Dos días en Granada (y algunos recuerdos)

Venid, los que nunca fuisteis a Granada (Rafael Alberti)

Dos días en Granada dan para mucho, pero saben a poco. Regalo de Reyes de mi mujer. Ahora que, por suerte, tenemos de casi todo, acumular más ropa, más juguetes electrónicos, más colonias, apenas supone una pequeña emoción, una frase de agradecimiento, la alegría de compartir momentos de ilusión con la familia. Así que ya lo único que me gusta regalar o que me regalen son libros y viajes. Pensándolo bien, libros y viajes son casi la misma cosa. Con los libros se viaja con la imaginación, con el espíritu, con la mente. Es un viaje placentero al que nos invitan los escritores, creando y definiendo paisajes, personas, situaciones. Y si nos embarcamos en ese viaje, regresaremos a la infancia o a la juventud y nos moveremos por lugares y caminos que recorren otras muchas personas, acompasando sentimientos y emociones. Viajar es lo mismo, es leer paisajes, abrir los sentidos para que se llenen de color, de olores, de sonidos que nos inundan y en los que nos sumergimos con deleite.

Aunque ya no es lo mismo viajar en estos tiempos, porque la multitud de turistas que invaden cualquier rincón asfixia e impide disfrutar en silencio de los atardeceres, de las esquinas, de las fachadas o de los salones de los palacios o de las catedrales. He visitado Granada seis o siete veces. La primera vez, cuando tenía catorce o quince años, con mis padres, a finales de los años sesenta. Todavía no me puedo explicar cómo éramos capaces de recorrer mil kilómetros desde Coruña en un Seat 850 cuatro personas con el equipaje y las sillas y la mesa de camping en la baca del coche que bajábamos para comer en cualquier lugar, al lado de la carretera, cuando las carreteras no eran autopistas y los ríos y los árboles servían como refugio y compañía. La economía no permitía detenerse en los restaurantes de carretera, así que mis padres llevaban bolsas con comida y cuando ésta se terminaba, compraban cualquier cosa, pan, queso, fiambres, empanada… Eran viajes gloriosos, únicos, irrepetibles, alegres, muy alegres. Mi madre cantaba muy bien y cuando empezaba nosotros la seguíamos. Mi padre no, mi padre bastante tenía con respirar, la maldita silicosis lo apresó cuando sólo tenía 37 años y no lo soltó hasta veinticuatro años después, cuando su cansado corazón dijo ¡basta! Ese y otros muchos viajes a Aroche, en los felices sesenta y principios de los setenta, los hicimos con un 600, el ya citado 850, un Renault 7, un Fiat Regata, el último que mi padre condujo. Tengo muchas cosas que contar de esos viajes por Galicia, por Extremadura, por Andalucía, por Portugal. Me gustaría escribirlos, porque eran realmente aventuras cargadas de anécdotas. Mi adolescencia y mi primera juventud viajando con mis padres, lo que yo he hecho también con mis hijos. Estoy seguro de que ellos también recuerdan con mucho cariño y con alegría esos viajes y espero que, si alguna vez tienen hijos, sigan con la tradición familiar.

Los dos días que pasamos en Granada fueron intensos. Hacía muchos años que no visitaba la ciudad y pude comprobar que, en lo sustancial, sigue igual que como yo la recordaba. La principal diferencia: la enorme cantidad de turistas que, como una plaga, la invaden, la invadimos, todos los días. En la Alhambra y el Generalife, a pesar de la lluvia y del frío que nos acompañaron durante casi todo el día, apenas se podía dar un paso. En el Mirador de San Nicolás, japoneses y norteamericanos copaban la primera fila y tuvimos que esperar un buen rato hasta que pudimos sentarnos delante y contemplar la Alhambra sin ninguna cabeza que nos impidiera la vista. A pesar de todo, Granada sigue asombrando y emocionando. Pero empecemos por el principio.

Salimos de Sevilla el lunes 16 por la mañana. Mucho tráfico hasta pasado El Arahal y después, a disfrutar del paisaje y de la música que suelo elegir cuando salgo de viaje. Esta vez, Joaquín Sabina y Pink Floyd, una buena combinación. Después de tomarnos un café en un área de servicio cerca de Osuna, continuamos sin prisa; cada vez me gusta menos correr con el coche. Gracias al GPS, qué gran invento, entramos en Granada y llegamos al hotel sin dificultad. La ubicación del hotel en la calle Cárcel Baja, el Aurea Catedral, cerca de dos grandes arterias de la ciudad, la Gran Vía de Colón y la Avenida de los Reyes Católicos, no podía ser mejor. Como su propio nombre indica, está pegado a la catedral granadina. Además de las instalaciones, el hotel hace un homenaje a García Lorca, llenando las paredes de pasillos y habitaciones con textos y poemas del poeta granadino. En nuestra habitación, una suite desde la que se contempla un lateral de la catedral, Arbolé… Arbolé. Un acierto, desde mi punto de vista.

Aprovechando que estábamos junta a la Catedral, visita ineludible a la misma y a la Capilla Real. Apenas recordaba nada de ambos monumentos, pues mi primera y única visita fue la que realicé con mis padres, hace más de cincuenta años, como para acordarse. En las otras ocasiones que fui a Granada no lo hice, así que Carmen y yo entramos. La catedral, como ocurrió en muchas veces, se construyó sobre la la mezquita después de la conquista de la ciudad por los Reyes Católicos. Durante un tiempo, la antigua mezquita todavía se utilizaba como catedral. Durante casi 200 años, diferentes arquitectos trabajaron en su construcción lo que hace que la catedral de Granada sea una mezcla de estilos gótico y renacentista. Lo que más llama la atención es el coro circular, rodeado de una serie de capillas. La Capilla Real, anexa a la Catedral, se visita aparte, cosa que no recordaba que se hiciera cuando fui con anterioridad. Tampoco antes se pagaba por entrar y ahora hay que pagar por hacerlo en ambos lugares, así se colabora al mantenimiento y se da trabajo al personal. Si tenéis interés en saber más cosas, aquí dejo los enlaces: Catedral de Granada y Capilla Real.

Salimos de la visita cultural y entramos a comer en un restaurante de la Plaza Nueva. Después de tomarnos un café en una cafetería cercana, quedamos con una prima de Carmen, Ana María, que nos acompañó toda la tarde. Anduvimos tranquilamente por la Carrera del Darro y por el Paseo de los Tristes, deteniéndonos a hacer fotos y a contemplar la Alhambra y los edificios de la zona, porque otra cosa no, pero Granada es un lugar único para los amantes de la fotografía. Menos mal que ahora se pueden hacer cientos de fotos con las cámaras de los móviles y con las cámaras digitales, porque con los antiguos carretes, no me quiero imaginar el gasto que supondría. Recuerdo cuando cargaba con mis cámaras réflex Carena y Minolta, los diferentes objetivos y los carretes de 24 o 36 exposiciones, teniendo que elegir entre los 125 o 200 ISO. Se quisiera o no terminaba uno haciéndose un experto en fotografía. El paseo a orillas del Darro es todo un homenaje a los sentidos, los olores, los colores, los sonidos, todo nos envuelve como una capa mágica que nos transporta a otros ámbitos, a otras épocas. El Darro apenas se ve debido a la abundante vegetación. El camino es estrecho, empedrado, con un pequeño murete a nuestra derecha, puentes que cruzan el cauce, edificios en piedra y encalados, muchas tiendas, teterías, bares, restaurantes, hoteles. El turismo lo ha invadido todo. A veces es difícil andar debido a la cantidad de personas que están haciendo lo mismo que nosotros. A nuestra izquierda, el Albaicín y el Sacromonte, a la derecha, presidiéndolo todo, la Alhambra y el Generalife, con una ladera que llega hasta el Darro poblada de matorrales, quejigos, pinos, cipreses…

Cuando llegamos al final del paseo, regresamos y subimos por una empinada cuesta (en el Albaicín todo son cuestas) y callejeando llegamos hasta el Mirador de San Nicolás. Estamos en enero, hace un frío que pela y, sin embargo, aquí hay una multitud de turistas, cómo no. Sentados en el pequeño muro, de pie o haciéndose fotos y selfis, el turismo nos apabulla. Tenemos que esperar un buen rato hasta poder llegar a primera fila y contemplar, sin nadie que se interponga, la vista más bonita de Granada, o eso dicen, porque también hay otros miradores como el de San Cristóbal o el de San Miguel Alto, que no conocemos pero en los que seguramente habrá menos visitantes.. Al fondo Sierra Nevada, todavía con poca nieve. Bill Clinton le hizo un flaco favor a este mirador cuando dijo que en el Albaicín había asistido a la «puesta de sol más maravillosa del mundo». Desde entonces, el número de visitantes se ha multiplicado y contemplar tranquilamente una puesta de sol aquí es prácticamente imposible. Pero merece la pena intentarlo.

Después de un buen rato, visitamos la Iglesia de San Nicolás y poco más tarde bajamos por otra cuesta empinada. Como es una hora prudencial, entramos en una tetería que también tiene unas bonitas vistas, cómo no, de la Alhambra. El ambiente invita a la charla, a hablar bajo, música suave, conversaciones apagadas. La tarde está saliendo redonda, pero ya estamos cansados. La edad es la edad y las cuestas pesan lo suyo. Menos mal que llevamos calzado cómodo y los pies no han sufrido.

Como todavía anochece pronto, decidimos regresar. Ana María nos acompaña hasta cerca de nuestro hotel y Carmen y yo, después de tomar una cerveza con una tapa (ya sabéis que en Granada te ponen siempre una tapa con la consumición, a ver si toman nota aquí en Sevilla), decidimos regresar al hotel. Son sólo las diez de la noche, pero el día ha sido largo e intenso y estamos cansados. Leyendo en la pared los poemas de Lorca, nos dormimos como benditos.

Al día siguiente desayunamos en el hotel y andando por Reyes Católicos llegamos a una calle que nos lleva directamente hasta la Alhambra. Las cuestas ya no nos dan miedo, a mi andar me gusta y Carmen también se decide a subir andando, aunque a mitad de la cuesta se arrepiente de la decisión, pero ya es tarde. Comienza a caer una lluvia muy fina, pero traemos paraguas. A un gallego de Coruña ni las cuestas ni la lluvia lo atemorizan, faltaría más. Llegamos al lugar donde nos encontraremos con la guía que nos acompañará en la visita. El regalo de Reyes es completo y visitar Alhambra y Generalife con guía es una gran idea. La chica, muy joven, estudió Turismo y seguro que ha leído mucho sobre estos monumentos, porque durante las tres horas que dura la visita, las explicaciones históricas y artísticas son muy completas. Somos un grupo de unas quince personas que venimos de prácticamente los cuatro puntos cardinales de nuestro país. Para entrar en el Generalife tenemos que esperar un poco, no demasiado, porque los grupos con guía tienen preferencia. Aunque la lluvia desluce la visita a los jardines y los paraguas molestan en algunos momentos, apenas nos damos cuenta de que nos mojamos en ocasiones. La belleza de los jardines y las vistas, la majestuosidad de las salas, y los techos de la Alhambra, los patios… Todavía recuerdo perfectamente cuando visité con mis padres y mi hermano la Alhambra y cómo podíamos tocar los leones de piedra. Tenemos una foto que inmortaliza el momento y que tendré que buscar cuando dentro de poco vaya a Coruña. Cada vez que regreso allí, me gusta hojear los álbumes de fotos y comentarlas con mi hermano. Se nota que nos estamos haciendo mayores y estamos ya en una edad provecta.

Ya se ha escrito demasiado sobre la Alhambra para que yo intente explicarlo. Me llevaría todo un día y muchas páginas hacerlo, así que dejo este enlace para visitar virtualmente la Alhambra y algunas fotos que recogen una pequeña parte de la belleza.

Cuando terminamos la visita estamos muertos de hambre. Esta vez decidimos, porque ya es un poco tarde, bajar hasta la ciudad en autobús. Hay momentos en que parece mentira que el vehículo pueda girar y pasar por calles tan estrechas, pero el conductor está acostumbrado. Si yo llego a conducir mi Ford Mondeo por ahí, dudo de que hubiera escapado sin algún rasponazo. Otra vez entramos en el hotel, que está cerca de todo. Reconozco que en casi todos los viajes buscamos hoteles céntricos, porque eso permite aprovechar mejor el tiempo. Callejeamos un poco y llegamos a la plaza de la Pescadería, cerca de la plaza más conocida de Granada, la de Bib-Rambla. Buen restaurante, el Cunini, con un pescado exquisito. Y después de comer, como la lluvia nos había dado un descanso hacía rato, nos dedicamos a recorrer el centro de Granada. La Plaza del Carmen, el Ayuntamiento, la Plaza de Isabel la Católica, el Corral del Carbón, la Gran Vía, la avenida de los Reyes Católicos… Un descanso para tomarnos otro té en una calle que recuerda a las calles de Marrakech o de Estambul, más paseos por callejuelas, como nos gusta hacer para respirar el ambiente de la ciudad, y ya va llegando la hora de tomarse una cerveza con una tapa. Entramos en las Bodegas Castañeda, todo un acierto, por el ambiente y la decoración. Un par de cervezas, un par de tapas y para el hotel. Reconozco que ya no estamos para muchos trotes. Miro la pulsera de actividad y prefiero no decírselo a Carmen. casi 23.000 pasos. No me extraña que antes de las once de la noche ya estuviera dormido.

Como nos acostamos pronto y hemos descansado, nos levantamos temprano. Todavía quedan cosas, muchas cosas por ver en Granada, así que desayunamos y salimos a terminar de ver lo que todavía no habíamos visto, como por ejemplo, la Puerta de Elvira (aquí empecé a canturrear el Romance del Rey Moro, …desde la puerta de Elvira hasta la de Bibarrambla… con música de Joaquín Díaz, del que hace tiempo que no veo ni escucho nada). Hoy el día es más frío así que Carmen, que ha sido muy previsora, se ha traído el abrigo de visón y lo luce con garbo. Hacía mucho tiempo que no se lo ponía y Granada no es mal sitio para pasear con él. También llevaba un gorro de piel, que sólo se pone en contadas ocasiones y en lugares y días muy fríos, pero se lo quitó un momento, lo guardó en un bolsillo y cuando se dio cuenta, lo había perdido. Como el gorro no era de astracán ni nada parecido, la pérdida tampoco fue demasiado importante.

Poco a poco vamos regresando al hotel, donde terminamos de hacer la maleta, nos despedimos de las recepcionistas y bajamos con el equipaje al garaje. La salida de la ciudad, por la Gran Vía, la avenida de la Constitución y la avenida de Andalucía es mucho más cómoda que la entrada y tardamos poco tiempo en enlazar con la A92. Queremos parar a comer en Estepa, pueblo que no conocemos a pesar de haber recorrido bastantes veces este camino. Damos una pequeña vuelta por sus calles y plazas, pero también tiene muchas cuestas, se nos va haciendo tarde y decidimos irnos pronto, pero antes entramos en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, con una preciosa e impresionante fachada barroca. Una señora nos cobra la entrada y nos explica muy bien los tesoros que encierra. Estamos cansados, así que le preguntamos por un restaurante para comer. Nos recomienda uno, el Cala D’Or, que no nos defrauda. El viaje prácticamente ha terminado. Con tranquilidad, regresamos a Sevilla. Han sido dos días y medio intensos y muy bien aprovechados.

La última palabra

Las tertulias de los jueves en la cafetería de nuestro amigo Luis tienen el aroma de lo que va a desaparecer, ese olor característico que solo apreciamos en muy contadas ocasiones, como recuerdos de una niñez cada vez más lejana y que no se deja apresar ni por la memoria ni por la nostalgia. Intentamos resguardarla en un rincón, pero siempre hay otros recuerdos que se superponen y que impiden que los recordemos con nitidez. La conversación se desgrana al principio con pereza, saboreando el café y comentando la última noticia sobre política o sobre algún suceso destacable, pero después va aumentando la intensidad a medida que los temas se complican y se entra en materia.

Siempre somos los mismos, Vicente, el poeta, que ha ganado diversos concursos literarios a lo largo y ancho del país, con poemas reconocibles que se inspiran en la poesía de los clásicos y de los románticos, décimas, quintillas, cuartetas, sonetos. El amor y la infancia están siempre presentes, con un lenguaje de una enorme complejidad en su sencillez. Es el único conocido del grupo y del que nos sentimos más orgullosos. Invariablemente tiene la última palabra, la frase exacta, precisa, breve, que nos deja mudos y pensativos. Los otros tres tertulianos, entre los que me encuentro, solo somos aprendices de escritores, apenas unos escribidores que nunca han ganado ni un pequeño concurso de relatos en cualquier pueblo de la geografía patria. Eso sí, somos críticos literarios crueles y despectivos, yo diría más bien despechados y envidiosos. Cuando sale a la luz un nuevo libro de los escritores más conocidos y con más éxito, esos que son capaces de vender cientos de miles de ejemplares, corremos a comprarlo y a despellejarlo unos días después. Ya que nadie nos conoce, por lo menos nos quedamos a gusto con la crítica.

Hoy el tema, propuesto por Guillermo, el de mayor edad de los contertulios, que sobrepasa por poco los setenta años, pero muy bien llevados, es el de las influencias de los clásicos en la literatura actual. Guillermo, profesor de Lengua y Literatura durante treinta años, lleva jubilado cerca de diez y en este tiempo ha intentado escribir varios libros, pero nunca los ha terminado. Se queja amargamente de que las editoriales lo desprecian, les ha enviado varios capítulos de sus libros y ninguna le ha contestado. Habló alguna vez con Vicente para que intermediara con la editorial que le edita los libros, siete hasta el momento, pero el poeta le dice que la suya es una editorial pequeña, muy selectiva y que solo publica poesía. Guillermo no se lo cree porque sospecha que su amigo no quiere competencia en el grupo selecto de los escritores de éxito, pero se calla y durante algún tiempo no molesta al poeta, pero invariablemente volverá a la carga.

Según Guillermo, la literatura comenzó a brillar con Homero, siguió con algunos autores latinos, la Edad Media también alumbró obras de mérito y alcanzó su cénit con Cervantes. Lo que siguió a continuación, según su razonamiento, es mera copia que cae en la estulticia, en palabras y palabras que llenan miles de hojas, pero sin encontrar ni una sola idea original, que añada algo de belleza a lo dicho por los antiguos.

—A ver, ¿cuándo se ha mejorado el comienzo de la Ilíada? ¿Y el de El Quijote?

Y empieza a declamar con su potente voz, acostumbrada a hablar en el aula delante de alumnos a los que, seguramente, aburría con complejas explicaciones sobre la lírica en la Edad Media o sobre los poemas de Virgilio:

—“Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes…” “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…

Llegado este momento, queremos evitar que vuelva a acaparar el tiempo, lo que suele suceder habitualmente. Quizás sea por su reconocida autoridad de profesor, con una memoria prodigiosa capaz de recitar durante minutos interminables párrafos enteros de la Odisea, la Ilíada, la Eneida, El Quijote o decenas de poemas, siempre anteriores a Cervantes, porque se niega a recitar textos o poemas posteriores, nos intimida a los demás, menos a Vicente, el poeta, claro, que es el único que se permite interrumpirlo.

—Perdona, Guillermo, o sea, que Machado, Lorca o García Márquez, por ejemplo, son unos farsantes, meros copistas sin imaginación ni originalidad. Espero que eso no se lo hayas explicado a tus alumnos mientras eras docente.

Felipe, dueño de la librería “El Verbo”, que fue el que organizó la tertulia entre sus clientes más habituales, los que habitualmente entrábamos a comprar libros y a dejarnos aconsejar, también intervino.

—Guillermo, no se puede ser tan testarudo. Es imposible que un profesor de literatura como tú no sea capaz de reconocer la belleza, la elegancia y la calidad de cientos, de miles de libros escritos por autores, actuales o pasados, cuya enumeración sería imposible de hacerse en una tarde. Yo creo que tú quieres aparentar originalidad en tus opiniones, pero caes, y perdona que te lo diga, en la bufonada, en el histrionismo.

El rostro de Guillermo se congestionó y se levantó con intención, no sabemos si de marcharse o de acercarse a Felipe para agredirlo, pero Vicente le agarró por un brazo y le obligó a sentarse. A partir de aquí, la conversación se tornó en discusión, en tonos de voz cada vez más alto y áspero, que podía derivar en resentimientos y tensiones desagradables hasta que yo me atreví a intervenir.

—Creo que el término bufonada, Felipe, ha estado fuera de lugar. Hay que respetar todas las opiniones y, aunque no estemos de acuerdo, evitar insultos o palabras que puedan molestar. Ante todo, el buen tono y la educación, como siempre hemos hecho.

Felipe me miró un momento y asintió. Esperó un par de segundos más y después, dirigiéndose a Guillermo en un tono humilde, arrepentido, le dijo:

—Juan tiene razón. Te pido disculpas sinceramente, Guillermo. Siempre te he apreciado y te aprecio, admiro tu conocimiento y tu sabiduría. Me has enseñado mucho y espero que lo sigas haciendo. No era mi intención ofenderte y, es verdad, no he tenido que dirigirme a ti con esas palabras. He sido un necio y te vuelvo a pedir que me perdones.

Guillermo, tras estas palabras, se levantó y le dio un fuerte abrazo a Felipe. Las aguas volvieron a su cauce y yo me sentí reconfortado y orgulloso. Gracias a mi intervención, se solucionó lo que, en otras circunstancias hubiera derivado en un enfado o, quizás, en la disolución de nuestra tertulia. Vicente y Luis me miraron con sonrisas y gestos de agradecimiento. Mi autoestima subió bastantes puntos esa tarde.

A partir de ese momento, las intervenciones de los cuatro se moderaron y Vicente, que hasta entonces había estado relativamente callado, sacó su cuaderno moleskine, lo abrió y nos pidió un poco de silencio.

—Aunque lo que he escrito no tiene mucho que ver con el tema que nos ha propuesto Guillermo, quizás arroje un poco de luz y calma. Es un texto que todavía no está demasiado afinado, que aún no tiene final, porque es el comienzo de un ensayo que me ha pedido la editorial y me gustaría saber vuestra opinión.  —Y empezó a leer lo que transcribo a continuación:

Hay palabras que enamoran, otras palabras hieren, nos atrapan o nos hacen reír y llorar, muchas se desconocen, pero siempre nos acompañan, nos rodean, forman parte de nuestra vida, nos permiten tener conciencia de nosotros mismos como individuos y como miembros de una comunidad. Sin las palabras podríamos sentir dolor, alegría, tristeza o miedo, emociones que seríamos capaces de expresar con gestos, con gemidos, con movimiento, pero no podrían explicar ni explicarnos qué nos sucede, no podríamos organizar los pensamientos ni darle forma al mundo.

Cuando al poco de nacer aprendemos a fijar los ojos en los rostros cercanos, que vamos reconociendo, que nos sonríen, que hacen gestos y emiten sonidos que, sin darnos cuenta, imitamos y repetimos, se está produciendo un auténtico milagro: estamos entrando en el universo que nos acompañará a lo largo de nuestra vida, en el universo del lenguaje, de la comunicación. Imitamos, nos sonríen, gritan, hablan, señalan, repetimos y, sin darnos cuenta, vamos asimilando la creación más profundamente humana, estamos entrando en el asombro de la comunicación mediante las palabras, que se convertirán en frases, en ideas cada vez más complejas.

De la palabra hablada, la que utilizamos en los primeros años de nuestra vida, aquella que permitió transmitir en los albores de la humanidad la experiencia de unas generaciones a otras, la que inventó el relato, la imaginación, el misterio, la sorpresa, la que intentó someter la naturaleza a las leyes de la lógica primitiva, se pasó a otro hito, la aparición del lenguaje escrito, signos que durante mucho tiempo fueron considerados mágicos y que solo conocían unos pocos ya que la información, como ha seguido sucediendo a lo largo de la historia, es poder. El pueblo escuchaba lo que los aedos, los rapsodas o los juglares cantaban o recitaban, las epopeyas de los héroes, la historia que se perdía en la noche de los tiempos, pero no sabía leer ni escribir. Hasta que hace relativamente poco tiempo, poco más de quinientos años, la imprenta democratizó y extendió la lectura y la escritura, que se consolidó durante los siglos posteriores.

Miles de años hablando y escribiendo, acariciando, persiguiendo, maltratando, hiriendo con las palabras o arrojándolas al vertedero, en soledad o acompañados. Están ahí, ampliando o limitando horizontes mentales y expresivos.

Los escritores nos prestan su palabra, su modo de ver y entender el mundo, la realidad que nos rodea o la ficción que se imaginan, la delicadeza de la expresión o la fuerza de una imagen. Ellos, que han trabajado y pulido el lenguaje, nos enseñan, nos muestran el camino, eligen los términos más adecuados, los analizan, buscan el contexto, el ambiente, pulen los personajes, les dan vida. O miran a su alrededor o escarban ellos en su interior y buscan y encuentran y nos muestran la belleza de las palabras. Y nos las dan para que nosotros también, en un ejercicio de voluntad creativa, nos las apropiemos y las amoldemos a nuestro gusto.

Cuando Cervantes dice «La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta…» o «Con la iglesia hemos dado, amigo Sancho» (aunque ahora se diga con la iglesia hemos topado) o «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos», entramos en un mundo que, casi quinientos años después, nos sigue fascinando y enseñando, como también nos asombra lo que hace casi tres mil años escribiera Homero “Acertóle en la cimera del casco guarnecido con crines de caballo, la lanza se clavó en la frente, la broncínea punta atravesó el hueso y las tinieblas cubrieron los ojos del guerrero». O Antonio Machado, con «Nunca perseguí la gloria,/ ni dejar en la memoria/ de los hombres mi canción/ yo amo los mundos sutiles/ ingrávidos y gentiles/como pompas de jabón.» También nos emociona leer en Ocnos, de Luis Cernuda «Aquellos seres cuya hermosura admiramos un día, ¿dónde están? Caídos, manchados, vencidos, si no muertos. Mas la eterna maravilla de la juventud sigue en pie». Cientos, miles de escritores, nos dejaron una herencia colosal que nosotros debemos continuar, en nuestra memoria, con nuestra admiración, con nuestro reconocimiento.

Hay palabras hermosas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida, no solo por su agradable sonido, sino por lo que representan. Arrebol, evanescencia, inefable, melancolía, alba, nostalgia, esplendor… Cada uno, seguramente, tendrá las suyas y procurará utilizarlas, aunque en algunas ocasiones no vengan al caso. Pero son nuestras amigas, seguramente las habremos aprendido hace muchos años, quizás en la infancia o dichas al oído por alguien a quien queríamos. 

Pero también está el rastro ceniciento de las palabras, las que amargan, no cuando son dichas o escuchadas, sino que se esconden en un rincón del pensamiento, a las que no se da importancia, pero que surgen de manera imprevista, cuando menos lo esperas porque están agazapadas; ese rastro está grabado con siglos de memoria, con ríos y océanos de experiencia y servidumbre y rencor y, en muchos casos, odio. No callemos por cobardía o por no herir, no hablemos sin reflexionar, sin mirar dentro de los otros. No escondamos la palabra que queríamos decir, no enmudezcamos la respuesta que deberíamos dar. Huyamos del silencio vacío y acerquémonos al silencio en soledad buscada y encontrada, siempre querida.

La palabra es misterio y también es luz, es compañía, es esperanza. Es lo que nos hace ser como somos, lo que nos permite encontrarnos con nosotros mismos y con los demás…

Vicente, el poeta, se calló y el silencio se hizo denso, y nos miramos y todos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos abrazamos al poeta que, como siempre, dijo la última palabra.