Hace unos años asistí a una sesión de coaching sobre cómo afrontar y resolver los problemas que surgen tanto en la vida diaria como en los centros de trabajo. Siempre he sentido un poco de aprensión hacia esas personas que dan una sensación de seguridad, de dominio de las situaciones, de estar por encima del bien y del mal que al resto de los mortales nos acompleja. Siempre he desconfiado, es verdad, de todos aquellos que creen estar en posesión de la verdad, que nunca se equivocan, que hablan con suficiencia y que muestran cierto desprecio hacia aquellos que solemos poner en duda lo que hacemos y lo que decimos. Si por algo me caracterizo es porque estoy seguro de muy pocas cosas, que doy la razón a los demás con excesiva frecuencia. En ese grupo de personas tan firmes y seguras están, por regla general, los coach (anglicismo innecesario que podría sustituirse por entrenador o preparador, tal y como se puede comprobar en la Wikipedia, herramienta a la que, me avergüenza decirlo, acudo con frecuencia). Pues bien, esos preparadores suelen aprenderse una serie de frases que van colocando a lo largo de la charla y que les sirven para fijar la atención de los asistentes, a los que emboban con su, generalmente, verbo fácil y resuelto. También es frecuente que salpiquen esas sesiones con anécdotas (que casi siempre les han ocurrido a ellos o a personas cercanas) o con historias que transmiten enseñanzas que, como es lógico, van a servirnos para que nuestra vida fluya con mucha más facilidad y seamos mucho más felices en familia y en el trabajo (por cierto, esto mismo lo encontramos en los manuales de autoayuda, que han proliferado como hongos en las librerías y en Amazon).
En la sesión a la que aludo, el coach-entrenador-preparador nos iluminó con su receta para afrontar cualquier problema. Resumo con sus propias palabras lo que, a la postre, es el compendio de toda la charla y que no se cansó de repetir a lo largo de la misma:
Para resolver un problema hay que seguir tres pasos:
- Toma de conciencia
- Asumir responsabilidades
- Pasar a la acción, actuar
Como se puede comprobar, todo muy práctico y que me ha servido para que, desde entonces, pueda afrontar el resto de mis días con mucha más tranquilidad e ilusión. A vosotros seguro que también os ha despejado muchas dudas.
Sin embargo, a pesar de todo, hubo una parte de la sesión que sí me gustó y fue aquella en la que contó un cuento al que llamó «Historia del sabio» y que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía recuerdo, aunque hay partes, creo que alguna bastante importante, que no soy capaz de poner en pie. Lo reproduzco a continuación y supongo que sabréis sacar una enseñanza o una moraleja de la misma.
Hace muchos años, en un pueblo situado en la ladera de una montaña, había un anciano muy sabio que era envidiado por sus paisanos y fue expulsado del pueblo. La envidia es muy mala, como sabéis, eso de que los demás posean algo que nosotros no tenemos hay personas que no pueden aguantarlo. Y crea muy mala sangre, un sentimiento mezcla de tristeza, de rabia, de odio. Así que, una vez que sus vecinos tomaron la decisión de echarlo del pueblo le dijeron que se fuera lo antes posible. Pero él no quería pasar más tiempo en un pueblo tan desagradecido y envidioso así que ese mismo día cogió un pequeño saco con ropa y algunos utensilios, porque no necesitaba más, y se fue a vivir a la cima de la montaña. Allí, a pesar de su aislamiento, la fama de su sabiduría se fue extendiendo por toda la comarca y acudían a pedirle consejo cada vez más personas. Aunque no quería nada a cambio de sus palabras, siempre le dejaban algún presente que él solía guardar en una cueva cercana. Se decía que su riqueza era enorme y que, si quisiera, podría comprar el pueblo entero y sus tierras.
Sus antiguos paisanos ya tenían más motivos de envidia, porque a su sabiduría se añadió la fama y la riqueza que iba adquiriendo, por lo que decidieron buscar una forma de acabar con él y se reunieron en la plaza para exponer sus ideas. Podéis comprobar que era un pueblo muy democrático, a pesar de todos sus defectos, porque todo lo decidían en asamblea. Lo que pasa es que deberían haber utilizado la democracia para otras cosas, no para fastidiar a un semejante. Unos querían matarlo una noche y deshacerse de su cuerpo, enterrándolo en algún lugar escondido; otros preferían envenenarlo con alguna pócima o secuestrarlo, pero la mayoría del pueblo quería evitar la violencia, no vayamos a pensar que eran unos monstruos sin escrúpulos. A alguien se le ocurrió la idea de que lo mejor era desprestigiarlo, avergonzarlo y que su fama se perdiera, por lo que la gente dejaría de visitarlo y moriría solo y abandonado. A todos les pareció bien, pero nadie conseguía encontrar una manera de hacerlo, ya que la inteligencia del sabio seguramente se impondría a todos los trucos que intentaran engañarlo.
Hasta que un niño de poco más de diez años les dijo:
– Creo que he encontrado la forma de conseguir que el sabio se equivoque. Habrá que esperar a que haya mucha gente viéndolo para que sean testigos de lo que va a ocurrir y puedan contarlo a todo el mundo. Cogeré un pájaro y lo esconderé detrás de mí. Y entonces le diré al sabio: «Tengo un pájaro en mi mano. Tú que sabes tanto, dime si está vivo o muerto. Si me dice que está muerto, abriré mi mano y se podrá comprobar que está vivo. Si me dice que está vivo, aprovecharé que lo tengo escondido, le retorceré el cuello, morirá y verán que está muerto. Es decir, que siempre se equivocará».
Todos estuvieron de acuerdo en que aquella era una gran idea y de que el sabio nunca podría acertar. Hay que ver lo bien preparados que están los niños de este pueblo. Habrá que hacerle un homenaje al maestro. Pues bien, una vez que se consiguió el pájaro, un humilde gorrión que fue cazado por varios niños con una red (otra muestra de que la infancia de este pueblo tiene un gran futuro), se repasó el plan con el niño y la mañana del día siguiente, muy temprano, casi todo el pueblo comenzó a subir a la cima de la montaña, mezclándose con los cientos de personas que solían acudir, unos por curiosidad y otros porque querían que el sabio les resolviera los diferentes problemas que traían. En sus manos, en bolsas o en cestas llevaban regalos que, al final del día, dejarían a los pies del anciano.
El niño se acercó al sabio, con el gorrión escondido entre sus manos a su espalda e hizo la pregunta:
– Maestro, tengo un pájaro en mis manos. Tú que eres tan sabio, nunca te equivocas y puedes resolver los problemas más difíciles, ¿puedes adivinar si está vivo o muerto?
Sus antiguos paisanos contuvieron la respiración, y esperaron la respuesta equivocada para gritar con todas fuerzas «¡se ha equivocado, se ha equivocado, no es tan sabio como dicen!». Ya saboreaban la victoria y se miraban unos a otros con sonrisas de complacencia. Y lo mejor, cómo disfrutarían con la cara de sorpresa de los demás asistentes y con el sufrimiento del anciano.
El maestro miró al niño a los ojos, posó la vista en la multitud que esperaba ansiosa sus palabras y después de unos segundos contestó:
– Tú lo has dicho. La respuesta está en tus manos.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Podría haber continuado la historia describiendo la cara de perplejidad del niño y de sus antiguos vecinos y las palabras de reproche del anciano, demostrando que habían querido tenderle una trampa y avergonzándolos ante todos, dándoles una lección, pero prefiero que cada uno termine la historia como más le guste y que saque su conclusión y su enseñanza, yo no quiero hacerlo porque bastante hago con haceros pasar el rato
(Y sigue lloviendo en Sevilla como si no hubiera un mañana. Por eso me dedico a escribir estas cosas que no tienen demasiado sentido. O sí, depende cómo se mire).