los demás formaban bastante jaleo. Los fantasmas ululando, y los demás rezando en voz alta el rosario en latín, como era menester para evitar que la Santa Compaña nos llevara al inframundo o a recorrer la Tierra durante las noches.
Por suerte, nadie nos vio, o eso creo. Una vez en los coches, respiré aliviado. Cruzamos Xaviña, Ponte do Porto pasando sobre el río Grande y cogimos por la carretera que bordea la ría frente a Camariñas. Era una noche relativamente clara, con una luna en cuarto creciente y algunas estrellas. Hacía frío. La carretera, solitaria, bordeada de pinos y eucaliptos. A la derecha se adivina la ría. Arturo ha puesto en el radiocasete del coche música de los Beatles. María Jesús protesta, quiere escuchar a Fuxan os Ventos, pero Arturo se niega. María Jesús está casada, su marido es profesor de instituto en un pueblo de Orense y se ven todos los fines de semana en Santiago, donde viven habitualmente. Es una muchacha menuda, delgada, con una nariz aguileña que le da un gran carácter a su rostro. Siempre habla de política, es militante del Movimiento Comunista y nos intenta concienciar sobre la lucha de clases. La mayor parte de nosotros está en otra onda, más nacionalista.
En algo menos de media hora estábamos, ya en la Playa do Lago. La playa es una de las más bonitas de la Costa da Morte, con una arena muy fina y los pinos llegando casi hasta la orilla. Allí desemboca el río Lago, formando un pequeño meandro que se ensancha al subir la marea. Cuando llegue el buen tiempo iremos casi todas las tardes a darnos un chapuzón. Desde allí se ve perfectamente el pueblo de Camariñas, una línea de luces al otro lado de la ría. En un extremo de la playa hay un pequeño faro cuya luz destellea acompasadamente, dos destellos largos.
Bajamos de los coches cerca de las once de la noche y lo primero que hacemos es cenar. Estamos muertos de hambre. Primero terminamos los bocadillos y después dimos buena cuenta de empanada, queso, chorizo y unos chicharrones que a última hora trajo Sefa. Está en todo. No sé cuánto bebimos, pero tuvo que ser mucho. Y entonces empezamos a cantar “A saya da Carolina” a voz en grito. Monjas, papas y fantasmas girando cogidos de la mano en círculo, con dos o tres velas encendidas en medio. Si alguien nos hubiera visto en esos momentos hubiera huido despavorido, pero estamos en medio de la nada, no hay un alma en kilómetros a la redonda. Quizás nos escuchen enfrente o en algún barco que haya salido a pescar. Después siguieron otras canciones y música instrumental de Milladoiro. Sefa paró a descansar muy pronto, pero los demás continuamos sin freno. Yo ya no me acordaba de mi timidez y era el que más alto cantaba y el que daba los saltos más grandes.
Pero todo acabó de golpe. En plena fiesta de saltos, gritos y música, dos potentes luces nos deslumbraron y la voz de alguien que hablaba por un megáfono cortó en seco nuestra alegría:
–Hagan el favor de callarse y acercarse. Somos la guardia civil de Muxía.
Bastó esa simple frase para que la alegría y el jolgorio cesaran. Todos nos fuimos acercando a las luces, que salían de un Land Rover verde aparcado en una pequeña elevación entre los pinos. María Jesús era la que abría el grupo, rezongando sobre la falta de libertad, sobre la dictadura, sobre la represión, y yo el que lo cerraba, muerto de miedo y de vergüenza. Formábamos una pandilla que, ahora lo pienso, era muy sospechosa. Playa gallega, de noche, atuendos bastante inapropiados por no decir ridículos, medio borrachos, época de contrabando de tabaco… Como para meternos en la cárcel sin preguntar y sin juicio. Todavía no se había aprobado la Constitución, faltaban unos meses, así que estaban vigentes las leyes franquistas. Yo me veía torturado en una celda, condenado por escándalo público, expedientado y apartado de la carrera, como mi abuelo, pero con mucha menos dignidad. Tiritaba de frío, el alcohol se había evaporado de golpe y notaba que se me estaba descomponiendo el vientre.
Llegamos hasta el coche y vimos que en realidad eran dos vehículos y cuatro guardias armados de metralletas. Lo primero que hicieron fue pedirnos la documentación. Menos mal que todos la llevábamos encima. Mientras la revisaban, María Jesús, Javier y Sefa les explicaban quiénes éramos, dónde trabajábamos y qué era lo que estábamos haciendo. Sin decirnos una palabra, uno de los guardias se metió en el Land Rover y comenzó a hablar por radio con alguien. Al poco rato, más sonriente, nos devolvió los DNI y nos tranquilizó. Había contactado con el puesto de la guardia civil de Camariñas y el sargento, al que yo conocía porque comía en la misma pensión que yo, les había confirmado quiénes éramos.
–Haced el favor de no venir otra vez de noche por aquí –nos dijo–. En esta zona se producen desembarcos de tabaco y nosotros patrullamos para detener a los contrabandistas, así que también puede ser peligroso para vosotros si, por casualidad, coincidís con ellos.
Dando las gracias y pidiendo disculpas, incluida la comunista María Jesús, nos despedimos y regresamos a los coches. No paramos de hablar en todo el camino, comentando todo lo ocurrido, riéndonos a carcajadas cuando nos mirábamos y veíamos las pintas que llevábamos, dos papas y una fantasma. Llegamos a Camariñas sobre las dos o tres de la madrugada y subimos al piso. No había un alma en el pueblo, menos mal. Intentando no hacer demasiado ruido empezamos a cambiarnos, pero las carcajadas de Sefa nos contagiaron y el resto de la noche siguió entre risas, humo de tabaco y cubatas. Mañana sería otro día.
No pegamos ojo y cuando llegó la hora de ir a trabajar, casi todos teníamos dolor de cabeza y mal cuerpo, pero cumplimos nuestro deber con total profesionalidad, creo. No sé si alguno de los maestros notó algo raro, pero en la sala de profesores, las carcajadas de Sefa sonaron como nunca.
Una noche de carnaval inolvidable mágica e irrepetible. Una pena que en aquella época no hubiera móviles para hacernos selfis, ni Instagram. Hubiéramos sido trending topic, seguro.