El becario

Odriozola es el jefe de redacción de La Voz de Aragón, el diario más importante que se publica en Zaragoza. Fue nombrado por el anterior director del periódico hace diez años y ratificado por el actual, que sólo lleva tres en el cargo. Todos le llaman por su apellido, ya que su nombre, Agapito, siempre le dio bastante apuro y por el que fue objeto de muchas burlas cuando era niño y adolescente, así que desde el primer día que comenzó a trabajar como periodista siempre firma como A.Odriozola y se presenta ante todo el mundo mediante el apellido. Odriozola llegó hoy temprano a la redacción, el primero, como casi todos los días. Va a entrevistar a un becario recomendado por un familiar y pretende hacerle las preguntas de siempre, a ver si Luis Martínez, que así se llama el interfecto, tiene madera de periodista.

Odriozola está sentado en su despacho, desde el que se contempla la gran sala donde se ubican las mesas de los redactores, pues las paredes tienen grandes ventanales. Mira el reloj y cuando van a dar las cuatro de la tarde ve acercarse por el pasillo a un joven alto, con una coleta y un par de pendientes en sus orejas. Según su opinión, viste de forma desaliñada, con una camiseta negra y unos pantalones vaqueros rotos por las rodillas, como los que llevan muchos jóvenes en la actualidad. “Por lo menos es puntual”, se dice mientras Luis llama a la puerta, que él ha dejado cerrada a propósito.

—Adelante —dice Odriozola con su voz de bajo, muy apreciada en el coro de la basílica del Pilar donde ensaya tres veces por semana.

—¿Puedo pasar? —pregunta con timidez el posible becario mientras abre la puerta.

—Puedes pasar y sentarte. Mi cuñado Alberto me ha hablado muy bien de ti, no te importa que te tutee, ¿verdad? Tú también puedes hacerlo, claro.

Después de unos segundos de silencio, en los que Odriozola lee un par de hojas que tiene encima de la mesa, sigue hablando.

—He leído tu currículum y compruebo que tienes unas notas excelentes en la Universidad, que también comenzaste a estudiar Comunicación Audiovisual, que lo dejaste antes de empezar segundo y que has colaborado con un periódico digital, pero como lo que a ti te gusta es el periodismo tradicional, también lo has dejado. ¿Estoy en lo cierto?

Antes de que Luis empiece a hablar, el móvil de Odriozola comienza a sonar, éste mira la pantalla un momento y le hace un gesto con la mano para que no hable. Escucha durante unos segundos a alguien que debe estar hablando muy alto, pues Luis oye casi toda la conversación.

—¿Dices que acaba de ocurrir en la calle Doctor Iranzo, en la tienda Frutos Secos El Rincón? —le dice Odriozola a su interlocutor—. Eso está cerca del periódico. Ahora envío a alguien para que cubra la noticia.

Odriozola se queda pensativo unos segundos, mira hacia la sala, comprueba que todavía no ha llegado ninguno de los redactores y se decide.

—Has tenido suerte, Luis, o mala suerte, según se mire. Acaba de ocurrir un atraco aquí cerca, en la calle doctor Iranzo. Yo no puedo cubrir la noticia porque estoy esperando al director y a otros compañeros para montar las planas del periódico de mañana. Así que acércate al Rincón, que así se llama la tienda, entérate de lo que ha pasado, entrevista a todas las personas que puedas, incluida la policía, que ya estará allí, y vuelve lo antes posible para ver si podemos insertar lo que escribas en el número de mañana.

Luis, que no ha podido hablar todavía, mira asombrado a Odriozola, balbucea algo, lo que parece ser una frase de agradecimiento, se da media vuelta y sale disparado del despacho.

Odriozola ve alejarse la figura de Martínez (así lo llamará a partir de entonces) y sonríe. Recuerda cuando él comenzó hace ya mucho, demasiado tiempo. Tenía veintitrés años y llegó al periódico también por recomendación de su abuelo, que era un empresario que se gastaba bastante dinero en la publicidad del diario. Pasó con nota la prueba que le hizo el jefe de redacción de aquella época, ya jubilado hace muchos años y aquí estaba, en un puesto que le encantaba, rodeado de periodistas cada vez más jóvenes y que lo apreciaban por su buen criterio, por la calidad de sus escritos y por la cercanía y confianza que mostraba.

Pasaron varias horas, la redacción se fue llenando poco a poco, los teléfonos y los móviles no paraban de sonar y cuando Odriozola ya casi lo había olvidado, vio llegar a Martínez, que se acercaba apresuradamente al despacho. La puerta estaba abierta y antes de que pidiera permiso le dijo a Martínez que entrara. Tenía en la mano varios folios escritos y se los entregó. Odriozola leyó las hojas, tachó muchas líneas, corrigió algunas palabras y con una sonrisa, se las devolvió. Después le preguntó qué tal había ido todo. Martínez, ya sentado y más tranquilo, comenzó a hablar

—Muy bien, sin problemas. Las empleadas, la policía y las personas que habían visto lo ocurrido han colaborado.

Siguió hablando durante unos minutos más. Odriozola se levantó, le dio un apretón de manos y le confirmó que, a partir de ese momento, formaba parte del equipo.

Al día siguiente, en la sección local del periódico, en la página 16 y con una foto de la tienda, apareció la siguiente noticia:

Atraca una tienda de Zaragoza y acaba en el mostrador vendiendo croissants

El detenido esgrimió un cuchillo y encerró en el almacén a las dependientas. A una vecina de Zaragoza le atendió y le cobró 2 euros por un zumo y bollería.

Sara lleva a sus espaldas varios atracos, pero el último que ha vivido no lo podrá olvidar. Un hombre entró en la tienda de Zaragoza en la que trabaja, esgrimió un arma y la encerró en un almacén, junto a su compañera. Cuando consiguieron salir de la trastienda vino la sorpresa: estaba detrás del mostrador atendiendo a una mujer que le había pedido dos croissants y un zumo. No se lo podían creer.
El asalto se produjo pasadas las 09.00 horas. Llevaba escasamente media hora abierto este establecimiento situado en el zaragozano barrio de Las Fuentes, cuando el sospechoso accedió al local vestido de negro, con mascarilla y con una especie de bufanda al cuello para taparle lo máximo posible.
Rápidamente esgrimió un cuchillo que, según Sara, «parecía un cuchillo de cocina, era enorme». «Yo estaba colocando unas chocolatinas y mi compañera el pan. Vi que se acercaba a ella, le ponía el arma en la cadera y nos pedía el dinero de la caja registradora», recuerda. Poco iba a sacar de ahí puesto que acababan de abrir y porque los sistemas de seguridad que tiene esta cadena de establecimientos impide esta clase de robos.
«En un momento dado decidió meternos por la fuerza en el almacén, pensaba que nos encerraba ahí, pero nosotros tenemos las taquillas y, por lo tanto, acceso al teléfono móvil con el que llamamos a la sala del 091 de la Policía Nacional», afirma esta dependienta que reconoce que el miedo aún lo tenía en el cuerpo porque «nunca se sabe cómo termina».
El supuesto autor de este insólito robo con intimidación ocurrido en el Frutos Secos El Rincón de la calle doctor Iranzo fue detenido por el Grupo de Robos con Violencia de la Jefatura Superior de Policía de Aragón, tras una investigación basada, principalmente, en las cámaras de seguridad. Ayer pasó a disposición del Juzgado de Instrucción número 5 de Zaragoza, cuyo magistrado acordó la libertad provisional. Ante él, el hombre J. A. C. R., de 47 años, negó los hechos, asistido por la abogada Silvia Benedicto. Tiene antecedentes por hechos similares y hace un año salió de prisión.
El ahora detenido no contaba con que la trastienda del establecimiento tenía una puerta trasera que daba a la calle. Las dos mujeres hicieron todo lo posible para poder salir por ahí, ya que es de seguridad, y volvieron a ver la luz de la calle. En ese momento estaba llena. Avisaron a sus compañeras del establecimiento Martín Martín que tenían enfrente y entraron a su tienda, cuando vieron que este hombre estaba detrás del mostrador atendiendo a una clienta. Ella ya estaba pagando, 2 euros, en concreto, después de haberle servido dos croissants y un zumo. No se sabía el precio, así que él fijó cuánto costaba eso.
Ante la presencia de las dos dependientas, el hombre saló corriendo del lugar con un botín bastante pobre, los dos euros que había cobrado a la mujer. No había conseguido el dinero que en ese momento había recaudado en la caja fuerte. Ya disfruta de la libertad provisional. La investigación continúa, ya que las dependientas no pudieron identificarle en la rueda fotográfica que les hicieron. La Policía sí por ser «un viejo conocido».

El cubo de la basura

Cántico doloroso al cubo de la basura

Tu curva humilde, forma silenciosa,

le pone un triste anillo a la basura.

En ti se hizo redonda la ternura,

se hizo redonda, suave y dolorosa.

Cada cosa que encierras, cada cosa

tuvo esplendor, acaso hasta hermosura.

Aquí de una naranja se aventura

su delicada cinta leve y rosa.

Aquí de una manzana verde y fría

un resto llora zumo delicado

entre un polvo que nubla su agonía.

¡Oh!, viejo cubo sucio y resignado,

desde tu corazón la pena envía

el llanto de lo humilde y lo olvidado.

Rafael Morales (1919-2005)

Los veranos en casa de los abuelos eran una fiesta interminable. Mi hermano y yo, cuando estudiábamos primaria, estábamos deseando que terminaran las clases y comenzaran las vacaciones, pues sabíamos que en un par de días, después de meter lo imprescindible en un pequeña maleta, nos llevarían al pueblo, que estaba cerca de la ciudad, a menos de media hora. La aldea en la que había nacido mi padre y donde todavía vivían mis abuelos, tíos y primos eran apenas diez o quince casas de piedra con huertas, campos alrededor y una sola calle, que en aquella época no estaba asfaltada y tenía el firme muy irregular. La llegada a la aldea era una fiesta, pues todos nos esperaban en las puertas y nada más aparcar nosotros salíamos corriendo del coche, les dábamos un par de besos muy rápidos y nerviosos a los abuelos y nos mezclábamos con los amigos y primos, que ya nos tenían preparadas una gran cantidad de excursiones y aventuras que nos iban explicando mientras caminábamos por la calle y nos adentrábamos en los campos de los alrededores. Ese día comíamos en el gran comedor, además de mis abuelos, mis padres y nosotros, algún tío y algunos primos, para que los más pequeños no nos aburriéramos con las charlas de los mayores.

Recuerdo la gran mesa rectangular de madera y el olor al caldo y a la carne asada con patatas y verduras, que era el menú con el que todos los años éramos recibidos. Por la tarde, mis padres regresaban a la ciudad, previas advertencias de mi madre:

—No le deis mucho castigo a los abuelos, lavaos bien la cara por las mañanas y las manos antes de comer, ayudarla a poner y a quitar la mesa, no estéis demasiado tiempo fuera de casa para que abuela no se asuste y avisarla a dónde vais. No os acostéis sin asearos bien antes, lavaos los dientes después de comer y rezad vuestras oraciones antes de dormiros.

Ya nos sabíamos de memoria las instrucciones porque siempre decía lo mismo. De comer nunca decía nada, porque sabía que la abuela nos hartaba y terminábamos el verano con unos kilos de más, a pesar de que no parábamos ni un momento.

Las horas, los días y las semanas pasaban sin darnos cuenta. Cuando mis padres venían de la ciudad los fines de semana, nos contaban noticias de nuestros amigos, aquellos que no tenían la suerte de poder veranear fuera de la ciudad, que eran la mayoría.

Una de las cosas que más nos gustaba era sacar el cubo de la basura por la noche, pues nos permitía seguir hablando con nuestros vecinos y amigos cuando ya había anochecido. El silencio en la aldea sólo era roto por algún pájaro nocturno o por el rumor de los pinos cuando soplaba el viento. Las conversaciones con los amigos se hacían en voz baja, al contrario que durante el día, que siempre hablábamos a gritos. El cubo de la basura estaba fuera, en el patio, al lado de la puerta de la cocina. Era un cubo redondo y alto, negro, con dos asas que cogíamos mi hermano y yo, cada uno por un lado, ya que pesaba bastante. El cubo no lo sacábamos todas las noches, sino sólo dos o tres por semana. Antes se aprovechaban mucho más las cosas, apenas se tiraba comida. Incluso los huesos y los desperdicios se apartaban para dar de comer a los dos cerdos que criaban los abuelos en el campo, cerca de la casa. En aquella época sólo había un cubo de basura en cada hogar y ahí se tiraba todo, comida, papeles, pequeños trastos, algún plástico, cosa rara porque entonces apenas se utilizaba el plástico. Reciclar era una palabra desconocida.

Nunca me fijé en los cubos de basura, como estoy seguro de que nadie se fija, hasta que, algunos años después, una profesora de Lengua Española en cuarto de Bachillerato Elemental nos recitó un poema de Rafael Morales, autor del que nadie había oído hablar. El poema se titulaba Cántico doloroso al cubo de la basura y nos impactó por la belleza de los versos dedicados a un objeto tan poco atractivo, sucio y maloliente. “Todo en la naturaleza, en nuestras vidas, en lo que nos rodea, tiene belleza, nos dijo la profesora; sólo hay que saber mirar”. Nunca se me olvidó la frase e intento aplicarla desde entonces. Y un par de años después, como ejercicio de redacción libre y recordando el poema, elaboré un pequeño texto cuyo título era, precisamente, El cubo de la basura.

En un rincón de la cocina yace un cubo de la basura, un guardián silencioso de los desechos del hogar. Lleno de restos de comida, envoltorios vacíos y otros despojos del día, el cubo espera pacientemente su destino final. Aunque a menudo ignorado, su presencia es imprescindible para mantener la limpieza y el orden en el hogar. A medida que se llena, el cubo de la basura se convierte en un testigo mudo de la vida doméstica, acumula historias efímeras de las actividades de sus habitantes. Finalmente, cuando su carga se vuelve demasiado pesada, el cubo cumple su propósito último al ser vaciado, dejando espacio para un nuevo ciclo de desechos, renovando su papel como humilde, pero esencial componente del hogar.

La profesora, que era la misma que me había leído el poema de Rafael Morales un par de años antes, me dio un aprobado raspado y me dijo:

—José Manuel, tu redacción, además de ser muy corta, es una burda copia del poema que leímos en cuarto. Tienes que espabilarte, leer más y escribir mejor.

Y aquí estoy, intentando aprender lo que no aprendí en su momento.