Qué nos puede esperar tras la jubilación

Hace unas semanas Alberto del Mazo, uno de los editores del Colectivo Orienta, del cual formo parte, me invitó a colaborar con un artículo en el que orientadores que nos hubiéramos jubilado en los últimos meses o años explicáramos cómo había cambiado nuestra vida y qué consejos podíamos dar a aquellos que ven cercano el momento de su jubilación. Con el título Jubilarse no es dejar de orientar, cinco orientadores y orientadoras recién jubilados expresamos nuestras opiniones. Aquí os dejo mi aportación y os recomiendo, tanto si ya os habéis jubilado como si os falta poco, que leáis también las otras intervenciones.

Somos lo que hacemos

¿Qué nos espera a los orientadores y orientadoras tras la jubilación? La respuesta a esta pregunta creo que debe realizarse partiendo de la más genérica, ¿qué nos puede esperar tras la jubilación? Para contestarla, reproduzco una frase de Galeano que siempre he tenido presente “Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. Desde que nacemos, nuestra vida gira en torno a ejes muy concretos que nos van definiendo y conforman nuestra personalidad: familia, amigos, estudio, trabajo, ambiciones, aficiones … Y sobre todos ellos y sobre todo lo demás, presidiéndolo como un gran tirano, el tiempo, impasible y vigilante, que unas veces nos apremia y otras nos permite respirar con tranquilidad.

Si durante nuestra infancia, la juventud, la edad adulta, hemos ido haciendo y enriqueciéndonos, adaptándonos a la realidad o intentando modificar aquello que no nos gusta, es decir, hemos ido haciendo y haciéndonos, cambiando lo que hemos podido y cambiándonos sin dejar de ser lo que realmente somos, llegaremos a la jubilación en plenitud. Hasta el mismo día de la jubilación trabajé con ilusión y entusiasmo, poniendo todo el corazón en lo que hacía, creyendo que mi trabajo era el más importante. Con esa misma ilusión, con ese mismo entusiasmo me planteo la jubilación.

Seguiremos, como en edades anteriores, teniendo unos ejes de referencia; familia, amigos, ambiciones, aficiones. Podremos seguir teniendo ganas de estudiar o de trabajar, por supuesto. Y sobre todo, ganas de seguir aprendiendo. No he perdido nada de eso. Pero mis prioridades ahora son otras. Y vuelvo a hablar del tiempo, pero ya no como un tirano que me condicionaba, sino como aliado y cómplice. Sigo haciendo cosas, muchas cosas: leo y escribo más, sigo haciendo deporte, paso más tiempo con mi familia, mantengo el blog de orientación del Instituto y he creado otro blog más personal, colaboro esporádicamente en una ONG, viajo, aprendo cosas nuevas como la fotografía, a la que me estoy aficionando, paseo por mi ciudad y descubro rincones hasta ahora desconocidos. Pero todo de una manera más tranquila, sin agobios, sin crearme obligaciones, sin planificar, reflexionando y recreándome en lo que hago y en lo que podría hacer pero no hago porque no quiero. Ya no estoy pendiente del reloj; si no me da tiempo a hacer o terminar algo no pasa nada. Nada hay tan urgente que me impida saborear los pequeños placeres, disfrutarlos como pocas veces los he disfrutado.

Así que, para aquellos que ya ven cerca la jubilación y pueden estar preocupados sobre cómo gestionar su tiempo, vuelvo a la frase de Galeano y añado algo más: somos lo que hacemos para cambiar lo que somos y alcanzar la plenitud. Y esa plenitud se alcanza, como ya nos dijeron los filósofos griegos, con el ocio, con la ausencia de necesidad de estar ocupado. No tengáis remordimientos si os apetece dedicaros por un tiempo al dolce far niente. No hay mayor placer que saber que, si queremos, no haremos nada y, aun así, estaremos alcanzando la plenitud, porque lo haremos de manera libre y consciente. Pero también podéis crearos obligaciones, si queréis. Esa es la gran ventaja, la libertad de poder domar al tiempo.

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(Vamos a) Educar al margen de las leyes (educativas)

(Publicado originalmente en el Blog del IES Hermanos Machado, que también administro, pero me parecía un tema interesante para publicarlo igualmente aquí)

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No nos va a quedar otra. O mejor dicho, no os va a quedar otra a los que todavía estáis al pie del cañón o en las trincheras, perdonad por los términos bélicos que estoy empleando en un ámbito tan poco guerrero como es o debería ser la educación, que trabajar al margen, cuando no contra, la normativa educativa. Supongo que la mayor parte de los docentes están ya hartos de los vaivenes a los que son sometidos diariamente desde las instancias superiores, llámense ministerio, consejería o delegación a base de instrucciones, reglamentos, órdenes, decretos o leyes educativas. Realmente me podéis creer si os confieso que terminé mi largo periplo como maestro y orientador cansado de tener que leerme diariamente la normativa que se publicaba, como si trabajara en un bufete de abogados o en una notaría. En los últimos años, lo primero que hacía era entrar en la página del BOJA o de la Consejería de Educación (o en la web de la inspección, que me permitía, además, saber si el Ministerio también había  tenido alguna ocurrencia) y cruzar los dedos o rezarle al santo o santa del día para que no hubiera novedades al respecto. Si no las había, ya podía respirar y trabajar tranquilo, procurando recordar lo último que se había publicado relativo a currículum, organización y funcionamiento, evaluación, titulación, acceso a la universidad, formación del profesorado, absentismo escolar, atención a la diversidad… Porque el orientador, por si no lo sabéis, abarca prácticamente todos los ámbitos en que se desenvuelve la acción escolar. Y raro era el día en que algún compañero no me venía preguntando cualquier cosa relativa a su responsabilidad docente, aunque también sobre concursos de traslados, comisiones de servicio, régimen disciplinario, permisos y licencias, etc., etc.

Cuando ya parecía que me había enterado de la última disposición surgida de la mente preclara de algún adscrito, jefe de sección, jefe de servicio, director general o consejero, y era capaz de decir de corrido el título, la fecha de publicación e incluso el número y el texto completo de algún artículo o disposición transitoria, ¡zas!, se publicaba una nueva que hacía inservible todo lo que ya sabía. Y aquí tengo que confesar que yo también formé parte durante algún tiempo de ese batallón que se dedicaba a elaborar normativa, porque trabajé como adscrito, jefe de subprograma y técnico, respectivamente, en varias direcciones generales de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía y durante trece años, trece nada más y nada menos, una de mis funciones fue la de trabajar sobre instrucciones y órdenes de evaluación y formación del profesorado (alguna de la cual quizás siga en vigor, prefiero no comprobarlo).

Vuelvo al comienzo. Si hace unos años era agobiante trabajar en los centros ateniéndose a lo que emanaba de la normativa educativa, pues suponía en muchos casos tener las manos atadas para elaborar materiales, realizar actividades extraescolares, modificar horarios y agrupamientos, cambiar contenidos, etc., en la situación actual debe ser, y digo debe porque ya no lo vivo en primera persona, desesperante. Lo más cómodo es decirse que para qué voy a luchar contra molinos de viento y darme un trompazo con la realidad de falta de recursos personales y materiales, aumento de la ratio, incremento de la burocracia, cambios constantes en todo lo relacionado con la LOMCE, informes PISA…, así que bajo las manos y hago lo que me diga el inspector y la consejería. Pero eso significa perder el entusiasmo y dejar de creer en el valor de la educación como herramienta transformadora e impulsora de la sociedad.

Así que os propongo, viendo los toros desde la barrera de la jubilación, pero también desde la experiencia de cuarenta años trabajando en primera línea, que paséis de todo eso, que os tapéis los oídos y que pongáis en funcionamiento vuestra creatividad. Proponed a vuestros compañeros de departamento, al equipo directivo, un proyecto ambicioso, con entusiasmo, basado en lo que los estudiantes saben realmente y en lo que podrían llegar a saber con los medios con los que contáis (acordaos: Zona de Desarrollo Potencial). Preguntadle también a vuestros estudiantes: cómo os gustaría aprender, qué os gustaría aprender, para qué queréis aprender. Puede parecer una tontería, pero seguro que os encontraréis con sorpresas agradables. Y no os costaría mucho tiempo, una sesión de clase, quizás (ahora escucho a mis compañeros de bachillerato riéndose y preguntándome que qué hacen con la selectividad, pero eso es otro tema; yo estoy dirigiéndome, fundamentalmente, al profesorado de secundaria). Y por qué no, preguntar también a los padres. La mayor parte tiene interés en la educación de sus hijos, escuchan lo que les dicen en casa, tienen su propia experiencia. Con probar no se pierde nada.

Trabajar al margen de la ley no es ir contra las leyes, sino hacer como si no existieran, pensando fundamentalmente en el bien de nuestros estudiantes. El problema principal es que siempre estamos comparando y siendo comparados (me he negado esta vez a realizar comentario alguno sobre el último informe PISA), obviando que cada persona es distinta y que no se puede evaluar con los parámetros que se utilizan habitualmente, usando el mismo rasero para todos. Pero ahora me preguntaréis, ¿quién le pone el cascabel al gato?, ¿quién se atreve a ir contra corriente, modificando curriculum, cambiando horarios y agrupamientos, realizando propuestas novedosas? Pues ya hay muchos centros que lo hacen, que se niegan a bajar los brazos y la cabeza y que, a pesar de todo y de todos, están obteniendo excelentes resultados. Seguro que si buscáis, encontraréis muchos ejemplos como los que propongo a continuación:

Las pedagogías alternativas

El Aprendizaje Basado en Proyectos

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Se admiten sugerencias.

Historia del sabio

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Hace unos años asistí a una sesión de coaching sobre cómo afrontar y resolver los problemas que surgen tanto en la vida diaria como en los centros de trabajo. Siempre he sentido un poco de aprensión hacia esas personas que dan una sensación de seguridad, de dominio de las situaciones, de estar por encima del bien y del mal que al resto de los mortales nos acompleja. Siempre he desconfiado, es verdad, de todos aquellos que creen estar en posesión de la verdad, que nunca se equivocan, que hablan con suficiencia y que muestran cierto desprecio hacia aquellos que solemos poner en duda lo que hacemos y lo que decimos. Si por algo me caracterizo es porque estoy seguro de muy pocas cosas, que doy la razón a los demás con excesiva frecuencia. En ese grupo de personas tan firmes y seguras están, por regla general, los coach (anglicismo innecesario que podría sustituirse por entrenador o preparador, tal y como se puede comprobar en la Wikipedia, herramienta a la que, me avergüenza decirlo, acudo con frecuencia). Pues bien, esos preparadores suelen aprenderse una serie de frases que van colocando a lo largo de la charla y que les sirven para fijar la atención de los asistentes, a los que emboban con su, generalmente, verbo fácil y resuelto. También es frecuente que salpiquen esas sesiones con anécdotas (que casi siempre les han ocurrido a ellos o a personas cercanas) o con historias que transmiten enseñanzas que, como es lógico, van a servirnos para que nuestra vida fluya con mucha más facilidad y seamos mucho más felices en familia y en el trabajo (por cierto, esto mismo lo encontramos en los manuales de autoayuda, que han proliferado como hongos en las librerías y en Amazon).

En la sesión a la que aludo, el coach-entrenador-preparador nos iluminó con su receta para afrontar cualquier problema. Resumo con sus propias palabras lo que, a la postre, es el compendio de toda la charla y que no se cansó de repetir a lo largo de la misma:

Para resolver un problema hay que seguir tres pasos:

  • Toma de conciencia
  • Asumir responsabilidades
  • Pasar a la acción, actuar

Como se puede comprobar, todo muy práctico y que me ha servido para que, desde entonces, pueda afrontar el resto de mis días con mucha más tranquilidad e ilusión. A vosotros seguro que también os ha despejado muchas dudas.

Sin embargo, a pesar de todo, hubo una parte de la sesión que sí me gustó y fue aquella en la que contó un cuento al que llamó «Historia del sabio» y que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía recuerdo, aunque hay partes, creo que alguna bastante importante, que no soy capaz de poner en pie. Lo reproduzco a continuación y supongo que sabréis sacar una enseñanza o una moraleja de la misma.

Hace muchos años, en un pueblo situado en la ladera de una montaña, había un anciano muy sabio que era envidiado por sus paisanos y fue expulsado del pueblo. La envidia es muy mala, como sabéis, eso de que los demás posean algo que nosotros no tenemos hay personas que no pueden aguantarlo. Y crea muy mala sangre, un sentimiento mezcla de tristeza, de rabia, de odio. Así que, una vez que sus vecinos tomaron la decisión de echarlo del pueblo le dijeron que se fuera lo antes posible. Pero él no quería pasar más tiempo en un pueblo tan desagradecido y envidioso así que ese mismo día cogió un pequeño saco con ropa y algunos utensilios, porque no necesitaba más, y se fue a vivir a la cima de la montaña. Allí, a pesar de su aislamiento, la fama de su sabiduría se fue extendiendo por toda la comarca y acudían a pedirle consejo cada vez más personas. Aunque no quería nada a cambio de sus palabras, siempre le dejaban algún presente que él solía guardar en una cueva cercana. Se decía que su riqueza era enorme y que, si quisiera, podría comprar el pueblo entero y sus tierras.

Sus antiguos paisanos ya tenían más motivos de envidia, porque a su sabiduría se añadió la fama y la riqueza que iba adquiriendo, por lo que decidieron buscar una forma de acabar con él y se reunieron en la plaza para exponer sus ideas. Podéis comprobar que era un pueblo muy democrático, a pesar de todos sus defectos, porque todo lo decidían en asamblea. Lo que pasa es que deberían haber utilizado la democracia para otras cosas, no para fastidiar a un semejante. Unos querían matarlo una noche y deshacerse de su cuerpo, enterrándolo en algún lugar escondido; otros preferían envenenarlo con alguna pócima o secuestrarlo, pero la mayoría del pueblo quería evitar la violencia, no vayamos a pensar que eran unos monstruos sin escrúpulos. A alguien se le ocurrió la idea de que lo mejor era desprestigiarlo, avergonzarlo y que su fama se perdiera, por lo que la gente dejaría de visitarlo y moriría solo y abandonado. A todos les pareció bien, pero nadie conseguía encontrar una manera de hacerlo, ya que la inteligencia del sabio seguramente se impondría a todos los trucos que intentaran engañarlo.

Hasta que un niño de poco más de diez años les dijo:

– Creo que he encontrado la forma de conseguir que el sabio se equivoque. Habrá que esperar a que haya mucha gente viéndolo para que sean testigos de lo que va a ocurrir y puedan contarlo a todo el mundo. Cogeré un pájaro y lo esconderé detrás de mí. Y entonces le diré al sabio: «Tengo un pájaro en mi mano. Tú que sabes tanto, dime si está vivo o muerto. Si me dice que está muerto, abriré mi mano y se podrá comprobar que está vivo. Si me dice que está vivo, aprovecharé que lo tengo escondido, le retorceré el cuello, morirá y verán que está muerto. Es decir, que siempre se equivocará». 

Todos estuvieron de acuerdo en que aquella era una gran idea y de que el sabio nunca podría acertar. Hay que ver lo bien preparados que están los niños de este pueblo. Habrá que hacerle un homenaje al maestro. Pues bien, una vez que se consiguió el pájaro, un humilde gorrión que fue cazado por varios niños con una red (otra muestra de que la infancia de este pueblo tiene un gran futuro), se repasó el plan con el niño y la mañana del día siguiente, muy temprano, casi todo el pueblo comenzó a subir a la cima de la montaña, mezclándose con los cientos de personas que solían acudir, unos por curiosidad y otros porque querían que el sabio les resolviera los diferentes problemas que traían. En sus manos, en bolsas o en cestas llevaban regalos que, al final del día, dejarían a los pies del anciano.

El niño se acercó al sabio, con el gorrión escondido entre sus manos a su espalda e hizo la pregunta:

– Maestro, tengo un pájaro en mis manos. Tú que eres tan sabio, nunca te equivocas y puedes resolver los problemas más difíciles, ¿puedes adivinar si está vivo o muerto?

Sus antiguos paisanos contuvieron la respiración, y esperaron la respuesta equivocada para gritar con todas fuerzas «¡se ha equivocado, se ha equivocado, no es tan sabio como dicen!». Ya saboreaban la victoria y se miraban unos a otros con sonrisas de complacencia. Y lo mejor, cómo disfrutarían con la cara de sorpresa de los demás asistentes y con el sufrimiento del anciano.

El maestro miró al niño a los ojos, posó la vista en la multitud que esperaba ansiosa sus palabras y después de unos segundos contestó:

– Tú lo has dicho. La respuesta está en tus manos.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Podría haber continuado la historia describiendo la cara de perplejidad del niño y de sus antiguos vecinos y las palabras de reproche del anciano, demostrando que habían querido tenderle una trampa y avergonzándolos ante todos, dándoles una lección, pero prefiero que cada uno termine la historia como más le guste y que saque su conclusión y su enseñanza, yo no quiero hacerlo porque bastante hago con haceros pasar el rato

(Y sigue lloviendo en Sevilla como si no hubiera un mañana. Por eso me dedico a escribir estas cosas que no tienen demasiado sentido. O sí, depende cómo se mire).