En junio de 1980 las tardes eran perfectas. Yo saboreaba cada momento, esperando que las horas transcurriesen raudas, pero también lentas. Era difícil explicar la contradicción. Por un lado, ese era mi último curso en Camariñas, el pueblo donde había trabajado como maestro los tres últimos cursos, un muchacho que llegó con veintidós años, recién terminado el servicio militar. Y ahora, recién cumplidos los veinticinco, me iba a embarcar en una nueva aventura, en una nueva tierra, Andalucía y con la perspectiva de casarme al año siguiente. Habían sido tres años intensos, durante los cuales conocí a compañeros maravillosos, recorrí aldeas y pueblos, costas escarpadas y playas de arena blanca, limpia, casi virgen. El camino hasta el faro Vilán, unas veces en coche y otras caminando, sobre todo en las largas tardes de septiembre o de junio, a principios y a final de curso, cuando el aire es más claro y el olor a toxo, xesta, pino o eucalipto, impregna el aire. De ahí la contradicción, el deseo de llegar a Andalucía y, por otro, la pena, el desasosiego por abandonar un lugar que me había acogido con cariño. Allí iba a dejar muchos amigos, muchos recuerdos. Morriña, saudade, por un lado, esperanza en el porvenir, en un prometedor y feliz futuro, por otro.
Una de las veces que caminaba a buen ritmo y había pasado ya la ermita de la Virxe do Monte, en donde otras veces me había detenido, me alcanzó Anxo, un marinero con el que había entablado una buena amistad y con el que pasé tardes enteras charlando de política, de mujeres, de pesca, de libros. Anxo, a pesar de tener sólo estudios primarios, era un lector empedernido y devoraba libros durante las temporadas que pasaba en tierra. Anxo tenía el pelo largo y una barba cerrada, vestía, verano e invierno, un pantalón vaquero desgastado y una camisa de manga corta. A veces, cuando el frío o la lluvia arreciaba, se ponía un chubasquero amarillo y un gorro. Anxo era mayor que yo, frisaba los cuarenta años, pero, a pesar de la dureza de su trabajo y de su piel curtida, duro, fibroso, un poco más bajo que yo, parecía más joven, quizás porque su mirada era la mirada de un niño, ojos que se sorprendían con cualquier comentario que yo hacía. Seguramente contemplar el mar, el horizonte y el cielo durante años de trabajo en el barco, había conseguido que su mirada fuera limpia ensoñadora. Yo le podía enseñar poco, porque él leía libros y autores que yo apenas conocía entonces: Kavafis, Cernuda, José Hierro o Blas de Otero. A veces paseábamos por los alrededores del pueblo, nos sentábamos en alguna roca frente a la ría y leíamos poemas o frases que nos había impresionado con nuestras últimas lecturas. He conocido a pocas personas tan cultas y amantes de los libros como Anxo.
Mi amigo tenía un hermano mellizo, Suso, que nunca conocí. Cuando eran apenas unos adolescentes comenzaron a faenar con su padre, patrón de uno de los barcos que salían a la sardina, al jurel o cualquier otro pez que podía pescarse en la bajura. Según Anxo, fueron años duros, sacrificados, pero eran felices. Padre e hijos trabajando juntos, las tardes y las noches luchando contra las redes, las olas, las tempestades, la soledad, las penurias de rachas sin ver un banco de peces, pero eran felices contemplando el cielo azul, las nubes, las estrellas, el faro en la lejanía, las luces de otros barcos, contando historias de tesoros hundidos, de sirenas, de naufragios. Horas y horas en las que también aprendieron a jugar con el silencio, con la brisa, con la soledad, con el mar.
Todo eso terminó cuando Suso se encontró con la droga. En aquella época, fumarse un porro era algo que dotaba a la persona de un halo de inconformismo, de modernidad, de estar en contra de lo establecido. El problema es que Suso comenzó a frecuentar ámbitos y amistades poco recomendables. Anxo lo sabía e intentó que su hermano lo dejara, pero el carácter de Suso comenzó a cambiar, dejó de salir a pescar con su padre y con su hermano y empezó su largo viaje hacia un mundo del que nunca pudo ya regresar. Fue detenido varias veces por la Guardia Civil, pasaba pequeñas temporadas en prisión hasta que, finalmente, lo condenaron a varios años de cárcel. Y ahí empezó el calvario de la familia. Cuando llegué a Camariñas y conocí a Anxo, su hermano llevaba ya más de un año en la cárcel. Y todavía le quedaban cuatro o cinco años más. Según mi amigo, las cartas de Suso rezumaban tristeza, abatimiento, pena, nostalgia. Anxo se temía lo peor, porque su hermano era demasiado frágil, poco maduro para su edad. Es un niño adulto, me decía, nunca supo adaptarse. Por desgracia, tenía razón.
La tarde en la que Anxo me alcanzó cuando yo caminaba hacia el faro, estaba hecho un mar de lágrimas. Le habían comunicado que su hermano se había suicidado en la cárcel. No supe cómo reaccionar ni qué decirle. Hay momentos en los que sólo el silencio o un abrazo pueden servir. La tarde, que era luminosa y alegre, se ensombreció de repente. Parecía como si el sol se hubiera escondido tras las nubes, que los pájaros enmudecieran y que las flores dejaran de perfumar el aire. Sin apenas hablar, regresamos al pueblo y llegamos a la casa de los padres, destrozados por la noticia. No recuerdo mucho más porque la memoria, que a veces es cruel, también se apiada y se borra para que el dolor no nos traspase. Aquella misma tarde los padres y Anxo alquilaron un taxi y se fueron a la cárcel, donde Suso se había suicidado. Aquellos días no se hablaba de otra cosa en el colegio y en el pueblo. A los pocos días, pudieron trasladar el cuerpo de Suso y, después de algunas gestiones ante el párroco y el obispado, que en principio se negaban a enterrarlo en el cementerio, lo pudieron hacer. Casi todo el pueblo acudió a acompañar a la familia. Sigo sin recordar bien lo que hablamos Anxo y yo, seguramente poco, incluso quizás ni estuviera a su lado, pues los familiares arroparon y rodearon en todo momento a padres y hermano.
Pero sí recuerdo una cosa. Cuando finalizó la ceremonia y regresamos a casa, Anxo me hizo un gesto para que esperara fuera. Al poco rato salió a la puerta y me entregó una pequeña caja.
—No la abras todavía, por favor. Son las cartas que me fue enviando mi hermano durante los últimos meses que estuvo en prisión. Yo no soy capaz de tenerlas aquí, ni tampoco quiero romperlas ni quemarlas, ni dejárselas a mis padres. Ellos no podrían soportarlo. Llévatelas a Andalucía y guárdalas. Léelas, para que también conozcas como era mi hermano. Verás que era una gran persona.
Un par de semanas después me fui de Camariñas y a finales de agosto llegué a Sevilla. Entre las pertenencias que llevé en mi 127 estaban las cartas de Suso, que leí varias veces. Efectivamente, tenía que ser una gran persona.
Nunca más volví a ver a Anxo ni tuve más noticias de él. Cuando varios años después visité Camariñas, me dijeron que había emigrado a Venezuela y que los padres se habían ido del pueblo para vivir en Santiago. Una familia rota por el destino, por la desgracia. Esta vez no fue el mar la causa como en otras muchas ocasiones en los pueblos marineros. Pero el mar, como lo demuestran las cartas que reproduzco a continuación, seguramente siempre estará presente en sus vidas. Yo tampoco fui capaz de deshacerme de ellas.
CARTAS DE SUSO
7 de febrero de 1979
Querido hermano:
Hoy por fin he llegado a esta isla, una más de las que he visitado, una de las que salpican mi vida. Más bien he naufragado. Quizás deba ser más exacto, aquí me han abandonado y aquí me tienes, sin barco para huir, sin velas, sin brújula, sólo con un horizonte en el que se confunden cielo y mar, aunque esto no es el mar.
¿Has visto un gran banco de peces entre las redes? Pasan de la tranquilidad de lo grande, de lo sublime, a la angustia de lo pequeño; de tener por barreras agua y agua, a estar todos juntos, pegados, rodeados de telas absurdas. Así me siento: tenía todo el mar para mí y ahora me estoy ahogando entre barrotes cruzados de obediencias absurdas y estupidez, de órdenes y castigos.
Hoy me han quitado las escamas, me han roto las branquias, me han sacado del mar y dicen que sigo siendo pez.
Cada vez añoro más el mar. Yo aquí y tú marinero
2 de marzo de 1979
Ayer, al leer tu carta, me llegó un olor a mar salado, una bocanada de libertad tan grande que, en un momento, me vi en nuestro barco, en nuestro mar, gritando fuerte al viento, fuerte, dormido en cubierta entre el mecerme de las olas y el cantar de las gaviotas, henchido de alegría. Y de mi corazón salieron las últimas gotas de mar que llevaba dentro, lágrimas saladas.
No sé porqué hoy me acordé del delfín aquel que siguió días y días nuestro barco en busca de no sé qué. Ahora soy yo el que sigo mis memorias, mis recuerdos, queriendo encontrar el mar.
No dejes de escribirme porque tus palabras son lo único que merece la pena, el único eslabón que impide que me hunda más de lo que estoy.
23 de marzo de 1979
Hoy me he sentido a gusto, tranquilo, hoy me ha gustado la absurdez, la contradicción, el pozo donde me encuentro.
Hoy casi he olvidado el mar, nuestro mar.
¿Será que han matado mi ilusión, mis ansias, mis sueños?
¿Te acuerdas que te decía: siempre seré yo? Ya no lo sé.
Quiero que me cuentes del mar, que me cuentes todo, que me recuerdes el mar para no conformarme con el cieno que me ahoga.
15 de abril de 1979
¿Sabes? Ya ha pasado tanto tiempo sin vivir en el mar, sin vivir del mar, que he construido mi mar en mi corazón. Tal como lo veo, tal como lo siento, tal como quiero que sea, tal como quizás será, tal como quizás es.
Llevo tanto tiempo en esta isla rodeada de tierra, de sinsentido, de angustia… y llevo tan poco tiempo.
Es mentira que el tiempo es igual para todos: a mí se me ha parado, no anda, los minutos se me hacen años, mares de tierra, océanos de arena, sed, infinitos de nada.
Hace tan poco tiempo que salí del mar y hace tanto que casi, casi no me acuerdo.
3 de mayo de 1979
El lunes llegó tu carta como la voz de ¡Alerta! Sonó fuerte, muy fuerte en mis oídos, sonó como una voz frente al peligro. Has hecho, con tus palabras, que infle mis velas, que construya de nuevo mi barco hundido por aquel viento que me arrastró, por aquel imposible.
He colocado el palo mayor alto, muy alto.
He puesto a otear mis pensamientos.
Con mi alma en proa y mi ilusión de timonel he recorrido palmo a palmo, ola a ola, el mar, nuestro mar de siempre.
Espero, hermano, que impidas la muerte de mis sueños.
8 de junio de 1979
No quiero perder nunca más mi mar.
Me han enseñado a tenerlo entre rejas, entre hierros y miserias, entre palabras absurdas. Me han enseñado a tenerlo en un agujero inmenso, infinito, en el agujero de la alegría, donde se pierden las penas y los dolores, donde se confunde todo y todo es hermoso como mi mar.
No quiero perder nunca más mi mar.
Me han enseñado a guardarlo en la memoria, entre los poros de las tablas de este cajón, entre las brechas de miseria de este inmenso edificio, entre la esclavitud, entre el odio.
Me lo han enseñado las estrellas al mirarlas, las estrellas inmensas, las solitarias y las que dibujan formas extrañas que nos hablan. Me lo han enseñado las estrellas y en silencio me lo han repetido bajito la otra noche entre el rumor furioso de las olas rompiendo en los tajamares de mi ilusión.
Espero con impaciencia tus cartas, que cada vez se espacian más. Ya sé, ya sé que tienes una vida complicada, que lo que te rodea te impide tener demasiado tiempo libre, pero, aunque sean unas líneas, devuélveme la ilusión que hace ya demasiado tiempo dejé olvidada en la orilla de esta isla.
5 de julio de 1979
A mi hermano, labrador de mares
Hoy sentía más que nunca ansias de contaros a ti y al mar, mis penas.
Me he puesto a escribir y he roto, una a una, todas las cuartillas, todas mis ideas. No sabía cómo haceros creer que aquí tengo el MAR, todo entero.
Hoy he encontrado marineros de mi mar.
Estoy reclutando, no, más bien estoy marinando marineros uno a uno y mar a mar.
¿Has pensado qué pasará cuándo los mares no quepan en los pensamientos y se desborden en gritos fieros, en grandes olas los sueños? ¡Qué inundación más hermosa! Hasta el carbón negro se lavará en el mar y parecerá sal; hasta la tierra se romperá en gotas de mar y todo, todo, srán olas, grandes olas. Todo será mar.
¿Lo imaginas? Imagina el egoísmo bañado de bondad, el odio envuelto en amor. Imagina cadenas y celosías arrastradas por la libertad, ahogadas de mar. Todo mar.
Hoy quiero luchar.
Tu próxima carta, hermano, quiero que la firmes, que la inundes de olor a marea.
28 de septiembre de 1979
Perdona el retraso de esta carta, pero la apatía me ha llenado, estoy ahogado en pereza. He vuelto a la desilusión del primer día, ya tan lejano.
¿Ves esas olas tontas que llegan y se van y vuelven? Así está mi ilusión, mi alegría.
Antes creía tener el mar, todo el mar, y ahora veo tan sólo unas cuantas gotas en mis manos, que se escapan y no sé cómo retenerlas, cómo guardarlas al menos para no olvidarme, para demostrarme a mí mismo que tuve todo el mar.
Quizás al leer mi carta, en cubierta, con el ruido del viento azotando las velas y con olor a mar y con mar, te parezca mentira, falsa mi tristeza, pero cierra los ojos e imagina el mar seco, tú en el fondo de una tierra, llagada por el sol, como con bocas abiertas pidiendo agua, sin viento, sin ruido, sin vida, sin nada, solo.
¿Qué harías sino llenar tu vida de nostalgia y bañar, ahogar, tu desierto de esperanza?
Ahora piensa que te roban la esperanza… ¿Qué hacer?
14 de noviembre de 1979
He construido piedra a piedra, tabla a tabla, todas las murallas en mi mente, todo el cajón repetido poro a poro, exacto.
He construido piedra a piedra todas mis penas, una a una, iguales. Y las coloqué todas como islas de mi mar, las rodeé de olas y dejé libre el viento.
Comenzó la lucha entre prisión y libertad, entre bueno y malo. Asómbrate marinero, ¡la libertad ataca!
He construido piedra a piedra todo lo que me ata. Y se han hundido en el mar. Se ha perdido.
Ya no me asusta la caja en la que me han metido, la he ahogado en mar, el mar la ha matado.
Ya soy libre aunque me rodeen cadenas frías y muros de mentiras, aunque me rodeen maliciosas verdades, aunque me entierren. Soy libre. En mi mente soy la mar.
8 de enero de 1980
Cuántos días sin decirte mis penas y cuántas penas almacenadas en los escondrijos de mi alma.
Cuántas ganas de contarte cosas y cuánta pereza, cuánta.
Todo, sin embargo, es como siempre, es como nunca. Se me hacen infinitos los segundos entre esta cárcel de absurdos.
Quisiera, te parecerá sueño de niño, quizás de loco, como cuando padre nos contaba sus aventuras en mares que nunca ya podremos navegar porque nunca existieron, sólo en nuestra mente de niños marineros, que el mar fuera nube y lloviera, lloviera mar en mi alma.
Quisiera ahogar mis penas en aguas de mar como otros las ahogan en licores perversos.
Quisiera ahogarme en mar, en nuestro mar, en el mar que tú y yo soñamos navegando
Quisiera ser mar.
23 de marzo de 1980
Hoy es uno de esos días tontos en los que no sé qué escribirte.
¿Ves esos criaderos de peces en los que viven todos juntos en unos pocos litros de agua, que apenas respiran, que apenas se mueven? Cuando pasa cierto tiempo los sueltan al mar. Hoy han soltado a un par de ellos. Apenas los conocía, me los encontraba en el patio, callados, paseando siempre juntos. Yo nunca estoy con nadie, no quiero estar con nadie, nadie es mi mejor compañía, no podría tener otra en este islote en el que hace ya más de un año que me encuentro. Y todavía me quedan muchas noches sin estrellas, sin luna, sin nubes que corran raudas hasta el horizonte, perseguidas por nuestras miradas.
Apenas los conocía, es verdad, pero sé que los han maltratado, los han enterrado, como nos han enterrado a todos, los han ahogado en tierra pestilente, en cieno. Y ahora, hoy, les dejan irse, hoy reviven.
¿Comprendes mi alegría y mi dolor?
¿Comprendes eso que siento, eso que no sé qué es y que me estruja el corazón, que hace que mi corazón sangre, que ría por dentro como un loco, sin saber por qué?
18 de mayo de 1980
Hoy me han dicho que en unas semanas voy a ser libre, que el abogado ha conseguido una revisión de mi caso y que, con toda seguridad, en un par de meses como mucho volveremos a vernos. No quiero hacerme ilusiones, hermano, porque ya me conoces, puedo caer en un pozo sin fondo, en un abismo del que ya nunca podría salir. Pero una ligera brisa con olor a yodo ha entrado entre las rejas y he escrito un pequeño poema que, seguro, intentarás dibujar.
El mar, transparente en olas de luz
Tiembla en un instante de armonía con el aire
Y rompe contra las rocas, impasibles a las húmedas caricias.
El viento azota mi cuerpo, instrumento
Que resuena en la tarde.
Mis ojos se abren al horizonte
Que se despliega en sinfonías de rojo y azul.
Todo es perfecto, luminoso, suave.
Cierro los ojos y te veo, hermano,
Casi aire
Casi mar
Casi cielo
Y navego hacia el momento
Hacia el eterno instante perfecto
Unión del aire, del mar y del cielo
Juntos otra vez, como siempre
Como nunca, sobre las olas, en la luz.
Unas semanas después de esta última carta, denegaron la libertad a Suso, que no pudo superarlo.
