El anciano y la música

A medida que el anciano va subiendo la cuesta, sus pasos son más lentos, más pesados. Se apoya en un bastón con una contera de goma y una empuñadura que semeja un ave exótica. Viste un traje gris muy usado con chaleco, una camisa blanca con el cuello también gastado y no usa corbata. En el rostro destacan unos ojos aún curiosos y vivarachos; no tiene demasiadas arrugas, aunque sí algunas pecas y manchas marrones y una cicatriz que ocupa casi toda la mandíbula, una mandíbula cuadrada que en su juventud tuvo que mostrar firmeza y decisión y ahora, con la edad, tiembla ligeramente. El pelo, todavía abundante y peinado cuidadosamente con una raya al medio, es gris, como el traje, aunque todavía se adivinan algunos cabellos oscuros.

Cuando termina de subir la cuesta, se vuelve y sonríe levemente, orgulloso de haber sido capaz, un día más, de subir la pendiente que le lleva a casa de su hijo. Ahora, la calle es más ancha y llana, con aceras amplias y con árboles que proporcionan sombra, que a esta hora se agradece. A medida que se acerca a la casa, escucha cada vez más nítidamente una conocida obra de Vivaldi. Su hijo tiene la teoría de que el pájaro que ha adquirido hace algunos meses, será capaz de copiar, de imitar esa obra. Después de la introducción de los instrumentos de cuerda, la flauta imita alegremente el canto del jilguero, sube y baja con rapidez, el aire se llena de arpegios y recorre toda la escala del pentagrama. Después de varios meses, el anciano se sabe de memoria la canción, pero el jilguero apenas se dedica a emitir unos cortos gorjeos que en nada se parecen a la obra de Vivaldi.

El anciano recorre los pocos metros que le separan de la casa del hijo, silbando una melodía que le gustaba mucho a su mujer. Es una canción que habla de la ausencia del amado y de la esperanza del encuentro. A pesar de que apenas recuerda la letra, sí se acuerda de que ella la cantaba con una voz dulce, con un sentimiento que provocaba en él un pellizco en el estómago. Al final, los dos enamorados vuelven a estar juntos y cuando terminaba la canción, el anciano y su mujer se miraban a los ojos y se prometían que nunca se iban a separar.

El anciano llega a la puerta de la casa de su hijo y llama al timbre. La música ha cesado y los recuerdos se pierden en el olor a comida que sale de la casa de su hijo cuando éste abre la puerta. Un día más, un día menos.

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