Los lugares de la infancia

A medida que vamos cumpliendo años y llegamos a lo que el lenguaje culto denomina edad provecta, seguramente para no utilizar términos como anciano o viejo, echamos la vista atrás y nos refugiamos en esos lugares de la infancia que atesoran recuerdos imborrables. No sé si todas las personas pueden decir lo mismo, pues a veces la infancia es la edad más cruel, sobre todo porque en esas edades no se tienen las herramientas para combatir la adversidad.

Mi primer recuerdo, mi primer lugar, aunque no sé si es real o soñado, es una calle solitaria por la que voy andando con mi madre, que me coge de la mano. Seguramente es invierno porque voy vestido con un abrigo y un gorro de lana. Árboles desnudos en la acera, casas bajas con pequeños jardines delanteros muy bien cuidados, ruidos apagados, como si yo estuviera nadando debajo del agua y una luz difusa, grisácea, porque en el norte y en invierno el gris es el color predominante.

Miro a mi madre y me sonríe. Siempre me ha gustado, y me sigue gustando todavía, su sonrisa fresca, alegre, luminosa, que se convierte en risa con gran facilidad. Tiene mucho mérito porque la vida no ha sido fácil para ella. Apenas recuerdo algo más, quizás un coche que pasa de vez en cuando, el saludo de algún vecino con el que mi madre se detiene a charlar, unos niños que juegan a la pelota en el descampado que hay al final de la calle.

Años más tarde los recuerdos son más nítidos. Cuando mi padre compró el Seat 600, todos los domingos nos íbamos a playas cercanas o a los bosques y prados que rodean la ciudad, con las sillas y la mesa plegable que mi hermano y yo éramos capaces de bajar de la baca del coche y que montábamos en muy poco tiempo. Mi padre, que falleció demasiado joven, era muy distinto a mi madre, más serio, más callado, más reflexivo, el típico gallego nacido en una aldea y hecho a sí mismo a base de mucho esfuerzo. A mi padre le gustaban los lugares solitarios, lejos del bullicio, sombríos, en los que reinara el silencio, la tranquilidad. Nos llevaba a arboledas susurrantes con la brisa, a bosques de carballos, hayedos, sauces, fresnos, nogales, castiñeiros, con arroyos de aguas frías en las que apenas podíamos mojarnos, pero rodeados de aromas y plantas que él nos iba explicando. Fieitos (helechos), fiunchos (hinojo), toxos, hierbaluisa, laurel, malva… Muchas de ellas servían para la fiesta de San Juan, dejándolas toda la noche en agua y lavándonos la cara al día siguiente con ese agua. Nos encantaba ir a recogerlas al campo con mis padres unos días antes, dejarlas en una bolsa de tela y esperar a la noche antes de la fiesta. Ya hemos perdido esa costumbre.

Mi padre también nos llevaba a las más lejanas costas de Arteixo, de Cayón, de Malpica, a las playas de Sabón, de Barrañán, de Valcovo. El paisaje allí era hermoso, se podría decir que majestuoso, fascinante. A mis padres les gustaba detenerse a contemplar la costa, repleta de pequeñas playas solitarias y silenciosas, en las que el azul del mar y del cielo y el verde de los prados y bosques se mezclaba con el blanco de las nubes de algodón y de la espuma del agua. Desde arriba apenas se escuchaba el rumor del mar, que rompía contra la arena y contra las rocas que la salpicaban. A las playas había que bajar por laderas escarpadas, por senderos abruptos y a veces peligrosos en los que había que tener mucho cuidado para no resbalar, pero a nosotros nos encantaba la aventura y mis padres eran jóvenes, fuertes y ágiles. Jugábamos entre las rocas y éramos capaces de escalar algunos metros por las laderas, agarrándonos a los matorrales que crecían en abundancia, cogíamos cangrejos en las charcas que dejaba la marea baja y también había lapas, minchas, mejillones, que servían para darnos una buena cena de marisco por la noche. También hacíamos castillos en la arena y jugábamos al fútbol con la pelota que todos los años pedíamos a los reyes y que nunca llegaba al final de año, pues se rompía antes. Si teníamos suerte y el mar no estaba demasiado embravecido, lo cual era raro, podíamos bañarnos en un agua helada, aunque el día fuera caluroso y salíamos tiritando y con los labios azules. Mi madre nos esperaba en la orilla con una toalla que nos permitía entrar en calor en pocos minutos. Esos días regresábamos a casa cantando en el coche, sin apenas tráfico, muy cansados, pero contentos y alegres y mis padres reían y también cantaban y se miraban a los ojos y callaban.

Pero mi padre no siempre conseguía llevarnos a donde él quería. Mi madre lo convencía para llevarnos a Riazor o al Orzán, las playas urbanas de Coruña a las que podíamos llegar andando, cargados con las toallas, las sombrillas y algo de comida, sobre todo tortilla de patatas y chuletas empanadas. Allí todo era distinto, ruidoso, todo era más transparente, más colorido, más brillante. Las sombrillas, los gritos de los vendedores de helados, de pipas o de patatas fritas, las carreras y los chillidos de los niños jugando en la orilla, los gritos de las madres llamando a sus hijos o advirtiéndoles del peligro de no bañarse hasta que no hicieran la digestión. A mi madre le gustaba mucho más ese ambiente, quizás porque venía del sur y estaba acostumbrada a ese bullicio, pues de joven había veraneado en Punta Umbría, a donde llegaba desde Huelva en la canoa que recorría la ría. La arena dura y más oscura de Riazor contrastaba con la arena fina y blanca del Orzán, que nos gustaba más, porque es más grande, aunque el agua rompe con más fuerza pues el mar apenas encuentra obstáculos, al contrario de la de Riazor, que tiene barreras naturales de roca que forman, con la marea baja, pequeños lagos de agua cristalina.

Después de tanto tiempo, todavía tengo presentes muchos de esos recuerdos, que me vienen a la memoria cuando regreso a Coruña, mi lugar de la infancia, seguramente el lugar más acogedor al que a veces tenemos que acudir para refugiarnos.

Ausencia y nostalgia de mar

En junio de 1980 las tardes eran perfectas. Yo saboreaba cada momento, esperando que las horas transcurriesen raudas, pero también lentas. Era difícil explicar la contradicción. Por un lado, ese era mi último curso en Camariñas, el pueblo donde había trabajado como maestro los tres últimos cursos, un muchacho que llegó con veintidós años, recién terminado el servicio militar. Y ahora, recién cumplidos los veinticinco, me iba a embarcar en una nueva aventura, en una nueva tierra, Andalucía y con la perspectiva de casarme al año siguiente. Habían sido tres años intensos, durante los cuales conocí a compañeros maravillosos, recorrí aldeas y pueblos, costas escarpadas y playas de arena blanca, limpia, casi virgen. El camino hasta el faro Vilán, unas veces en coche y otras caminando, sobre todo en las largas tardes de septiembre o de junio, a principios y a final de curso, cuando el aire es más claro y el olor a toxo, xesta, pino o eucalipto, impregna el aire. De ahí la contradicción, el deseo de llegar a Andalucía y, por otro, la pena, el desasosiego por abandonar un lugar que me había acogido con cariño. Allí iba a dejar muchos amigos, muchos recuerdos. Morriña, saudade, por un lado, esperanza en el porvenir, en un prometedor y feliz futuro, por otro.

Una de las veces que caminaba a buen ritmo y había pasado ya la ermita de la Virxe do Monte, en donde otras veces me había detenido, me alcanzó Anxo, un marinero con el que había entablado una buena amistad y con el que pasé tardes enteras charlando de política, de mujeres, de pesca, de libros. Anxo, a pesar de tener sólo estudios primarios, era un lector empedernido y devoraba libros durante las temporadas que pasaba en tierra. Anxo tenía el pelo largo y una barba cerrada, vestía, verano e invierno, un pantalón vaquero desgastado y una camisa de manga corta. A veces, cuando el frío o la lluvia arreciaba, se ponía un chubasquero amarillo y un gorro. Anxo era mayor que yo, frisaba los cuarenta años, pero, a pesar de la dureza de su trabajo y de su piel curtida, duro, fibroso, un poco más bajo que yo, parecía más joven, quizás porque su mirada era la mirada de un niño, ojos que se sorprendían con cualquier comentario que yo hacía. Seguramente contemplar el mar, el horizonte y el cielo durante años de trabajo en el barco, había conseguido que su mirada fuera limpia ensoñadora. Yo le podía enseñar poco, porque él leía libros y autores que yo apenas conocía entonces: Kavafis, Cernuda, José Hierro o Blas de Otero. A veces paseábamos por los alrededores del pueblo, nos sentábamos en alguna roca frente a la ría y leíamos poemas o frases que nos había impresionado con nuestras últimas lecturas. He conocido a pocas personas tan cultas y amantes de los libros como Anxo.

Mi amigo tenía un hermano mellizo, Suso, que nunca conocí. Cuando eran apenas unos adolescentes comenzaron a faenar con su padre, patrón de uno de los barcos que salían a la sardina, al jurel o cualquier otro pez que podía pescarse en la bajura. Según Anxo, fueron años duros, sacrificados, pero eran felices. Padre e hijos trabajando juntos, las tardes y las noches luchando contra las redes, las olas, las tempestades, la soledad, las penurias de rachas sin ver un banco de peces, pero eran felices contemplando el cielo azul, las nubes, las estrellas, el faro en la lejanía, las luces de otros barcos, contando historias de tesoros hundidos, de sirenas, de naufragios. Horas y horas en las que también aprendieron a jugar con el silencio, con la brisa, con la soledad, con el mar.

Todo eso terminó cuando Suso se encontró con la droga. En aquella época, fumarse un porro era algo que dotaba a la persona de un halo de inconformismo, de modernidad, de estar en contra de lo establecido. El problema es que Suso comenzó a frecuentar ámbitos y amistades poco recomendables. Anxo lo sabía e intentó que su hermano lo dejara, pero el carácter de Suso comenzó a cambiar, dejó de salir a pescar con su padre y con su hermano y empezó su largo viaje hacia un mundo del que nunca pudo ya regresar. Fue detenido varias veces por la Guardia Civil, pasaba pequeñas temporadas en prisión hasta que, finalmente, lo condenaron a varios años de cárcel. Y ahí empezó el calvario de la familia. Cuando llegué a Camariñas y conocí a Anxo, su hermano llevaba ya más de un año en la cárcel. Y todavía le quedaban cuatro o cinco años más. Según mi amigo, las cartas de Suso rezumaban tristeza, abatimiento, pena, nostalgia. Anxo se temía lo peor, porque su hermano era demasiado frágil, poco maduro para su edad. Es un niño adulto, me decía, nunca supo adaptarse. Por desgracia, tenía razón.

La tarde en la que Anxo me alcanzó cuando yo caminaba hacia el faro, estaba hecho un mar de lágrimas. Le habían comunicado que su hermano se había suicidado en la cárcel. No supe cómo reaccionar ni qué decirle. Hay momentos en los que sólo el silencio o un abrazo pueden servir. La tarde, que era luminosa y alegre, se ensombreció de repente. Parecía como si el sol se hubiera escondido tras las nubes, que los pájaros enmudecieran y que las flores dejaran de perfumar el aire. Sin apenas hablar, regresamos al pueblo y llegamos a la casa de los padres, destrozados por la noticia. No recuerdo mucho más porque la memoria, que a veces es cruel, también se apiada y se borra para que el dolor no nos traspase. Aquella misma tarde los padres y Anxo alquilaron un taxi y se fueron a la cárcel, donde Suso se había suicidado. Aquellos días no se hablaba de otra cosa en el colegio y en el pueblo. A los pocos días, pudieron trasladar el cuerpo de Suso y, después de algunas gestiones ante el párroco y el obispado, que en principio se negaban a enterrarlo en el cementerio, lo pudieron hacer. Casi todo el pueblo acudió a acompañar a la familia. Sigo sin recordar bien lo que hablamos Anxo y yo, seguramente poco, incluso quizás ni estuviera a su lado, pues los familiares arroparon y rodearon en todo momento a padres y hermano.

Pero sí recuerdo una cosa. Cuando finalizó la ceremonia y regresamos a casa, Anxo me hizo un gesto para que esperara fuera. Al poco rato salió a la puerta y me entregó una pequeña caja.

—No la abras todavía, por favor. Son las cartas que me fue enviando mi hermano durante los últimos meses que estuvo en prisión. Yo no soy capaz de tenerlas aquí, ni tampoco quiero romperlas ni quemarlas, ni dejárselas a mis padres. Ellos no podrían soportarlo. Llévatelas a Andalucía y guárdalas. Léelas, para que también conozcas como era mi hermano. Verás que era una gran persona.

Un par de semanas después me fui de Camariñas y a finales de agosto llegué a Sevilla. Entre las pertenencias que llevé en mi 127 estaban las cartas de Suso, que leí varias veces. Efectivamente, tenía que ser una gran persona.

Nunca más volví a ver a Anxo ni tuve más noticias de él. Cuando varios años después visité Camariñas, me dijeron que había emigrado a Venezuela y que los padres se habían ido del pueblo para vivir en Santiago. Una familia rota por el destino, por la desgracia. Esta vez no fue el mar la causa como en otras muchas ocasiones en los pueblos marineros. Pero el mar, como lo demuestran las cartas que reproduzco a continuación, seguramente siempre estará presente en sus vidas. Yo tampoco fui capaz de deshacerme de ellas.

CARTAS DE SUSO

7 de febrero de 1979

Querido hermano:

Hoy por fin he llegado a esta isla, una más de las que he visitado, una de las que salpican mi vida. Más bien he naufragado. Quizás deba ser más exacto, aquí me han abandonado y aquí me tienes, sin barco para huir, sin velas, sin brújula, sólo con un horizonte en el que se confunden cielo y mar, aunque esto no es el mar.

¿Has visto un gran banco de peces entre las redes? Pasan de la tranquilidad de lo grande, de lo sublime, a la angustia de lo pequeño; de tener por barreras agua y agua, a estar todos juntos, pegados, rodeados de telas absurdas. Así me siento: tenía todo el mar para mí y ahora me estoy ahogando entre barrotes cruzados de obediencias absurdas y estupidez, de órdenes y castigos.

Hoy me han quitado las escamas, me han roto las branquias, me han sacado del mar y dicen que sigo siendo pez.

Cada vez añoro más el mar. Yo aquí y tú marinero

2 de marzo de 1979

Ayer, al leer tu carta, me llegó un olor a mar salado, una bocanada de libertad tan grande que, en un momento, me vi en nuestro barco, en nuestro mar, gritando fuerte al viento, fuerte, dormido en cubierta entre el mecerme de las olas y el cantar de las gaviotas, henchido de alegría. Y de mi corazón salieron las últimas gotas de mar que llevaba dentro, lágrimas saladas.

No sé porqué hoy me acordé del delfín aquel que siguió días y días nuestro barco en busca de no sé qué. Ahora soy yo el que sigo mis memorias, mis recuerdos, queriendo encontrar el mar.

No dejes de escribirme porque tus palabras son lo único que merece la pena, el único eslabón que impide que me hunda más de lo que estoy.

23 de marzo de 1979

Hoy me he sentido a gusto, tranquilo, hoy me ha gustado la absurdez, la contradicción, el pozo donde me encuentro.

Hoy casi he olvidado el mar, nuestro mar.

¿Será que han matado mi ilusión, mis ansias, mis sueños?

¿Te acuerdas que te decía: siempre seré yo? Ya no lo sé.

Quiero que me cuentes del mar, que me cuentes todo, que me recuerdes el mar para no conformarme con el cieno que me ahoga.

15 de abril de 1979

¿Sabes? Ya ha pasado tanto tiempo sin vivir en el mar, sin vivir del mar, que he construido mi mar en mi corazón. Tal como lo veo, tal como lo siento, tal como quiero que sea, tal como quizás será, tal como quizás es.

Llevo tanto tiempo en esta isla rodeada de tierra, de sinsentido, de angustia… y llevo tan poco tiempo.

Es mentira que el tiempo es igual para todos: a mí se me ha parado, no anda, los minutos se me hacen años, mares de tierra, océanos de arena, sed, infinitos de nada.

Hace tan poco tiempo que salí del mar y hace tanto que casi, casi no me acuerdo.

3 de mayo de 1979

El lunes llegó tu carta como la voz de ¡Alerta! Sonó fuerte, muy fuerte en mis oídos, sonó como una voz frente al peligro. Has hecho, con tus palabras, que infle mis velas, que construya de nuevo mi barco hundido por aquel viento que me arrastró, por aquel imposible.

He colocado el palo mayor alto, muy alto.

He puesto a otear mis pensamientos.

Con mi alma en proa y mi ilusión de timonel he recorrido palmo a palmo, ola a ola, el mar, nuestro mar de siempre.

Espero, hermano, que impidas la muerte de mis sueños.

8 de junio de 1979

No quiero perder nunca más mi mar.

Me han enseñado a tenerlo entre rejas, entre hierros y miserias, entre palabras absurdas. Me han enseñado a tenerlo en un agujero inmenso, infinito, en el agujero de la alegría, donde se pierden las penas y los dolores, donde se confunde todo y todo es hermoso como mi mar.

No quiero perder nunca más mi mar.

Me han enseñado a guardarlo en la memoria, entre los poros de las tablas de este cajón, entre las brechas de miseria de este inmenso edificio, entre la esclavitud, entre el odio.

Me lo han enseñado las estrellas al mirarlas, las estrellas inmensas, las solitarias y las que dibujan formas extrañas que nos hablan. Me lo han enseñado las estrellas y en silencio me lo han repetido bajito la otra noche entre el rumor furioso de las olas rompiendo en los tajamares de mi ilusión.

Espero con impaciencia tus cartas, que cada vez se espacian más. Ya sé, ya sé que tienes una vida complicada, que lo que te rodea te impide tener demasiado tiempo libre, pero, aunque sean unas líneas, devuélveme la ilusión que hace ya demasiado tiempo dejé olvidada en la orilla de esta isla.

5 de julio de 1979

A mi hermano, labrador de mares

Hoy sentía más que nunca ansias de contaros a ti y al mar, mis penas.

Me he puesto a escribir y he roto, una a una, todas las cuartillas, todas mis ideas. No sabía cómo haceros creer que aquí tengo el MAR, todo entero.

Hoy he encontrado marineros de mi mar.

Estoy reclutando, no, más bien estoy marinando marineros uno a uno y mar a mar.

¿Has pensado qué pasará cuándo los mares no quepan en los pensamientos y se desborden en gritos fieros, en grandes olas los sueños? ¡Qué inundación más hermosa! Hasta el carbón negro se lavará en el mar y parecerá sal; hasta la tierra se romperá en gotas de mar y todo, todo, srán olas, grandes olas. Todo será mar.

¿Lo imaginas? Imagina el egoísmo bañado de bondad, el odio envuelto en amor. Imagina cadenas y celosías arrastradas por la libertad, ahogadas de mar. Todo mar.

Hoy quiero luchar.

Tu próxima carta, hermano, quiero que la firmes, que la inundes de olor a marea.

28 de septiembre de 1979

Perdona el retraso de esta carta, pero la apatía me ha llenado, estoy ahogado en pereza. He vuelto a la desilusión del primer día, ya tan lejano.

¿Ves esas olas tontas que llegan y se van y vuelven? Así está mi ilusión, mi alegría.

Antes creía tener el mar, todo el mar, y ahora veo tan sólo unas cuantas gotas en mis manos, que se escapan y no sé cómo retenerlas, cómo guardarlas al menos para no olvidarme, para demostrarme a mí mismo que tuve todo el mar.

Quizás al leer mi carta, en cubierta, con el ruido del viento azotando las velas y con olor a mar y con mar, te parezca mentira, falsa mi tristeza, pero cierra los ojos e imagina el mar seco, tú en el fondo de una tierra, llagada por el sol, como con bocas abiertas pidiendo agua, sin viento, sin ruido, sin vida, sin nada, solo.

¿Qué harías sino llenar tu vida de nostalgia y bañar, ahogar, tu desierto de esperanza?

Ahora piensa que te roban la esperanza… ¿Qué hacer?

14 de noviembre de 1979

He construido piedra a piedra, tabla a tabla, todas las murallas en mi mente, todo el cajón repetido poro a poro, exacto.

He construido piedra a piedra todas mis penas, una a una, iguales. Y las coloqué todas como islas de mi mar, las rodeé de olas y dejé libre el viento.

Comenzó la lucha entre prisión y libertad, entre bueno y malo. Asómbrate marinero, ¡la libertad ataca!

He construido piedra a piedra todo lo que me ata. Y se han hundido en el mar. Se ha perdido.

Ya no me asusta la caja en la que me han metido, la he ahogado en mar, el mar la ha matado.

Ya soy libre aunque me rodeen cadenas frías y muros de mentiras, aunque me rodeen maliciosas verdades, aunque me entierren. Soy libre. En mi mente soy la mar.

8 de enero de 1980

Cuántos días sin decirte mis penas y cuántas penas almacenadas en los escondrijos de mi alma.

Cuántas ganas de contarte cosas y cuánta pereza, cuánta.

Todo, sin embargo, es como siempre, es como nunca. Se me hacen infinitos los segundos entre esta cárcel de absurdos.

Quisiera, te parecerá sueño de niño, quizás de loco, como cuando padre nos contaba sus aventuras en mares que nunca ya podremos navegar porque nunca existieron, sólo en nuestra mente de niños marineros, que el mar fuera nube y lloviera, lloviera mar en mi alma.

Quisiera ahogar mis penas en aguas de mar como otros las ahogan en licores perversos.

Quisiera ahogarme en mar, en nuestro mar, en el mar que tú y yo soñamos navegando

Quisiera ser mar.

23 de marzo de 1980

Hoy es uno de esos días tontos en los que no sé qué escribirte.

¿Ves esos criaderos de peces en los que viven todos juntos en unos pocos litros de agua, que apenas respiran, que apenas se mueven? Cuando pasa cierto tiempo los sueltan al mar. Hoy han soltado a un par de ellos. Apenas los conocía, me los encontraba en el patio, callados, paseando siempre juntos. Yo nunca estoy con nadie, no quiero estar con nadie, nadie es mi mejor compañía, no podría tener otra en este islote en el que hace ya más de un año que me encuentro. Y todavía me quedan muchas noches sin estrellas, sin luna, sin nubes que corran raudas hasta el horizonte, perseguidas por nuestras miradas.

Apenas los conocía, es verdad, pero sé que los han maltratado, los han enterrado, como nos han enterrado a todos, los han ahogado en tierra pestilente, en cieno. Y ahora, hoy, les dejan irse, hoy reviven.

¿Comprendes mi alegría y mi dolor?

¿Comprendes eso que siento, eso que no sé qué es y que me estruja el corazón, que hace que mi corazón sangre, que ría por dentro como un loco, sin saber por qué?

18 de mayo de 1980

Hoy me han dicho que en unas semanas voy a ser libre, que el abogado ha conseguido una revisión de mi caso y que, con toda seguridad, en un par de meses como mucho volveremos a vernos. No quiero hacerme ilusiones, hermano, porque ya me conoces, puedo caer en un pozo sin fondo, en un abismo del que ya nunca podría salir. Pero una ligera brisa con olor a yodo ha entrado entre las rejas y he escrito un pequeño poema que, seguro, intentarás dibujar.

El mar, transparente en olas de luz

Tiembla en un instante de armonía con el aire

Y rompe contra las rocas, impasibles a las húmedas caricias.

El viento azota mi cuerpo, instrumento

Que resuena en la tarde.

Mis ojos se abren al horizonte

Que se despliega en sinfonías de rojo y azul.

Todo es perfecto, luminoso, suave.

Cierro los ojos y te veo, hermano,

Casi aire

Casi mar

Casi cielo

Y navego hacia el momento

Hacia el eterno instante perfecto

Unión del aire, del mar y del cielo

Juntos otra vez, como siempre

Como nunca, sobre las olas, en la luz.

Unas semanas después de esta última carta, denegaron la libertad a Suso, que no pudo superarlo.

Reencuentros

Volver, el tango de Carlos Gardel, es una de las canciones más nostálgicas y melancólicas que se han escrito. «Volver con la frente marchita… Que es un soplo la vida, que veinte años no es nada». Pocas letras reflejan con tanto sentimiento el paso de los años, el regreso a un lugar, a una etapa de la vida.

Hoy, cuando bajaba por la Ronda de Outeiro camino del mesón donde me iba a reencontrar con mis amigos de hace cincuenta años y con mi adolescencia, canturreaba el tango de Gardel. Veía mi reflejo en los escaparates, la frente marchita, mucho más despejada que a principios de los años setenta, la espalda más encorvada y el caminar quizás menos resuelto.

Las estrellas no me miraban burlonamente, como en el tango, porque es un mediodía radiante, el cielo despejado y el aire muy frío, una de las mañanas más frías que recuerdo en Coruña. Miro el reloj y compruebo que voy a llegar demasiado pronto, así que aminoro el paso al llegar a la estación de San Cristóbal, no quiero llegar el primero. Y recuerdo, claro que recuerdo, aunque han pasado cincuenta años, que no es nada, que es un soplo la vida.

Instituto Masculino de La Coruña a mediados de los años sesenta, en la ciudad escolar, cerca del estadio de Riazor. Como su propio nombre indica, sólo estudiábamos chicos, adolescentes de 10 a 17 años. El Instituto Femenino, el Eusebio da Guarda, estaba en la Plaza de Pontevedra. Para entrar en el Instituto había que realizar una prueba, el ingreso, y si se aprobaba, comenzaban los cuatro cursos del bachillerato elemental. Al finalizar esta etapa se hacían otros exámenes,  la reválida, que concedían el título de bachiller elemental, que permitía el acceso a los estudios del bachillerato superior, dos cursos, al final del cual se realizaba otra reválida, aprobada la cual se conseguía el título de bachiller superior.

Yo entré en el Instituto en segundo curso, en el año 1966, pues el primero lo estudié en Madrid, ya que… Pero esta es otra historia que contaré en otra ocasión. Tenía 11 años y algo de miedo por entrar en un aula en la que ya se habrían creado grupos de amigos el curso anterior y la fama de duros que tenían muchos profesores. La disciplina en aquella época distaba mucho de ser permisiva, así que me imaginaba mi aislamiento, las miradas de desprecio de mis compañeros de clase, los gritos y las amenazas de los docentes, la dureza de las asignaturas… Como siempre me ocurría, prefería ponerme en lo peor para no llevarme un chasco después.

En realidad, no me costó demasiado trabajo ni demasiado tiempo adaptarme a la situación. Nos sentábamos por orden alfabético, así que durante tres años tuve como compañero de pupitre a Modesto Casanova, un fornido y rubicundo muchacho oriundo de una aldea de Lugo, que me contaba anécdotas y aventuras que me partían de risa y que en más de una ocasión nos costaron castigos. No era un estudiante brillante, pero sí un buen y noble muchacho del que guardo muy buenos recuerdos.

Los que realmente formamos pandilla y un grupo que duró todo el bachillerato fueron los que nos vimos en la comida. Faltaban un par de ellos, Formoso y Balsa. El primero no pudo venir y nos lo comunicó, pero al segundo fue imposible localizarlo. Hace años que no se sabe nada de él, a pesar de haberlo intentado en las redes sociales. José Luis Cortón, el que ha conseguido la hazaña de juntarnos después de tanto tiempo, Ricardo, Carlos, José Luis Álvarez, José Antonio Casal, José Manuel Pardo, Benito, el único que yo no conocía porque se unió cuando me fui del Instituto, y yo.

Alrededor de un cocido gallego con todos sus ingredientes, un tinto mencía y unos postres propios de estas fechas, oreja y filloas junto café y licores, la comida transcurrió como no podía ser de otra manera -aunque en tan poco tiempo fue imposible ponernos al día después de tantos años- contando anécdotas del Instituto, de los profesores, de las excursiones, de las chicas que nos gustaban, de las discotecas donde no nos dejaban pasar pues éramos demasiado jóvenes y muchas, muchas más cosas. Todo un lujo, todo un placer rememorar una época de la vida llena de ilusiones, de risas, de alegría.

Como todavía era de día, aunque terminamos de comer cerca de las seis, salimos del mesón y nos sentamos en una terraza a tomarnos un cubata. La temperatura era agradable al sol, aunque cuando se puso tuvimos que meternos dentro. Seguimos recordando aquellos tiempos, o tempora, o mores, como si nos acabáramos de ver hacía sólo unos días. Eso fue lo que más me gustó, la confianza, la camaradería, el buen humor que siempre nos acompañó y que sigue exactamente igual.

No, el tango Volver es demasiado triste, nostálgico, melancólico. No, nosotros no vivimos con «el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez». Estos reencuentros son alegres, optimistas, necesarios, nos ponen frente a nosotros mismos y nos permiten rejuvenecer. Gracias, amigos, tenemos que repetirlo más a menudo. Por lo menos, no dejar pasar otros cincuenta años, creo que no lo aguantaría.

Hoy es 23F

Hace casi seis meses que me he venido a vivir a Sevilla, mejor dicho, a una zona que está entre Sevilla y Dos Hermanas, llamada Montequinto. Vivo solo, en un octavo piso de un bloque que forma parte de una urbanización todavía poco habitada. Una mujer es el motivo de que haya dejado mi Coruña natal y de que me haya embarcado en una aventura que, como todas las que giran alrededor del amor, están llenas de emoción, de vértigo y de ilusión. Tengo 25 años y en unos meses me casaré.

Ella vive en Aroche, un pueblo del norte de la provincia de Huelva y es maestra como yo. Además, es prima segunda mía y la conozco desde que tengo 13 años. Pero entonces ella apenas me miraba porque era un poco mayor que yo y en esas edades se nota mucho la diferencia de madurez y de intereses. Sólo unos años después, cuando hice el servicio militar en Sevilla y coincidimos algunas veces, comenzó a fijarse un poco más en mí. Pero esa es otra historia.

Estoy solo en un piso que hemos comprado en septiembre de 1980. Está casi vacío, apenas una cama, una pequeña salita con televisor y una cocina que sólo utilizo para hacerme el desayuno, calentar la comida de Carmen y poco más. Carmen me trae comida cuando viene a verme cada dos fines de semana (el intermedio yo voy a verla a Aroche, no podemos estar tantos días sin vernos). Estamos amueblando el piso poco a poco, haciendo muchas cuentas, la hipoteca, el coche, las letras… Antes los novios casi ni se planteaban alquilar un piso, había que comprarlo, sobre todo si tenían dos nóminas como nosotros, escasas, pero dos. Los tiempos han cambiado, ahora las parejas se van a vivir juntas antes de casarse, si se casan, claro.

Hoy es lunes, 23 de febrero de 1981. Trabajo como maestro en un colegio de Dos Hermanas, con jornada partida. Salgo a las cinco de clase y en mi 127 amarillo llego a Montequinto antes de las cinco y media. Me gusta hacer ejercicio, sobre todo correr, pero hoy no me apetece. Hago algo de gimnasia y empiezo a ducharme sobre las seis y cuarto. Siempre pongo la radio para escuchar música mientras me ducho, pero hoy se está votando en el Congreso de los Diputados la investidura del candidato Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, ya que Adolfo Suárez presentó la dimisión y me interesa, aunque ya se sabe de antemano, el resultado. El secretario del Congreso va leyendo uno a uno el nombre de los Diputados, que en voz alta van dando su voto afirmativo o negativo. Estoy totalmente enjabonado, sin echar demasiada cuenta en lo que está ocurriendo en el Congreso, cuando me llaman la atención unos gritos lejanos y el comentario del locutor que dice que unos guardias civiles han entrado.

Sin ser consciente todavía de la gravedad de lo que está ocurriendo, cuando me estoy enjuagando se escuchan unas ráfagas y es entonces cuando me entra un escalofrío y me seco a toda velocidad. En la radio apenas hay ya novedad, el locutor no puede hablar y se escuchan gritos de fondo. Lo que ocurrió después, ya es historia. Pero las horas que pasé solo en el piso, sin teléfono y sin salir de casa por la incertidumbre de lo que estaba pasando y de lo que podría ocurrir, nunca se me olvidarán. Una noche de insomnio, puedo asegurarlo.

La fuente de la vida ¿I?

Al final del largo corredor apenas se adivinaba una sombra de la que, de vez en cuando, surgía una pequeña luz. En el techo, luces muy tenues que se alejaban en una perspectiva irreal. A medida que el hombre avanzaba, la oscuridad se iba adueñando del espacio que dejaba atrás, pero él no era consciente. A lo largo de las paredes, puertas cerradas, aunque también se veían recodos que, seguramente, se abrían a otros pasillos. Sobre cada una de las puertas, un símbolo diferente, al principio muy simple, apenas una línea o una raya que se complicaba formando figuras o dibujos, como pertenecientes a una lengua extraña, desconocida, antigua, quizás ya olvidada en la noche de los tiempos. Entre las puertas, la pared desnuda, gris, salpicada por manchas de humedad o de suciedad.

Lo peor, lo que le causaba mayor desasosiego, era el silencio. Ni siquiera sus pasos hacían el menor ruido, como si se deslizara sobre una mullida alfombra. Era un silencio lúgubre, lleno de presagios. Alguien, no recordaba quién, le había advertido «no vayas, si entras y recorres el pasillo, nunca regresarás y, lo que es peor, nunca llegarás al final, nunca sabrás lo que hay allí». No había creído semejante tontería, le parecía un cuento de niños, de esos que sirven para amedrentar las mentes infantiles y evitar que desobedezcan a los mayores.

Hacía una hora que había entrado en el enorme edificio gris, el que se veía desde todos los lugares de la ciudad y sobre el que corrían muchas leyendas. Nadie recordaba cuándo se había construido, ni para qué había servido, no quedaban rastros ni en libros, ni en periódicos, ni en ningún documento. A veces alguien comentaba que se había acercado dando un paseo, pero que algo, como una fuerza invisible, como un viento, helado unas veces, abrasador otras, le obligaba a retroceder. La carretera que unía la ciudad con el edificio estaba llena de baches, de hierbas rastreras, de piedras que dificultaban la marcha; hacía mucho tiempo que las autoridades habían dejado de realizar su mantenimiento, como una forma más de obstaculizar el acceso al edificio.

No sabía por qué había tomado la decisión de acercarse, de averiguar qué había en el interior, recorrerlo y después contar lo que había visto. Ya había dejado su profesión de maestro, pero la curiosidad, siempre latente, y las ganas de aprender y conocer cosas nuevas, no lo habían abandonado. Hacía ya mucho tiempo, recuerda, lo enviaron a los lugares más apartados, pequeños pueblos y aldeas lejanas, pero nunca había trabajado en la ciudad donde nació y pasó su infancia y primera juventud. En aquella época sólo se preocupaba de jugar y de estudiar. Después se fue a hacer la carrera de magisterio a la capital y allí comenzó a trabajar. Estuvo mucho tiempo fuera y sólo regresaba en contadas ocasiones, primero en las vacaciones escolares y después dejó de ir porque sus padres también se fueron a vivir a la capital. Pero cuando se jubiló decidió regresar al lugar donde pasó los mejores años de su vida. Siempre se regresa a la infancia porque allí es donde nunca dejamos o nunca deberíamos dejar de vivir.

La carretera desembocaba en una enorme explanada rectangular de tierra compacta, rodeada por plátanos de sombra que semejaban centinelas expectantes. Cuando bajó del coche alzó la mirada al cielo, como esperando alguna señal que le obligara a regresar, pero sólo vislumbró una nube solitaria en el horizonte y un par de aves que volaban alto, dirigiéndose hacia el sur. Frente a él, el enorme edificio gris, un gris sucio, como el cemento, con pequeñas ventanas, muchas de ellas con los cristales rotos. El edificio era muy ancho y alto, de veinte plantas que tuvo la curiosidad de contar, una mole inmensa, como un paquidermo o un dinosaurio dormido y que podría despertarse en cualquier momento. Esa semejanza hizo que recorriera por su cuerpo, a pesar del calor, un escalofrío. Delante de él, una gran puerta de madera oscura labrada con figuras geométricas. Sobre la puerta, una especie de rosetón, similar al de las catedrales, con los cristales también rotos o astillados. La puerta estaba entreabierta, y eso le extrañó. Antes de entrar, quiso inspeccionar la construcción, rodeándola. Era un cuadrado de unos trescientos o cuatrocientos metros de lado. Estaba deshabitado desde tiempo inmemorial, según le habían dicho, y eso se notaba en el deterioro de las paredes, en algunos pequeños trozos de muro caídos, en los desconchones, en las manchas de humedad, en las hierbas que crecían entre las grietas que salpicaban en todas direcciones la superficie del edificio. No se veía rastro de vida alguna, ni siquiera los pájaros querían anidar allí, como presintiendo que algo malo podría ocurrirles si lo hicieran, ni los gatos que solían merodear por los lugares abandonados. Volvió a recorrerle un escalofrío por la espina dorsal y se le erizaron los vellos de los brazos. Además de la puerta de entrada que vio al llegar, también comprobó que había grandes portalones metálicos en cada uno de los lados, como los que hay en las fábricas para la entrada y salida de mercancías.

Tardó más de media hora en rodear toda la edificación. Con cierto nerviosismo, pero con determinación, penetró en el edificio. El vestíbulo estaba en penumbra y la luz sólo penetraba por el rosetón situado encima de la puerta y por unas pequeñas ventanas, las que había visto desde el exterior. En el techo y en las paredes se veían lámparas, pero estaban apagadas y no vio ningún interruptor para encenderlas. Además, pensó, no creo que hasta aquí llegue la electricidad y si algún día llegó, hace tiempo que cualquier mecanismo tuvo que dejar de funcionar. El vestíbulo se abría en un semicírculo, al fondo del cual se encontraban dos grandes escaleras a izquierda y derecha, que, con una suave curva, se juntaban en la primera planta, una especie de galería con columnas de la que apenas se divisaba la parte superior, decorada con figuras y flores de escayola. En medio de ambas escaleras, una gran puerta metálica cerrada y otras dos puertas más pequeñas a los lados de ésta. En las paredes desnudas las pequeñas ventanas, con los cristales sucios y rotos, dejaban pasar una luz amarillenta, dorada, que daba al espacio una sensación de somnolencia, de irrealidad. Dudó si subir por una u otra escalera y, ante la duda, optó por la puerta metálica, que se abrió sin problemas y sin ruido. Allí se encontró con el corredor que ahora recorría.

Ya no se acordaba por qué estaba allí, como si las últimas horas se hubieran borrado de repente, pero eso no le extrañó, ya le había ocurrido otras veces, como si su vida estuviera hecha a saltos inconexos. Sólo momentos que apenas duraban unos minutos y en medio de cada uno de estos hechos, el vacío, como si estuviera anestesiado y se despertara como un hombre nuevo, diferente. Muchos recuerdos, pero casi ninguna emoción. Tampoco recordaba por qué había tomado la decisión de salir de la ciudad y dirigirse al edificio prohibido. Seguramente habría una poderosa razón, pero, como casi todo en su vida, había desaparecido en una desmemoria gelatinosa. La ciudad, los estudios, los padres, el trabajo, los amigos, la mujer, un asesinato, ¿era él el asesino? recordaba sólo fragmentos que, a veces, intentaba juntar, pero nunca lo conseguía.

Un ligero estremecimiento le asaltó nada más cruzar la puerta metálica y contemplar el largo pasillo con puertas a cada lado. Siguió andando y se detuvo a escuchar delante de la primera puerta de la derecha, la que tenía una simple línea vertical ondulada encima, pues le había parecido oír un murmullo, como varias voces hablando y un bebé llorando muy lejos. Dudó un momento, pero se decidió a posar la mano sobre el picaporte y, con cierta precaución y también algo de temor, abrió la puerta. Lo primero que vio fue una habitación pequeña, un dormitorio, con una cama de matrimonio y tres mujeres, dos de ellas vestidas de luto y una tercera con una bata blanca acuclillada al lado de la cama, que miraban a una joven acostada que mantenía un pequeño bulto en sus brazos. El bulto era un recién nacido, envuelto en una especie de toalla, que lloraba con fuerza. Las mujeres que estaban de pie hablaban entre ellas con voces alegres diciendo que todo había salido muy bien, que la chica se había portado estupendamente y que el niño estaba sano y parecía fuerte. No se dieron cuenta de la presencia del hombre, como si fuera invisible, y pudo acercarse hasta el borde la cama sin que nadie se fijara en él. La habitación era muy sobria, con muebles de poca calidad. Un crucifijo sobre la cama, un pequeño armario de dos puertas, un tocador con una palangana, dos mesillas y una silla. Debajo de la cama sobresalían unas zapatillas azules de mujer y sobre la silla, una bata rosa. La mujer acuclillada recogió del suelo unos trapos manchados de sangre y salió por una puerta lateral. Otra puerta cerrada daba acceso a un pequeño balcón por el que entraba una luz intensa. Una de las mujeres de negro secaba el sudor de la joven y le dirigía palabras cariñosas y de ánimo, todo ha sido muy rápido y tú lo has hecho muy bien, la matrona apenas ha tenido que hacer nada, el niño es precioso, muy largo y muy sano y ha llorado con fuerza, se va a criar estupendamente. La otra mujer, del otro lado de la cama, miraba al niño y a la joven alternativamente, se parece a su padre y a su abuelo, aunque eso no quiere decir nada, los niños cambian con el tiempo. La mujer joven no decía nada, sólo se dedicaba a mirar sonriente al niño que tenía en sus brazos, acariciando con ternura, con un dedo, la carita del niño. Era una escena muy íntima, se le hizo un nudo en la garganta y el hombre decidió dejar la habitación y salir otra vez al pasillo.

En la pared de enfrente, otra puerta más ancha, con el dibujo de dos líneas irregulares que se cruzaban formando una especie de cruz aspada, de la que también salía un ruido que él conocía muy bien, el de la sirena de un colegio cuando avisa de que empieza o termina alguna clase. Un ligero escalofrío recorrió su espalda porque recordó sus tiempos de maestro y ese recuerdo le trajo otros más, como si una película se proyectara a gran velocidad, rostros, paisajes, calles, casas, reuniones, celebraciones, risas, llantos, gritos, muchos gritos, golpes, dolor, mucho dolor. Tuvo que pararse a respirar hondo, parecía que el aire no le llegaba a los pulmones. Se apretó las sienes y cerró los ojos. Una sensación angustiosa le oprimía el pecho y tuvo que detenerse y apoyarse en la pared. Durante unos momentos dudó si merecía la pena seguir, pero se sobrepuso, respiró hondo y se acercó a la puerta. El sonido de la sirena llegaba un poco más amortiguado. Puso la mano derecha en la manilla y, con cuidado y cierta aprensión, abrió la puerta.

Se encontró en un aula, con cinco grandes mesas separadas y ocho sillas alrededor de cada mesa. Todas las sillas estaban ocupadas por niños, sólo niños, de unos siete u ocho años, que miraban con atención y en silencio a una maestra que hablaba delante de una pizarra en la que había escrita una frase: Dios está en todas partes y nos vigila siempre. La maestra vestía una especie de hábito marrón y un velo de color blanco que le tapaba la cabeza y le llegaba hasta la mitad de la espalda. La maestra, o la monja, estaba hablando de la primera comunión, de la confesión, de la pureza, del pecado. Nadie se fijaba en la presencia del hombre y pudo deambular por las mesas contemplando los rostros atentos de los niños, con expresión seria y concentrada. Todos llevaban una especia de mandilón blanco con bolsillos. Se fijó en uno de ellos, un niño delgado, con el pelo muy corto y un flequillo, orejas grandes y separadas y ojos marrones. De vez en cuando miraba a su compañero y asentía, como entendiendo y dando la razón a la maestra. Contempló con más atención el rostro del niño y lo reconoció con un sentimiento en el que se mezclaban la sorpresa, el desasosiego y el miedo: había comprendido de golpe. Lo que estaba viendo era una clase en el colegio de primaria en el que había estudiado hasta los diez años, y el niño en el que se había fijado era él mismo, con ocho años, escuchando a la maestra a la que había querido y temido al mismo tiempo durante los cuatro cursos que estudió allí. Y lo que había visto en la primera puerta era a sus abuelas y a su madre, que lo tenía cogido en brazos, recién nacido.

Apenas podía respirar, el corazón latía desacompasadamente y una especie de mareo estuvo a punto de provocarle un desmayo. A duras penas pudo salir otra vez al pasillo, que esta vez le pareció más oscuro, más lúgubre y más largo que antes. La pequeña luz seguía parpadeando y parecía atraerlo como un imán. Un pensamiento angustioso, una pregunta, una duda, comenzó a tomar forma: ¿sería el pasillo la recreación de su vida? Y si esto era así y seguía abriendo puertas, ¿podría volver a revivir todos los momentos que ya estaban sepultados en su memoria? Pero otra duda, esta vez mucho más amenazadora, le asaltó: si seguía abriendo puertas y recorriendo el pasillo hasta el final, ¿llegaría a poder contemplar su propia muerte? Un grito mudo se formó en su garganta, porque los pensamientos, como un torbellino, comenzaron a arremolinarse en su mente y el pánico atenazó sus movimientos. Tuvo que sentarse sobre el suelo, la espalda apoyada en la pared para reflexionar con más tranquilidad.

Recordar el pasado, que siempre le había costado mucho, le gustaba, porque así podría revivir aquellos momentos que ya se habían borrado de su memoria. Además, sólo sería un simple espectador, vería su vida como en una película y podría reír y llorar, alegrarse o entristecerse, admirar o aborrecer, amar y odiar, sin que eso cambiara nada de lo que ya había sido. Pero, también le surgieron otras preguntas: ¿los pasillos laterales, las bifurcaciones, serían las alternativas, las decisiones que tuvo que tomar y que podrían haber cambiado su vida? Si eso era así y él seguía siendo un espectador, podría vivir decenas, cientos, quizás miles de vidas diferentes y eso sí que le apetecía contemplar y experimentar. Si evitaba llegar al final del pasillo quizás había encontrado la fuente de la vida eterna. Se levantó de un salto y esta vez sí abrió la siguiente puerta con un sentimiento de euforia. Al abrirla se encontró frente a un mar y un cielo intensamente azules. Cerró la puerta a su espalda y caminó hacia el promontorio sobre el que se encontraba el faro que él conocía tan bien y al que tantas veces había subido. Y esta vez sí, lloró de alegría…

Llegados a este punto, me asalta una duda, ¿podría continuar escribiendo este relato ad infinitum? Si la respuesta fuera positiva, ya no tendría que preocuparme por tener que inventar nuevos argumentos, sería el comienzo del libro perfecto, del libro infinito, de la saga interminable. Es tentador. Lo pensaré.

Bendita sea tu pureza

Mi madre termina de refregarme bien. Estoy sentado en el barreño de latón, el agua todavía templada. Mi abuela llega con más agua caliente, que me echa poco a poco por encima, para quitarme el jabón que aún me queda, sobre todo en la cabeza. Me pican los ojos y protesto, y me quejo aún más cuando me limpian las orejas, que me duelen de tanto hurgar en ellas. No me explico esa manía por tener brillantes las orejas. Tiemblo un poco y mamá me seca muy bien, no vaya a resfriarme. Tengo cuatro o cinco años, más o menos. Ella está en la banqueta del cuarto de baño y me sienta sobre sus rodillas. Más refregones sobre mi delicada piel de niño, roja ya como un pimiento. Me vuelvo a quejar, pero como si nada.

Ahora empieza el ritual, mi madre recitando la oración que ya me sé de memoria y que yo repito con ella.

Bendita sea tu pureza, empieza a ponerme la camiseta blanca de algodón, calentita porque mi abuela la ha tenido cerca de la bilbaína, la cocina de leña y carbón que todavía se utiliza en casa; quedan un par de años para que se cambie por una de butano y la leñera se convierta en una alacena.

Y eternamente lo sea, meto el brazo izquierdo, el que siempre me cuesta más, todavía no controlo bien ese movimiento, levantar el brazo por encima de la cabeza y empujar para que la manga se introduzca del todo.

Pues todo un Dios se recrea, ahora el brazo derecho me cuesta menos. Va a ser que seré diestro, menos mal, porque los zurdos lo pasan mal en la escuela, según dicen madre y abuela.

En tan graciosa belleza, me baja bien la camiseta, y me da un beso en la cara. Mi madre es siempre muy cariñosa conmigo y yo también le devuelvo el beso. En casa somos muy de besos, cuando salimos o entramos de la calle, cuando nos levantamos o acostamos. Estamos todo el día dándonos besos.

A ti, celestial princesa, ahora me pone los calzoncillos, también blancos de algodón y calentitos y me remete bien la camiseta por dentro.

Virgen, sagrada María, la camisa de los domingos, hoy es domingo y por eso me han bañado, sólo me lavan todo el cuerpo, en el barreño de latón, los domingos, el resto de los días la cara, las manos, las rodillas y las orejas, siempre las orejas, relucientes como patenas. Y vuelve la dificultad con el brazo izquierdo, sobre todo porque tengo que coger el extremo de la manga de la camiseta con la mano, para que no se me suba cuando me meta el brazo en la manga de la camisa. A mi se me escapa muchas veces y me da mucha rabia, porque es muy molesto.

Yo te ofrezco en este día, el brazo derecho, muy bien, José Manuel, dice mi madre.

Alma, vida y corazón, empieza a abotonarme la camisa desde arriba, con cuidado, para no saltarse ningún ojal. Yo todavía no sé abotonarme bien, ese movimiento es muy difícil, introducir un pequeño botón en un agujero más pequeño. Son ganas de complicar las cosas.

Mírame con compasión, me pone el pantalón corto, de pequeños siempre nos ponían pantalón corto, verano e invierno, hasta que no se hacía la primera comunión no nos ponían pantalón largo, pero sólo en contadas ocasiones y sólo en invierno.

No me dejes, madre mía. Termina de vestirme con el jersey de los domingos, me peina y echa colonia. Me abraza y me da dos besos, esta es la parte que más me gusta, rodearle el cuello con los brazos y darle muchos besos, mamá huele muy bien, a Heno de Pravia, y también canta muy bien, siempre está cantando y yo aprendo muchas de sus canciones. Ya estoy listo para el paseo de los domingos con mis padres y mi hermano pequeño, que lavarán un poco más tarde porque todavía estará dormido en la cuna. Seguramente iremos al parque de Santa Margarita o al centro, a los jardines de Méndez Núñez y nos montaremos en el trolebús, en la parte de arriba, que es la que más me gusta.

Y ahora me toca a mí, noventa años después.

Mi madre hace algunos meses que ha perdido movilidad. Le cuesta andar, lo hace muy despacio y con andador o buscando apoyos en los muebles y en las paredes, y también le cuesta asearse o vestirse sola, llevarse el tenedor o la cuchara a la boca. Pero sigue teniendo buen humor, siempre canturreando o silbando bajito, con la sonrisa perenne en la boca, mirando con sus ojillos miopes, siempre brillantes de alegría  aunque, qué pena, a veces se apagan y miran hacia no se sabe dónde, hacia el interior, hacia un pasado que se olvida y se escapa ya con demasiada frecuencia, nombres, lugares, fechas que ya no recuerda. Pero hoy está contenta y más ágil y despierta que los días anteriores.

Hoy es domingo y hoy me toca a mí comenzar el ritual por la mañana, después del desayuno y el aseo. La siento en su cama, le quito la bata y la parte superior del pijama con mucho trabajo, porque ya le cuesta subir los brazos y moverlos de manera coordinada.

Bendita sea tu pureza, le dejo la camiseta puesta, una camiseta que está limpia porque se duchó ayer y todavía huele a la colonia Álvarez Gómez que le gusta tanto.

Y eternamente lo sea, dice ella, que no ha olvidado la oración, se acuerda todavía de muchas cosas, menos mal. Le pongo un jersey de cuello alto, azul, que le gusta mucho porque le abriga el cuello, ella es muy friolera, lo ha sido siempre y a medida que cumple años, aún más. Venir de Andalucía a Galicia tiene esas cosas, además, las personas mayores siempre tienen frío. Yo no soy demasiado mayor, pero ya voy notando que necesito más ropa de abrigo.

Pues todo un Dios se recrea, recitamos la oración los dos juntos a partir de ahora, como hacíamos muchas veces cuando yo era pequeño. Le quito el pañal de la noche, que apenas está húmedo, pues se ha levantado un par de veces al cuarto de baño. Ya no tiene el pudor de los primeros días y se deja hacer sin resistencia, intentando ayudarme con sus pocas fuerzas.

En tan graciosa belleza, ella sigue recitando sin equivocarse, le pongo un nuevo pañal con dificultad, es complicado que meta las dos piernas, unas piernas que siempre han sido muy bonitas, y lo siguen siendo, a pesar de la edad, cumplió noventa y cuatro años el octubre pasado. Se ríe porque le hago cosquillas. Y aunque no le haga cosquillas, también se ríe, es una bendición.

A ti, celestial princesa, el pantalón que le compré hace unos días tiene su complicación. Ella está sentada y al ponerla de pie para ajustárselo, apenas es capaz de sostenerse y agarrarse a mí y así es muy difícil maniobrar.

Virgen, sagrada María, seguimos luchando con el pantalón que, finalmente, soy capaz de ponerle.

Yo te ofrezco en este día, lo que queda es más fácil, una chaqueta de punto, blanca con dibujos, que intenta abotonar ella sola, pero tengo que ayudarla. El dedo índice de su mano derecha está deformado por la artrosis y le impide realizar movimientos finos y complicados.

Alma, vida y corazón, le pongo la bata, una bata marrón que es la que más le gusta. Las personas mayores son muy maniáticas con la ropa, les suele gustar ponerse siempre lo mismo y es complicado convencerlas de que cambien algunas prendas.

Mírame con compasión le ayudo a calzarse las zapatillas y se pone de pie con mi ayuda.

No me dejes, madre mía decimos los dos juntos y ella me mira, sonriente y me da las gracias. Se acerca al andador, con pasitos cortos, vacilantes, pero no quiere mi ayuda. Yo me quedo detrás, recogiendo la ropa del suelo para poner una lavadora y tirar el pañal sucio a la basura. La miro alejarse por el pasillo adelante, muy despacio, camino del salón, cantando como siempre. Y yo repito muy bajito y con un pequeño nudo en la garganta, no me dejes, madre mía, no me dejes todavía.

El pasillo del miedo

Durante el día, el pasillo que va del salón comedor a la cocina tiene una luz que entra por la primera puerta, la que está a la izquierda, la habitación de los padres. A la derecha está la habitación de mi abuela, pero esa es una habitación interior, no tiene ninguna ventana y por ahí no entra luz alguna. Durante el día, la puerta de la habitación de los padres está siempre abierta, se ve la cama perfectamente hecha, el armario, la mesilla de noche y la lámpara con apliques que cuelga del techo. La luz entra por el balcón que está frente a la puerta. Es una luz tenue pues las cortinas no permiten que el sol entre a raudales. No es de buen gusto que los vecinos puedan ver los dormitorios. A mitad del pasillo está la puerta de entrada al piso, con su mirilla para comprobar si quien llama es alguien conocido o no. Cuando me quedo solo, me prohíben abrir la puerta; si suena el timbre tengo que permanecer callado, como si no hubiera nadie en casa.

Al final del pasillo está el baño, pero ahí sólo hay un ventanuco cerca del techo que apenas deja entrar alguna claridad, está siempre como en una especie de penumbra por lo que hay que encender la bombilla que cuelga del techo. A un lado del baño está la cocina, con la mesa que sirve para desayunar y colocar algunos platos, una panera y algunos botes con harina, arroz, azúcar o sal. Encima de la mesa está la repisa y sobre ella la radio, siempre encendida con canciones dedicadas o radionovelas. Frente a la cocina y al lado del baño está mi habitación. Es una habitación pequeña, con una cama, una mesilla con una lamparita y una mesa de estudio. La mesa de estudio está bajo la ventana, que se asoma a un pequeño descampado al final del cual está una carretera de salida de la ciudad. Vivimos casi en las afueras, aunque la ciudad está creciendo por esa zona y cada vez se construyen más casas y se asfaltan más calles. En esa carretera hay una parada de autobuses de los que se bajan las mujeres que traen por la mañana la leche, las lechugas, las berzas y las patatas que luego venden en el mercado o en los puestos que ponen cerca de casa. Esa ventana tiene que estar casi siempre cerrada pues da al norte y por ahí entra mucho frío y mucha humedad, pero también mucha luz. Yo me distraigo viendo pasar las nubes, los pájaros y las gaviotas que revolotean sobre los edificios en los días de temporal y esos días no soy capaz de concentrarme para estudiar la tabla de multiplicar o el catecismo.

Durante el día voy del comedor a mi habitación, al baño o a la cocina sin ningún problema, andando sin prisa, mirando las fotos y los cuadros que hay en las paredes. Uno de los cuadros es un paisaje desértico, con algunas palmeras y una tienda de tela, una jaima dice mi padre que se llama. Seguramente lo trajo mi tío, que estuvo haciendo el servicio militar en África. Otro tío estuvo en Brasil y trajo una foto de una enorme montaña de piedra encima de la cual hay un Cristo con los brazos abiertos.

Durante el día, por las tardes, cuando subo de la calle o regreso del colegio, el único sitio en el que juego con tranquilidad es el pasillo. En el salón comedor no me dejan jugar casi nunca, mi madre y mi abuela planchando, haciendo calceta o viendo la televisión y cuando mi padre está en casa lee mucho, el periódico, novelas del oeste, de un tal Homero, libros de la colección Austral o de viajes, mi padre es un gran lector y aunque nunca estudió una carrera tiene mucha cultura. Cuando tengo alguna duda del colegio o de alguna cosa que sale por televisión o dicen por la radio, mi padre siempre sabe la respuesta. De mayor me gustaría parecerme a mi padre.

Durante el día, cuando llego del colegio o de jugar en la calle, quiero seguir jugando, yo no leo, no tengo libros que me gusten, no entiendo los que lee mi padre y otras veces, cuando quiero coger alguno de la estantería me dicen que eso no se puede leer, que no es lectura para niños y entonces me entra la curiosidad. A los niños no nos dejan hacer muchas cosas, pero sí puedo jugar en el pasillo, siempre que no haga demasiado ruido, no se puede molestar a los mayores, pero los niños siempre molestan a los mayores en casa, por eso nos dejan estar mucho tiempo en la calle. Por eso puedo cerrar la puerta que comunica el salón comedor con el pasillo y juego con la pelota, sin darle fuerte, o juego a las chapas o a las canicas. A veces sube mi amigo Felipe y jugamos los dos. Felipe es mi mejor amigo, estudiamos los dos en el mismo colegio y estamos casi siempre juntos. Felipe tiene un balón de reglamento que es la envidia de todos los niños de la calle. En el pasillo no podemos jugar al escondite, ni a quedar, porque no hay sitio para esconderse, así que lo único que nos queda es el balón, las canicas o las chapas. Él es mejor que yo jugando al balón, pero yo siempre le gano a las chapas y a las canicas.

Por la noche el pasillo se convierte en otra cosa, en un terreno desconocido, terrorífico, solitario, silencioso, el pasillo del miedo. Cenamos temprano en el salón viendo la televisión y después ayudo a mi madre y a mi abuela a recoger las cosas y llevarlas a la cocina. Me gusta ayudarlas porque me siento importante y porque me estoy haciendo mayor. Cuando era más pequeño no me dejaban ayudar porque decían que se me podían caer las cosas al suelo y romperse. Ahora ya no, ahora tengo mucho cuidado. Las luces del pasillo y de la cocina se encienden para que no tropecemos y cuando está todo recogido nos quedamos a ver la televisión. Mi padre no, mi padre sigue leyendo y sólo levanta la cabeza cuando sale alguna noticia que le interesa y la comenta con mi madre. A mi no me gustan las noticias, sólo veo los dibujos animados y una serie de marionetas que me hace mucha gracia.

Me acuesto pronto, cuando en la pantalla salen unos dibujitos que les dicen a los niños que tienen que acostarse “vamos a la cama que hay que descansar para que mañana podamos madrugar”. Cuando termina la canción, mi madre me mira y ya sé lo que tengo que hacer. Y en ese momento empieza la angustia. Yo ya soy mayor, ya me sé la tabla de multiplicar casi entera, la del siete es la que se me atraganta un poco, y me dejan ayudar a poner y a quitar la mesa y me envían a la tienda a comprar. Ya soy mayor y los niños mayores no pueden demostrar que tienen miedo, los niños, si tienen miedo, se aguantan, tienen que ser valientes, pero las niñas sí pueden tener miedo y llorar, eso no es justo. En esos momentos me gustaría ser una niña y decirle a mi madre que me da miedo irme solo a la cama, que en la habitación, que está a oscuras, puede haber algún monstruo, algún fantasma o algún demonio. Mi madre, mi abuela, en la radio, cuentan muchas historias y muchos cuentos que me dan miedo. Me gusta escucharlos, pero cuando abro la puerta del pasillo me acuerdo del hombre del saco, de Hansel y Gretel, de Pulgarcito, de Caperucita Roja. Siempre hay una bruja, un gigante, un monstruo que está escondido y que engaña a los niños, a los que se atreven a ir solos por el bosque o por pasillos oscuros y solitarios. Yo supongo que esas historias se contarán para que tengamos miedo y no nos vayamos a sitios peligrosos. A mí siempre me ha dado miedo la oscuridad porque me parece que ahí siempre se esconde un peligro desconocido, un ser que desaparece durante el día pero que aparece por la noche acechando a los niños incautos y se muestra cruel e implacable con ellos.

El pasillo es largo, interminable y está lleno de sombras. El pasillo ya no es un pasillo ni un camino sino un laberinto en el desierto, con palmeras que se inclinan hacia la arena, intentando atrapar a los que pasan a su lado, un mar que se mueve acompasadamente con el viento, un mar en el que nadan monstruos de ojos rojos, dientes afilados y aletas vigorosas, que suben hasta la superficie para mirar a los que se atreven a pasar por allí para hipnotizarlos, para tragarlos de un solo bocado e introducirse con ellos hacia las profundidades, como nos contó una vez el maestro de una ballena que se tragó a un hombre y lo tuvo tres días en su vientre. Recuerdo que ese hombre se llamaba Jonás, un nombre muy raro, como casi todos los de la Biblia, porque esa historia es de la Biblia. Yo he leído una biblia para niños, pero la verdad es que muchas de las historias que allí se cuentan también dan mucho miedo, no parece un libro para niños, la verdad.

Enciendo la luz del pasillo, pero es una luz que apenas sirve para ver que al final del pasillo está mi habitación a oscuras. No sé si en la habitación hay alguien, siempre me parece que algo se mueve allí o que de allí sale algún ruido extraño. Durante el día me gusta estar solo en mi habitación, sin que nadie me moleste, pero por la noche mi habitación es un mundo extraño y desconocido hasta que enciendo la luz y puedo comprobar que no hay nadie y que nada ni nadie hay debajo de la cama. Pero el camino por el pasillo es puro terror. Yo voy recitando en voz baja la tabla del cinco, que me la sé muy bien y me tranquiliza, pero me acerco a mi habitación y empiezo con la tabla del siete y me equivoco y me asusto y quiero regresar al lado de mis padres y de mi abuela pero ellos ya han cerrado la puerta del salón y yo estoy solo y no me atrevo a entrar, dudo entre salir corriendo hacia la seguridad del salón o atreverme a encender la luz de mi habitación y comprobar aterrorizado que allí hay un demonio o una ballena o una bruja o el hombre del saco. Pero no puedo volverme atrás, ya estoy en la puerta y pulso el botón de la luz y compruebo que la ventana está cerrada, que la persiana está bajada, que no hay nadie y me atrevo a mirar debajo de la cama, muy asustado, y allí tampoco hay nada. Y respiro aliviado.

Otra noche que he sido valiente, o eso creen mis padres, que no sé si se dan cuenta del miedo que paso o si se dan cuenta, no me dicen nada para que vaya aprendiendo a soportar el miedo. Eso no se hace con un niño. Entonces me acuesto, rezo las oraciones que me enseñó mi abuela y tardo poco en dormirme. Seguramente volveré a soñar con monstruos que se arrastran por el pasillo o por cuevas oscuras y se comen a los hombres y a los niños incautos que se atreven a meterse en cuevas. Y me despertaré por la noche gritando y nadie me escuchará porque la habitación de mis padres y de mi abuela están al final de pasillo del miedo y no me atreveré a levantarme para decirles que me da miedo dormir solo. No puedo decirles eso porque ya soy un niño mayor.

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Luisiño O Chosco

La mirada de Luisiño es la mirada de todos los niños que he conocido. Fue la primera mirada que me conmovió, que desarmó mis enfados de maestro inexperto y me enseñó a contemplar ese mundo que se abría ante mí, un mundo resumido en una clase con cuarenta y dos niños y niñas de siete años. No había nada más fuera de las cuatro paredes. Eran ochenta y tres ojos de todos los colores, azules, verdes, marrones, grises, negros que me miraban al principio con miedo y después con confianza. Y todos con la misma luz, con el mismo deseo de entender lo que ocurría dentro del mundo, dentro de la clase, ávidos de aprender, curiosos por naturaleza. Yo sólo tenía que leer alguna pequeña frase, dibujar una sola línea en la pizarra o quedarme callado durante unos segundos y entonces ocurría el milagro. Con los niños pequeños siempre ocurre lo mismo, sólo hay que cambiar algo, esperar el momento adecuado, callar cuando es preciso y hablar lo menos posible. Dejar que ellos se expresen, pregunten por cosas que no entienden y contestar, a veces, con otra pregunta. Un diálogo de preguntas. Maestro, ¿qué es el aire? ¿qué es el viento? Y no respondes, sino que devuelves la pregunta, ¿habéis visto una hoja moviéndose en el árbol?  ¿habéis visto volar a los pájaros? ¿Y moverse los barcos de vela en el mar? Y entonces, con la respuesta positiva, les hablas del aire y, si estás inspirado, recitas la poesía de Lorca, Mariposa del aire. La recitas despacio, Mariposa del aire/qué hermosa eres/mariposa del aire/dorada y verde.

Y los ochenta y tres ojos no se apartan, siguen mi paseo entre las mesas. Termino de leer y ellos, que no han dicho ni una palabra, están callados unos segundos esperando que yo siga. Me quedo al final de la clase y empiezo a dictar la poesía para que ellos la copien en sus cuadernos. Estoy de pie, al lado de Luisiño, que todavía no ha sacado la libreta ni el lápiz. Es siempre el último en hacerlo. Porque a Luisiño no le gusta escribir. Me lo dijo su abuela el primer día de clase: a Luisiño no le gusta escribir porque dice que tiene la letra muy grande y muy fea, como siempre le decía la maestra del curso pasado, menos mal que se jubiló, porque mi nieto no aprendió nada con ella.

Luisiño tiene un ojo vago y por eso el médico le ha puesto un parche en el ojo sano. Luisiño tiene unas pequeñas gafas de pasta porque también tiene un poco de miopía. Tendría que haber puesto a Luisiño en la primera fila desde el primer día, pero a él le gustaba estar al final, lejos de la pizarra y, sobre todo, lejos de los enfados del maestro. Porque Luisiño es el más revoltoso, el más inquieto, el más hablador, el que siempre está dando la lata. No le gustaba el colegio y sufría leyendo, escribiendo, haciendo cuentas. Pasó la primera semana y volví a decirle a Luisiño que se pusiera en la primera fila y esta vez aceptó. Yo le caigo bien porque hablo mucho con él durante el recreo y no le riño demasiado. Me hacen gracia sus expresiones, sus travesuras, aunque no puedo demostrárselo. Tiene un vocabulario muy rico, mucho más que sus compañeros de clase. Me extraña porque no le gusta leer y se lo pregunto a su abuela un día que vino a recogerlo. A Luisiño le gusta que yo le cuente cuentos, me dice, y que le lea historias y poesías. Y cuando recibe cartas de sus padres, que emigraron cuando él tenía cuatro años, a él le gusta encerrarse en su cuarto y leerlas a solas. El padre y la madre le cuentan lo que hacen en Suiza, en una ciudad que está al lado de un lago, con montañas cubiertas de nieve casi todo el año, con bosques más grandes que los de la aldea en la que nacieron sus padres y Luisiño. Es una pequeña aldea cerca de Carballo, pero decidieron venirse a Coruña y alquilar un piso en el Agra del Orzán para que el niño, que había nacido muy débil y con problemas en la vista, estuviera cerca de buenos médicos. Por eso decidieron emigrar y dejar al niño al cuidado de la abuela. Viven los dos solos. La abuela, una mujer de unos sesenta años, me contó un día que le pusieron Luis porque al padre le gustaba mucho el fútbol y admiraba a Luis Suárez, el mejor jugador, junto con Fran y Amancio, que ha dado el Deportivo.

A Luisiño los niños, con ese punto de crueldad que suelen tener de vez en cuando, empezaron a llamarle O Chosco, el tuerto en gallego, porque el médico le puso a Luisiño un parche en el ojo izquierdo y lleva con él ya tres años. Al principio se enfadaba mucho y no quería ir al colegio ni salir a la calle, le daba vergüenza, pero gracias a su abuela ahora está encantado y no se lo quiere quitar. Le contó historias de piratas con parche en el ojo que surcaban los mares en busca de tesoros y de aventuras, le contó la mitología de los Cíclopes y de Polifemo, el gigante con un solo ojo en la frente y todo ello le ayudó a admirar a personajes que eran capaces de ser más valientes, más fuertes y de ver más allá que las personas normales. Se sintió diferente, mejor que los niños normales que podían ver con los dos ojos. Tenía suerte, según me contó alguna vez mientras se comía el bocadillo que le había preparado su abuela.

La mirada transparente, distraída, muchas veces ausente, de Lusiño O Chosco, se iluminó un día, iluminó su ojo derecho, cerca ya del fin de curso, cuando las mañanas en el colegio están llenas de luz y de esperanza por la llegada de las vacaciones y las tardes son casi interminables. Yo les leí un poema de Gloria Fuertes titulado En mi cara redondita, que dice así:

En mi cara redondita

tengo ojos y nariz,

y también una boquita

para hablar y para reír.

Con mis ojos veo todo,

con la nariz hago achís,

con mi boca como como

palomitas de maíz.

Y después lo escribí en la pizarra. A todos les hizo mucha gracia, se rieron y disfrutaron con otras poesías de Gloria Fuertes, como La gallinita o El camello cojito. Nunca habían escuchado ni leído cosas parecidas. Les digo, entonces, tenéis que escribir una pequeña poesía sobre vosotros, parecida a la cara redondita, a ver qué se os ocurre.

No recuerdo cómo eran los poemitas que escribieron, aunque seguramente imitarían de manera descarada el que estaba en la pizarra. Sin embargo, el poema de Luisiño, que había mejorado mucho su escritura durante el curso, fue totalmente diferente y el más original, uno de los mejores que escribieron mis centenares de alumnos a lo largo de los años. Era mi primer año de maestro en una escuela que está frente a la casa de mis padres y leyendo el poema que escribió Luisiño comprendí que merecía la pena esa profesión, aunque sólo fuera por conseguir que mis alumnos llegaran a escribir cosas así y sentí que yo era parte de ese pequeño milagro. Repito que no recuerdo la poesía entera, que guardé durante muchos años, pero que se traspapeló y se perdió en los cambios de vivienda, o quizás esté escondida entre los papeles o en medio de alguna carpeta polvorienta que todavía conservo en el trastero. El comienzo decía así:

Yo soy un pirata y un gigante.

Pequeño de estatura, con un ojo grande.

Todo lo veo gracias a mi poder.

Si yo lo quiero nadie me ve.

En la hoja que me entregó Luisiño escribí al final una frase que tampoco se me ha olvidado: “El verso se hizo luz y habitó en tu mirada”. No sé si es la frase de algún poeta, si la había leído o escuchado alguna vez, pero me salió del alma

Una vez acabado el curso, ese mismo verano me fui a Córdoba a hacer el servicio militar y después ya comenzó mi periplo de maestro por Camariñas, Dos Hermanas, Montequinto. He tenido extraordinarios alumnos de los que todavía me acuerdo con cariño y con los que, gracias a las redes sociales, mantengo cierto contacto. Pero Luisiño O Chosco, al que hace más de cuarenta y cinco años que no veo, nunca dejará de estar en mi corazón.

Cíclope Pirata/ Pirate Cyclops | Karim Estefan | Flickr

Senderismo por Chelo

Hacía muchos años que no visitaba Chelo, un lugar, una fraga, área natural que bordea el río Mandeo, muy cerca de Betanzos. Cuando en muchas zonas de España los ríos bajan casi sin agua y los campos amarillean, Chelo parece que se aísla en el espacio y en el tiempo con una exuberancia que apabulla. Robles, chopos, fresnos, alisos, helechos, líquenes, se disputan, centímetro a centímetro,  las márgenes del río. En muchas zonas, los rayos del sol no llegan al suelo y la luz, irreal, se esconde entre tanto verdor.

Mis padres, mi hermano y yo solíamos ir en verano, primero en el 600 y después en el 850. Eran coches que podían recorrer sin dificultad el estrecho camino asfaltado que desciende hasta el Mandeo, por el que ahora, con vehículos bastante más voluminosos, hay que hacer auténticos juegos malabares cuando se cruzan dos coches. Si por casualidad te encuentras con algún camión de los que cargan troncos, hay que rezar a San Cristóbal.

Antes había un merendero en el que comprábamos las bebidas o tomábamos un café. La comida la preparaba mi madre con la clásica tortilla de patatas, filetes empanados, empanada de atún o similar. Mi hermano y yo pasábamos el día bañándonos en las heladas aguas, cerca de la represa que saltaban los salmones para remontar río arriba a desovar. Reconozco que nunca tuve la oportunidad de ver alguno, pero seguro que abundan, según cuentan las crónicas y los pescadores.

En la zona de la represa, la más cercana a los aparcamientos y donde la amplitud y profundidad permite bañarse y nadar con comodidad, hay también mesas y bancos, parrillas para hacer churrasco o sardiñadas. Mis padres preferían espacios más tranquilos y alejados del bullicio, aunque nosotros, unos niños todavía, buscábamos compañía para jugar y demostrar nuestra habilidad en el agua.

Años más tarde, ya adolescente, íbamos amigos y amigas a pasar el día, con tocadiscos portátiles y discos de Los Brincos, Los Beatles o Los Pekenikes. No me extraña que los salmones o las truchas se escondieran. Primeros amores, primeras ilusiones, primeras decepciones que no han dejado huellas ni cicatrices, aunque sí bonitos recuerdos.

De todo eso hablamos mi hermano Rafael y yo mientras recorríamos el sendero izquierdo del Mandeo. Yo llevé mi cámara réflex e intenté recoger tanta belleza, pero es imposible, todavía no domino el secreto de la luz, que se esconde y juega conmigo. Imágenes demasiado claras u oscuras. Sombras, reflejos en el agua, en los troncos de los árboles, en las húmedas hojas de los helechos o en el amarillo verdoso de los líquenes se escapan al objetivo, se me escapan. Pero retengo las imágenes en mi retina y el sonido del agua que salta veloz entre las rocas, entre las raíces sumergidas.

El sendero, un camino pedregoso e irregular en la orilla izquierda del río, invita a detenerse a menudo y contemplar el misterioso juego del agua que se precipita entre pequeñas cascadas y rápidos cuando el cauce se estrecha. Y de pronto, un remanso que incita al baño. La tarde, tibia, pero húmeda, nos hace sudar. Subidas y bajadas, muchas piedras, algún viejo eucalipto fuera de lugar, arroyos y cintas de agua que desembocan en el Mandeo y muchos árboles, muchos helechos. Hay que tener cuidado y pisar bien para no resbalar.

Dejamos a nuestra derecha un puente de hierro y poco más adelante aparecen los restos de un antiguo balneario, dos edificios que casi desaparecen entre la vegetación. Parecen ruinas mayas. Entre ambos, una pequeña fuente de agua sulfurosa, la que se utilizaba en el balneario para los males de la piel y del hígado. Un incendio, en los años cuarenta del siglo pasado, destrozó los edificios y nunca volvieron a funcionar. Dentro de la primera construcción, el sonido del agua y de los pájaros se amortigua, como si entráramos en otra dimensión, a años luz de cualquier lugar habitado o conocido. Nos detenemos unos minutos a descansar y decidimos regresar. Cuando llegamos al puente de hierro nos sentamos con las piernas colgando y, en silencio, contemplamos abortos todo lo que nos rodea. Aprovechamos para reponer líquidos con una bebida reconstituyente y con un poco de chocolate. Yo tengo una camiseta de manga corta y estoy sudando, casi empapado. Cruzamos el puente y regresamos por la otra orilla. Hasta el momento no nos hemos encontrado con nadie y podemos respirar con total libertad, sin mascarillas. Un lujo.

El camino es bastante más cómodo y ancho, apenas presenta dificultades y tardamos menos tiempo que a la ida. Aquí sí que nos cruzamos con otros senderistas y a veces tenemos que volver a taparnos la boca. En un determinado momento comprobamos que hay un desprendimiento de rocas que llega hasta el río causado, seguramente, por las abundantes lluvias del invierno. Hay árboles caídos, ramas y piedras que, por suerte, no han llegado a taponar el cauce.

Casi sin darnos cuenta llegamos al coche. Hora y media de caminata. Chelo nunca decepciona y sigue manteniendo el encanto de lo oculto, de lo misterioso y desconocido. Jamás me cansaré de recorrerlo.

Martes de carnaval

Febrero de 1978. Mañana es miércoles de ceniza por lo que hoy es martes de entroido, martes de carnaval. En Camariñas no suele celebrarse, quizás dentro de unos años, sí. Aquí tiene más tradición la romería de la Virxe do Monte y la Virxe do Carmen. No es festivo, hay que dar clase.

Sefa entra la sala de profesores. Al fondo estamos los más jóvenes, hablando de cualquier cosa, relajándonos después de las dos primeras horas de clase. Sefa se acerca a Javier, su marido y dice, dirigiéndose también a nosotros:

–Te recuerdo, Javier, que hoy es martes de entroido y que no hemos preparado nada. Cuando estudiábamos en Santiago nos disfrazábamos siempre. Todavía no he hecho las filloas ni las orejas.

Yo llevo sólo cuatro meses en Camariñas. Me incorporé a finales de septiembre después de hacer la mili. Soy el más joven, el más inexperto y el más tímido. Espero que nadie haga caso y que la indirecta de Sefa caiga en saco roto. Desde que llegué, Javier, Sefa, Mari Carmen, María Jesús, Arturo, Áurea y yo hemos congeniado y solemos reunirnos muchas tardes en casa de Javier y Sefa, un piso que han comprado en la entrada del pueblo. Allí charlamos de todo, incluso de política, escuchamos música, organizamos excursiones para cuando haga buen tiempo, leemos poesía. Es un grupo de gente, alegre, abierta. He tenido suerte. Desde el salón, la vista del puerto de Camariñas es magnífica. Barcos de pesca grandes y pequeños, barcas para navegar por la ría, algún velero fondeado durante unos días. Hay una pequeña zona de arena, sin llegar a ser playa, en la parte más cercana. Allí se ven varadas siempre tres o cuatro barcas, alguna de ellas inutilizada para salir a la mar.

–Ya –dice Javier– pero es que aquí nadie se disfraza, mientras que, en Santiago, sobre todo cuando estudiábamos, hacíamos hasta concursos. Y muchas veces ganábamos nosotros. Pero aquí haríamos el ridículo.

Sefa está comiendo un poco de fruta que ha sacado del bolso. Tiene esa costumbre durante el recreo. Es una muchacha alta, de pelo rubio recogido siempre en una trenza, con un rostro serio que se ilumina cuando sonríe o suelta una carcajada que nos asusta por ser siempre intempestiva. Hace un par de semanas nos enteramos de que está embarazada, pero todavía no se le nota. Javier es ligeramente más bajo que ella, el rostro redondo y con una ligera barba muy cuidada, a diferencia de la mía, que no sé cómo recortarla bien. Desde que llegué del servicio militar no me he afeitado. Una costumbre muy propia de aquella época, casi todos los que regresábamos de la mili estábamos un tiempo sin cortarnos el pelo ni la barba.

–Pues a mí me apetece disfrazarme hoy –dice Sefa, con un ligero mohín y con un tono más bien caprichoso.

–Ea, la embarazada empieza con los antojos –dice Arturo, el mayor de todos–. Tendréis que disfrazaros, Javier, no vaya a salir el niño o la niña con una mancha en forma de careta de peliqueiro. Arturo es el más alto, con una gran melena y una barba que le llega casi hasta la cintura. Según me dijo una vez, toca la guitarra en un grupo de rock en su pueblo de la costa de Lugo. También es un gran bebedor de todo lo que lleve alcohol, no le hace ascos a nada. Por su culpa casi me convierto en un alcohólico en los tres años que pasé en Camariñas.

Javier nos mira compungido, esperando que los demás lo apoyemos. Mari Carmen, que da clase en 7º de EGB y que también es la que ensaya el teatro con los niños para el festival de fin curso, dice entre risas:

–Esta noche nos disfrazamos todos. María Jesús y yo nos encargamos de los disfraces, que tenemos experiencia con el teatro. Con un poco de ropa vieja, unas sábanas, unas bolsas de basura, unas escobas, unas cartulinas y maquillaje, en un par de horas, cuando salgamos de clase por la tarde, lo preparamos todo. Si alguno tiene interés en algún personaje concreto, que lo diga. Y si no, improvisamos, que es mejor.

Yo no digo nada. Estoy buscando una disculpa para no participar. Bastante tiempo estuve disfrazado durante trece meses, con ropa color caqui, para tener que volver a beber de ese cáliz. Cuando estaba a punto de decir que tenía mucho trabajo, muchos cuadernos que corregir, muchas clases que preparar, que me dolía la cabeza o cualquier otra excusa, Arturo, dándome un codazo, dice:

–José Manuel y yo nos queremos disfrazar de curas. Yo estudié en el seminario todo el bachillerato y José Manuel me dijo el otro día que había sido catequista, así que ese papel nos viene que ni pintado.

Me giro hacia él y le digo aterrado:

–¿Estás loco, Arturo? ¿Y de dónde vamos a sacar las sotanas?

–De curas no, pero de Papa es muy fácil –dice Mari Carmen, que ya está haciendo diseños en un folio.

Siempre admiré su capacidad y su imaginación para dibujar, para confeccionar disfraces, para decorar el escenario con muy pocos materiales. Los demás se ponen detrás de ella para ver qué es lo que está dibujando. Yo no me atrevo. Me levanto y salgo al patio de recreo.

Nunca me he disfrazado, ni en carnaval ni en ninguna representación teatral. Nunca participé en obra de teatro alguna, ni me atreví a subirme a ningún escenario. Cuando era estudiante y tenía que salir a la pizarra para resolver algún problema o contestar al profesor, me bloqueaba, empezaba a sudar, a tartamudear y terminaba diciendo cualquier tontería. Lo que más me costó durante el año de prácticas de Magisterio fue ponerme delante de los niños y explicar el tema que me proponían o que me tocaba. Con el tiempo fui cambiando, pero los primeros años de maestro fueron un sufrimiento. Menos mal que los cuatro o cinco primeros cursos di clase a niños pequeños, de primero a cuarto de primaria. En esas edades me encontraba a gusto, era capaz de ponerme a su altura, les contaba cuentos, historias y dejaba correr la imaginación para explicar cualquier tema de lengua, de matemáticas o de sociales. Eso no me costaba ningún trabajo. Después ya fue todo coser y cantar. Pero en esa época, en Camariñas, apenas intervenía en los claustros y sólo era capaz de hablar en los círculos más íntimos de amigos. Con las mujeres era todavía peor. Como ellas no tomaran la iniciativa, yo era incapaz.

Tocó la sirena para regresar a clase. Cada profesor tiene una zona donde esperar a los niños de su clase, que se colocan en fila perfectamente alineados para entrar cuando el director lo diga. Peor que en la mili. Años después eso será una utopía, cada niño entrará en el aula dando empujones. La clase de Arturo y la mía están juntas y las filas también. Mientras esperamos a que se dé la orden para entrar, Arturo me dice:

–Hemos quedado en casa de Javier y Sefa a las seis, que nos invitan a merendar. Después, entre todos, hacemos los disfraces. Cuando sean las nueve o las diez, depende, nos vamos a ir en dos coches hasta la playa do Lago. Allí podremos cenar cualquier cosa, escuchar música, cantar. Javier ha convencido a los demás para no salir aquí en el pueblo, porque unos maestros que encima tienen fama de juerguistas no deberían dar la nota disfrazados por las calles, así que sólo vamos a vernos nosotros.

Menos mal, pienso. Por lo menos no haremos el ridículo. Sólo de imaginarme la cara de la señora Carmen, la del sargento, la de las madres que nos vieran por la calle o las de cualquier compañero del colegio, me pongo enfermo.

Pasan las horas en el colegio muy lentamente. Los niños me notan distraído y aprovechan para hablar más de la cuenta o para levantarse sin permiso. Se tiran papeles, hacen ruido con las sillas. De vez en cuando les llamo la atención, pero tengo la cabeza en otro sitio. Me entran sudores sólo de pensar que alguien nos vea. O que mis amigos me vean. Siempre he tenido miedo al ridículo. Bueno, hace años que ya me importa menos lo que piensen los demás, pero en aquella época, con 22 años, yo era una persona muy diferente.

Y llegaron las seis de la tarde, la hora fatídica. Arturo y yo, que tenemos una habitación cada uno en la pensión de la señora Carmen, nos acercamos en su coche hasta la puerta de la casa, a pesar de que está a poco más de cien metros. Por la noche, cuando salgamos disfrazados, María Jesús y yo vamos a ir con él, Mari Carmen, Áurea, Sefa y Javier en el otro coche. Viven en el segundo piso. El panadero está en la puerta de la casa y nos da las buenas tardes. Es el dueño de todo el edificio, un bajo donde está la panadería, el primero, donde viven el panadero, su mujer y dos hijas y el segundo, donde viven Javier y Sefa.

Cuando llegamos Arturo y yo, ya están todos los demás en faena. Sefa en la cocina haciendo filloas, orejas y café, ayudada por Áurea. Los otros están en el salón, rodeados de sábanas viejas, cartulinas recortadas, pegamento, lanas de distintos colores, tijeras… Mari Carmen, María Jesús y Javier están recortando unas sábanas que, según dice Javier, son viejas y nada más que iban a servir para hacer trapos. Los demás nos ponemos a recortar cartulinas según los diseños que ha dibujado Mari Carmen. No me caracterizo por mi habilidad, pero como sólo hay que seguir las líneas dibujadas, eso sí que soy capaz de hacerlo sin salirme. Apruebo.

Sefa y Áurea, una maestra regordita y pecosa a la que le gusta mucho la cocina, se acercan con un par de bandejas. Dulces, café, leche y colacao sirven para hacer un alto y tomar fuerzas. Las filloas y las orejas están muy buenas y el café muy cargado, para que podamos aguantar por la noche. Antes de que sea más tarde, Arturo y yo nos acercamos al bar del paseo para que nos hagan unos bocadillos y compramos también un poco de empanada, queso, chorizo, vino, cervezas…. Tenemos que cenar bien en la playa y meternos calorías para el cuerpo, que hará mucho frío y, sobre todo, humedad. Menos mal que hace un par de días que no llueve.

Cerca de las nueve ya está todo terminado. Me parece increíble haber sido capaces de hacer siete disfraces en un par de horas. Arturo y yo, con sábanas, unas cuerdas como cíngulos, unas cartulinas en la cabeza simulando tiaras y los palos de escobas como báculos, somos la perfecta representación del Papa Pablo VI. Por cierto, ese año 1978 fue el año de los tres papas: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. No sé si nuestros disfraces fueron una premonición o una maldición. Prefiero no saberlo

Javier y Sefa, para complementar nuestros disfraces, se vistieron de monjas. Los hábitos estaban hechos con bolsas de basura y las tocas con trozos de sábana y cartulinas. Mari Carmen, María Jesús y Áurea, de fantasmas de la Santa Compaña, con velas y cadenas hechas de bolas con cartulina negra, cuerdas y bolsas de basura. No sé cuántas sábanas se cortaron ese día, pero me parece que el ajuar de Sefa y Javier menguó bastante. Todavía no puedo comprender cómo nos pudimos disfrazar en tan poco tiempo.

Llegó la hora de la verdad. Como buen Papa, yo rezaba a todos los santos y vírgenes para que nos viera nadie. Era noche cerrada. Los dos coches estaban aparcados delante de la puerta. Como el edificio estaba relativamente alejado del centro del pueblo y era la hora de la cena, tuve suerte, aunque los demás formaban bastante jaleo. Los fantasmas ululando, y los demás rezando en voz alta el rosario en latín, como era menester para evitar que la Santa Compaña nos llevara al inframundo o a recorrer la Tierra durante las noches.

Por suerte, nadie nos vio, o eso creo. Una vez en los coches, respiré aliviado. Cruzamos Xaviña, Ponte do Porto pasando sobre el río Grande y cogimos por la carretera que bordea la ría frente a Camariñas. Era una noche relativamente clara, con una luna en cuarto creciente y algunas estrellas. Hacía frío. La carretera, solitaria, bordeada de pinos y eucaliptos. A la derecha se adivina la ría. Arturo ha puesto en el radiocasete del coche música de los Beatles. María Jesús protesta, quiere escuchar a Fuxan os Ventos, pero Arturo se niega. María Jesús está casada, su marido es profesor de instituto en un pueblo de Orense y se ven todos los fines de semana en Santiago, donde viven habitualmente. Es una muchacha menuda, delgada, con una nariz aguileña que le da un gran carácter a su rostro. Siempre habla de política, es militante del Movimiento Comunista y nos intenta concienciar sobre la lucha de clases. La mayor parte de nosotros está en otra onda, más nacionalista.

En algo menos de media hora estábamos,  ya en la Playa do Lago. La playa es una de las más bonitas de la Costa da Morte, con una arena muy fina y los pinos llegando casi hasta la orilla. Allí desemboca el río Lago, formando un pequeño meandro que se ensancha al subir la marea. Cuando llegue el buen tiempo iremos casi todas las tardes a darnos un chapuzón. Desde allí se ve perfectamente el pueblo de Camariñas, una línea de luces al otro lado de la ría. En un extremo de la playa hay un pequeño faro cuya luz destellea acompasadamente, dos destellos largos.

Bajamos de los coches cerca de las once de la noche y lo primero que hacemos es cenar. Estamos muertos de hambre. Primero terminamos los bocadillos y después dimos buena cuenta de empanada, queso, chorizo y unos chicharrones que a última hora trajo Sefa. Está en todo. No sé cuánto bebimos, pero tuvo que ser mucho. Y entonces empezamos a cantar “A saya da Carolina” a voz en grito. Monjas, papas y fantasmas girando cogidos de la mano en círculo, con dos o tres velas encendidas en medio. Si alguien nos hubiera visto en esos momentos hubiera huido despavorido, pero estamos en medio de la nada, no hay un alma en kilómetros a la redonda. Quizás nos escuchen enfrente o en algún barco que haya salido a pescar. Después siguieron otras canciones y música instrumental de Milladoiro. Sefa paró a descansar muy pronto, pero los demás continuamos sin freno. Yo ya no me acordaba de mi timidez y era el que más alto cantaba y el que daba los saltos más grandes.

Pero todo acabó de golpe. En plena fiesta de saltos, gritos y música, dos potentes luces nos deslumbraron y la voz de alguien que hablaba por un megáfono cortó en seco nuestra alegría:

–Hagan el favor de callarse y acercarse. Somos la guardia civil de Muxía.

Bastó esa simple frase para que la alegría y el jolgorio cesaran. Todos nos fuimos acercando a las luces, que salían de un Land Rover verde aparcado en una pequeña elevación entre los pinos. María Jesús era la que abría el grupo, rezongando sobre la falta de libertad, sobre la dictadura, sobre la represión, y yo el que lo cerraba, muerto de miedo y de vergüenza. Formábamos una pandilla que, ahora lo pienso, era muy sospechosa. Playa gallega, de noche, atuendos bastante inapropiados por no decir ridículos, medio borrachos, época de contrabando de tabaco… Como para meternos en la cárcel sin preguntar y sin juicio. Todavía no se había aprobado la Constitución, faltaban unos meses, así que estaban vigentes las leyes franquistas. Yo me veía torturado en una celda, condenado por escándalo público, expedientado y apartado de la carrera, como mi abuelo, pero con mucha menos dignidad. Tiritaba de frío, el alcohol se había evaporado de golpe y notaba que se me estaba descomponiendo el vientre.

Llegamos hasta el coche y vimos que en realidad eran dos vehículos y cuatro guardias armados de metralletas. Lo primero que hicieron fue pedirnos la documentación. Menos mal que todos la llevábamos encima. Mientras la revisaban, María Jesús, Javier y Sefa les explicaban quiénes éramos, dónde trabajábamos y qué era lo que estábamos haciendo. Sin decirnos una palabra, uno de los guardias se metió en el Land Rover y comenzó a hablar por radio con alguien. Al poco rato, más sonriente, nos devolvió los DNI y nos tranquilizó. Había contactado con el puesto de la guardia civil de Camariñas y el sargento, al que yo conocía porque comía en la misma pensión que yo, les había confirmado quiénes éramos.

–Haced el favor de no venir otra vez de noche por aquí –nos dijo–. En esta zona se producen desembarcos de tabaco y nosotros patrullamos para detener a los contrabandistas, así que también puede ser peligroso para vosotros si, por casualidad, coincidís con ellos.

Dando las gracias y pidiendo disculpas, incluida la comunista María Jesús, nos despedimos y regresamos a los coches. No paramos de hablar en todo el camino, comentando todo lo ocurrido, riéndonos a carcajadas cuando nos mirábamos y veíamos las pintas que llevábamos, dos papas y una fantasma. Llegamos a Camariñas sobre las dos o tres de la madrugada y subimos al piso. No había un alma en el pueblo, menos mal. Intentando no hacer demasiado ruido empezamos a cambiarnos, pero las carcajadas de Sefa nos contagiaron y el resto de la noche siguió entre risas, humo de tabaco y cubatas. Mañana sería otro día.

No pegamos ojo y cuando llegó la hora de ir a trabajar, casi todos teníamos dolor de cabeza y mal cuerpo, pero cumplimos nuestro deber con total profesionalidad, creo. No sé si alguno de los maestros notó algo raro, pero en la sala de profesores, las carcajadas de Sefa sonaron como nunca.

Una noche de carnaval inolvidable mágica e irrepetible. Una pena que en aquella época no hubiera móviles para hacernos selfis, ni Instagram. Hubiéramos sido trending topic, seguro.

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